Reflexión a las lecturas del domingo de la Sagrada Familia B ofrecida por el scerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe"ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
La Sagrada Familia
Se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras. Es lo que sucede este día, primer domingo después de Navidad, en el que celebramos la Fiesta de la Sagrada Familia. ¡Cuánto nos dice, nos enseña, nos grita, incluso, este hermoso misterio, que contemplamos!
En la oración colecta de la Misa de hoy decimos: “Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia, como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo…” Cuánto bien nos hace siempre acercarnos a la Sagrada Familia: en Belén, en su Huida a Egipto, en Nazaret, donde Jesús “iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios le acompañaba”, como leemos en el Evangelio de hoy.
Hace mucho tiempo que descubrí el secreto, la clave, de la unidad, la armonía, el bienestar…, de la Sagrada Familia: ¡la presencia de Dios en aquella casa! Porque allí no estaba presente el Hijo de Dios sólo físicamente, sino también en el corazón de la Virgen Madre y de S. José. Esta convicción ha permanecido invariable, durante mucho tiempo, en mi pensamiento, en mi corazón y en mis labios.
Cuando leemos el Evangelio constatamos que el Hijo de Dios no resuelve los problemas y dificultades de su familia “a golpe de milagros”, sino que les ofrece su ayuda para afrontarlos.
Recuerdo cómo se encienden y se agrandan los ojos de los novios, cuando, en su preparación para el matrimonio, les digo: “el éxito en el matrimonio no es algo que dependa sólo de que los novios sean buenos, de que tengan trabajo y una casa propia, ni siquiera, de que se conozcan bien y se comprendan. Todo eso está bien, muy bien. Pero lo fundamental en el Matrimonio Cristiano viene de arriba, de Dios, que, por el Sacramento del Matrimonio, les capacita para ser buenos esposos, y buenos padres. “Nuestra capacidad nos viene de Dios”, escribía S. Pablo (2 Co 3, 5).
Me impresionó algo que oí hace mucho tiempo: “Un matrimonio en el Nuevo Testamento, de suyo, no puede fracasar”. Lo entendemos perfectamente, cuando nos damos cuenta de lo que significa y supone la presencia y la acción de Dios en este sacramento. El reto consiste en aprovechar a lo largo de toda la vida, la riqueza que encierra. Con frecuencia los nuevos esposos enseguida “se divorcian de Dios”, y detrás de eso, vienen todos los males, también el divorcio civil, porque “los que se alejan de ti se pierden”, leemos en los salmos (Sal 73, 27).
Tenemos que fijarnos, sobre todo, en las familias que marchan bien, que son muchas, y descubrir su diferencia, su clave, su secreto. No vale decir: “Eso depende de la suerte, es como una lotería”.
Los consejos que nos da S. Pablo en la segunda lectura, constituyen una llamada a vivirlos en familia, y una semilla de paz y bienestar familiar.
Hoy recordamos, además, que todos somos también miembros de otra familia, la Iglesia, la gran Familia de los hijos de Dios. Para ella valen también estas enseñanzas de San Pablo. Urge, mis queridos amigos, cuidar e intensificar, en nuestras parroquias y comunidades, el espíritu familiar, fraterno, que debe caracterizarlas, si quieren ser auténtica y verdaderamente eclesiales. Para unos y para otros vale lo que hemos proclamado en el salmo responsorial de hoy: “Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos”. Las estrofas nos van presentando el resultado: una familia ideal.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO SAGRADA FAMILIA (B)
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
En la Lectura que ahora escucharemos, la Palabra de Dios recoge la antigua sabiduría popular acerca de la vida de familia. Se trata de un canto y una exhortación a cumplir el cuarto mandamiento de la Ley del Señor.
SALMO
El salmo nos recuerda que el secreto del éxito y del bienestar de la vida familiar, reside en vivir unidos al Señor y cumplir sus mandatos.
SEGUNDA LECTURA
Las actitudes de los cristianos, en sus relaciones con los demás, es preciso vivirlas, de una manera especial, en la familia. S. Pablo nos ayuda hoy a concretarlas. Escuchemos.
TERCERA LECTURA
El Evangelio de la Presentación del Señor, nos sitúa en el templo de Jerusalén y luego, en Nazaret, donde el Niño Dios “iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios le acompañaba”.
Pero, antes de escucharlo, aclamemos al Señor con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
En la Comunión recibimos a Jesucristo, el Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, y a quien llamaban el hijo del carpintero. Que Él nos ayude a ser en medio de nuestras familias y en medio de la Iglesia, la familia de los hijos de Dios, constructores de paz, concordia y alegría.
El Papa Francisco ha hablado de la Natividad en su homilía de Navidad, este domingo, 24 de diciembre de 2017, en la Basílica de San Pedro, con motivo de la Misa de la Nochebuena. (ZENIT – 24 dic. 2017)
«María dio a luz a su Hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre porque no había lugar para ellos en el albergue» (Lc 2,7). De esta manera, simple pero clara, Lucas nos lleva al corazón de esta noche santa: María dio a luz, María nos dio la Luz. Un relato sencillo para sumergirnos en el acontecimiento que cambia para siempre nuestra historia. Todo, en esa noche, se volvía fuente de esperanza. Vayamos unos versículos atrás. Por decreto del emperador, María y José se vieron obligados a marchar. Tuvieron que dejar su gente, su casa, su tierra y ponerse en camino para ser censados. Una travesía nada cómoda ni fácil para una joven pareja en situación de dar a luz: estaban obligados a dejar su tierra. En su corazón iban llenos de esperanza y de futuro por el niño que vendría; sus pasos en cambio iban cargados de las incertidumbres y peligros propios de aquellos que tienen que dejar su hogar.
Y luego se tuvieron que enfrentar quizás a lo más difícil: llegar a Belén y experimentar que era una tierra que no los esperaba, una tierra en la que para ellos no había lugar.
Y precisamente allí, en esa desafiante realidad, María nos regaló al Enmanuel. El Hijo de Dios tuvo que nacer en un establo porque los suyos no tenían espacio para él. «Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11). Y allí…, en medio de la oscuridad de una ciudad, que no tiene ni espacio ni lugar para el forastero que viene de lejos, en medio de la oscuridad de una ciudad en pleno movimiento y que en este caso pareciera que quiere construirse de espaldas a los otros, precisamente allí se enciende la chispa revolucionaria de la ternura de Dios. En Belén se generó una pequeña abertura para aquellos que han perdido su tierra, su patria, sus sueños; incluso para aquellos que han sucumbido a la asfixia que produce una vida encerrada.
En los pasos de José y María se esconden tantos pasos. Vemos las huellas de familias enteras que hoy se ven obligadas a marchar. Vemos las huellas de millones de personas que no eligen irse sino que son obligados a separarse de los suyos, que son expulsados de su tierra. En muchos de los casos esa marcha está cargada de esperanza, cargada de futuro; en muchos otros, esa marcha tiene solo un nombre: sobrevivencia. Sobrevivir a los Herodes de turno que para imponer su poder y acrecentar sus riquezas no tienen ningún problema en cobrar sangre inocente.
María y José, los que no tenían lugar, son los primeros en abrazar a aquel que viene a darnos carta de ciudadanía a todos. Aquel que en su pobreza y pequeñez denuncia y manifiesta que el verdadero poder y la auténtica libertad es la que cubre y socorre la fragilidad del más débil.
Esa noche, el que no tenía lugar para nacer es anunciado a aquellos que no tenían lugar en las mesas ni en las calles de la ciudad. Los pastores son los primeros destinatarios de esta buena noticia. Por su oficio, eran hombres y mujeres que tenían que vivir al margen de la sociedad. Las condiciones de vida que llevaban, los lugares en los cuales eran obligados a estar, les impedían practicar todas las prescripciones rituales de purificación religiosa y, por tanto, eran considerados impuros. Su piel, sus vestimentas, su olor, su manera de hablar, su origen los delataba. Todo en ellos generaba desconfianza. Hombres y mujeres de los cuales había que alejarse, a los cuales temer; se los consideraba paganos entre los creyentes, pecadores entre los justos, extranjeros entre los ciudadanos. A ellos (paganos, pecadores y extranjeros) el ángel les dice: «No teman, porque les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11).
Esa es la alegría que esta noche estamos invitados a compartir, a celebrar y a anunciar. La alegría con la que a nosotros, paganos, pecadores y extranjeros Dios nos abrazó en su infinita misericordia y nos impulsa a hacer lo mismo.
La fe de esa noche nos mueve a reconocer a Dios presente en todas las situaciones en las que lo creíamos ausente. Él está en el visitante indiscreto, tantas veces irreconocible, que camina por nuestras ciudades, en nuestros barrios, viajando en nuestros metros, golpeando nuestras puertas.
Y esa misma fe nos impulsa a dar espacio a una nueva imaginación social, a no tener miedo a ensayar nuevas formas de relación donde nadie tenga que sentir que en esta tierra no tiene lugar. Navidad es tiempo para transformar la fuerza del miedo en fuerza de la caridad, en fuerza para una nueva imaginación de la caridad. La caridad que no se conforma ni naturaliza la injusticia sino que se anima, en medio de tensiones y conflictos, a ser «casa del pan», tierra de hospitalidad. Nos lo recordaba san Juan Pablo II: «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!» (Homilía en la Misa de inicio de Pontificado, 22 octubre 1978), Dios sale a nuestro encuentro para hacernos protagonistas de la vida que nos rodea. Se ofrece para que lo tomemos en brazos, para que lo alcemos y abracemos. Para que en él no tengamos miedo de tomar en brazos, alzar y abrazar al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25,35-36). «¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». En este niño, Dios nos invita a hacernos cargo de la esperanza. Nos invita a hacernos centinelas de tantos que han sucumbido bajo el peso de esa desolación que nace al encontrar tantas puertas cerradas. En este Niño, Dios nos hace protagonistas de su hospitalidad.
Conmovidos por la alegría del don, pequeño Niño de Belén, te pedimos que tu llanto despierte nuestra indiferencia, abra nuestros ojos ante el que sufre. Que tu ternura despierte nuestra sensibilidad y nos mueva a sabernos invitados a reconocerte en todos aquellos que llegan a nuestras ciudades, a nuestras historias, a nuestras vidas. Que tu ternura revolucionaria nos convenza a sentirnos invitados, a hacernos cargo de la esperanza y de la ternura de nuestros pueblos.
© Librería Editorial Vaticano
Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus. 24 diciembre 2017 (ZENIT)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!
En este domingo que inmediatamente precede la Navidad, escuchamos el Evangelio de la Anunciación (cf. Lc 1, 26-38). En este pasaje del Evangelio, podemos notar un contraste entre las promesas del ángel y la respuesta de María. Tal contraste se manifiesta en la dimensión y el contenido de las expresiones de los dos protagonistas.
El ángel dice a María:
“No temas, María, que has encontrado el favor de Dios. He aquí que vas a concebir y dar a luz a un hijo; le pondrás por nombre Jesús. será grande, será llamado hijo del Altísimo; el señor Dios le dará el trono de David su padre; él reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin” (vv.30-33).
Es una larga revelación que abre perspectivas increíbles. El niño que nacerá de esta humilde mujer de Nazaret se llamará Hijo del Altísimo: no se puede concebir una dignidad superior. Y, después de la pregunta de María pidiendo explicaciones, la revelación del ángel se vuelve aún más detallada y sorprendente.
Al contrario, la respuesta de María es una frase breve, que no habla de gloria o de privilegio, sino solo de disponibilidad o de servicio:
“Aquí está la sierva del Señor; que todo me suceda según tu palabra” (v.38).
El contenido es diferente también. María no se exalta incluso ante la perspectiva de convertirse en Madre del Mesías, sino que sigue siendo modesta y expresa su adhesión al proyecto del Señor. María no se jacta, es humilde, modesta, sigue siendo como siempre.
Este contraste es significativo. Nos hace comprender que María es verdaderamente humilde, que no busca ir por delante. Admite ser pequeña ante Dios y está feliz de serlo. Al mismo tiempo, es consciente de que su respuesta depende de la realización del plan de Dios, y que, por lo tanto, está llamada a adherirse a él con todo su ser.
En esta circunstancia, María se presenta en una actitud que corresponde perfectamente a la del Hijo de Dios cuando viene al mundo: quiere convertirse en el Siervo del Señor, servir a la humanidad para llevar a cabo el proyecto del Padre.
María dice: “He aquí la sierva del Señor “, y el Hijo de Dios dice al entrar en el mundo: “He aquí que vengo a [….] hacer, oh Dios, tu voluntad” (10, 7.9). La actitud de María refleja completamente esta declaración del Hijo de Dios, quien también se convierte en el hijo de María. La Virgen se revela como la colaboradora perfecta del proyecto de Dios y verdadera discípula de su Hijo, y, en el Magníficat, puede proclamar que “Dios levanta a los humildes” (Lc 1, 52), porque por su humilde respuesta y generosa ha obtenido una gran alegría y también una gran gloria.
Admiramos a nuestra Madre por esta respuesta a la llamada y a la misión de Dios, pidamos que nos ayude a cada uno de nosotros a abrazar el proyecto de Dios en nuestras vidas con sincera humildad y valiente generosidad.
Ángelus Domini nuntiavit Mariae…
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Esta mañana, a las 9 horas, en la capilla Redemptoris Mater, en presencia del Santo Padre Francisco, el Predicador de la Casa Pontificia, P. Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino, ha pronunciado el primer sermón de Adviento dedicado al tema: «Todo fue creado por él y para él» (Colosenses 1,16). 22 diciembre 2017 (ZENIT)
(Hebreos 13,8)
La omnipresencia de Cristo en el tiempo
1. Cristo y el tiempo
Después de haber meditado, la vez pasada, sobre el puesto que
la persona de Cristo ocupa en el cosmos, queremos dedicar esta segunda reflexión al puesto que Cristo ocupa en la historia humana; después de su presencia en el espacio, la del tiempo.
En la Misa de la noche de Navidad en la Basílica de San Pedro, se ha retomado, tras el Concilio, el antiguo canto de la Calenda, tomado del Martirologio Romano. En él el nacimiento de Jesucristo se pone al término de una serie de fechas que lo sitúan en el transcurso del tiempo. He aquí algunas frases:
«Transcurridos muchos siglos después de la creación del mundo […];
trece siglos después de la salida de Israel de Egipto bajo la guía de Moisés;
aproximadamente mil años después de la unción de David como rey de Israel […];
en la época de la 193 Olimpiada;
en el año 752 desde la fundación de Roma.
en el año 42 del imperio de César Octavio Augusto;
cuando en todo el mundo reinaba la paz, Jesucristo, Dios eterno e Hijo del Eterno Padre, queriendo santificar el mundo con su venida, habiendo sido concebido por obra del Espíritu Santo, transcurridos nueve meses, nace en Belén de Judá de la Virgen María, hecho hombre».
Este modo relativo de calcular el tiempo, partiendo de un principio y en referencia a diversos acontecimientos, estaba destinado a cambiar radicalmente con la venida de Cristo, aunque esto no sucedió inmediatamente ni todo de una sola vez. Oscar Cullmann, en el conocido estudio «Cristo y el tiempo», explicó de modo muy claro en qué consistió este cambio en el modo humano de calcular el tiempo.
Nosotros ya no partimos de un punto inicial (la creación del mundo, la salida de Egipto, la fundación de Roma, etc.), siguiendo luego una numeración que progresa hacia adelante hacia un futuro ilimitado. Ahora partimos de un punto central, el nacimiento de Cristo, y calculamos el tiempo que lo precede de forma decreciente hacia él: cinco siglos, cuatro siglos, un siglo antes de Cristo…, y de manera creciente el tiempo que le sigue: un siglo, dos siglos o dos milenios después de Cristo. Dentro de pocos días celebraremos el 2.017 aniversario de aquel acontecimiento.
Esta forma de calcular el tiempo, decía, no se impuso enseguida y de la misma manera. Con Dionisio el Exiguo, en el año 525, se empezaron a calcular los años a partir del nacimiento de Cristo, en lugar de la fundación de Roma; pero sólo a partir del siglo XVII (parece que con el teólogo Denis Pétau, conocido como Petavio) prevaleció la costumbre de contar también el tiempo antes de Cristo según los años que precedieron a su venida. Se ha llegado así al uso general, expresado en las fórmulas: ante Christum natum (abreviado a.C.) y post Christum natum (abreviado d.C.): antes de Cristo, después de Cristo.
