Reflexión a las lecturas del domingo veintinueve del Tiempo Odinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR
Domingo 29º del T. Ordinario A
Después de la Entrada de Jesús en Jerusalén, se va acrecentando la conjura, la oposición de unos y otros, hasta llevarle a la Cruz. Contemplamos en el Evangelio cómo se acercan a Jesucristo, con alguna pregunta capciosa para comprometerle y poder acusarle. Este domingo el Evangelio nos presenta ésta: “¿Es lícito pagar el tributo al César o no?”.
En tiempos de Jesús, Palestina se encontraba bajo la dominación de Roma. Ya sabemos que la inmensa mayoría de los judíos era contraria a esta situación. Muchos pensaban que, cuando viniera el Mesías, aquello se acabaría. Algunos, por el contrario, se aliaban con el dominador y cobraban los impuestos. Eran los publicanos.
Es fácil darnos cuenta de la dificultad que tiene la pregunta que le hacen a Jesucristo. Si dice que hay que pagar el tributo al César, ofendía a los judíos que, como decía, anhelaban la libertad y la independencia de Roma; si decía que no había que pagar, se mostraba contrario a las autoridades romanas. El Señor se da cuenta de “su mala voluntad” y les dice: “¡Hipócritas! ¿Por qué me tentáis?” Y, al mismo tiempo, les da una respuesta sorprendente, llena de sabiduría humana y divina: “Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.
Esta respuesta de Jesucristo ha cruzado la historia, y ha entrado en el lenguaje común, cuando se trata de la relación entre la religión y la política, que siempre despierta recelos y divergencias entre unos y otros. Y además, ¡cuántas enseñanzas entrañan estas palabras del Señor! Veamos:
“Pagadle al César lo que es del César”. Los apóstoles, siguiendo el ejemplo y las enseñanzas del Señor, decían a los cristianos que “toda autoridad viene de Dios”, y, por tanto, hay que obedecer sus disposiciones y contribuir al bien común, siempre que no entren en contradicción con los valores del Reino (Rom 13, 1). Que el gobernante es “un servidor de Dios para hacer justicia y castigar al que obra mal” (Rom 13, 4). Que hay que dar “a cada cual lo que se debe. A quien tributo, tributo, a quien respeto, respeto, a quien honor, honor” (Rom 13,7). Y, en algunas ocasiones, piden a los cristianos que se haga oración por los que gobiernan (1Tim 2,1-4). Por tanto, los discípulos de Jesucristo nunca somos sospechosos de no dar a las autoridades la ayuda y la consideración que merecen.
¡Y cuántas cosas nos recuerda la otra expresión: “Pagadle a Dios lo que es de Dios”! También tenemos deberes para con Dios. El deber más importante es reconocer a Jesucristo, como el Mesías, el que tenía que venir, y seguirle. Luego, debemos dar a Dios la adoración, la acción de gracias, la alabanza, que merece. A esta relación con el Padre del Cielo, la solemos llamar “virtud de la piedad”, que es la que regula las relaciones de familia, porque hemos sido constituidos, por el Bautismo, “miembros de la familia de Dios” (Ef 2,19).
Y Jesucristo es el ejemplo maravilloso de la relación con Dios y con el César. Los cristianos tenemos que recordar siempre su advertencia: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6, 33).
El Día del Domund nos anima a ponerlo en práctica.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 29º DEL TIEMPO ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escucharemos ahora cómo Dios pone su confianza en un rey extranjero, Ciro. Así subraya que su poder se extiende por todas las naciones. Será Ciro el que libere al pueblo de Israel del destierro de Babilonia.
SEGUNDA LECTURA
La segunda lectura de hoy es el comienzo de la primera Carta de S. Pablo a los cristianos de Tesalónica, y es, seguramente, el escrito más antiguo del Nuevo Testamento. Iremos escuchando textos de esta Carta hasta el último domingo del Año Litúrgico.
TERCERA LECTURA
Después de la Entrada de Jesús en Jerusalén, se va acrecentando la conjura y la oposición, hasta llevarlo a la Cruz. Algunos le hacen preguntas capciosas para tener de qué acusarlo. Hoy escuchamos la que le hacen sobre el tributo al César.
Aclamémosle ahora con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión nos acercamos a Jesucristo. Pero ¡cuántas formas hay de acercarse a Él! En el Evangelio hemos contemplado cómo algunos se acercan para tenderle una trampa. Nosotros nos acercamos a Él en la Comunión con el mejor espíritu, para recibir la ayuda que necesitamos, para dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Reflexión de Mons. Arizmendi es Obispo de San Cristóbal de Las Casas, México. 19 octubre 2017 (zenit)
La objeción de conciencia
VER
El 10 de octubre, la Cámara de Diputados aprobó una reforma a la Ley General de Salud, para que médicos y enfermeras puedan negarse a dar servicios de salud a pacientes, cuando consideren que ese servicio es contrario a su creencia religiosa. Por ejemplo, si se niegan a practicar un aborto, a colaborar en una eutanasia, a operar a una persona para que ya no pueda tener hijos, cuando no hay razones graves de salud. Otro ejemplo: Los seguidores de una religión no aceptan una transfusión de sangre. Podemos estar en desacuerdo con ellos, pues su interpretación de textos bíblicos está fuera de contexto histórico, pero un médico de ellos puede aducir razones religiosas para no hacer dicha transfusión.
Esto es un avance notable, pues antes de esta reforma, los médicos se exponían a perder su trabajo y ser multados, si se negaban a practicar un aborto. Ahora se protege su libertad religiosa. En medio de la marabunta de las precampañas electorales, que trae inquietos a todos los legisladores, es de alabar que hayan aprobado este cambio. Felicito particularmente a los legisladores que promovieron esa iniciativa. Dan testimonio de su fe, no la esconden como otros legisladores, y quieren iluminar la política con el Evangelio. Afortunadamente hubo mayoría en el Congreso que les apoyó, pues las razones que sostienen la objeción de conciencia no son sólo religiosas, sino sociales, psicológicas, antropológicas y culturales. En muchos países se reconoce este derecho, y nuestro país se había retardado en asumirlo.