Desde hace algún tiempo se está difundiendo la costumbre, especialmente en el mundo anglosajón y en las relaciones internacionales, de evitar este modo de hablar, no grato, por razones comprensibles, a personas que pertenecen a otras religiones o a ninguna religión. Por eso, en lugar de hablar de «era cristiana», o de «año del Señor», se prefiere hablar de «era corriente», o era «común» («Common era»). La mención «antes de Cristo» (a.C.) se sustituye por «antes de la era común» (en inglés BCE) y a la de «después de Cristo» (d.C.) por la mención «era común» (en inglés CE). Cambia la mención, pero no la sustancia de la cosa; el cálculo de los años y del tiempo sigue siendo el mismo.
Oscar Cullmann clarificó en qué consiste la novedad de la nueva cronología, introducida por el cristianismo. El tiempo no avanza por ciclos que se repiten, como era en el pensamiento filosófico de los griegos y, entre los modernos, en Nietzsche, sino que avanza linealmente, partiendo desde un punto indeterminado (y en realidad no datable) que es la creación del mundo, hacia un punto igualmente no preciso e imprevisible que es la parousia. Cristo es el centro de la línea, aquel al que todo tiende antes de él y del que todo depende después de él[1]. Al definirse como «el Alfa y Omega» de la historia (Ap 21,6), el Resucitado asegura que no sólo él reúne en sí el principio al final, sino que es él mismo ese principio indeterminado y ese final imprevisible, el autor de la creación y de la consumación.
En aquel momento, la posición de Cullmann encontró una fuerte reacción hostil por parte de los representantes de la teología dialéctica, dominante en aquel tiempo: Barth, Bultmann y sus discípulos. Esta tendía a deshistorizar el Kerygma, reduciéndolo a un existencialista «llamamiento a la decisión». Profesaba, por lo tanto, un marcado desinterés por el «Jesús de la historia» en favor del llamado «Cristo de la fe». El renovado interés por la «historia de la salvación» en la teología de después del Concilio y el retorno del foco de interés por el Jesús de la historia en la exégesis (la llamada «nueva investigación histórica sobre Jesús»[2]), han confirmado la validez de la intuición de Cullmann.
Una conquista de la teología dialéctica permaneció intacta: Dios es totalmente otro respecto del mundo, la historia y el tiempo: entre las dos realidades hay una «infinita e irreductible diferencia cualitativa». Cuando se trata de Cristo, sin embargo, a esta certeza de la infinita diferencia, siempre le debe acompañar la afirmación de la igualmente «infinita» semejanza. Es el núcleo mismo de la definición de Calcedonia, expresado con las dos expresiones «inconfuse, indivise», sin confusión y sin separación. De Cristo se debe decir, de manera eminente, que está «en el mundo», pero no es «del mundo»; está en la historia y en el tiempo, pero trasciende la historia y el tiempo.
2. Cristo: figura, acontecimiento y sacramento
Tratemos ahora de dar un contenido más preciso a la afirmación de la omnipresencia de Cristo en la historia y en el tiempo. No es una presencia abstracta y uniforme. Se realiza de forma diferenciada en las distintas etapas de la historia de la salvación. Cristo «es el mismo, ayer, hoy y siempre» (Heb 13,8), pero no con la misma modalidad. Está presente en el Antiguo Testamento como figura, está presente en el Nuevo Testamento como acontecimiento, y está presente en el tiempo de la Iglesia como sacramento. La figura anuncia, anticipa y prepara el acontecimiento, mientras que el sacramento lo celebra, lo hace presente, lo actualiza y, en cierto sentido, lo prolonga. En este sentido, la liturgia nos hace decir en Navidad: «Hodie Christus natus est, hodie Salvator apparuit»: «Hoy Cristo ha nacido, hoy ha aparecido el Salvador».
Es una afirmación constante de san Pablo que, en el Antiguo Testamento, todo —acontecimientos y personajes— hace referencia a Cristo; es un «tipo», una profecía, o una «alegoría» de él. Pero la convicción se remonta al Jesús de los Evangelios que se aplica a sí mismo muchas palabras y hechos del Antiguo Testamento. Según Lucas, el Resucitado de camino con dos discípulos hacia Emaús, «comenzando por Moisés y por todos los profetas, les explicó en todas las Escrituras lo que se refería a él» (Lc 24,27). La tradición cristiana acuñó fórmulas breves para expresar esta verdad de fe, diciendo, por ejemplo, que la ley estaba «grávida» de Cristo; la liturgia de la Iglesia vive, prácticamente, de esta convicción y ley en referencia a Cristo cada página del Antiguo Testamento.
Además, decir que Cristo está presente en el Nuevo Testamento como «acontecimiento», significa afirmar el carácter único e irrepetible de los acontecimientos históricos relativos a la persona de Jesús y en particular su misterio pascual de muerte y resurrección. El acontecimiento es lo que sucede semel, «una vez para siempre» (Heb 9,26-28) y como tal no es repetible, al estar encerrado en el espacio y en el tiempo.
Decir finalmente que Cristo está presente en la Iglesia como «sacramento», significa afirmar que la salvación realizada por él se hace operante en la historia a través de los signos instituidos por él. La palabra «sacramento» se debe entender aquí en el sentido más amplio que incluye los siete sacramentos, pero también la palabra de Dios, e incluso toda la Iglesia como «sacramento universal de salvación». Gracias a los sacramentos, el semel se convierte en quotiescunque, «una sola vez», se convierte en «cada vez», como afirma san Pablo de la cena del Señor: «Cada vez (quotiescunque) que comáis este pan y bebáis del cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que él venga» (1 Cor 11,26).
Cuando se habla de la presencia de Cristo en la historia de la salvación como figura, como acontecimiento y como sacramento, hay que evitar el error de Joaquín de Fiore (o al menos atribuido a él): es decir, el de dividir toda la historia humana en tres épocas: la época del Padre, que sería el Antiguo Testamento; la era del Hijo, que sería el Nuevo Testamento; y la era del Espíritu Santo, que sería el tiempo de la Iglesia. Esto no sólo sería contrario a la doctrina de la Trinidad (que actúa siempre conjuntamente en las obras ad extra), sino también contra la doctrina cristológica. El acontecimiento Cristo no es uno de los tres momentos o de las tres fases de la historia, sino el centro de ellos, aquello a lo que tiende el tiempo antes de él y de quien toma sentido el tiempo después de él. Es la bisagra que los une y los distingue. Esta es precisamente la verdad expresada por la nueva cronología que divide el tiempo en «antes de Cristo» y «después de Cristo».
3. El encuentro que cambia la vida
Ahora, como de costumbre, pasamos del macrocosmos al microcosmos, de la historia universal a la historia personal, es decir, de la teología a la vida. La constatación de que Cristo, incluso en la costumbre universal de datar los acontecimientos, es reconocido como el gozne y la bisagra del tiempo, el centro de gravedad de la historia, no debe ser para un cristiano un motivo de orgullo y de triunfalismo, sino la ocasión para un austero examen de conciencia.
La pregunta desde donde partir es simple: ¿es Cristo también el centro de mi vida, de mi pequeña historia personal? ¿De mi tiempo? ¿Ocupa en ella un lugar central sólo en teoría, o también de hecho? ¿Es una verdad sólo pensada, o también vivida?
En la vida de la mayoría de las personas hay un acontecimiento que divide la vida en dos partes, crea un antes y un después. Para los casados, en general, es el matrimonio y ellos dividen su vida así: «Antes de casarme» y «después de casado»; para los sacerdotes es la ordenación sacerdotal: antes de la ordenación, después de la ordenación; para los religiosos, es la profesión religiosa.
También san Pablo dividía su vida en dos partes, pero la línea divisoria no era ni el matrimonio ni la ordenación. «Yo era, yo era …» —escribe a los Filipenses—, y sigue la lista de todos sus títulos y garantías de santidad (circuncidado, hebreo, observante de la ley, irreprensible); pero de repente todo esto, de ganancia se convirtió para él en pérdida, de motivo de vanagloria en basura. ¿Por qué? «Debido, dice, a la sublime ventaja de conocer a Cristo Jesús como mi Señor» (Flp 3,5 ss.). El encuentro fogoso con Cristo creó en la vida del Apóstol una especie de «antes de Cristo» y «después de Cristo» personal.
Para nosotros esta línea divisoria es más difícil de detectar; todo es fluido, diluido en el tiempo y jalonado por los llamados «ritos de paso»: bautismo, confirmación, matrimonio, ordenación sacerdotal o profesión religiosa. ¿Cómo hacer para experimentar también nosotros algo de lo que experimentaron san Pablo, san Hilario y tantos otros con ellos?
Para nuestra suerte, un acontecimiento de este tipo no es fruto exclusivo de los sacramentos; más aún, los sacramentos pueden perfectamente no representar ningún verdadero «tránsito», desde el punto de vista existencial. El encuentro personal con Cristo es un acontecimiento que puede tener lugar en cualquier momento de la vida. A propósito de él, la Exhortación Apostólica Evangelii gaudium escribe:
«Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo (!) su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor» (EG 3).
En una homilía pascual anónima del siglo IV, concretamente del año 387, el obispo hace una afirmación sorprendentemente moderna, casi existencialista ante litteram. Dice:
«Para cada hombre, el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo fue inmolado por él. Pero Cristo se inmoló por él en el momento en que él reconoce la gracia y se hace consciente de la vida que le ha procurado desde esa inmolación»[3].
Al acercarnos a la Navidad, podemos aplicar al nacimiento de Cristo lo que el autor dice de su muerte. «Para cada hombre el principio de la vida es aquel, a partir del cual Cristo ha nacido para él. Pero Cristo nace para él en el momento en que él reconoce la gracia y pasa a ser consciente de la vida que le ha procurado ese nacimiento».
Es un pensamiento que ha atravesado, se puede decir, toda la historia de la espiritualidad cristiana, comenzando por Orígenes, pasando por san Agustín, san Bernardo, Lutero y los demás: «¿Para qué me sirve —dice— que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también por la fe en mi alma?»[4]. En este sentido, cada Navidad, también la de este año, podría ser la primera verdadera Navidad de nuestra vida.
Un filósofo ateo ha descrito en una página famosa el momento en que uno descubre la existencia, las cosas; es decir, descubre que existen en la realidad y no sólo en el pensamiento.
«Estaba —escribe— en el jardín público. La raíz del castaño se hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. No me acordaba ya de lo que era una raíz. Las palabras habían desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los hombres han trazado sobre su superficie […]. Y luego tuve este relámpago de iluminación. Se me cortó la respiración. Nunca, antes de estos últimos días, había presentido lo que quiere decir “existir”. Era como los demás, como los que pasean en la orilla del mar en sus trajes primaverales. Decía como ellos: “El mar es verde; aquel punto blanco arriba es una gaviota», pero no sentía que esto existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; normalmente la existencia se esconde. Allí, en torno a nosotros, no se pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, no se toca […]. Y luego, he aquí, de golpe, estaba allí, clara como el día: la existencia se había repentinamente desvelado»[5].
Algo similar ocurre cuando uno que ha pronunciado infinitas veces el nombre de Jesús, que conoce casi todo sobre él, que ha celebrado innumerables Misas, un día descubre que Jesús no es sólo una memoria del pasado, por muy litúrgica y sacramental que sea, no es un conjunto de doctrinas, dogmas, un objeto de estudio; no es, en definitiva, un personaje, sino una persona viva y existente, aunque invisible para los ojos. Cristo ha nacido en él; se ha producido un salto de calidad en su relación con Cristo.
Es lo que han experimentado los grandes conversos, en el momento en que, por un encuentro, una palabra, una iluminación desde lo alto, de repente se enciende en ellos una gran luz, han tenido, ellos también, su «respiración cortada» y han exclamado: «¡Pero entonces Dios existe! ¡Es todo verdad!». Le sucedió, por ejemplo, a Paul Claudel que el día de Navidad de 1886 entró por curiosidad en la catedral de Notre Dame, en París y, al escuchar el canto del Magníficat, tuvo «el sentimiento lacerante de la eterna infancia de Dios» y exclamó: «¡Sí, es cierto, es cierto! Dios existe. ¡Está aquí. Es alguien, es un ser personal como yo! Me ama, me llama». En aquel instante, escribió más tarde, «sentí que entraba en mí toda la fe de la Iglesia»[6].
Hagamos un paso ulterior. Cristo, hemos visto, no es sólo el centro, o el centro de gravedad, de la historia humana, aquel que, con su venida, crea un antes y un después en el transcurso del tiempo; es también aquel que llena cada instante de este tiempo; es «la plenitud», el Pleroma (Col 1,19), también en el sentido activo que llena de sí la historia de la salvación: primero como figura, luego como acontecimiento y finalmente como sacramento.
¿Qué significa todo esto trasladado al plano personal? Significa que Cristo debe llenar también mi tiempo. «Llenar de Jesús la mayoría de instantes posibles de la propia vida»: no es un programa imposible. No se trata, de hecho, de estar todo el tiempo pensando en Jesús, sino de «darse cuenta» de su presencia, abandonarse a su voluntad, decirle rápidamente «¡Te amo!», cada vez que tenemos la oportunidad (¡mejor la inspiración!) de entrar en nosotros mismos.
La técnica moderna nos ofrece una imagen que nos puede ayudar a entender de qué se trata: la conexión a internet. Al viajar y estar largo tiempo fuera de la propio casa, he experimentado lo que significa trajinar largamente para poder tener la conexión a internet, con hilos o sin hilos, y luego, finalmente, a punto de rendirte, que aparezca de golpe en la pantalla la visión liberadora de Google. Si antes me sentía aislado, sin poder recibir el correo, buscar una información, comunicarme con los de mi comunidad, ahora se me abría de par en par el mundo entero. Se produjo la conexión.
Pero, ¿qué es esta conexión en comparación con la que se realiza cuando uno se «conecta» por la fe con Jesús resucitado y vivo? En el primer caso, se te abre delante el pobre y trágico mundo de los hombres; aquí se te abre delante el mundo de Dios, porque Cristo es la puerta, es la vía que introduce en la Trinidad y en el infinito.
La reflexión sobre «Cristo y el tiempo» que hemos intentado hacer puede obrar una curación interior importante para la mayoría de nosotros: la curación de la añoranza estéril de la «feliz juventud», la liberación de esa mentalidad arraigada que lleva a ver en la vejez sólo una derrota y una enfermedad, y no una gracia. Delante de Dios, el tiempo mejor de la vida no es el más lleno de posibilidades y de actividad, sino el más lleno de Cristo porque se inserta ya en la eternidad.
El año que viene verá a los jóvenes en el centro de la atención de la Iglesia con el Sínodo sobre «Los jóvenes y la fe» como preparación de las Jornadas Mundiales de la juventud. Ayudémosles a llenar de Cristo su juventud y les habremos hecho el don más hermoso. «Todo, excepto lo eterno, para el mundo es vano», escribió un poeta nuestro[7]. Nosotros podemos decir con igual verdad: «Todo, excepto a Jesús, para el mundo es vano». Hace falta poca fuerza para mostrarse, pero hace falta muchas para esconderse y borrarse. Dios es infinita capacidad de ocultamiento y la Navidad es su signo más claro.
Santo Padre, venerables Padres, hermanos y hermanas, ¡Feliz Navidad a todos!
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Oscar Cullmann, Christ et le temps (Neuchâtel-París 1947) [trad. esp. Cristo y el tiempo (Cristiandad, Madrid 2008)].
[2] Cf. James D. G. Dunn, A New Perspective on Jesus (Grand Rapids, Michigan 2005) [trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret. Lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salmanca 2006)].
[3] Homilía pascual del año 387: SCh 36, p. 59 s.
[4] Cf. Orígenes, Comentario al evangelio de Lucas 22,3: SCh 87, p. 302. Angelo Silesio (El peregrino querúbico, I, 6,1) expresó este mismo pensamiento en dos versos atrevidos: «Aunuqe mil veces en Belén naciera Cristo / si no nace en ti para siempre estás condenado» ( “Wird Christus tausendmal zu Betllehem geborn / und nicht in dir: du bleibst noch ewiglich verlorn”).
[5] Jean-Paul Sartre, La naúsea (Milán 1984) 193ss. [trad. esp. La naúsea (Alianza Editorial, Madrid 2016)].
[6] Cf. Paul Claudel, «Ma conversion», en Paul Claudel, Oeuvres en prose (Gallimard, París 1965).
[7] Antonio Fogazzaro, «A Sera», en Le poesie (Mondadori, Milán 1935) 194-197.
Reflexión de Mons. Felipe Arizmendi Esquivel, Administrador Apostólico de SCLC
VER
Son frecuentes los conflictos en todos los niveles: en la familia, en el barrio, entre grupos, entre pueblos, entre partidos, entre naciones y aún entre creencias. Algunos problemas parecen lejanos, pero en muchos debemos intervenir, pues no podemos pasar indiferentes ante tanto sufrimiento.