Como era de esperar, de inmediato se levantaron voces que dicen que esta reforma va en detrimento de los “derechos sexuales y reproductivos” de las mujeres, y que les orillaría a buscar servicios ilegales para acceder a una interrupción del embarazo. Habría que aclarar que, así como hay que defender los derechos de las mujeres, con la misma determinación habría que defender el derecho a la vida de los concebidos y que aún están en el seno materno. Son personas, a partir de la concepción. Y si las mujeres tienen derechos, también los médicos y las enfermeras tienen derechos que se deben proteger; con más razón los más indefensos e inocentes, los aún no nacidos.
PENSAR
Dice el Papa Francisco en su Exhortación La alegría del amor: “No puedo dejar de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. La familia protege la vida en todas sus etapas y también en su ocaso. Por eso, a quienes trabajan en las estructuras sanitarias se les recuerda la obligación moral de la objeción de conciencia. Del mismo modo, la Iglesia no sólo siente la urgencia de afirmar el derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento terapéutico y la eutanasia, sino también rechaza con firmeza la pena de muerte” (No. 83). “Hay que afirmar decididamente la libertad de la Iglesia de enseñar la propia doctrina y el derecho a la objeción de conciencia” (No. 279).
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las decisiones morales. No debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe según su conciencia, sobre todo en materia religiosa” (1782).
Aunque en otro número el Catecismo habla del derecho a no usar armas, la afirmación fundamental es la misma: “Los poderes públicos atenderán equitativamente al caso de quienes, por motivos de conciencia, rehúsan el empleo de las armas; éstos siguen obligados a servir de otra forma a la comunidad humana” (2311).
ACTUAR
Ojalá que nuestros legisladores se atrevan a presentar otras iniciativas que amplíen el derecho a la libertad religiosa, pues aún tiene restricciones en la legislación. Y que los médicos y enfermeras no ayuden a matar indefensos en el seno materno, sino que sean valientes y defiendan el derecho a la vida
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo veintinueve del Tiempo Ordinario A
LOS POBRES SON DE DIOS
A espaldas de Jesús, los fariseos llegan a un acuerdo para prepararle una trampa decisiva. No vienen ellos mismos a encontrarse con él. Le envían a unos discípulos acompañados por unos partidarios de Herodes Antipas. Tal vez no faltan entre ellos algunos poderosos recaudadores de los tributos para Roma.
La trampa está bien pensada: «¿Estamos obligados a pagar tributo al César o no?». Si responde negativamente le podrán acusar de rebelión contra Roma. Si legitima el pago de tributos quedará desprestigiado ante aquellos pobres campesinos que viven oprimidos por los impuestos, y a los que él ama y defiende con todas sus fuerzas.
La respuesta de Jesús ha sido resumida de manera lapidaria a lo largo de los siglos en estos términos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pocas palabras de Jesús habrán sido tan citadas como estas. Y ninguna, tal vez, más distorsionada y manipulada desde intereses muy ajenos al Profeta defensor de los pobres.
Jesús no está pensando en Dios y en el César de Roma como dos poderes que pueden exigir cada uno de ellos, en su propio campo, sus derechos a sus súbditos. Como todo judío fiel, Jesús sabe que a Dios «le pertenece la tierra y todo lo que contiene, el orbe y todos sus habitantes» (Salmo 24). ¿Qué puede ser del César que no sea de Dios? ¿Acaso no son hijos de Dios los súbditos del emperador?
Jesús no se detiene en las diferentes posiciones que enfrentan en aquella sociedad a herodianos, saduceos o fariseos sobre los tributos a Roma y su significado: si llevan la «moneda del tributo» en sus bolsas que cumplan sus obligaciones. Pero él no vive al servicio del Imperio de Roma, sino abriendo caminos al reino de Dios y su justicia.
Por eso les recuerda algo que nadie le ha preguntado: «Dad a Dios lo que es de Dios». Es decir, no deis a ningún César lo que solo es de Dios: la vida de sus hijos. Como ha repetido tantas veces a sus seguidores, los pobres son de Dios, los pequeños son sus predilectos, el reino de Dios les pertenece. Nadie ha de abusar de ellos.
No se ha de sacrificar la vida, la dignidad o la felicidad de las personas a ningún poder. Y, sin duda, ningún poder sacrifica hoy más vidas y causa más sufrimiento, hambre y destrucción que esa «dictadura de una economía sin rostro y sin un objetivo verdaderamente humano» que, según el papa Francisco, han logrado imponer los poderosos de la tierra. No podemos permanecer pasivos e indiferentes acallando la voz de nuestra conciencia con las prácticas religiosas.
José Antonio Pagola
29 Tiempo ordinario – A (Mateo 22,15-21)
Evangelio del 22 / Oct / 2017
Publicado el 16/ Oct/ 2017
Comentario a la liturgia dominical - DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO - por el P.Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 18 octubre 2017. (Zenir)
Ciclo A
Textos: Isaías 45, 1, 4-6; 1 Tes 1, 1-5; Mateo 22, 15-21
Idea principal: Al César el tributo y a Dios el culto, que no al revés.
Resumen del mensaje: El evangelio no aparta a los cristianos de la política, sino que quiere que el cristiano participe con especial responsabilidad y testimonio de la construcción del bien común. Lo difícil para un cristiano es cómo fundamentar en el evangelio este compromiso, es decir, cómo unirlo al compromiso religioso para que no se perpetúe aquella nefasta separación entre fe y praxis, entre el tributo que debemos dar a Dios y el tributo que debemos dar a César. La Palabra de Dios nos ayuda hoy a este problema.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, la Palabra de Jesús afirma que el Reino de Dios y el del César no se excluyen, como pensaban los judíos. Ahora bien, Jesús deja bien claro que el poder político y militar son radicalmente relativizados, mientras que el Reino de Dios es absoluto. La pregunta que le hicieron los fariseos y herodianos no era una pregunta, sino un cepo lobero: si Jesús dice que no paguen al César, se juega la cabeza; pero si dice que paguen, se juega el prestigio y, con él, su campaña electoral por el reinado de los cielos. La pregunta era una hipocresía, una tentación. Tentación de idolatría. La moneda del tributo era el denario, que llevaba la inscripción “Tiberius divus et pontifex máximus” (Tiberio, dios y sumo pontífice). Y el segundo mandamiento del decálogo decía: “No esculpirás imagen alguna, nada que se parezca a lo que hay arriba en el cielo…” (Ex 20, 4; Dt 4, 15-20). Por eso Jesús: al César lo suyo, que es la obediencia a la autoridad, y lo suyo a Dios, que es la adoración. Velas, una y sólo a Dios. Nos previene del fanatismo, absolutización y sacralización de la política.