En estos días, hay un conflicto muy delicado entre dos pueblos de nuestra diócesis, Chenalhó y Chalchihuitán, por los límites territoriales entre ambos. Durante 43 años, han luchado por defender como propias las tierras que ocupan otros, no como invasores, sino como legítimos propietarios, con documentos emitidos por las autoridades federales, pero a quienes los otros no les reconocen esa propiedad por razones que llaman ancestrales, anteriores a los veredictos oficiales. Y ahora que un tribunal agrario “devolvió” esas tierras a quienes antes las tenían, ambos municipios aducen razones a su favor para poseerlas. Lo más grave es que grupos armados de una parte, con amenazas y violando derechos humanos fundamentales, expulsaron a quienes la misma autoridad había entregado esos territorios, y ahora por decreto se los quita. Por temor, los despojados huyeron a las montañas, para salvar la vida, y allá, lejos de su casa y de sus siembras, sufren las inclemencias del tiempo, hambre y angustia. Se sienten ahora sin nada, con incertidumbre y sin esperanza de un futuro mejor. ¿Podemos callar y pasar como si esto no nos importara?
También el proceso electoral que ya estamos viviendo provoca enfrentamientos, a veces no sólo de palabras, entre contendientes de las diferentes alianzas. Se dicen de todo, como si fueran los peores enemigos. Es una verdadera guerra propagandística, con el objetivo de presentarse como la mejor opción, y descalificar a los otros como lo peor del mundo. ¿Podemos soportar los millones y millones de anuncios publicitarios, y permanecer mudos e indiferentes? ¿Qué nos toca como pastores de la Iglesia y de la comunidad?
PENSAR
El Papa Francisco, en su reciente viaje al lejano país asiático Myanmar, decía a los políticos y a los representantes del gobierno: “El difícil proceso de construir la paz y la reconciliación nacional sólo puede avanzar a través del compromiso con la justicia y el respeto de los derechos humanos…, para resolver los conflictos ya no con el uso de la fuerza, sino a través del diálogo… El futuro debe ser la paz, una paz basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de cada miembro de la sociedad, en el respeto por cada grupo étnico y su identidad, en el respeto por el estado de derecho y un orden democrático que permita a cada individuo y a cada grupo, sin excluir a nadie, ofrecer su contribución legítima al bien común.
En la gran tarea de reconciliación e integración, las comunidades religiosas tienen un papel privilegiado que desempeñar. Las religiones pueden jugar un papel importante en la cicatrización de heridas emocionales, espirituales y psicológicas de todos los que han sufrido en estos años de conflicto. Pueden contribuir también a erradicar las causas del conflicto, a construir puentes de diálogo, a buscar la justicia y ser una voz profética en favor de los que sufren” (28-XI-2017).
Al día siguiente, en la homilía de la Misa, expresó: “Sé que muchos llevan las heridas de la violencia, heridas visibles e invisibles. Existe la tentación de responder a estas heridas con una sabiduría humana, que está profundamente equivocada. Se piensa que la curación puede venir de la ira y de la venganza; pero el camino de la venganza no es el camino de Jesús. El camino de Jesús es radicalmente diferente. Cuando el odio y el rechazo lo condujeron a su pasión y muerte, él respondió con perdón y compasión” (29-XI-2017).
Ese mismo día dijo a los obispos: “La comunidad católica puede estar orgullosa de su testimonio profético de amor a Dios y al prójimo, que se expresa en el compromiso con los pobres, con los que están privados de derechos, y sobre todo con tantos desplazados que, por así decirlo, yacen al borde del camino. Os pido que transmitáis mi agradecimiento a todos los que, como el buen samaritano, trabajan con generosidad para llevar el bálsamo de la sanación a quienes lo necesitan… Curar, curar las heridas, curar las almas, curar. Esta es vuestra primera misión: curar, curar a los heridos”.
ACTUAR
Sigamos siendo solidarios en ayuda humanitaria con los desplazados, ahora despojados; propongamos caminos de diálogo pacífico entre las partes, y ayudemos a las autoridades a comprender que los conflictos no se resuelven con resoluciones de escritorio, sino con propuestas consensuadas entre las partes, para no dañar a los más indefensos.
El Santo Padre Francisco ha ofrecido hoy, 20 de diciembre de 2017, en la audiencia general la 5ª catequesis sobre la Eucaristía titulada “Ritos introductorios”, que ha pronunciado ante miles de fieles y visitantes de Italia y otros países en el Aula Pablo VI, del Palacio Apostólico Vaticano. (ZENIT – 20 Dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me gustaría entrar en el corazón de la celebración eucarística. La misa se compone de dos partes, que son la Liturgia de la Palabra y la Liturgia eucarística, tan estrechamente unidas entre sí que constituyen un solo acto de culto (cf. Sacrosanctum Concilium, 56; Instrucción General del Misal Romano, 28). Introducida por algunos ritos preparatorios y concluida por otros, la celebración, por lo tanto, es un cuerpo único y no puede separarse pero para una mejor comprensión trataré de explicar sus diversos momentos, cada uno de los cuales es capaz de tocar e involucrar una dimensión de nuestra humanidad . Es necesario conocer estos signos santos para vivir plenamente la misa y saborear toda su belleza.
Cuando el pueblo está reunido, la celebración se abre con los ritos introductorios, que comprenden la entrada de los celebrantes o del celebrante, el saludo- “El Señor esté con vosotros”, “La paz sea con vosotros”- , el acto penitencial, “Yo confieso”, donde pedimos perdón por nuestros pecados, el Señor, ten piedad el Gloria y la oración de colecta: se llama “oración de colecta” no porque se efectúe la colecta monetaria: es la colecta de las intenciones de oración de todos los pueblos; y esa colecta de las intenciones de los pueblos sube al cielo como oración. Su propósito, el de estos ritos de introducción, es “hacer que los fieles reunidos en la unidad construyan la comunión y se dispongan debidamente a escuchar la Palabra de Dios y a celebrar dignamente la Eucaristía.” (Instrucción general del Misal Romano, 46). No es una buena costumbre mirar el reloj y decir: “Llego a tiempo, llego después del sermón y así cumplo el precepto”. La misa empieza con la señal de la cruz, con estos ritos introductorios, porque allí empezamos a adorar a Dios como comunidad. Y por eso es importante prever no llegar con retraso, sino con adelanto, para preparar el corazón a este rito, a esta celebración de la comunidad”.
Habitualmente durante el canto de entrada, el sacerdote con los otros ministros llega en procesión al presbiterio, y aquí saluda el altar con una reverencia y, como signo de veneración, lo besa y, cuando hay incienso, lo inciensa. ¿Por qué? Porque el altar es Cristo: es figura de Cristo. Cuando miramos al altar, miramos precisamente donde está Cristo. El altar es Cristo. Estos gestos, que corren el riesgo de pasar desapercibidos, son muy significativos, porque expresan desde el principio que la Misa es un encuentro de amor con Cristo, que “con la inmolación de su cuerpo en la cruz […] quiso ser al mismo tiempo sacerdote, víctima y altar” (Prefacio de Pascua V). De hecho, como signo de Cristo, el altar “es el centro de la acción de gracias que se consuma en la Eucaristía” (Instrucción general del Misal Romano, 296), y toda la comunidad alrededor del altar, que es Cristo; no para mirarse la cara, sino para mirar a Cristo, porque Cristo está en el centro de la comunidad, no está lejos de ella.
Luego está la señal de la cruz. El sacerdote que preside se persigna y lo mismo hacen todos los miembros de la asamblea, conscientes de que el acto litúrgico se cumple “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Y aquí paso a un argumento muy breve. ¿Habéis visto como los niños se hacen la señal de la cruz? No saben lo que hacen: a veces hacen un dibujo, que no es la señal de la cruz. Por favor, mamá, papá, abuelos, enseñad a los niños desde el principio, desde cuando son pequeños, a hacerse bien la señal de la cruz. Y explicadles que es tener cómo protección la cruz de Jesús. Y la misa empieza con la señal de la cruz. Toda la oración se mueve, por así decirlo, en el espacio de la Santísima Trinidad, – “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” – que es un espacio de comunión infinita; tiene como origen y fin el amor de Dios Uno y Trino, manifestado y dado a nosotros en la Cruz de Cristo.
Efectivamente, su misterio pascual es un don de la Trinidad, y la Eucaristía brota siempre de su corazón traspasado. Persignándonos, por lo tanto, no sólo recordamos nuestro bautismo, sino que afirmamos que la oración litúrgica es el encuentro con Dios en Cristo Jesús, que por nosotros se encarnó, murió en la cruz y resucitó en gloria.
Después, el sacerdote dirige el saludo litúrgico con la frase: “El Señor esté con vosotros” u otra similar –hay varias- ; y la asamblea responde: «Y con tu espíritu». Estamos dialogando; estamos al comienzo de la misa y debemos pensar en el significado de todos estos gestos y palabras. Estamos entrando en una “sinfonía” en la que resuenan varios tonos de voces, incluyendo tiempos de silencio, con el fin de crear el ”acorde” entre los participantes, es decir, reconocerse animados por un único Espíritu, y por un mismo fin. En efecto, “el saludo sacerdotal y la respuesta del pueblo manifiestan el misterio de la Iglesia reunida” (Instrucción general del Misal Romano, 50). Se expresa, pues, la fe común y el deseo mutuo de estar con el Señor y de vivir la unidad con toda la comunidad.
Y esta es una sinfonía de oración que se está creando y presenta enseguida un momento muy conmovedor, porque aquellos que presiden invitan a todos a reconocer sus propios pecados. Todos somos pecadores. No sé, a lo mejor alguno de vosotros no es pecador… Si hay alguno que no es pecador que levante la mano, por favor, así podemos verlo todos. Pero no hay manos levantadas; bien: ¡vuestra fe es buena! Todos somos pecadores y por eso al principio de la misa pedimos perdón. Es el acto penitencial. No se trata solo de pensar en los pecados cometidos, sino mucho más: es la invitación a confesarse pecadores ante Dios y ante la comunidad, ante los hermanos, con humildad y sinceridad, como el publicano en el templo. Si verdaderamente la Eucaristía hace presente el misterio pascual, es decir, el paso de Cristo de la muerte a la vida, entonces lo primero que tenemos que hacer es reconocer cuales son nuestras situaciones de muerte para poder resucitar con Él a una vida nueva. Esto nos hace comprender cuán importante es el acto penitencial. Y por eso, retomaremos el tema en la próxima catequesis.
Vamos paso a paso en la explicación de la misa. Pero, por favor, enseñad a los niños a hacerse bien la señal de la cruz.
© Librería Editorial Vaticano
Comentario litúrgico del 4º Domingo de Adviento B, 24 de dic. de 2017 por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor de Humanidades Clásicas en el Centro de Noviciado y Humanidades y Ciencias de la Legión de Cristo en Monterrey (México). 19 diciembre 2017
Textos: 2 Sam 7, 1-5.8-12.14.16; Rom 16, 25-27; Lc 1, 26-38
Idea principal: Meditemos en el Misterio más importante de la historia: La Encarnación del Verbo de Dios en el seno de una muchacha llamada María de Nazaret.
Síntesis del mensaje: Acabamos de escuchar ese Misterio en el evangelio de hoy: ha sido concebido un niño, de madre soltera, ya desposada pero no casada. Y ese hijo no tiene padre. ¡Punto! Ha sido concebido un niño; el hijo es de otro. ¿Aborto? Pero la madre es mucha mujer, mucha madre y mucha creyente como para asesinar al hijo y el hijo es mucho hijo porque es el Hijo de Dios, que no se dejaría asesinar impunemente. Y ese hijo no tiene padre; ni conocido ni desconocido ni sospechado. Sencillamente no tiene padre. ¿Sorpresa? Además ni generación espontánea ni inseminación artificial ni niño probeta. Caso único de partenogénesis humana en la historia de la biología científica. ¡Punto! Creamos, admiremos, agradezcamos y adoremos el Misterio.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, tenemos que encajar este Misterio. La gente ha perdido el sentido de lo numinoso, de lo sagrado y de lo divino. Por eso hay tantos que rechazan los misterios. Curioso esto, pues esos mismos desayunan, comen, meriendan y cenan con misterios: la electricidad en el televisor, los átomos y moléculas, el amor y la vida. ¿Por qué comulga con estos misterios con minúscula y no se admira ante el gran Misterio de la Encarnación que tanta alegría debería darle, al saber que Dios quiere poner su tienda entre nosotros. En algunos que niegan este Misterio es porque no encaja en sus mentes compuestas solo de materia gris y dicen que es irracional; no encaja en su corazón en dónde sólo cabe él solito como en el cuento del gigante egoísta del poeta irlandés Oscar Wilde; no encaja en su voluntad porque este misterio pide mucho cambio de vida y dicen que es fastidioso. María nos da ejemplo de cómo encajar ese Misterio: abriendo los oídos del alma, reflexionando con serenidad en lo que implicaba ese misterio y abriéndose con fe a ese Misterio dejándose poseer por él.
En segundo lugar, tenemos que creer este Misterio. Creer es mucho más que entender. Es más, es ir más allá del entender, fiándonos de la Palabra de Dios que no engaña, ni decepciona. Creer es tender el cheque en blanco a Dios para que escriba lo que Él quiera, porque siempre será para nuestra salvación y felicidad. María en esos segundos o minutos de silencio reflexivo de discernimiento antes de dar su “sí, creo” repasaría toda la historia de fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento, desde Abraham hasta el último profeta…y se dejó invadir por una inmensa paz y contentamiento interior y una gran certeza, la fe en Dios. Nos dice san Agustín: “Llena de fe concibió a Cristo en su mente antes que en su seno, al responder: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí lo que dices» (Lc 1,35)”. Antes de habitar el Hijo de Dios en el seno de María, sin duda ya «moraba Cristo por la fe en el corazón» (Ef 3,17) de quien, por la fe, le «concibió antes en su mente que en su vientre virginal». «En el alma la fe, y en el vientre Cristo». Así «María fue más feliz por recibir la fe de Cristo que por concebir la carne de Cristo» «ya que nada habría aprovechado la divina maternidad a María, si no hubiese sido más feliz por llevar a Cristo en su corazón que en su carne».
Finalmente, tenemos que vivir este Misterio y según este Misterio. Lógicamente este Misterio no puede quedar sólo a nivel intelectual y afectivo. Tiene que invadir nuestra vida, tocar y transformar nuestra vida. San Juan Pablo II en su primer viaje a México en 1979 al tratar de la fe, vista en María, dijo: “Coherencia, es la tercera dimensión de la fidelidad. Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: esta es la coherencia. Aquí se encuentra, quizás, el núcleo más intimo de la fidelidad… Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura a lo largo de toda la vida. El fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz. Ser fiel es no traicionar en las tinieblas lo que se aceptó en público”. Por eso, quien se abre a este Misterio de la Encarnación tiene que vivir las consecuencias de su fe: una fidelidad en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras.
Para reflexionar: ¿Ya encajé este Misterio o todavía tengo las puertas cerradas como narra la poesía del español José María Pemán sobre el posadero: “El Evangelio empieza ante una puerta/ de una fonda en Belén y un posadero./ -¿No habrá una habitación para esta noche?/ – Ninguna cama libre; todo lleno./ Y Dios pasó de largo. ¡Qué pena, posadero!”? ¿Ya creí en este Misterio en lo profundo de mi ser y me llena de alegría? ¿Estoy viviendo conforme este Misterio?
Para rezar: Por ser un Misterio incomprensible, me arrodillo y te adoro, Señor. Por ser un Misterio de inmensa belleza, me extasío y te agradezco, Señor. Por ser un Misterio inefable, te presto mi boca para llevar este Misterio por todas partes por donde yo vaya.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
El Santo Padre recibió en audiencia a una delegación de chicos de Acción Católica Italiana (ACR), el sábado 16 de diciembre, a las 11:20 horas, en la Sala del Consistorio del Palacio Apostólico, con motivo de los 150 años de la fundación de Acción Católica, y aprovechando las fiestas navideñas, felicitaron personalmente al Papa. (ZENIT – 18 Dic. 2017)
Queridos chicos y chicas:
Una vez más este año, representando a la Acción Católica Chicos de toda Italia, habéis venido a felicitar la Navidad al Papa. Para mí, esta felicitación es particularmente alegre y habéis querido acompañarla con los frutos de vuestras iniciativas de solidaridad en favor de los pobres y de las personas más desfavorecidas. ¡Os agradezco de todo corazón vuestro gesto!
También os doy las gracias porque, en esta feliz circunstancia, me actualizáis sobre vuestras actividades e iniciativas, que demuestran la vitalidad de la ACR. En este sentido, quiero deciros que aprecio mucho los encuentros de conocimiento y cercanía que en este año, -150 de la fundación de Acción Católica- tenéis con los “abuelos” de la Asociación. Es algo muy hermoso es importante, porque los ancianos son la memoria histórica de cada comunidad, una herencia de sabiduría y fe para escuchar, guardar y valorizar.
En vuestro recorrido formativo, con el eslogan “Listos para disparar”, a través de la metáfora de la fotografía os comprometéis en fijar vuestra atención en los momentos decisivos de la vida de Jesús, para intentar pareceros cada vez más a Él, vuestro mejor y más fiel amigo. Cuando observamos la vida y la misión de Jesús, entendemos que Dios es Amor. Por lo tanto, sed buenos “fotógrafos”, tanto de lo que hizo Jesús como de la realidad que os rodea, con una mirada atenta y vigilante. Muchas veces hay personas olvidadas: nadie las mira, nadie quiere verlas. Son los más pobres, los más débiles, relegados a los márgenes de la sociedad porque se los considera un problema. En cambio, son la imagen del Niño Jesús rechazado y que no encontró acogida en la ciudad de Belén; son la carne viva de Jesús sufriente y crucificado. Entonces este puede ser vuestro compromiso: antes que nada preguntaos, ¿Pero a quién le presto más atención? ¿Solo a los más fuertes, a los que tienen más éxito en la escuela, en el juego? ¿A quién le he prestado poca atención? ¿A quién he hecho como si no le viera? Ese mirar a otro sitio… Estas son vuestras “periferias”: tratad de fijar el objetivo en los compañeros y en las personas que nadie ve nunca y atreveos a dar el primer paso para conocerlos, a darles algo de vuestro tiempo, una sonrisa, un gesto de ternura.
Queridos muchachos, sed amigos y testigos de Jesús, que ha venido a Belén entre nosotros. En esta fiesta de la Santa Navidad que ya está cerca, estáis llamados a darlo a conocer cada vez más entre vuestros amigos, en las ciudades, en las parroquias y en vuestras familias. Gracias de nuevo por vuestra visita. Os bendigo con cariño, junto con vuestros seres queridos, con los educadores, los asistentes y con todos los amigos de la ACR. No os olvidéis de rezar por mí ¡Feliz Navidad!
Ahora os daré la bendición. Antes recemos a la Virgen, todos juntos: Ave, oh María…
© Librería Editorial Vaticano
Palabras del Papa a los periodistas italianos. 18 diciembre 2017 (ZENIT – 18 Dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas:
Os doy la bienvenida, representantes de los casi tres mil periódicos publicados o transmitidos, tanto en papel como en formato digital, editoriales medias y pequeñas y organizaciones y asociaciones sin fines de lucro, y agradezco a Don Giorgio Zucchelli las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre.
Tenéis una tarea, o más bien una misión, entre las más importantes en el mundo de hoy: informar correctamente, ofrecer a todos una versión de los hechos lo más conforme posible con la realidad. Estáis llamado a hacer accesibles a un público amplio problemas complejos, para hacer una mediación entre el conocimiento disponible para los especialistas y la posibilidad concreta de su amplia divulgación.
Vuestra voz, libre y responsable, es fundamental para el crecimiento de cualquier sociedad que quiera llamarse democrática, de modo que se asegure el intercambio continuo de ideas y un debate provechoso basado en datos reales y correctamente narrados.
En nuestro tiempo, a menudo dominado por la ansiedad de la velocidad, por el aguijón del sensacionalismo en detrimento de la precisión y la integridad, de la emotividad estimulada arteramente en lugar de la reflexión ponderada, existe una necesidad urgente de información confiable, con datos y noticias verificadas, que no apunte a sorprender y emocionar, sino que tenga como objetivo hacer que los lectores adquieran un sentido crítico saludable, que les permita formularse las preguntas adecuadas y llegar a conclusiones acertadas.
De esta forma se evitará estar constantemente a merced de eslóganes fáciles o de campañas de información extemporáneas, de las que se transparenta la intención de manipular la realidad, las opiniones y las personas mismas, a menudo produciendo “polvaredas mediáticas” inútiles.
Las editoriales pequeñas y medias pueden responder más fácilmente a estas necesidades. Poseen, en su propia forma, vínculos saludables que las ayudan a generar información menos masificada, menos sujeta a la presión de la moda, tan pasajera como invasiva. De hecho, está genéticamente más vinculada a su base de referencia territorial, más cercana a la vida cotidiana de las comunidades, más anclada a los hechos en su esencialidad y concreción. Es un periodismo estrechamente conectado a la dinámica local, a los problemas que surgen del trabajo de las diversas categorías, a los intereses y sensibilidades de las realidades intermedias, que no encuentran fácilmente canales para poder expresarse adecuadamente.
También participan en esta lógica los semanarios diocesanos inscritos en la Federación Italiana de Semanales Católicos (FISC), cuyo 50 aniversario se celebra en estos días. Pueden ser instrumentos útiles de evangelización, un espacio en el que la vida diocesana se expresa válidamente y los diversos componentes eclesiales pueden dialogar y comunicarse fácilmente. Trabajar en el semanal diocesano significa “sentir” de manera especial con la Iglesia local, vivir cerca de la gente de la ciudad y de los pueblos, y sobre todo leer los eventos a la luz del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia. Estos elementos son la “brújula” de su manera peculiar de hacer periodismo, de contar noticias y exponer opiniones.
Los semanales diocesanos, integrados con las nuevas formas de comunicación digital, siguen siendo por lo tanto, instrumentos preciosos y efectivos, que necesitan un compromiso renovado por parte de los pastores y de toda la comunidad cristiana y la atención benévola de las autoridades públicas.
Se advierte la necesidad urgente de noticias comunicadas con serenidad, precisión e integridad, con un lenguaje tranquilo, para favorecer una reflexión fructífera; palabras ponderadas y claras, que rechacen la inflación de la charla alusiva, gritada y ambigua.
Es importante que, con paciencia y método, se ofrezcan criterios de juicio e información para que la opinión pública sea capaz de comprender y discernir, y no aturdida y desorientada.
La sociedad también necesita que el derecho a la información sea respetado escrupulosamente junto con el de la dignidad de cada persona humana involucrada en el proceso de información, para que nadie corra el riesgo de salir perjudicado en ausencia de indicios reales y circunstanciales deresponsabilidad. No hay que caer en los “pecados de la comunicación”: la desinformación –o sea, contar solo una parte- la calumnia, que es sensacionalista, o la difamación, buscando cosas superadas, viejas y sacándolas a relucir hoy: son pecados gravísimos que dañan el corazón del periodista y el de la gente.
Por todas estas razones, es deseable que no decaiga el compromiso de todos por garantizar la existencia y la vitalidad de estas publicaciones periódicas, y que se proteja el trabajo y la dignidad de la remuneración para todos los que prestan su trabajo.
Al final de este encuentro, quisiera alentaros a todos, miembros de USPI y FISC, a continuar vuestro trabajo con compromiso y confianza; e invito a la sociedad civil y sus instituciones a hacer todo lo posible para garantizar que los medios y la pequeña industria editorial puedan llevar a cabo su tarea insustituible, proteger el pluralismo auténtico y dar voz a la riqueza de las diversas comunidades locales y sus territorios.
A vosotros aquí presentes y a vuestras familias, como a todos los que prestan servicio en el ámbito de vuestras publicaciones, imparto de todo corazón mi bendición y os deseo una feliz Navidad, que ya está cerca. Por favor no os olvidéis de rezar por mí.
Gracias.
© Librería Editorial Vaticano
Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus. 17 diciembre 2017 (ZENIT – 17 dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!.
En estos últimos domingos, la liturgia ha subrayado lo que significa ponerse en una actitud de vigilancia y lo que significa concretamente preparar el camino del Señor. En este tercer domingo de Adviento, llamado “Domingo de la alegría” (Gaudete), la liturgia nos invita a captar el espíritu con el que todo esto sucede es decir, precisamente, la alegría, San Pablo nos invita a preparar la alegría del Señor asumiendo tres actitudes. Escucha bien, tres actitudes, la primera, la alegría constante; segunda, la oración perseverante; y la tercera la acción de gracias continua. Alegría constante, oración perseverante y acción de gracias continua.
La primera actitud es la alegría constante. “estad siempre alegres” (I Ti. 5, 16), dice San Pablo, es decir, permanecer siempre en la alegría aún cuando las cosas no vayan de acuerdo con nuestros deseos; pero hay esa alegría profunda de la paz, también es alegría que está dentro. Y la paz es una alegría a “nivel del suelo”, pero es una alegría. Las angustias, las dificultades y los sufrimientos, atraviesan la vida de cada uno; y a menudo, la realidad que nos rodea parece ser inhóspita y árida, como el desierto en el que resonaba la voz de Juan el Bautista, como nos recuerda el Evangelio de hoy (cf. Jn 1, 23). Pero precisamente, las palabras del Bautista revelan que nuestra alegría se basa en la certeza de que este desierto está habitado: “En medio de vosotros está uno que no conocéis” (v. 26). Se trata de Jesús, el enviado del Padre que viene, como dice Isaías “a anunciar la buena nueva a los humildes, a curar las heridas de los corazones quebrantados, a proclamar la libertad a los cautivos, para promulgar el año de gracia del Señor. “(61, 1-2). Estas palabras, que Jesús dirigirá a los suyos en la sinagoga de Nazaret, aclara que su misión en el mundo consiste en la liberación del pecado y de la esclavitud personal y social que produce, Él ha venido sobre la tierra para volver a dar a los hombres la libertad de los hijos de Dios, que solo él puede dar, dar la alegría.
La alegría que caracteriza la espera del Mesías, se basa en la oración perseverante: esta es la segunda actitud. San Pablo dice. “Orad sin cesar” a través de la oración podemos entrar en una relación estable con Dios, que es la fuente de la verdadera alegría. La alegría del cristiano no se compra, no se puede comprar: viene de la fe y del encuentro con Jesucristo, razón de nuestra felicidad. Cuanto más estamos enraizados en Cristo, más cerca de Jesús, más encontramos la serenidad interior, incluso en medio de las contradicciones cotidianas. Por eso el cristiano habiéndose encontrado a Jesús no puede ser un profeta de desventuras, sino un testigo, y un heraldo de alegría. Una alegría para compartir con los demás; una alegría contagiosa que hace que el camino de la vida sea menos doloroso.
Y la tercera actitud indicada por Pablo es la acción de gracias continua, es decir, el amor agradecido a Dios. Él es de hecho mucho más generoso con nosotros, y nosotros estamos invitados a reconocer siempre sus beneficios, su amor misericordioso, su paciencia y su bondad, viviendo así en una acción incesante de gracias.
Alegría, oración y gratitud son tres actitudes que nos preparan para vivir la Navidad de una manera auténtica. Alegría, oración, y gratitud. Digamos todos juntos: alegría, oración, y gratitud [la gente repite]. ¡Una vez más! [ellos repiten].En esta última etapa del tiempo de Adviento, nos confiamos a la intercesión materna de la Virgen María. Ella es la “causa de nuestra alegría”, no solo porque trajo a Jesús al mundo, sino porque nos reenvía constantemente a Él.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Reflexión de José Antonio pagola en la fiesta de la Natividad del Señor B
EN UN PESEBRE
Según el relato de Lucas, es el mensaje del ángel a los pastores el que nos ofrece las claves para leer desde la fe el misterio que se encierra en un niño nacido en extrañas circunstancias en las afueras de Belén.
Es de noche. Una claridad desconocida ilumina las tinieblas que cubren Belén. La luz no desciende sobre el lugar donde se encuentra el niño, sino que envuelve a los pastores que escuchan el mensaje. El niño queda oculto en la oscuridad, en un lugar desconocido. Es necesario hacer un esfuerzo para descubrirlo.
Estas son las primeras palabras que hemos de escuchar: «No temáis. Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo». Es algo muy grande lo que ha sucedido. Todos tenemos motivo para alegrarnos. Ese niño no es de María y José. Nos ha nacido a todos. No es solo de unos privilegiados. Es para toda la gente.
Los cristianos no hemos de acaparar estas fiestas. Jesús es de quienes lo siguen con fe y de quienes lo han olvidado, de quienes confían en Dios y de los que dudan de todo. Nadie está solo frente a sus miedos. Nadie está solo en su soledad. Hay Alguien que piensa en nosotros.
Así lo proclama el mensajero: «Os ha nacido hoy un Salvador: el Mesías, el Señor». No es el hijo del emperador Augusto, dominador del mundo, celebrado como salvador y portador de la paz gracias al poder de sus legiones. El nacimiento de un poderoso no es buena noticia en un mundo donde los débiles son víctima de toda clase de abusos.
Este niño nace en un pueblo sometido al Imperio. No tiene ciudadanía romana. Nadie espera en Roma su nacimiento. Pero es el Salvador que necesitamos. No estará al servicio de ningún César. No trabajará para ningún imperio. Es el Hijo de Dios que se hace hombre. Solo buscará el reino de de su Padre y su justicia. Vivirá para hacer la vida más humana. En él encontrará este mundo injusto la salvación de Dios.
¿Dónde está este niño? ¿Cómo lo podemos reconocer? Así dice el mensajero: «Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre». El niño ha nacido como un excluido. Sus padres no le han podido encontrar un lugar acogedor. Su madre le ha dado a luz sin ayuda de nadie. Ella misma se ha valido como ha podido para envolverlo en pañales y acostarlo en un pesebre.
En este pesebre comienza Dios su aventura entre los hombres. No le encontraremos entre los poderosos, sino en los débiles. No está en lo grande y espectacular, sino en lo pobre y pequeño. Vayamos a Belén; volvamos a las raíces de nuestra fe. Busquemos a Dios donde se ha encarnado.
José Antonio Pagola
Natividad del Señor – B (Lucas 2,1-14)
Evangelio del 25 / Dic / 2017
Publicado el 19/ Dic/ 2017
Reflexión a las lecturas del cuarto domingo de Adviento B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 4º de Adviento B
El cuarto domingo de Adviento nos sitúa ante las puertas de la Navidad, y trata cada año de centrar los ojos y el corazón de toda la Iglesia en la Virgen María, la Madre del Señor. De ella aprendemos los cristianos la mejor forma de celebrar la Navidad. Nadie como ella, en efecto, ha sido capaz de acoger y vivir los misterios que celebramos. Cómo desearíamos volver a ser niños y dejarnos coger de la mano de la Virgen María, Madre de la Iglesia, para que nos vaya acompañando a la hora de acercarnos a los distintos momentos o acontecimientos de la Navidad; para aprender de ella a buscar en nuestro corazón y en nuestra vida el mejor lugar para Jesucristo que viene; para guardar y meditar, como ella, en nuestro corazón todas las cosas que contemplamos y celebramos estos días (Lc 2, 19); y luego, para llevar por todas partes la Buena Noticia de la Navidad.
El Evangelio de este domingo nos coloca ante el Misterio inefable de la Encarnación. ¡Qué delicadas y escogidas son las palabras…, y los gestos! ¡Qué hermoso y esmerado resulta su conjunto!
El texto de S. Lucas termina con esta sencilla expresión: “Y la dejó el ángel”. Pero es entonces, cuando “el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros. “Y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14). Es “el misterio mantenido en secreto durante siglos eternos y manifestado ahora en la Sagrada Escritura”, como dice S. Pablo en la segunda lectura.
Jesucristo es el descendiente de David por antonomasia, que construirá el templo del Dios vivo, del que nos habla la primera lectura. Él será el templo verdadero y definitivo de Dios; Él será constructor y templo al mismo tiempo. Así llegará a su cumplimiento pleno la promesa del Señor a David.
Los Santos Padres nos enseñan, además, que la Virgen María acogió a Jesucristo antes en su corazón -en su mente- que en su cuerpo. Es como una “doble Encarnación”. Espiritual una, corporal, la otra. La Encarnación corporal es un acontecimiento del todo original e irrepetible; la espiritual, en cambio, está al alcance de todos, y se puede alcanzar, en mayor o menor grado. Y de eso se trata en la Navidad: de una “encarnación espiritual”, de que el Señor venga más y mejor a nuestro corazón para quedarse en nuestra vida. Es lo que decíamos el otro día recordando un villancico: “El Niño Dios ha nacido en Belén. Aleluya. Aleluya. Quiere nacer en nosotros también. Aleluya. Aleluya”.