En segundo lugar, ¿cómo se debe comportar entonces un cristiano, un discípulo de Cristo delante del reino del César, es decir, delante del Estado y del orden constituido? ¿Obediencia o libertad? Este es el dilema de siempre. El Nuevo Testamento resuelve este dilema: el discípulo de Cristo queda libre no sólo para resistir al Estado, sino también para obedecerle. El Estado no es un absoluto, un poder divino, como era antes de la venida de Cristo. Cristo modificó el concepto de poder y lo sustituye por el servicio. ¿Lo entienden hoy nuestros césares o gobernantes? El discípulo de Cristo puede aceptar el poder estatal en libertad, sin miedo de caer en Estado-latría, o sea en culto al estado o al emperador. Sólo dará su tributo al César cuando tiene conciencia de que será un compromiso justo para la transformación de la sociedad, cuando tiene conciencia de que su colaboración con las leyes, los votos y los impuestos será constructiva.
Finalmente, ¿cuándo es que un discípulo de Cristo debe decir “no” al poder estatal y resistirle? ¿Cuándo la libertad debe prevalecer sobre la obediencia? También el Nuevo Testamento responde: cuando está en juego la propia fe, es decir, cuando el Estado se desvía de los planos de Dios y se erige de nuevo como absoluto, como era antes de Cristo, y no permite más “dar a Dios lo que es de Dios”. No debemos dar nuestro voto a políticos vividores, insolventes, corrompidos y corruptores, golfos con dinero de nuestros impuestos, gobernantes prepotentes, totalitarios antidemócratas, que absolutizan al Estado. No demos nuestro voto a gobernantes que emiten o proponen leyes en contra del bien común, que atacan el matrimonio, a la familia, a la vida, a la libertad de enseñanza, a la propiedad privada, al hombre y a Dios. Esta situación se repite hoy, en algunos regímenes políticos, donde la Iglesia es forzada al silencio y el cristiano no puede –no debe- con toda su lealtad decir un “sí” incondicional a tal Estado. El cristiano se encuentra en un verdadero estado de persecución.
Para reflexionar: ¿Somos conscientes de que “dar a Dios lo que es de Dios” significa devolverle su absoluto poder legislativo, ejecutivo, judicial, que está por encima de todos los parlamentos, gobiernos, partidos y Estados del mundo? ¿Hemos devuelto a Dios el título de propiedad exclusiva de todos los bienes de la creación y nos contentamos con el título que tenemos, el de administradores de esos bienes, ejerciendo su función social: pan, trabajo, dinero, bienes…de Dios para todos? Pensemos en esta frase de san Agustín: “Deo, ait, reddendus est christianus amor, régibus humanus timor” (Lib I contra Epist Parm, c. 7: a Dios hay que darle el amor cristiano, a los reyes el temor humano).
Para rezar: Quiero rezar con Calderón de la Barca: “Al rey, la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”. Señor, ayúdame a darte mi adoración, y al estado, mi respeto, mi oración y mi sumisión en todo aquello que respete tu santa Ley. Pero cuando el estado me pida cosas en contra de tu santa Ley, dame la fuerza para decir “no”, aunque eso signifique la proscripción, la defenestración y el martirio. Amén.
Para cualquier duda o pregunta, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]
Texto completo de la catequesis del Papa en la Audiencia general 18 de octubre de 2017. (ZENIT – 18 Oct. 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, me gustaría confrontar la esperanza cristiana con la realidad de la muerte, una realidad que nuestra civilización moderna tiende cada vez más a suprimir. Así que, cuando llega la muerte de los que nos rodean o de nosotros mismos, no estamos preparados, no tenemos un “alfabeto” adecuado para esbozar palabras con sentido sobre su misterio que, de todas formas, sigue estando allí. Sin embargo, los primeros signos de la civilización humana han pasado precisamente a través de este enigma. Podríamos decir que el hombre nació con el culto de los muertos.
Otras civilizaciones, antes de la nuestra, tuvieron el coraje de mirarla a la cara. Era un evento que los viejos contaban a las nuevas generaciones, como una realidad inevitable que obligaba al hombre a vivir por algo absoluto. Dice el Salmo 90: “Enséñanos a contar nuestros días para que entre la sabiduría en nuestros corazones” (v. 12). ¡Contar nuestros días vuelve al corazón sabio! Palabras que nos llevan a un realismo saludable, ahuyentando el delirio de la omnipotencia. ¿Qué somos? Somos “casi nada”, dice otro salmo (cf. 88: 48); nuestros días huyen veloces: aunque viviéramos cien años, al final todo nos habría parecido un soplo. Muchas veces he escuchado a los ancianos decir: “La vida se me ha pasado como en un soplo…”.
La muerte pone así nuestra vida al desnudo. Nos muestra que nuestros actos de orgullo, de ira y odio eran vanidad: vanidad pura. Nos damos cuenta con resquemor de que no hemos amado lo suficiente y no hemos buscado lo esencial. Y, por el contrario, vemos cuánto realmente bueno hemos sembrado: los afectos por los que nos hemos sacrificado y que ahora nos sujetan la mano.
Jesús iluminó el misterio de nuestra muerte. Con su comportamiento, nos autoriza a sentir tristeza cuando una persona querida se va. Él se turbó “profundamente” ante la tumba de Lázaro, y “se echó a llorar” (Juan 11:35). En esta actitud, sentimos a Jesús muy cerca, como un hermano nuestro. Lloró por su amigo Lázaro.
Entonces Jesús reza al Padre, fuente de vida, y manda a Lázaro que salga del sepulcro… Y así sucede. La esperanza cristiana se nutre de esta actitud que Jesús asume contra la muerte humana: aunque esté presente en la creación es, sin embargo, un corte que desfigura el diseño de amor de Dios y el Salvador quiere curarnos.
En otros lugares, los Evangelios hablan de un padre que tenía una hija muy enferma y se dirige a Jesús con fe para que la salve (cf. Mc 5,21-24.35-43). Y no hay figura más conmovedora que un padre o una madre con un hijo enfermo. E inmediatamente Jesús se encamina con ese hombre, que se llamaba Jairo. En un momento dado llega alguien de la casa de Jairo y le dice que la niña se ha muerto y ya no hay necesidad de molestar al Maestro. Pero Jesús dice a Jairo: “No temas, solamente ten fe” (Mc 5:36). Jesús sabe que aquel hombre está tentado de reaccionar con rabia y desesperación porque la niña está muerta y le pide que guarde la pequeña llama encendida en su corazón: la fe. “No temas, solamente ten fe”. “¡No tengas miedo, sigue teniendo encendida esa llama!” Y luego, llegados a casa, despertará de la muerte a la niña y la devolverá viva a sus seres queridos.
Jesús nos pone en este “risco” de fe. A Marta, que llora por la muerte de su hermano Lázaro, opone la luz de un dogma: “Yo soy la resurrección y la vida; El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. ¿Crees esto? “(Jn 11: 25-26). Es lo que Jesús repite a cada uno de nosotros, cada vez que la muerte viene a rasgar el tejido de la vida y de los afectos. Toda nuestra existencia se juega aquí, entre el lado de la fe y el precipicio del miedo. Jesús dice: “Yo no soy la muerte, soy la resurrección y la vida, ¿crees esto? ¿Crees esto?” Nosotros, que estamos hoy en la plaza, ¿creemos esto?
Todos somos pequeños e indefensos frente al misterio de la muerte. Sin embargo, ¡qué gracia si en ese momento guardamos la llama de la fe en nuestros corazones! Jesús nos llevará de la mano, como tomó de la mano a la hija de Jairo, y nos repetirá de nuevo, “Talita kum”, “Niña, levántate!” (Mc 5,41). Nos lo dirá, a cada uno de nosotros: “¡Levántate, resurge!” Yo ahora os invito a cerrar los ojos y a pensar en ese momento: el de nuestra muerte. Cada uno de nosotros piense en su propia muerte, e imagine ese momento que vendrá cuando Jesús nos tome de la mano y diga: “Ven, ven conmigo, levántate”. Allí terminará la esperanza y será la realidad, la realidad de la vida. Pensadlo bien: Jesús mismo vendrá donde cada uno de nosotros y nos tomará de su mano, con su ternura, su dulzura, su amor. Y que cada uno repita en su corazón la palabra de Jesús: “¡Levántate, ven, levántate, ven! ¡Levántate, resurge!”.
Esta es nuestra esperanza frente a la muerte. Para el que cree, es una puerta que se abre de par en par; para aquellos que dudan, es un rayo de luz que se filtra desde una puerta que no se ha cerrado del todo. Pero para todos nosotros, será una gracia cuando esta luz, del encuentro con Jesús, nos ilumine.
Llamamiento
Quiero expresar mi dolor por la masacre ocurrida hace unos días en Mogadiscio, Somalia, que ha causado más de 300 muertos, incluidos algunos niños. Este acto terrorista merece el deploro más firme también porque se ensaña contra una población ya duramente probada. Rezo por los muertos y por los heridos, por sus familiares y por toda la población de Somalia. Imploro la conversión de los violentos y aliento a todos los que, con enormes dificultades, trabajan por la paz en esa tierra martirizada.
Palabras del Papa en el Angelus (Traducción completa). (ZENIT – Roma, 15 de octubre de 2017)
Queridos hermanos y hermanas,
Al término de esta celebración, os saludo cordialmente, a los que habéis venido de diversos países para rendir homenaje a los nuevos santos. Mi pensamiento respetuoso va de manera particular a las delegaciones oficiales de Brasil, Francia, Italia, Méjico, de la Orden de Malta y de España. Que el ejemplo y la intercesión de estos testigos luminosos del Evangelio nos acompañen en nuestro camino y nos ayuden a promover siempre relaciones fraternas y solidarias, para el bien de la Iglesia y de la sociedad.
Acogiendo el deseo de algunas conferencias episcopales de América Latina, lo mismo que la voz de diversos pastores y fieles de otras partes del mundo, he decidido convocar una Asamblea especial del sínodo de los obispos para la región pan amazónica, que tendrá lugar en Roma en octubre de 2019. El objetivo principal de esta convocatoria es identificar nuevas formas de evangelización de esta parte del Pueblo de Dios, especialmente a los indígenas, a menudo olvidados y sin perspectivas de un futuro pacífico, en particular debido a la crisis de la selva amazónica, un pulmón de capital importancia para nuestro planeta. Que los nuevos santos intercedan por este acontecimiento eclesial, para que, en el respeto a la belleza de la creación, todos los pueblos de la tierra alaben a Dios, el Señor del universo, e iluminados por Él recorran los caminos de justicia y de paz.
Recuerdo también que pasado mañana se celebrará la Jornada mundial del rechazo de la pobreza. La pobreza no es una fatalidad: tiene causas que deben ser reconocidas y suprimidas , para honrar la dignidad de muchos de nuestros hermanos y hermanas, siguiendo el ejemplo de los santos.
Y ahora volvámonos hacia la Virgen María.
Angelus Domini……
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Homilía para la canonización de de 35 Bienaventurados. 15 octubre 2017 (ZENIT)
La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea “celebrar las bodas” con cada uno de nosotros.
Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser solo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de esposa amada con el esposo.
En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.
Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegia con respecto a los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: “Te amo Señor. Tú eres mi vida”.
Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber por qué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una respuesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: “Has abandonado tu amor primero” (2, 4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la “normalidad”, sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: “Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios”, dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente “no hicieron caso”: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor.
Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra. Y cuando todo depende del yo – de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero – se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evangelio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. V. 6) a quienes llevaban la invitación, solo porque los incomodaban.
Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la auto referencialidad. Él – nos dice el Evangelio – ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los “no”, no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros “no”, sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; Porque solo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la esperanza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso.