Y esto se consigue, especialmente, a través de dos sacramentos: los de la Penitencia y de la Eucaristía. El sacramento de la Penitencia, o mejor, de la Reconciliación, debe ser el punto culminante de nuestra preparación de Adviento, y hace posible que Jesucristo venga a nosotros, o venga mejor a nosotros; la Eucaristía es la venida misma del Hijo de Dios a nuestro corazón, como vino a Belén.
Pero la celebración de la Navidad no termina en sí misma, sino que encierra la doble dimensión de la misión de la Iglesia, que es también Madre y Virgen: concebir al Hijo de Dios y darlo a luz al mundo. Y estas fiestas, con su ternura y su encanto, con su alegría y su asombroso e inefable mensaje, constituyen una ocasión privilegiada para llevar el anuncio de la Venida del Señor a los hermanos, al mundo entero.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR! ¡FELIZ NAVIDAD!
CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchamos ahora la promesa que el Señor hace al Rey David de consolidar su reino para siempre. Esta promesa se cumple, de manera definitiva, en Jesucristo, como escucharemos después en el Evangelio: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin".
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo alaba al Padre por la manifestación del misterio escondido desde toda la eternidad, acerca de su Hijo Jesucristo, que nos sido ha dado.
TERCERA LECTURA
El cuarto domingo de Adviento centra nuestra atención en la Virgen María. Ella ha sido la que mejor acogió al Señor en su Venida. Escuchemos con atención y devoción, en el Evangelio, el relato de la Anunciación.
COMUNIÓN
La Comuniónes la unión más grande con el Señor, que podemos experimentar en la tierra. En ella pregustamos y tomamos parte de los bienes del Cielo. El Hijo de Dios, hecho hombre, viene a nosotros como vino ala Virgen María.El Cuerpo que se formó enla Virgen Santísimase nos ofrece ahora a todos, como alimento. Es lo más parecido al misterio dela Encarnación.
Esta mañana, a las 9.00, en la capilla Redemptoris Mater, en presencia del Santo Padre Francisco, el padre capuchino Raniero Cantalamessa, Predicador de la Casa Pontificia, ha pronunciado el primer sermón de Adviento dedicado al tema: «Todo fue creado por Él y para Él» (Colosenses 1,16). 15 diciembre 2017 (ZENIT – 15 Dic. 2017)
«Todo fue hecho por medio de Él y en vista de Él»
Cristo y la creación
Las meditaciones de Adviento de este año (sólo dos, por razones de calendario) se proponen situar a la Persona divino-humana de Cristo en el centro de los dos grandes componentes que, juntamente, constituyen «lo real», es decir, el cosmos y la historia, el espacio y el tiempo, la creación y el hombre. Debemos tomar nota, en efecto, de que a pesar de todo lo que se habla de Él, Cristo es un marginado en nuestra cultura. Está totalmente ausente —y por motivos más que comprensibles— en los tres principales diálogos donde la fe está comprometida en el mundo contemporáneo: con la ciencia, con la filosofía y aquel entre las religiones.
Sin embargo, el objetivo último no es de orden teórico, sino práctico. Se trata de volver a situar a Cristo ante todo en «el centro» de nuestra vida personal y de nuestra visión del mundo, en el centro de las tres virtudes teologales de fe, esperanza y caridad. La Navidad es la época más propicia para semejante reflexión, puesto que en ella recordamos el momento en que el Verbo se hace carne, que entra, también físicamente en la creación y en la historia, en el espacio y en el tiempo.
En esta primera meditación reflexionamos sobre la primera parte del programa anunciado: es decir, sobre la relación entre Cristo y el cosmos. «En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era informe y desierta, y las tinieblas recubrían el abismo y el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas» (Gén 1,1-2). Un autor medieval, el abad inglés Alexander Neckam (1157- 1217), comenta así en su poema estos versículos iniciales de la Biblia:
La tierra estaba vacía porque el Verbo no se había hecho carne todavía.
Nuestra tierra estaba vacía porque no habitaba en ella todavía la plenitud de la gracia y la verdad.
Estaba vacía porque aún no estaba firme y establemente unida a la divinidad.
Nuestra morada terrena estaba vacía porque no había llegado la plenitud del tiempo.
«Y las tinieblas recubrían el abismo». Todavía, en efecto, no había venido la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo[1].
Creo que no se puede expresar de forma más bíblica y sugestiva la relación que existe entre creación y Encarnación que leyendo, como contrapunto, el comienzo del libro del Génesis con el comienzo del Evangelio de Juan, tal como hace, precisamente, este autor. La Encíclica Laudato si’ dedica a este tema un apartado que, dada su brevedad, podemos escuchar por completo:
Para la comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de todas las cosas: «Todo fue creado por él y para él » (Col 1,16). El prólogo del Evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de Cristo como Palabra divina (Logos). Pero este prólogo sorprende por su afirmación de que esta Palabra «se hizo carne» (Jn 1,14). Una Persona de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía (n. 99).
Se trata de saber qué lugar ocupa la persona de Cristo respecto de todo el universo. Esta es hoy una tarea más urgente que nunca. Maurice Blondel escribía a un amigo:
«Ante los horizontes ampliados de la ciencia de la naturaleza y de la humanidad, no se puede, sin traicionar al catolicismo, permanecer con explicaciones mediocres y con modos de ver limitados que hacen de Cristo un accidente histórico, que lo aíslan en el cosmos como un episodio postizo, y parecen hacer de él un intruso o un desorientado en la aplastante y hostil inmensidad del universo»[2].
Los textos bíblicos en los que se basa nuestra fe sobre el papel cósmico de Cristo son los de Pablo y Juan mencionados en la encíclica que aquí conviene recordar de modo amplio. El primero (también en orden cronológico) es Colosenses 1,15-17:
«Él es imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque en él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos y Dominaciones, Principados y Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él».
El otro texto es Juan 1,3.10:
«Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho…
El mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció».
A pesar de la impresionante consonancia de estos textos, es posible encontrar entre ellos una diferencia de énfasis que tendrá una gran importancia en el desarrollo futuro de la teología. Para Juan, la bisagra que une creación y redención es el momento en que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»; para Pablo es, más bien, el momento de la cruz. Para el primero es la encarnación, para el segundo es el misterio pascual. El texto de Colosenses sigue diciendo:
«Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1,19-20).
La reflexión patrística, bajo el acoso de las herejías, valoró casi exclusivamente un elemento de estas afirmaciones: lo que dicen de la persona de Cristo y de la salvación del hombre realizada por él; poco o nada, en cambio, de lo que dicen de su alcance cósmico, es decir, del significado de Cristo para el resto de la creación.
Respecto de los arrianos, estos textos servían para afirmar la divinidad y la preexistencia de Cristo. El Hijo de Dios no puede ser una criatura, argumentaba Atanasio, puesto que es el Creador de todo. El alcance cósmico del Logos en la creación no encuentra su correspondiente adecuado en la redención. El único texto que se prestaba a un desarrollo en este sentido —es decir, el de Romanos 8,19-22 sobre la creación que gime y sufre como con dolores de parto— nunca fue, que yo sepa, el punto de partida de una reflexión profunda por parte de los Padres de la Iglesia.
A la pregunta del «por qué» de la Encarnación, desde san Atanasio (De incarnatione) hasta san Anselmo de Aosta (Cur Deus homo), se responde en esencia con las palabras del Credo: «Propter nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis»: «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo». La perspectiva es la antropológica de la relación de Cristo con la humanidad: no abarca, salvo incidentalmente, la relación de Cristo con el cosmos. Esto aflora, sólo indirectamente, en la polémica contra los gnósticos y los maniqueos que oponían creación y redención, como obra de dos dioses distintos, y consideraban la materia y el cosmos como intrínsecamente extraños a Dios e incapaces de salvación.
En un determinado momento del desarrollo de la fe, en el Medioevo, se abre camino otra respuesta a la pregunta «Por qué Dios se ha hecho hombre». ¿Puede la venida de Cristo, se nos pregunta, que es el «primogénito de toda la creación» (Col 1,15), depender totalmente del pecado del hombre, que intervino a continuación de la creación?
En esta línea, el Beato Duns Scoto hace el paso decisivo, desatando la Encarnación de su vínculo esencial con el pecado. El motivo de la Encarnación, dice, está en el hecho de que Dios quiere tener, fuera de sí, alguien que lo ame en modo sumo y digno de sí[3]. Cristo es querido por sí mismo, como el único capaz de amar al Padre —y ser amado por él— con un amor infinito, digno de Dios. El Verbo se habría encarnado también aunque Adán no hubiera pecado, porque él es la coronación misma de la creación, la obra suprema de Dios. El pecado del hombre ha determinado el modo de la Encarnación otorgándole el carácter de redención del pecado, no el hecho mismo de la Encarnación. Esta tiene un motivo trascendente, no ocasional.
Lo de Scoto es un primer intento de dar un sentido preciso a las afirmaciones bíblicas sobre Cristo «por medio del cual y en vista del cual todo ha sido creado»; pero no se puede ciertamente hablar todavía, con él, de una incidencia fáctica de Cristo sobre todo lo creado. Esto es posible, en cambio, si damos un salto de siglos y, desde Scoto, pasamos a nuestros días, a Teilhard de Chardin. Teilhard está preocupado, como decía Blondel, por evitar que, en una cultura dominada por la idea de la evolucionismo, Cristo acabe siendo visto como «un accidente histórico, aislado del cosmos».
Aprovechando sus indiscutibles conocimientos científicos, Teilhard de Chardin ve un paralelismo entre la evolución del mundo (la cosmogénesis) y la progresiva formación del Cristo total (cristogénesis). Cristo, no sólo no es ajeno a la evolución del cosmos, sino que, misteriosamente, lo guía desde el interior y será, en el momento de la Parusía, su cumplimiento final y la transfiguración, el «Punto Omega», según su lenguaje.
El autor deduce de estas premisas toda una visión nueva y positiva de la relación entre cristianismo y realidades terrenas. Por primera vez en la historia del pensamiento cristiano, un creyente compone un «Himno a la materia» y un «Himno del universo»[4] . Una llamarada de optimismo atraviesa un vasto sector de la cristiandad, hasta hacer sentir su influencia sobre un documento del Concilio Vaticano II, la constitución sobre «La Iglesia y el mundo», Gaudium et spes. Hay una revalorización de las actividades terrenas, ante todo el trabajo humano. Las obras que el cristiano realiza tienen un valor por sí mismas, como una mejora del mundo, no sólo por la intención piadosa con la que el cristiano las realiza.
Teilhard de Chardin tiene la pluma particularmente feliz cuando aplica esta visión suya al sacramento de la Eucaristía. Mediante el trabajo y la vida cotidiana del creyente, la Eucaristía extiende su acción a todo el cosmos. Cada Eucaristía es una «Misa sobre el mundo»[5].
«Cuando, a través del sacerdote, Cristo dice: “Esto es mi cuerpo”, sus palabras van mucho más allá del trozo de pan sobre el cual son pronunciadas. Ellas hacen nacer todo el cuerpo místico. Además de la Hostia transustanciada, la acción sacerdotal se extiende a todo el cosmos»[6].
No creo, sin embargo, que se pueda definir esta espiritualidad cósmica, como una espiritualidad ecológica, en el sentido actual del término. Aún prevalece en el autor la idea evolutiva del progreso, de la ascensión de la creación hacia formas cada vez más complejas y diversificadas, mientras que no está presente, a no ser indirectamente, la preocupación por la salvaguarda de la creación. En su tiempo, no se había tomado aún conciencia clara del peligro que el desarrollo —especialmente el industrial— puede representar para la creación, o al menos para esa minúscula parte de él que alberga a la humanidad.
La fe bíblica coincide con Teilhard de Chardin sobre el hecho de que Cristo es el Punto Omega de la historia, si por Punto Omega se entiende aquel que al final someterá a si todas las cosas, para entregarlas al Padre (1 Cor 15,28), aquel que inaugurará «los cielos nuevos y la tierra nueva» y pronunciará el juicio final sobre el mundo y su historia (Mt 25,31ss.). El mismo Cristo resucitado se define en el Apocalipsis como «el Alfa y Omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Apoc 22,13).
La fe no justifica, en cambio, la idea de Teilhard de Chardin según el cual el acto final de la historia será una «coronación» de la evolución que ha llegado a su apogeo. Según la visión dominante en toda la Biblia, el acto final podría ser lo contrario, es decir, una brusca interrupción de la historia, una crisis, un juicio, el momento de la separación del trigo y la cizaña (Mt 13,24ss.). La segunda Carta de Pedro, dice que los cristianos esperan «¡la venida del día de Dios, en el cual los cielos en llamas se disolverán y los elementos incendiados se fundirán! (2 Pe 3,12). Esta visión es la que ha marcado el sentimiento de la Iglesia como se ve por las palabras iniciales del Dies irae: «Dieae irae dies illa solvet saecclum en favilla: Día de ira será, cuando el mundo se haya reducido a cenizas». Un final, pues, del mal, más que un apogeo del bien, por lo que respecta al mundo presente[7].
Este lado débil de la visión de Teilhard de Chardin depende de una laguna señalada también por estudiosos admiradores de su pensamiento[8]. No logró integrar de modo orgánico y convincente, en su visión, el aspecto negativo del pecado y, por tanto, tampoco la visión dramática de Pablo, según el cual la reconciliación y la recapitulación de todas las cosas en Cristo tienen lugar en su cruz y en su muerte.
¿Existe entonces algo que permita escapar al peligro de hacer de Cristo, como decía Blondel, «un intruso o un desorientado en la aplastante y hostil inmensidad del universo»? En otras palabras, ¿tiene Cristo algo que decir sobre el problema candente de la ecología y de la salvaguarda de la creación, o esta se desarrolla de modo totalmente independiente de él, como un problema que afecta si acaso a la teología, pero no a la cristología?
La falta de una respuesta clara por parte de los teólogos a esta pregunta depende, creo, como tantas otras lagunas, de una escasa atención al Espíritu Santo y a su relación con Cristo resucitado. «El último Adán —escribe Pablo—, se convirtió en Espíritu dador de vida» (1 Cor 15,45); el Apóstol llega a decir, con una fórmula incluso demasiado concisa: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3,17), para subrayar que el Señor resucitado actúa ahora en el mundo a través de su «brazo operativo» que es el Espíritu Santo.
San Pablo hace la alusión a la creación que sufre con dolores de parto en el contexto del discurso sobre las diferentes operaciones del Espíritu Santo. Él ve una continuidad entre el gemido de la creación y el del creyente: «Ella (la creación) no es la única; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente» (Rom 8,23).
El Espíritu Santo es la fuerza misteriosa que impulsa la creación hacia su plenitud. Hablando de la evolución del orden social, el concilio Vaticano II afirma que «el Espíritu de Dios que, con admirable providencia, dirige el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, está presente en dicha evolución»[9]. Lo que el Concilio afirma sobre el orden social vale para todos los ámbitos, incluido el cósmico. En cualquier esfuerzo desinteresado y en cualquier progreso en la custodia de la creación actúa el Espíritu Santo. Él, que es «el principio de la creación de las cosas», es también el principio de su evolución en el tiempo. En efecto, ésta no es otra cosa que la creación que continúa[10].
¿Qué aporta de específico y de «personal» el Espíritu Santo en la creación y en la evolución del cosmos? Él no está en el origen, sino, por así decirlo, al término de la creación y de la redención, igual que no está en el origen, sino al final del proceso trinitario. En la creación —escribe san Basilio— el Padre es la causa principal, aquel del cual proceden todas las cosas; el Hijo es la causa eficiente, aquel por medio del cual todas las cosas son hechas; el Espíritu Santo es la causa perfeccionante[11].
De las palabras iniciales de la Biblia («En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era informe y desierta y las tinieblas recubrían el abismo y el espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas»), se deduce que la acción creadora del Espíritu es el origen de la perfección de la creación; él, diríamos, no es tanto aquel que hace pasar el mundo desde la nada al ser cuanto aquel que lo hace pasar de ser informe a ser formado y perfecto, aunque de debe tener siempre presente que cada acción que Dios realiza fuera de sí es siempre obra conjunta de toda la Trinidad.
En otras palabras, el Espíritu Santo es aquel que, por su naturaleza, tiende a hacer pasar lo creado desde el caos al cosmos, a hacer de él algo bello, ordenado, limpio: precisamente un «mundo», según el significado originario de esta palabra. San Ambrosio observa:
«Cuando el Espíritu comenzó a aletear sobre él, lo creado aún no tenía ninguna belleza. En cambio, cuando la creación recibió la operación del Espíritu, obtuvo todo este esplendor de belleza que la hizo resplandecer como “mundo”»[12].
Un autor anónimo del siglo II ve que este prodigio se repite, con impresionante correspondencia, en la nueva creación que se realiza en la Pascua de Cristo. Lo que «el Espíritu de Dios» obró en el momento de la creación, lo obra ahora «el Espíritu de Cristo» en la redención. Escribe el autor:
El universo entero estaba a punto de caer en el caos y de disolverse por el desaliento ante la pasión, cuando Jesús lanzó su Espíritu divino exclamando: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Y he aquí que en el momento en que todas las cosas eran agitadas por un rugido y turbadas por el miedo, enseguida, al difundirse el Espíritu divino, como reactivado, vivificado y consolidado, el universo encontró su estabilidad[13].
Queda una pregunta que es la más importante de todas cuando se trata de ecología: ¿tiene Cristo algo que decir también sobre los problemas prácticos que el reto ecológico plantea a la humanidad y a la Iglesia?¿En qué sentido podemos decir que Cristo, que actúa a través de su Espíritu, es el elemento clave para un sano y realista ecologismo cristiano?
Yo creo que sí; Cristo desempeña una función decisiva también sobre los problemas concretos de la salvaguarda de lo creado, pero la desarrolla de manera indirecta, trabajando sobre el hombre y —a través del hombre— sobre la creación. La desarrolla con su Evangelio que el Espíritu Santo «recuerda» a los creyentes y hace vivo y operante en la historia, hasta el fin del mundo (Jn 16,13). Ocurre como al comienzo de la creación: Dios crea el mundo y confía su custodia y salvaguardia al hombre. La Plegaria Eucarística IV lo expresa así:
A imagen tuya creaste al hombre
y le encomendaste el universo entero
para que, sirviéndote solo a ti, su Creador,
dominara todo lo creado.
La novedad traída por Cristo a este campo es que él ha revelado el verdadero sentido de la palabra «dominio», como es entendido por Dios, es decir, como servicio. Dice en el evangelio:
«Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20,25-28).
Todas las motivaciones que los teólogos han intentado dar a la encarnación, al «porqué Dios se ha hecho hombre», se rompen ante la evidencia de esta declaración: «He venido para servir y para dar la vida para muchos». Se trata de aplicar esta nueva idea de dominio también a la relación con la creación, sirviéndose ciertamente de ella, pero también sirviéndola, es decir, respetándola, defendiéndola y protegiéndola de cualquier violación.
Cristo actúa en la creación como actúa en el ámbito social, es decir, con su precepto del amor al prójimo. En relación al espacio, en sentido por así decirlo sincrónico, «prójimo» son aquellos que, aquí y ahora, viven junto a uno; en relación al tiempo, en sentido diacrónico, prójimos son los que vendrán detrás de nosotros, empezando por los niños y jóvenes de hoy, a quienes estamos quitando la posibilidad de vivir en un planeta habitable, sin tener que ir por ahí con una máscara en la cara para respirar o fundar colonias en otros planetas. De todos estos prójimos, en el espacio y en el tiempo, Jesús dijo: «A mí me lo hicisteis… A mí no me lo hicisteis» (Mt 25,40.45).
Como todas las cosas, también el cuidado de la creación se juega a dos niveles: a nivel global y a nivel local. Un dicho moderno exhorta a pensar globalmente, pero a actuar localmente: Think globally, act locally. Esto quiere decir que la conversión debe comenzar por el individuo, es decir, por cada uno de nosotros. Francisco de Asís solía decir a sus frailes: «Nunca he sido ladrón de limosnas, al pedirlas o usarlas más allá de su necesidad. Cogí siempre menos de lo que necesitaba, para que los demás pobres no fueran privados de su parte; porque hacer lo contrario, sería robar»[14].
Hoy esta regla podría tener una aplicación muy útil para el futuro de la tierra. También nosotros deberíamos proponernos: no ser ladrones de recursos, usándolos más de lo debido y sustrayéndolos así a quien venga después de nosotros. Para empezar, nosotros que trabajamos normalmente con papel, podríamos tratar de no contribuir al enorme y descontrolado despilfarro que se hace de esta materia prima, privando así a la madre tierra de algún árbol menos.
La Navidad es una llamada fuerte a esta sobriedad y austeridad en el uso de las cosas. Nos da ejemplo de ello el mismo Creador que, haciéndose Hombre, se contentó con un establo para nacer. Recordemos esos dos versos sencillos y profundos del canto «Tú bajas de las estrellas», de san Alfonso María de Ligorio: «A ti que eres del mundo el Creador – Faltan pañales y fuego, oh mi Señor».
Todos, creyentes y no creyentes, estamos llamados a comprometernos con el ideal de la sobriedad y del respeto de la creación, pero nosotros cristianos, debemos hacerlo por un motivo y con una intención más y diferente. Si el Padre celestial hizo todo «por medio de Cristo y en vista de Cristo», también nosotros debemos tratar de hacer todas las cosas así: «por medio de Cristo y en vista de Cristo», es decir, con su gracia y para su gloria. También lo que hacemos en este día.
© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] A. Neckam, De naturis rerum, I, 2 (ed. Th. Wright 1863) 12s.
[2] M. Blondel – A. Valensin, Correspondance (Aubier, París 1965). ( + de détails ) ( + de détails ) ( + de détails )
[3] Duns Scoto, Opus Parisiense, III, 7, 4: Opera omnia, XXIII (París 1894) 303.
[4] Mon Univers (1924), en Inno del universo, ed. N.M. Wildiers (Queriniana, Brescia 21995) 54 [trad. esp. Himno del universo (Trotta, Madrid 1996)].
[5] Teilhard De Chardin, La Messe sur le monde (1923), en Hymne de l’univers : OEuvres (éd. du Seuil, París 1961) 17ss [trad. esp. La misa sobre el mundo (Acción Cultural Cristiana, Madrid 1998)].
[6] Teilhard De Chardin, Comment Je crois (1923) (ed. du Seuil, París 1969) 90 [trad. esp. Como yo creo (Taurus, Barcelona 1986)].
[7] Según san Agustín, el final consistirá en la separación de los buenos respecto de los malos, en la destrucción (conflagratio) del mundo presente y en su renovación: cf. De civitate Dei, XX, 30,5.
[8] C. Mooney, Teilhard de Chardin et le Mystère du Christ (París 1966) 229ss [trad. esp. Teilhard y el misterio de Cristo (Sígueme, Salamanca 1967)].
[9] Gaudium et Spes, 26.
[10] Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, 20, n. 3570 (Marietti, Turín 1961) III, 286.
[11] San Basilio, El Espíritu Santo, XVI, 38: PG 32, 136.
[12] San Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo, II, 32.
[13] Anónimo Quartodecimano del siglo II [Pseudo Hipólito], Homilía sobre la Santa Pascua, 106: SCh 27, 1950; trad. it. en I più antichi testi pasquali della Chiesa, ed. R. Cantalamessa (Edizioni Liturgiche, Roma 2009) 93-94.
[14] Celano, Espejo de perfección, 12: FF 1695.
Mons. Felipe Arizmendi Esquivel, Administrador Apostólico de SCLC. 13 diciembre 2017 (ZENIT)
SI NO FUERA POR LA VIRGEN DE GUADALUPE…
VER
En México, con cerca de 120 millones de habitantes, el 83.9% se declara católico, según el censo oficial del año 2010. Hubo un descenso de católicos, pues en el año 2000, éramos el 88.22%. Disminuimos 4.32%.
En Chiapas, con 5 millones actuales, la pertenencia a la religión católica ha ido descendiendo en forma progresiva. De 1970 a 1980, dejaron el catolicismo el 14.3% de la población. De 1980 a 1990, el 9.3%. De 1990 al 2000, el 3.44%. Del 2000 al 2010, volvió a subir al 5.86%. Hoy, nuestro Estado registra el más bajo porcentaje de católicos; somos sólo el 58.30%. Los grupos evangélicos o protestantes, de muy diversas denominaciones y con muchas fracturas internas, aumentaron sólo en un 4.76%; son el 27.35%. No todos los que dejaron de ser católicos se pasaron al protestantismo. Lo más preocupante es el alto número de personas que se declaran “sin religión”; son el 12.10% de la población. También tenemos pequeños grupos de musulmanes, judíos y algún budista, más agnósticos e indiferentes, y hasta anarquistas de profesión.
Esto se debe a múltiples factores, que no es el momento de analizar. Pero sería mucho menos el porcentaje de católicos, si no fuera por lo que significa para la mayoría el hecho guadalupano. La Virgen de Guadalupe significa tanto, por su amor, su cercanía, su inculturación, sus detalles tan tiernos y maternales, que aunque muchos se alejan de la estructura eclesial, no pierden su devoción hacia ella. Esto les mantiene en el catolicismo.
En estos días de sus fiestas, no son cientos ni miles, sino millones que visitan sus santuarios y le expresan de mil formas su amor. Llama la atención la serenata que le brindan importantes artistas en su Basílica. En el sur del país, las llamadas “antorchas” son un fenómeno creciente y elocuente. Miles de jóvenes, también algunos niños y adultos, recorren largas distancias, en relevos, con una llama encendida y con muchos símbolos guadalupanos. De Chiapas, algunos van no sólo a la Ciudad de México, para desde allí venirse en peregrinación, sino que van hasta el Cerro del Cubilete, a Juquila, Oaxaca, a Mérida, Yucatán, y a diversos lugares. Algunos lo hacen descalzos, por devoción. También lo hacen en bicicletas, en motos y en otros transportes. Algunos peregrinan toda la noche, o en la madrugada, a pesar del frío. Me llaman la atención las antorchas chamulas. Vi a varias mujeres, con su ropa tradicional, corriendo gozosas hasta llegar a su paraje. En algunas comunidades, alquilaron trailers, porque son muchos los antorchistas, y les sirven para guardar su equipaje y dormir. Son estas expresiones guadalupanas las que han ido abriendo el camino de la evangelización, pues por todas partes hay ermitas dedicadas a la Virgen, cuando antes no se podían edificar capillas fuera de la cabecera municipal. Ella abre los corazones, y a partir de esta devoción, llegan la Palabra de Dios y los sacramentos. Critican esto los que todo lo observan desde la comodidad de su casa, pero no son capaces del más pequeño sacrificio para expresar públicamente su fe.
PENSAR
El Papa Francisco, el 12 de diciembre de 2016, dijo en la celebración que realizó en la Basílica de San Pedro: “Celebrar a María es, en primer lugar, hacer memoria de la madre, hacer memoria de que no somos ni seremos nunca un pueblo huérfano. ¡Tenemos Madre! Y donde está la madre, hay siempre presencia y sabor a hogar. Donde está la madre, los hermanos se podrán pelear, pero siempre triunfará el sentido de unidad. Donde está la madre, no faltará la lucha a favor de la fraternidad.
Celebrar la memoria de María es afirmar contra todo pronóstico que en el corazón y en la vida de nuestros pueblos late un fuerte sentido de esperanza, no obstante las condiciones de vida que parecen ofuscar toda esperanza. Al igual que Juan Diego, sabemos que aquí está nuestra madre, sabemos que estamos bajo su sombra y su resguardo, que es la fuente de nuestra alegría, que estamos en el cruce de sus brazos”.
ACTUAR
A partir de esta piedad guadalupana, anunciemos el misterio de Jesucristo, en que encuentran su raíz y culmen la vida y la acción de María. Y que este gran río humano de peregrinos desemboque en la construcción del México justo y fraterno que Jesús y su Madre desean. Y a quienes menosprecian estas manifestaciones populares, sólo les recomiendo que se acerquen a las personas y conozcan el fondo de su corazón.
El Papa Francisco ha continuado hoy, 13 de diciembre de 2017, en la audiencia general, celebrada en el Aula Pablo VI, el ciclo de catequesis sobre la santa Misa, y ha abordado el tema: “¿Por qué ir a misa los domingos?”. (ZENIT – 13 Dic. 2017)
Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Reanudando el camino de la catequesis sobre la misa, hoy nos preguntamos: ¿Por qué ir a misa los domingos?
La celebración dominical de la Eucaristía tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia (véase Catecismo de la Iglesia Católica, n.° 2177). Los cristianos vamos a misa los domingos para encontrarnos con el Señor resucitado, o mejor para dejar que Él nos encuentre, para escuchar su palabra, alimentarnos en su mesa y así convertirnos en Iglesia, es decir, en su Cuerpo místico viviente hoy en el mundo.
Lo entendieron desde el primer momento los discípulos de Jesús, que celebraban el encuentro eucarístico con el Señor el día de la semana que los judíos llamaban “el primero de la semana” y los romanos el “día del sol”, porque ese día Jesús resucitó de entre los muertos y se apareció a sus discípulos, hablando con ellos, comiendo con ellos, dándoles el Espíritu Santo (cf. Mt 28,1; Mc 16,9.14; Lc 24,1.13; Jn 20,1.19). También la gran efusión del Espíritu en Pentecostés ocurrió un domingo, el quincuagésimo día después de la resurrección de Jesús. Por estas razones, el domingo es un día sagrado para nosotros, santificado por la celebración eucarística, la presencia viva del Señor entre nosotros y por nosotros. Por lo tanto ¡es la Misa lo que hace cristiano el domingo ! ¿Qué domingo es, para un cristiano, ese en el que falta el encuentro con el Señor?
Hay comunidades cristianas que, desgraciadamente, no pueden disfrutar de la misa todos los domingos; sin embargo, también ellas, en este día sagrado, están llamadas a recogerse en oración en el nombre del Señor, escuchando la Palabra de Dios y manteniendo vivo el deseo de la Eucaristía.
Algunas sociedades secularizadas han perdido el significado cristiano del domingo iluminado por la Eucaristía. ¡Es una pena! En estos contextos, es necesario reavivar esta conciencia, para recuperar el sentido de la fiesta, el sentido de la alegría, de la comunidad parroquial, de la solidaridad, del reposo que descansa el alma y el cuerpo (Catecismo cfr de la Iglesia Católica, nn. 2177-2188). De todos estos valores es maestra la Eucaristía, domingo tras domingo. Por eso el Concilio Vaticano II reiteró que “es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles, de modo que sea también día de alegría y de liberación del trabajo”. (Const. Sacrosanctum Concilium, 106).
La liberación dominical del trabajo no existía en los primeros siglos: es una aportación específica del cristianismo. Según la tradición bíblica, los judíos descansan el sábado, mientras que en la sociedad romana no estaba previsto un día semanal de liberación del trabajo servil. Fue el sentido cristiano de vivir como hijos y no como esclavos, animados por la Eucaristía, lo que hizo del domingo, casi universalmente, el día de descanso.
Sin Cristo estamos condenados a ser dominados por la fatiga de la vida cotidiana, con sus preocupaciones, y del miedo al mañana. El encuentro dominical con el Señor nos da la fuerza de vivir el presente con confianza y coraje y de avanzar con esperanza. Por eso, los cristianos vamos a encontrar al Señor el domingo, en la celebración eucarística.
La comunión eucarística con Jesús, resucitado y viviente en eterno, anticipa el domingo sin ocaso, cuando ya no habrá más fatiga, ni dolor, ni dolor ni lágrimas, sino solo la alegría de vivir plenamente y para siempre con el Señor. También de este bendito reposo nos habla la misa dominical, enseñándonos, mientras fluye la semana, a confiarnos a las manos del Padre que está en el cielo.
¿Qué podemos responder a los que dicen que no hay necesidad de ir a misa, ni siquiera los domingos, porque lo importante es vivir bien, amar al prójimo? Es cierto que la calidad de la vida cristiana se mide por la capacidad de amar, como dijo Jesús: “Por esto sabrán todos que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros” (Jn 13, 35). Pero ¿cómo podemos practicar el Evangelio sin sacar la energía necesaria para hacerlo, un domingo tras otro, de la fuente inagotable de la Eucaristía? No vamos a Misa para darle algo a Dios, sino para recibir de Él lo que realmente necesitamos. Lo recuerda la oración de la Iglesia, que así se dirige a Dios: “Pues aunque no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación” (Misal Romano, Prefacio común IV).
En conclusión, ¿por qué ir a misa los domingos? No es suficiente responder que es un precepto de la Iglesia; esto ayuda a defender su valor, pero no es suficiente por sí solo. Los cristianos necesitamos participar en la misa dominical porque solo con la gracia de Jesús, con su presencia viva en nosotros y entre nosotros, podemos poner en práctica sus mandamientos y ser así sus testigos creíbles.
© Librería Editorial Vaticano
Reflexión a las lecturas del TERCER domingo de Adviento B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 3º de Adviento B
El Domingo 3º de Adviento se conoce, desde antiguo, con el nombre de “Domingo Gaudete”; y éste es un término latino que significa “alegraos”.