El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir “si” y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir “Señor, Señor” y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7, 21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios. Los santos hoy canonizados, y sobre todo los mártires, nos señalan este camino. Ellos no han dicho “si” al amor con palabras y por un poco de tiempo, sino con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con que nos ha amado hasta el extremo, que ha dado su perdón y sus vestiduras a quien lo estaba crucificando. También nosotros hemos recibido en el Bautismo una vestidura blanca, el vestido nupcial para Dios.
Pidámosle, por intercesión de estos santos hermanos y hermanas nuestros, la gracia de elegir y llevar cada día este vestido, y de mantenerlo limpio. ¿Cómo hacerlo? Ante todo, acudiendo a recibir el perdón del Señor sin miedo: este es el paso decisivo para entrar en la sala del banquete de bodas y celebrar la fiesta del amor con él.
© Librería del Vaticano
Reflexión a las lecturas del domingo veintiocho del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 28º del T. Ordinario A
Durante algunos domingos nos hemos venido preguntando por qué tiene el Señor que prescindir del pueblo de Israel, al que había elegido con un infinito amor, y formar un nuevo pueblo. A este interrogante tan importante, trata de responder Jesucristo con tres parábolas, que dirige a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, y que estamos escuchando y comentando estos domingos. Hoy llegamos a la tercera.
Se trata de un rey que celebraba la boda de su hijo. Nunca compara Jesús su Reino a cosas pobres o tristes, sino todo lo contrario. Hoy lo compara a unas bodas. Y ya sabemos cómo se celebraba una boda en Israel, en tiempos de Jesucristo.
La parábola nos dice que el rey mandó a unos criados para avisar a los convidados que vinieran a la boda, al banquete, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados, urgiendo a los convidados que vinieran a la boda, y volvieron a hacer lo mismo. Es más, algunos llegaron al extremo de echarles mano y maltratarlos, hasta matarlos. ¿Y qué pasó? Que “el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad”.
Y todo esto, ¿qué significa? Lo que ya comentábamos el domingo pasado sobre una parábola muy parecida: los criados son los profetas, a quienes no hacían caso, y, a veces, los maltrataban y los mataban. Por tanto, es lógico que el rey diga a los criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales”. Esto quiere decir que el Señor ha dejado al pueblo de Israel, por imposible, y ha formado otro pueblo, constituido no ya sólo por judíos, sino por todos: judíos y gentiles; un pueblo que responda mejor a sus llamadas, a sus invitaciones. Es la Iglesia.
Esta parábola halla un eco especial en los que estamos involucrados en la Misión Diocesana. Se nos urge salir a los caminos a buscar “convidados”. Ojalá que se llene “nuestra sala” de invitados.
Pero no se puede pertenecer a la Iglesia de cualquier manera. Dice la parábola que “cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta?” Y lo expulsó. No basta, como decía, con pertenecer a la Iglesia; hay que llevar el “vestido de fiesta”. El Vaticano II nos advierte que “no se salva el que no permanece en el amor, aunque esté incorporado a la Iglesia, pues está en el seno de la Iglesia, con “el cuerpo”, pero no con “el corazón”. (L. G. 14).
La celebración de estas bodas tendrá su punto culminante y definitivo en el Cielo, cuando el Señor Jesús vuelva en su gloria. En efecto, el Espíritu y la Esposa dicen sin cesar: ¡Ven! (Ap 22,17). Entonces nos reunirá en torno a otra mesa, mucho más grande y más amplia, para el banquete definitivo, del que nos habla la primera lectura. Aquel día se dirá: “Aquí está nuestro Dios de quien esperábamos que nos salvara: celebremos y gocemos con su salvación”.
Y por todo ello, proclamamos en el salmo responsorial de este domingo: “Habitaré en la casa del Señor, por años sin término”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 28º DEL TIEMPO ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El Señor nos habla ahora del futuro, el que Él ha preparado para todos los hombres. Lo presenta bajo la imagen de un banquete espléndido, donde no hay muerte, ni tristeza ni dolor.
Escuchemos con atención y con fe.
SALMO
Como respuesta a la Palabra de Dios que hemos escuchado, proclamemos nuestra esperanza en el Señor. Ante las dificultades del camino, descansamos seguros en las manos del Padre, y decimos: "Habitaré en la casa del Señor, por años sin término”.
SEGUNDA LECTURA
Aunque con la fuerza de Dios, S. Pablo se siente capaz de todo, agradece de corazón a los filipenses la ayuda que le han prestado.
TERCERA LECTURA
Después de la Entrada de Jesús en Jerusalén, sitúa S. Mateo una serie de parábolas, que denuncian el rechazo de Jesucristo por parte de los sumos sacerdotes y ancianos y la formación de un nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Hoy vamos a escuchar la tercera y última parábola, la de los invitados a las bodas del hijo del rey.
COMUNIÓN
La Eucaristía es el gran Banquete, al que nos convoca el Señor, como a su pueblo elegido y amado, en marcha hacia el Banquete eterno del Cielo.
Aceptemos su invitación de cada domingo y participemos en Él con el traje de fiesta.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo veintiocho del Tiempo Ordinario A
INVITACIÓN
Jesús conocía muy bien cómo disfrutaban los campesinos de Galilea en las bodas que se celebraban en las aldeas. Sin duda, él mismo tomó parte en más de una. ¿Qué experiencia podía haber más gozosa para aquellas gentes que ser invitados a una boda y poder sentarse con los vecinos a compartir juntos un banquete de fiesta?
Este recuerdo vivido desde niño ayudó a Jesús más tarde a comunicar su experiencia de Dios de una manera nueva y sorprendente. Según él, Dios está preparando un banquete final para todos sus hijos, pues a todos los quiere ver sentados junto a él disfrutando para siempre de una vida plenamente dichosa.
Podemos decir que Jesús entendió su vida entera como el ofrecimiento de una gran invitación en nombre de Dios a esa fiesta final. Por eso Jesús no impone nada a la fuerza, no presiona a nadie. Anuncia la Buena Noticia de Dios, despierta la confianza en el Padre, enciende en los corazones la esperanza. A todos les ha de llegar su invitación.
¿Qué ha sido de esta invitación de Dios? ¿Quién la anuncia? ¿Quién la escucha? ¿Dónde se habla en la Iglesia de esta fiesta final? Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sean nuestros intereses inmediatos, ¿no necesitamos ya de Dios? ¿Nos estamos acostumbrando poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar una esperanza última?
Jesús era realista. Sabía que la invitación de Dios puede ser rechazada. En la parábola de «los invitados a la boda» se habla de diversas reacciones de los invitados. Unos rechazan la invitación de manera consciente y rotunda: «No quisieron venir». Otros responden con absoluta indiferencia: «No hicieron caso». Les importan más sus tierras y negocios.
Pero, según la parábola, Dios no se desalienta. Por encima de todo habrá una fiesta final. El deseo de Dios es que la sala del banquete se llene de invitados. Por eso hay que ir a los «cruces de los caminos», por donde caminan tantas gentes errantes, que viven sin esperanza y sin futuro. La Iglesia ha de seguir anunciando con fe y alegría la invitación de Dios proclamada en el Evangelio de Jesús.
El papa Francisco está preocupado por una predicación que se obsesiona «por una transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intentan imponer a fuerza de insistencia». El mayor peligro está, según él, en que ya «no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener olor a Evangelio».
José Antonio Pagola
28 Tiempo ordinario – A (Mateo 22,1-14)
Evangelio del 15 / Oct / 2017
Publicado el 09/ Oct/ 2017
por Coordinador - Mario González Jurado
Comentario de la liturgia dominical - DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO - por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 10 octubre 2017 (zenit)
DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Textos: Isaías 25, 6-10; Filipenses 4, 12-14.19-20; Mateo 22, 1-14
Idea principal: ¡Venid todos a la boda, pero con el traje de gala, porque quiero entrar en amistad, diálogo e intimidad con vosotros!
Resumen del mensaje: La parábola de este domingo pone en escena a un rey que festeja con un grandioso convite las bodas de su hijo (evangelio), símbolo de la Encarnación del Verbo, el Hijo eterno del Padre, merced a la cual la naturaleza divina se desposó con la naturaleza humana para entrar en amistad, diálogo e intimidad con nosotros. Dios hizo dos invitaciones al pueblo elegido de Israel. Pero no aceptó, preocupado sólo por sus asuntos materiales. Apenado y humillado, Dios llama a otros, a los pobres y marginados de los banquetes oficiales, pero les pide el traje de gala. Y pensar que Dios había preparado platillos suculentos y vinos excelentes (1ª lectura). Platillos que después debemos compartir con los necesitados (2ª lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, a Jesús le encantaba la comida con la gente. Por eso, acudía a banquetes. Por eso no nos extraña que compara el Reino a un Rey que preparó un banquete al que invita a todos. Las insistentes invitaciones del rey hoy a través de sus emisarios, que no son otros que los profetas, encuentran a sus destinatarios indiferentes, despreciando el honor que se les ha hecho, preocupados sólo por sus asuntos materiales: sus negocios, sus campos, su familia. Por haber sido cuidadosamente elegidos por el rey como comensales de la fiesta de bodas, se ve que eran de un cierto rango, que a los ojos del rey tenían cierto privilegio, lo cual también agrava notablemente su comportamiento, que llega al ultraje y a la misma muerte de los voceros reales que portan las invitaciones. ¡Qué ofensa y humillación infligida al rey! Excusas sin peso que podían hacer en otro día: “me espera mi campo…mi negocio”. Hasta echaron mano y mataron a los que llevaban las invitaciones del Rey. Se explica así el por qué en la parábola no se considera exagerada la reacción del monarca, el cual ordena que sus tropas hagan justicia a los asesinos e incendien su ciudad, casi como para borrar de la faz de la tierra todo recuerdo de tan horrible episodio.
En segundo lugar, apliquemos esta parábola a Dios. ¿Cómo se puede considerar diversamente el desprecio de los bienes divinos, el rechazo de un Dios que ofrece su propia vida al hombre? Me vienen a la memoria aquellas severas palabras de san Pablo: “No os hagáis ilusiones, con Dios no se puede jugar” (Gál 6, 7). No se pueden desdeñar impunemente los dones de Dios, y menos aún pretender que Dios renuncie a su plan salvífico universal, oponiéndole un muro de incomprensión y superficialidad. Excluirse de este plan indica sólo el fracaso del hombre y no de Dios. Es esto lo que quiere decir la parábola cuando muestra al rey que envía a sus siervos a las calles para recoger a cuantos encuentren, “buenos o malos”, y así llenar la sala del banquete, en sustitución de los “indignos”. Nadie puede impedir la fiesta de Dios. Nuestro olvido o indiferencia no pueden hacer que Dios no exista, ni impedir que realice, incluso sin nosotros, su plan de salvación.
Finalmente, ahora bien, a ese banquete hay que entrar con el traje de gala, es decir, la gracia santificante, que en el Apocalipsis se describe como “vestido de lino de las obras justas de los santos” (19, 8). Hay que tener la túnica blanca, la corona de palma o el olivo, y las sandalias y los pies limpios. Según el protocolo oriental, el rey no participaba en el banquete, sino que en cierto momento entraba en la sala, para recibir el obsequio y el agradecimiento de sus invitados. En Oriente, desde los remotos tiempos del rey Hammurabi (s. XVIII a.C.), los reyes solían regalar a sus huéspedes vestidos idóneos para la solemnidad de sus audiencias o para el privilegio de la comparecencia ante ellos. El hombre de la parábola que no tenía el vestido de fiesta fue porque no quiso proveerse del traje, lo que indica una falta de respeto no menos grave que la de aquellos que rechazaron la invitación del Rey. Fue también expulsado a la gehena eterna, el infierno. Ninguna interpretación podrá negar que Cristo amenazó con este castigo irreparable a quien hace vanos los dones de Dios, rechazando su gracia. Pero no olvidemos también que esta terrible parábola precede a las tres parábolas de la misericordia, ya que Dios amenaza con la intención de perdonar y corregirnos.
Para reflexionar: ¿Tomamos en serio las invitaciones de Dios o damos oídos sordos y preferimos nuestros negocios? ¿Tenemos siempre el traje de gala de la gracia de Dios en nuestra alma cada vez que nos relacionamos con Dios en la oración o en la Eucaristía? ¿Somos agradecidos con Dios por tanto amor y por invitarnos al Banquete de la misa cada domingo? Si hemos participado del banquete del Rey, ¿después llevamos algo e invitamos a nuestros hermanos o nos comemos todo a solas?