Las Navidades son unas fiestas muy alegres. Y ya sabemos que en las Navidades hay muchos motivos de alegría: la familia que se reúne, las comidas, las felicitaciones, los adornos navideños, los regalos, los villancicos… Todas esas cosas contribuyen a crear un ambiente, un clima, de alegría y de fiesta.
Pero a nosotros, los cristianos, nos interesa señalar cuál es “el motivo” de la alegría de la Navidad. Nos la señala la oración colecta de este día: “… Concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante”.
Hay, por tanto, un motivo de gozo característico de estas fiestas: es una salvación tan grande que nos mueve al júbilo desbordante”. ¡Ojalá que la experimentemos!
S. Pablo, en la segunda lectura, nos invita a la alegría: “Estad siempre alegres”. A pesar de las crisis, de un tipo o de otro, a pesar de todo, siempre hay motivos de alegría! Ya la primera lectura nos presentaba al profeta Isaías, como mensajero de una buena noticia, que alegra el corazón del pueblo desterrado. El salmo responsorial recoge el Cántico de júbilo de la Virgen María en casa de su prima Isabel; y todos vamos repitiendo: “Me alegro con mi Dios”. Y, por último, en el Evangelio, contem-plamos a Juan el Bautista, que dice que el Mesías ha llegado, que está en medio de su pueblo; y él es la voz que prepara el camino. Por eso él es el mensajero de la verdadera alegría de la Navidad: la llegada del Salvador, ardientemente esperado. Lo contemplaremos hecho un Niño, que nace muy pobre en las afueras de Belén. Y llegamos a felicitarnos unos a otros por “la suerte” que hemos tenido, por “la lotería”, que nos ha tocado, por la liberación obtenida. ¡Las felicitaciones no son “una rutina.” Tienen un gran sentido!
Vemos, por tanto, que el motivo de la alegría de la Navidad no radica en cuestiones de tipo material o, simplemente, humano. Se trata de un motivo de orden espiritual y sobrenatural, que se expresa a través de todas las realidades gozosas, que señalábamos al principio.
¡Pero como no tengamos cuidado, nos quedamos sin la verdadera alegría de la Navidad!
Y tenemos que decirlo de un modo más concreto: si no conocemos a Jesucristo ni la salvación que nos trae, ¿de qué vamos a alegrarnos en las fiestas que se acercan? ¿Cómo va a celebrar con gozo la Navidad el que anda alejado de Dios, el que se resiste a la luz, el que no quiere dejar el mal, el pecado, si Él viene, precisamente, para arrancarnos del pecado y darnos la vida divina? ¿Cómo se va a alegrar estos días uno que no es capaz de valorar nada que no sea material, o los que sustituyen el Misterio asombroso de la Venida del Señor por unas simples fiestas sin contenido? ¿Por qué empeñarnos en celebrar unas navidades en paralelo a las navidades cristianas?
¡He ahí la necesidad del Adviento, que nos ayuda a reflexionar sobre todas estas cosas! ¡Sin Adviento verdadero no habrá una Navidad auténtica!
Y hay otra alegría muy propia de la Navidad: la alegría de dar, de compartir. Que el Señor nos la conceda a todos. ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO III DE ADVIENTO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Las lecturas de hoy son todas ellas una invitación a la alegría, por la salvación que se acerca. El Espíritu del Señor que invade al profeta, descenderá también sobre Jesús, el Señor, como proclamará enla Sinagogade Nazaret. Jesucristo es “el Ungido por el Espíritu Santo”, es decir, el Mesías, que viene a proclamar la buena noticia de la salvación.
SALMO
Las palabras de júbilo del profeta resuenan en el cántico de la Virgen María, que ocupa el lugar del salmo, y que ahora nosotros proclamamos con alegría.
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo nos invita a vivir siempre alegres y a llevar una verdadera conducta cristiana, mientras esperamos la Segunda Venida del Señor.
TERCERA LECTURA
“En medio de vosotros hay uno que no conocéis”, nos dirá Juan el Bautista, en el Evangelio que vamos a escuchar. Que avancemos en su conocimiento y en su amor para vivir en la verdadera alegría.
COMUNIÓN
Al acércanos a Jesucristo en la Comunión, pidámosle que nos ayude a avanzar en su conocimiento y a valorar la salvación que nos ofrece, para que podamos experimentar y proclamar la verdadera alegría de la Navidad.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo tercero de adviento b
ABRIRNOS A DIOS
La fe se ha convertido para muchos en una experiencia problemática. No saben exactamente lo que les ha sucedido estos años, pero una cosa es clara: ya no volverán a creer en lo que creyeron de niños. De todo aquello solo quedan algunas creencias de perfil bastante borroso. Cada uno se ha ido construyendo su propio mundo interior, sin poder evitar muchas veces graves incertidumbres e interrogantes.
La mayoría de estas personas hace su «recorrido religioso» de forma solitaria y casi secreta. ¿Con quién van a hablar de estas cosas? No hay guías ni puntos de referencia. Cada uno actúa como puede en estas cuestiones que afectan a lo más profundo del ser humano. Muchos no saben si lo que les sucede es normal o inquietante.
Los estudios del profesor de Atlanta James Fowler sobre el desarrollo de la fe pueden ayudar a no pocos a entender mejor su propio recorrido. Al mismo tiempo arrojan luz sobre las etapas que ha de seguir la persona para estructurar su «universo de sentido».
En los primeros estadios de la vida, el niño va asumiendo sin reflexión las creencias y valores que se le proponen. Su fe no es todavía una decisión personal. El niño va estableciendo lo que es verdadero o falso, bueno o malo, a partir de lo que le enseñan desde fuera.
Más adelante, el individuo acepta las creencias, prácticas y doctrinas de manera más reflexionada, pero siempre tal como están definidas por el grupo, la tradición o las autoridades religiosas. No se le ocurre dudar seriamente de nada. Todo es digno de fe, todo es seguro.
La crisis llega más tarde. El individuo toma conciencia de que la fe ha de ser libre y personal. Ya no se siente obligado a creer de modo tan incondicional en lo que enseña la Iglesia. Poco a poco comienza a relativizar ciertas cosas y a seleccionar otras. Su mundo religioso se modifica y hasta se resquebraja. No todo responde a un deseo de autenticidad mayor. Está también la frivolidad y las incoherencias.
Todo puede quedar ahí. Pero el individuo puede también seguir ahondando en su universo interior. Si se abre sinceramente a Dios y lo busca en lo más profundo de su ser, puede brotar una fe nueva. El amor de Dios, creído y acogido con humildad, da un sentido más hondo a todo. La persona conoce una coherencia interior más armoniosa. Las dudas no son un obstáculo. El individuo intuye ahora el valor último que encierran prácticas y símbolos antes criticados. Se despierta de nuevo la comunicación con Dios. La persona vive en comunión con todo lo bueno que hay en el mundo y se siente llamada a amar y proteger la vida.
Lo decisivo es siempre hacer en nosotros un lugar real a la experiencia de Dios. De ahí la importancia de escuchar la llamada del profeta: «Preparad el camino del Señor». Este camino hemos de abrirlo en lo íntimo de nuestro corazón.
José Antonio Pagola
Domingo 3 Adviento – B (Juan 1,6-8.19-28)
Evangelio del 17 / Dic / 2017
Publicado el 11/ Dic/ 2017
por Coordinador - Mario González Jurado
Comentario litúrgico para el Domingo 3º de Adviento, ciclo B, 17 de diciembre 2017, por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Textos: Is 61, 1-2.10-11; 1 Tes 5, 16-24; Jn 1, 6-8.19-28
Idea principal: ¡Alegraos! La verdadera alegría en la vida es Jesús que con su nacimiento viene a disipar las tinieblas del pecado y envolvernos en su luz maravillosa.
Síntesis del mensaje: a este domingo la Iglesia lo llama “Domingo Gaudéte”, es decir, domingo del “Alegraos”. Recibe ese nombre por la primera palabra en latín de la antífona de entrada, que dice: Gaudéte in Domino semper: íterum dico, gaudéte (“Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres” Flp 4, 4.5). Las tinieblas que cubrían el Antiguo Testamento comenzaron a disiparse con la luz –tenue aún- de los profetas. Luego brilló la antorcha precursora –Juan-. Hasta que finalmente amaneció Cristo, Sol nacido de lo alto para iluminar a los que estaban sentados en las tinieblas de la muerte. La primitiva Iglesia nutrió su piedad en esta idea de Cristo-Luz. Y dicha piedad cristalizó en una fórmula del Concilio de Nicea inserta en el Credo: “Creo en un solo Señor Jesucristo…., Dios de Dios, Luz de Luz”. Y con su Luz vino la alegría (segunda lectura, evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, alegrémonos, porque se acerca nuestro Salvador y Libertador. ¿De qué nos salva? (1ª lectura). De las cadenas y grilletes a los que tal vez nuestra alma está atada y por eso no es libre para relacionarse en la oración humilde con ese Dios de la Salvación. De los miedos que nos paralizan y no nos dejan descubrir que ese Salvador es Padre y Amigo y Compañero de camino hacia la eternidad. De las tristezas que nos ahogan, que nos impiden sonreír al experimentar la ternura de ese Dios Libertador que viene con los despojos de su victoria en la mano después de una lucha terrible contra el enemigo de nuestra alma. De las falsas expectativas, ilusiones y guiños que nos hace este mundo y nuestros sueños fatuos, que nos pintan el seguimiento de Cristo como un camino de rosas, de éxitos y reconocimientos, cuando en realidad sabemos que debemos seguirle por un sendero de cruz, de esfuerzo, pero con Él a nuestro lado. De todo eso viene a salvarnos: de las falsas ideologías, de esperanzas disfrazadas, de sistemas socio-económicos esclavizantes e inhumanos, de nuestros ridículos e devoradores egoísmos, vanidades y ambiciones. Salvación completa, de cuerpo y alma y espíritu (segunda lectura).
En segundo lugar, alegrémonos porque vuelve a nacer el Sol de justicia que lanza su luz sobre nuestro mundo. ¿A dónde quiere llegar con su luz? A nuestra Iglesia en esta hora aciaga, pero al mismo tiempo entusiasmante y desafiadora, de su historia para que siga guardando con celo y cariño el depósito de la fe sin permitir elixires dulces o brebajes extraños. A nuestro mundo que se ufana de sus conquistas científicas, al margen de Dios e incluso en contra de Dios; y lo único que está pretendiendo es ser luciérnaga para sí mismo. A nuestras familias hoy bombardeadas y cuyos escombros no nos permiten ver la belleza de esta iglesia doméstica. A nuestros jóvenes que se preparan para un matrimonio fiel y feliz, para que tengan la luz y el discernimiento para dar ese paso noble en el proyecto de vida matrimonial según los designios de Dios. A nuestros seminaristas y sacerdotes para que descubren o redescubran la hermosura de la vocación de entrega alegre y gozosa al Señor en el celibato por el Reino de los cielos, y no busquen otras compensaciones mundanas o álibis, que nunca les harán felices por llevar una vida doble y no acorde a su consagración a Dios en santidad de vida. A nuestros ancianos, para que la Luz de Cristo les llene de esperanza y consuelo en esta etapa dorada de su existencia y puedan vislumbrar la eternidad en el ocaso de su vida. A nuestros hermanos más pobres y desfavorecidos, para que esa Luz de Cristo entre en los corazones de todos los que puedan socorrerles material, espiritual, moral y psicológicamente. Y, en fin, la luz de Cristo quiere llegar a todos: niños, artistas, comunicadores, literatos; al igual que el sol manda sus rayos a todos, así Cristo. Sólo quien no abre la ventana quedará en la oscuridad.
Finalmente, alegrémonos porque la Palabra de Dios se encarna y acampará entre nosotros. ¿Qué nos dirá esa Palabra? Dios es Amor y Padre. Bienaventurados los pobres, los mansos, los sufridos, los que tienen hambre y sed de la Voluntad de Dios, los puros, los misericordiosos, los pacificadores, los perseguidos. “Amaos unos a otros como Yo os he amado”, repartiendo el pan con el necesitado, enjugando las lágrimas del que llora, consolando al triste, animando al desalentado y perdonando al enemigo.
Para reflexionar: ¿Vivo alegre en mi vida cristiana? ¿Quién es la fuente de mi alegría? ¿He abierto de par en par las puertas de mi existencia a la luz de Cristo o tengo algunas ventanas cerradas donde no ha entrado todavía esta luz de Cristo? ¿Cuáles: afectividad, voluntad, sentimientos, éxitos, fracasos…?
Para rezar: Señor, lléname de tu alegría y de tu luz. Señor, que sea portador a mi alrededor de tu alegría y de tu luz. Que mi alegría sea honda y profunda, fundamentada en Ti.
Para cualquier duda o pregunta, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]
El Santo Padre ha celebrado la Eucaristía en la Basílica Vaticana hoy, 12 de diciembre de 2017, con ocasión de la Fiesta litúrgica de la Beata Virgen María de Guadalupe. 12 diciembre 2017 (ZENIT – 12 Dic. 2017)
El Evangelio que acaba de ser proclamado es el prefacio de dos grandes cánticos: el cántico de María conocido como el «Magníficat» y el cántico de Zacarías, el «Benedictus», y me gusta llamarlo «el cántico de Isabel o de la fecundidad». Miles de cristianos a lo largo y ancho de todo el mundo comienzan el día cantando: «Bendito sea el Señor» y terminan la jornada «proclamando su grandeza porque ha mirado con bondad la pequeñez de los suyos». De esta forma, los creyentes de diversos pueblos, día a día, buscan hacer memoria; recordar que de generación en generación la misericordia de Dios se extiende sobre todo el pueblo como lo había prometido a nuestros padres. Y en este contexto de memoria agradecida brota el canto de Isabel en forma de pregunta: «¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a visitarme?». A Isabel, la mujer marcada por el signo de la esterilidad, la encontramos cantando bajo el signo de la fecundidad y del asombro.
Quisiera subrayar estos dos aspectos. Isabel, la mujer bajo el signo de la esterilidad y bajo el signo de la fecundidad.
1. Isabel la mujer estéril, con todo lo que esto implicaba para la mentalidad religiosa de su época, que consideraba la esterilidad como un castigo divino fruto del propio pecado o el del esposo. Un signo de vergüenza llevado en la propia carne o por considerarse culpable de un pecado que no cometió o por sentirse poca cosa al no estar a la altura de lo que se esperaba de ella. Imaginemos, por un instante, las miradas de sus familiares, de sus vecinos, de sí misma… esterilidad que cala hondo y termina paralizando toda la vida. Esterilidad que puede tomar muchos nombres y formas cada vez que una persona siente en su carne la vergüenza al verse estigmatizada o sentirse poca cosa.
Así podemos vislumbrarlo en el indiecito Juan Diego cuando le dice a María «yo en verdad no valgo nada, soy mecapal, soy cacaxtle, soy cola, soy ala, sometido a hombros y a cargo ajeno, no es mi paradero ni mi paso allá donde te dignas enviarme». Así también este sentimiento puede estar —como bien nos hacían ver los obispos Latinoamericanos— en nuestras comunidades «indígenas y afroamericanas, que, en muchas ocasiones, no son tratadas con dignidad e igualdad de condiciones; o en muchas mujeres, que son excluidas en razón de su sexo, raza o situación socioeconómica; jóvenes, que reciben una educación de baja calidad y no tienen oportunidades de progresar en sus estudios ni de entrar en el mercado del trabajo para desarrollarse y constituir una familia; muchos pobres, desempleados, migrantes, desplazados, campesinos sin tierra, quienes buscan sobrevivir en la economía informal; niños y niñas sometidos a la prostitución infantil, ligada muchas veces al turismo sexual».
2. Y junto a Isabel, la mujer estéril, contemplamos a Isabel la mujer fecunda-asombrada. Es ella la primera en reconocer y bendecir a María. Es ella la que en la vejez experimentó en su propia vida, en su carne, el cumplimiento de la promesa hecha por Dios. La que no podía tener hijos llevó en su seno al precursor de la salvación. En ella, entendemos que el sueño de Dios no es ni será la esterilidad ni estigmatizar o llenar de vergüenza a sus hijos, sino hacer brotar en ellos y de ellos un canto de bendición. De igual manera lo vemos en Juan Diego. Fue precisamente él, y no otro, quien lleva en su tilma la imagen de la Virgen: la Virgen de piel morena y rostro mestizo, sostenida por un ángel con alas de quetzal, pelícano y guacamayo; la madre capaz de tomar los rasgos de sus hijos para hacerlos sentir parte de su bendición.