Para rezar: Gracias, Señor, por tantos banquetes que a diario me sirves. Perdóname que algunas veces desprecié esos banquetes, por preferir mis negocios. Ayúdame a no ensuciar nunca mi vestido de gala, es decir, la gracia santificante que tengo desde el bautismo. Que sepa compartir con mis hermanos esos regalos que tú me das gratuitamente. Amén.
Para cualquier pregunta o sugerencia, contacte a este email: [email protected]
Reflexión a las lecturas del domingo veintisiete del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 27º del T. Ordinario A
Durante tres domingos, estamos escuchando unas parábolas en las que el Señor explica a los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo, por qué tiene que prescindir del pueblo elegido, el pueblo de Israel, y formar otro pueblo, la Iglesia. El domingo pasado, escuchábamos la primera: la parábola de los dos hijos. Hoy, la de “los viñadores homicidas”. En ella se refiere Jesús al pasado de Israel, a la historia de infidelidad y maldades del pueblo de Dios, especialmente a su actitud con los profetas; y también, a su situación actual: no aceptan a Jesús como Mesías y, dentro de unos días, lo llevarán a la Cruz.
Para aquel propietario del Evangelio era algo ilusionante plantar una viña, cavar un lagar, construir la casa del guarda, y arrendarla a unos labradores, que le dieran, a su tiempo, los frutos que le correspondían. Es una imagen de la constitución de Israel como pueblo de Dios. Bajo la forma de un poema precioso, nos presenta el profeta Isaías (1ª Lect.) esa realidad.
“Llegado el tiempo de la vendimia, sigue diciendo el Evangelio, envió sus criados a los labradores para percibir los frutos que le correspondían; pero los labradores, agarrando a los criados, apalearon a uno, mataron a otro, y a otro lo apedrearon. Envió de nuevo otros criados, más que la primera vez, e hicieron con ellos lo mismo”. De esta forma, Jesucristo les recuerda lo que habían hecho sus antepasados con los profetas, que el Padre les enviaba.
Por último, el propietario “mandó a su hijo diciéndose: tendrán respeto a mi hijo. Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron: este es el heredero. Venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia. Y, agarrándolo, lo empujaron fuera de la viña y lo mataron”.
El hijo, que envía el propietario, representa a Jesucristo. Dentro de unos días, lo someterán a toda clase de tormentos, y lo sacarán fuera de “la viña”, y lo harán morir en una cruz, en las afueras de Jerusalén.
El texto de la primera lectura pone en boca del Señor: “¿Qué más podía hacer por mi viña que yo no haya hecho? ¿Por qué, esperando que diera uvas, dio agrazones?” Y describe cómo va a abandonarla.
En el Evangelio Jesús encarga a los sumos sacerdotes y ancianos que pronuncien ellos mismos su sentencia, cuando les pregunta: “Y, ahora, cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores? Le contestaron: “Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores, que le entreguen los frutos a sus tiempos”. A continuación, es Cristo el que pronuncia la sentencia definitiva. Es la enseñanza fundamental de la parábola: “Se os quitará a vosotros el Reino de los Cielos y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos”.
¡Qué impresionante es todo esto! ¡Qué trágico resulta todo!
¿Y cómo se quedarían aquellos dirigentes de Israel, que entendían que la parábola iba por ellos? S. Marcos y S. Lucas dicen que quisieron detenerle, pero temieron a la gente y se fueron (Mc 12,12; Lc 20,19)
El Vaticano II nos enseña que “del costado de Cristo, dormido en la Cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera”! ( S. C. 5). La Iglesia es, pues, el nuevo pueblo de Dios, la Viña Nueva de Cristo, “el Israel de Dios” (Gal 6, 16).
Al mismo tiempo, cada uno de nosotros tendríamos que hacer examen de nuestra vida, para ver qué fruto estamos dando, no sea que también nosotros, miembros de la Iglesia, seamos desheredados y apartados de la Viña.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 27º DEL T. ORDINARIO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
En el canto de la viña de Isaías, que vamos a escuchar, el profeta nos recuerda, bajo la alegoría de un viñedo, los intensos cuidados de Dios por su pueblo escogido, y su amarga queja por su respuesta.
SALMO
La Iglesia es la nueva Viña del Señor, que confiesa y proclama los cuidados amorosos con que la ha rodeado el Viñador divino, al tiempo que pide el auxilio del Cielo, para no repetir las infidelidades de la antigua viña, de Israel.
SEGUNDA LECTURA
Escuchemos con atención los sabios consejos que da el apóstol San Pablo, desde la cárcel, a los cristianos de Filipo.
TERCERA LECTURA
Continuamos este domingo escuchando una serie de parábolas, que tratan de explicarnos por qué el Señor tiene que prescindir del antiguo pueblo de Dios, de Israel, y formar otro pueblo, la Iglesia, que dé al “Dueño de la Viña” los frutos a su tiempo.
Pero antes de escuchar el Evangelio, cantemos de pie, el aleluya.
COMUNIÓN
La Comunión es un gran don de Dios, que viene cargado de una gran responsabilidad: ¡hace falta dar fruto! Hemos de demostrar “con obras de caridad, piedad y apostolado, lo que hemos recibido por la fe y el sacramento”.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo veintisiete del Tiempo ordinario A
CRISIS RELIGIOSA
La parábola de los «viñadores homicidas» es un relato en el que Jesús va descubriendo con acentos alegóricos la historia de Dios con su pueblo elegido. Es una historia triste. Dios lo había cuidado desde el comienzo con todo su cariño. Era su «viña preferida». Esperaba hacer de ellos un pueblo ejemplar por su justicia y su fidelidad. Sería una «gran luz» para todos los pueblos.
Sin embargo, aquel pueblo fue rechazando y matando uno tras otro a los profetas que Dios les iba enviando para recoger los frutos de una vida más justa. Por último, en un gesto increíble de amor, les envió a su propio Hijo. Pero los dirigentes de aquel pueblo terminaron con él. ¿Qué puede hacer Dios con un pueblo que defrauda de manera tan ciega y obstinada sus expectativas?
Los dirigentes religiosos que están escuchando atentamente el relato responden espontáneamente en los mismos términos de la parábola: el señor de la viña no puede hacer otra cosa que dar muerte a aquellos labradores y poner su viña en manos de otros. Jesús saca rápidamente una conclusión que no esperan: «Por eso yo os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se le entregará a un pueblo que produzca frutos».
Comentaristas y predicadores han interpretado con frecuencia la parábola de Jesús como la reafirmación de la Iglesia cristiana como el «nuevo Israel» después del pueblo judío, que, con la destrucción de Jerusalén el año 70, se ha dispersado por todo el mundo.
Sin embargo, la parábola está hablando también de nosotros. Una lectura honesta del texto nos obliga a hacernos graves preguntas: ¿estamos produciendo en nuestros tiempos «los frutos» que Dios espera de su pueblo: justicia para los excluidos, solidaridad, compasión hacia los que sufren, perdón…?
Dios no tiene por qué bendecir un cristianismo estéril del que no recibe los frutos que espera. No tiene por qué identificarse con nuestra mediocridad, nuestras incoherencias, desviaciones y poca fidelidad. Si no respondemos a sus expectativas, Dios seguirá abriendo caminos nuevos a su proyecto de salvación con otras gentes que produzcan frutos de justicia.
Nosotros hablamos de «crisis religiosa», «descristianización», «abandono de la práctica religiosa»… ¿No estará Dios preparando el camino que haga posible el nacimiento de una Iglesia menos poderosa, pero más evangélica; menos numerosa, pero más entregada a hacer un mundo más humano? ¿No vendrán nuevas generaciones más fieles a Dios que nosotros?
José Antonio Pagola
27 Tiempo ordinario – A (Mateo 21,33-43)
Evangelio del 08 / Oct / 2017
Comentario sobre la liturgia dominical por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México. 3 octubre 2017 (Archivo ZENIT)
DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Textos: Isaías 5, 1-7; Filipenses 4, 6-9; Mateo 21, 33-43
Idea principal: O uvas sabrosas o uvas agrias. Todo depende si estoy o no unido a Cristo verdadera Vid, pues yo soy sarmiento.
Resumen del mensaje: la viña es una imagen privilegiada para designar al pueblo de la antigua alianza (Israel) y al pueblo de la Nueva Alianza (Iglesia); por eso es el símbolo elocuente de la entera historia de la salvación. La primera lectura, el salmo y el evangelio de hoy están llenos de alusiones a la viña. La parábola de hoy es otra parábola muy intencionada, la de los trabajadores de la viña que no sólo no entregan al dueño los beneficios que le tocan, sino que maltratan y apalean a sus enviados y matan al hijo, para quedarse ellos con la viña y sus frutos.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, hay dos maneras de leer esta parábola de la viña: una en clave histórica o narrativa, y una en clave actual. Históricamente, la viña es el pueblo hebreo. Dios eligió libremente este pueblo, lo liberó de Egipto con mano fuerte y lo trasplantó con cariño en la tierra prometida como se trasplanta una vid. Aquí lo llenó de cuidados y mimos, como hace el viñador con su viña, o mejor, como hace el esposo con su esposa. La rodeó, la defendió de los enemigos y raposas. Pero, ¿qué pasó? La viña, en lugar de uva, produjo agrazones. En lugar de producir obras de justicia y fidelidad, se rebeló y le pagó a Dios con traiciones, desobediencias e infidelidad. Curioso: no se rebeló la viña, sino los viñadores. ¿Qué hará Dios? Isaías habla de destrucción de la viña (caída de Jerusalén y exilio). Jesús, no. Jesús dice que esa viña será dada a otro destinatario, la Iglesia o nuevo Pueblo de Dios. Dios es libre.
En segundo lugar, nosotros somos ese nuevo Pueblo de Dios a quien Jesús nos ha confiado esta viña suya, la Iglesia. La situación ha cambiado con Cristo. Ahora Él es la Vid verdadera y nosotros, los sarmientos. Sólo nos pide permanecer en Él por la oración y los sacramentos para dar mucho fruto. Dios no repudiará más la viña que es la Iglesia, porque esta viña es Cristo; la Iglesia es el cuerpo de Cristo. No habrá un tercer “Israel de Dios” después del pueblo hebreo y del cristiano. Pero si la vid está segura por el amor del Padre, no sucede lo mismo con los sarmientos individuales. Si no dan fruto, pueden ser apartados y tirados. Es el riesgo de nosotros, los cristianos de hoy, como individuos y como grupo.
Finalmente, si aplicamos ahora el mensaje a cada uno en particular, las consecuencias son bien serias. Dios nos dio todo. Nos plantó en la Iglesia, nos injertó en Cristo, nos podó con pequeñas o grandes cruces y nos alimentó. Por tanto, tiene todo el derecho de pedir los frutos. ¿Qué encontrará? ¿Hojas solamente? O peor, ¿ramos secos? La Eucaristía nos ofrece la posibilidad de reactivar nuestro bautismo en nosotros y también la circulación de aquella savia que proviene de la Vid. Si no damos fruto, ya sabemos el triste desenlace: nos tirará. Por eso nos manda de vez en cuando sus emisarios para alertarnos: amigos, catequistas, sacerdotes, luces, buenos ejemplos. Hagamos caso.
Para reflexionar: ¿Qué queremos ser: un sarmiento unido a Cristo, a su Palabra, a sus sacramentos, en estado de crecimiento y conversión, o un sarmiento estéril, rico sólo en pámpanos, es decir, un cristiano de palabra y no de hecho? ¿Qué damos: racimos jugosos o abrojos y espinas?
Para rezar: Señor, gracias por haberme hecho sarmiento de tu Viña. Señor, quiero que mi sarmiento esté fuerte y bien alimentado con la savia de tus sacramentos. Señor, que mi sarmiento dé frutos sabrosos de santidad y de virtudes, para que quien a mí se acerca pueda recibir el jugo de mi ejemplo positivo o de mi consejo acertado. No permitas, Señor, que mi sarmiento venga destruido por algún parásito que quiera meterse en sus “venas”. Amén.
Para cualquier pregunta o sugerencia, contacte a este email: [email protected]