Pareciera que una y otra vez Dios se empecina en mostrarnos que la piedra que desecharon los constructores se vuelve piedra angular (cf. Sal 117,22).
Queridos hermanos, en medio de esta dialéctica de fecundidad–esterilidad miremos la riqueza y la diversidad cultural de nuestros pueblos de América Latina y el Caribe, ella es signo de la gran riqueza que somos invitados no sólo a cultivar sino, especialmente en nuestro tiempo, a defender valientemente de todo intento homogeneizador que termina imponiendo —bajo slogans atrayentes— una única manera de pensar, de ser, de sentir, de vivir, que termina haciendo inválido o estéril todo lo heredado de nuestros mayores; que termina haciendo sentir, especialmente a nuestros jóvenes, poca cosa por pertenecer a tal o cual cultura. En definitiva, nuestra fecundidad nos exige defender a nuestros pueblos de una colonización ideológica que cancela lo más rico de ellos, sean indígenas, afroamericanos, mestizos, campesinos, o suburbanos.
La Madre de Dios es figura de la Iglesia (Lumen Gentium, 63) y de ella queremos aprender a ser Iglesia con rostro mestizo, con rostro indígena, afroamericano, rostro campesino, rostro cola, ala, cacaxtle. Rostro pobre, de desempleado, de niño y niña, anciano y joven para que nadie se sienta estéril ni infecundo, para que nadie se sienta avergonzado o poca cosa. Sino, al contrario, para que cada uno al igual que Isabel y Juan Diego pueda sentirse portador de una promesa, de una esperanza y pueda decir desde sus entrañas: «¡Abba!, es decir, ¡Padre!» (Ga 4,6) desde el misterio de esa filiación que, sin cancelar los rasgos de cada uno, nos universaliza constituyéndonos pueblo. Hermanos, en este clima de memoria agradecida por nuestro ser latinoamericanos, cantemos en nuestro corazón el cántico de Isabel, el canto de la fecundidad, y digámoslo junto a nuestros pueblos que no se cansan de repetirlo: Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
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Mensaje del papa Francisco para la XXVI Jornada Mundial del Enfermo 2018 (11 de diciembre de 2017)
Mater Ecclesiae: «Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre
Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27)
Queridos hermanos y hermanas:
La Iglesia debe servir siempre a los enfermos y a los que cuidan de ellos con renovado vigor, en fidelidad al mandato del Señor (cf. Lc 9,2-6; Mt 10,1-8; Mc 6,7-13), siguiendo el ejemplo muy elocuente de su Fundador y Maestro.
Este año, el tema de la Jornada del Enfermo se inspira en las palabras que Jesús, desde la cruz, dirige a su madre María y a Juan: «Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19,26-27).
1. Estas palabras del Señor iluminan profundamente el misterio de la Cruz. Esta no representa una tragedia sin esperanza, sino que es el lugar donde Jesús muestra su gloria y deja sus últimas voluntades de amor, que se convierten en las reglas constitutivas de la comunidad cristiana y de la vida de todo discípulo.
En primer lugar, las palabras de Jesús son el origen de la vocación materna de María hacia la humanidad entera. Ella será la madre de los discípulos de su Hijo y cuidará de ellos y de su camino. Y sabemos que el cuidado materno de un hijo o de una hija incluye todos los aspectos de su educación, tanto los materiales como los espirituales.
El dolor indescriptible de la cruz traspasa el alma de María (cf. Lc 2,35), pero no la paraliza. Al contrario, como Madre del Señor comienza para ella un nuevo camino de entrega. En la cruz, Jesús se preocupa por la Iglesia y por la humanidad entera, y María está llamada a compartir esa misma preocupación. Los Hechos de los Apóstoles, al describir la gran efusión del Espíritu Santo en Pentecostés, nos muestran que María comenzó su misión en la primera comunidad de la Iglesia. Una tarea que no se acaba nunca.
2. El discípulo Juan, el discípulo amado, representa a la Iglesia, pueblo mesiánico. Él debe reconocer a María como su propia madre. Y al reconocerla, está llamado a acogerla, a contemplar en ella el modelo del discipulado y también la vocación materna que Jesús le ha confiado, con las inquietudes y los planes que conlleva: la Madre que ama y genera a hijos capaces de amar según el mandato de Jesús. Por lo tanto, la vocación materna de María, la vocación de cuidar a sus hijos, se transmite a Juan y a toda la Iglesia. Toda la comunidad de los discípulos está involucrada en la vocación materna de María.
3. Juan, como discípulo que lo compartió todo con Jesús, sabe que el Maestro quiere conducir a todos los hombres al encuentro con el Padre. Nos enseña cómo Jesús encontró a muchas personas enfermas en el espíritu, porque estaban llenas de orgullo (cf. Jn 8,31-39) y enfermas en el cuerpo (cf. Jn 5,6). A todas les dio misericordia y perdón, y a los enfermos también curación física, un signo de la vida abundante del Reino, donde se enjuga cada lágrima. Al igual que María, los discípulos están llamados a cuidar unos de otros, pero no exclusivamente. Saben que el corazón de Jesús está abierto a todos, sin excepción. Hay que proclamar el Evangelio del Reino a todos, y la caridad de los cristianos se ha de dirigir a todos los necesitados, simplemente porque son personas, hijos de Dios.
4. Esta vocación materna de la Iglesia hacia los necesitados y los enfermos se ha concretado, en su historia bimilenaria, en una rica serie de iniciativas en favor de los enfermos. Esta historia de dedicación no se debe olvidar. Continúa hoy en todo el mundo. En los países donde existen sistemas sanitarios públicos y adecuados, el trabajo de las congregaciones católicas, de las diócesis y de sus hospitales, además de proporcionar una atención médica de calidad, trata de poner a la persona humana en el centro del proceso terapéutico y de realizar la investigación científica en el respeto de la vida y de los valores morales cristianos. En los países donde los sistemas sanitarios son inadecuados o inexistentes, la Iglesia trabaja para ofrecer a la gente la mejor atención sanitaria posible, para eliminar la mortalidad infantil y erradicar algunas enfermedades generalizadas. En todas partes trata de cuidar, incluso cuando no puede sanar. La imagen de la Iglesia como un «hospital de campaña», que acoge a todos los heridos por la vida, es una realidad muy concreta, porque en algunas partes del mundo, sólo los hospitales de los misioneros y las diócesis brindan la atención necesaria a la población.
5. La memoria de la larga historia de servicio a los enfermos es motivo de alegría para la comunidad cristiana y especialmente para aquellos que realizan ese servicio en la actualidad. Sin embargo, hace falta mirar al pasado sobre todo para dejarse enriquecer por el mismo. De él debemos aprender: la generosidad hasta el sacrificio total de muchos fundadores de institutos al servicio de los enfermos; la creatividad, impulsada por la caridad, de muchas iniciativas emprendidas a lo largo de los siglos; el compromiso en la investigación científica, para proporcionar a los enfermos una atención innovadora y fiable. Este legado del pasado ayuda a proyectar bien el futuro. Por ejemplo, ayuda a preservar los hospitales católicos del riesgo del «empresarialismo», que en todo el mundo intenta que la atención médica caiga en el ámbito del mercado y termine descartando a los pobres.
La inteligencia organizacional y la caridad requieren más bien que se respete a la persona enferma en su dignidad y se la ponga siempre en el centro del proceso de la curación. Estas deben ser las orientaciones también de los cristianos que trabajan en las estructuras públicas y que, por su servicio, están llamados a dar un buen testimonio del Evangelio.
6. Jesús entregó a la Iglesia su poder de curar: «A los que crean, les acompañarán estos signos: […] impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos» (Mc 16,17-18). En los Hechos de los Apóstoles, leemos la descripción de las curaciones realizadas por Pedro (cf. Hch 3,4-8) y Pablo (cf. Hch 14,8-11). La tarea de la Iglesia, que sabe que debe mirar a los enfermos con la misma mirada llena de ternura y compasión que su Señor, responde a este don de Jesús. La pastoral de la salud sigue siendo, y siempre será, una misión necesaria y esencial que hay que vivir con renovado ímpetu tanto en las comunidades parroquiales como en los centros de atención más excelentes. No podemos olvidar la ternura y la perseverancia con las que muchas familias acompañan a sus hijos, padres y familiares, enfermos crónicos o discapacitados graves. La atención brindada en la familia es un testimonio extraordinario de amor por la persona humana que hay que respaldar con un reconocimiento adecuado y con unas políticas apropiadas. Por lo tanto, médicos y enfermeros, sacerdotes, consagrados y voluntarios, familiares y todos aquellos que se comprometen en el cuidado de los enfermos, participan en esta misión eclesial. Se trata de una responsabilidad compartida que enriquece el valor del servicio diario de cada uno.
7. A María, Madre de la ternura, queremos confiarle todos los enfermos en el cuerpo y en el espíritu, para que los sostenga en la esperanza. Le pedimos también que nos ayude a acoger a nuestros hermanos enfermos. La Iglesia sabe que necesita una gracia especial para estar a la altura de su servicio evangélico de atención a los enfermos. Por lo tanto, la oración a la Madre del Señor nos ve unidos en una súplica insistente, para que cada miembro de la Iglesia viva con amor la vocación al servicio de la vida y de la salud. La Virgen María interceda por esta XXVI Jornada Mundial del Enfermo, ayude a las personas enfermas a vivir su sufrimiento en comunión con el Señor Jesús y apoye a quienes cuidan de ellas. A todos, enfermos, agentes sanitarios y voluntarios, imparto de corazón la Bendición Apostólica.
Vaticano, 26 de noviembre de 2017.
Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.
Francisco
Alocución del Papa Francisco antes del Ángelus. 10 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 10 dic. 2017)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El domingo pasado, comenzamos el Adviento con la invitación de vigilar. Hoy segundo domingo de este tiempo de preparación para la Navidad, la liturgia nos indica contenidos específicos, es un tiempo para reconocer los caminos que colmen nuestras vidas, suavizar las asperezas del orgullo y hacer espacio a Jesús que viene. El profeta Isaías se dirige al pueblo anunciando el fin del exilio en Babilonia y el retorno a Jerusalén. Profetiza: “Una voz grita: `en el desierto, preparad el camino al Señor`[…]. Que todo valle sea elevado”(40,3). Los valles elevados representan todos los vacíos de nuestro comportamiento delante de Dios, todos nuestros pecados de omisión.
Un vacío de nuestra vida puede ser el hecho de que no oremos o de que oremos poco. Entonces el adviento es el momento favorable para orar más intensamente, para reservar a la vida espiritual el lugar importante que le corresponde.
Otro vacío podría ser la falta de caridad hacía el prójimo, sobre todo hacia las personas que más necesidad tienen de ayuda, no solamente material, sino también espiritual. Estamos llamados a estar más atentos a las necesidades de los otros, de los más cercanos.
Como Juan Bautista, de esta manera podemos abrir caminos de esperanza en el desierto de los corazones áridos de tantas personas.
“Que todo monte y cerro sea rebajado” (v.4), exhorta Isaías. Las montañas y las colinas que deben de estar rebajadas son el orgullo, la soberbia, la dominación, allá donde hay orgullo, dominación y soberbia, el Señor no puede entrar porque este corazón está lleno de orgullo, de dominación, de soberbia, debemos abajar este orgullo.
Debemos asumir actitudes de dulzura y de humildad, sin grandezas: escuchar hablar con dulzura, y así preparar la venida del Salvador que es dulce y humilde de corazón (Mt. 11-29).
Y después se nos pide eliminar todos los obstáculos que ponemos en nuestra unión con el Señor “Vuélvase lo escabroso llano y las cimas en amplios valles!, entonces se revelará la Gloria del Señor, dice Isaías, y todos los hombres juntos la verán. (Is 40, 4-5). Pero estas acciones deben estar hechas con alegría, porque se enfocan a la preparación de llegada de Jesús. Cuando nosotros esperamos en casa la visita de una persona querida, nosotros preparamos todo con mucho cuidado y felicidad. De la misma manera queremos prepararnos para la venida del Señor: esperarlo cada día con solicitud, para ser llenos de su gracia cuando venga.
El Salvador que estamos esperando es capaz de transformar nuestra vida por la fuerza del Espíritu Santo, por la fuerza del amor. El Espíritu Santo difunde el amor de Dios en los corazones, una fuente inagotable de purificación, vida nueva y libertad.
La Virgen María ha vivido esta realidad en plenitud dejándose “guiar” en el Espíritu Santo que la ha inundado de su poder. Que ella, que ha preparado la venida de Cristo por la totalidad de su existencia, nos ayude a seguir su ejemplo y que guie nuestros pasos al encuentro del Señor que viene.
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Palabras del Papa antes del Ángelus. 8 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 8 dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena fiesta!
Hoy contemplamos la belleza de María Inmaculada. El Evangelio, que relata el episodio de la Anunciación, nos ayuda a comprender lo que celebramos, especialmente a través del saludo del ángel. Se dirige a María con una palabra que no es fácil de traducir, que significa “llena de gracia”, “creada por la gracia”, “llena de gracia” (Lc 1,28). Antes de llamarla María, él la llama llena de gracia, y así revela el nuevo nombre que Dios le ha dado y que le conviene más que el nombre que le ha sido dado por sus padres. Nosotros también la llamamos así en cada Ave María. ¿Qué quiere decir llena de gracia? Que María está llena de la presencia de Dios. Y si está totalmente habitada por Dios, no hay lugar en ella para el pecado. Es una cosa extraordinaria, porque todo en el mundo, por desgracia, está contaminado por el mal. Cada uno de nosotros, mirándonos hacia adentro, vemos aspectos oscuros. Incluso los más grandes santos eran pecadores y todas las realidades, incluso las más bellas, se ven afectadas por el mal: todos excepto María. Ella es la única, “oasis” siempre verde de la humanidad, la única que no ha sido contaminada, creada Inmaculada para acoger plenamente, con su “sí” a Dios que viene al mundo y para iniciar también así una historia nueva. Cada vez que nosotros la reconocemos llena de gracia, le hacemos el mayor cumplido, el mismo que hizo Dios. Un bello cumplimiento hecho a una mujer, es decirle amablemente que ella tiene un aire joven, cuando nosotros decimos a María llena de gracia, en cierto sentido, le estamos diciendo esto a un nivel más alto, en efecto nosotros la reconocemos siempre joven porque jamás envejece por el pecado, hay una sola cosa que hace verdaderamente envejecer, envejecer interiormente, no son los años, sino el pecado. El pecado nos envejece porque endurece el corazón, lo cierra, lo hace inerte, lo hace desvanecer. Pero la “llena de gracia” está vacía de pecado. Así que siempre es joven, es “más joven que el pecado” es la “más joven del género humano” (G. Bernanos, Diario de un cura rural, II, 1988, p 175.).
Hoy la Iglesia felicita a María llamándola la toda hermosa, toda pulcra. Como su juventud no es una cuestión de edad, así su belleza no es exterior. María, como se muestra en el Evangelio de hoy, no sobresale en apariencia, de una familia sencilla, ella vivió humildemente en Nazaret, un pueblo casi desconocido. Ella no era conocida, incluso cuando el ángel la visitó nadie lo supo, ese día no había ningún periodista. La Virgen María no tenía ni siquiera una vida cómoda, sino preocupaciones y temores: ella “se turbó” (v. 29), dice el Evangelio, y cuando el ángel “se alejó de ella”, (v. 38) los problemas comenzaron a aumentar
Sin embargo la “llena de gracia” ha vivido una vida bella. ¿Cuál era su secreto? Todavía podemos verlo mirando la escena de la Anunciación. En muchas pinturas de María aparece sentado delante del ángel con un pequeño libro en la mano. Este libro es la Escritura. Así María tenía la costumbre de escuchar a Dios y pasar tiempo con él. La Palabra de Dios era su secreto: cerca de su corazón, y luego se hizo carne en su vientre. Permaneciendo con Dios, conversando con él en todas las circunstancias, María ha embellecido su vida. No es la apariencia, no es lo que pasa, sino que es el corazón vuelto hacia Dios lo que hace la vida hermosa. Hoy miremos con alegría a la llena de gracia. Pidámosle que nos ayude a permanecer jóvenes diciendo, “no” al pecado y vivir una vida hermosa, diciendo “sí” a Dios.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Esta mañana a las 8.00, en la Capilla Paolina del Palacio Apostólico, el Santo Padre Francisco ha presidido la concelebración eucarística con ocasión del noventa cumpleaños del Cardenal Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio. 7 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 7 dic. 2017)
Todos los días damos gracias al Señor por lo que hace en nuestra vida; pero cuando hay aniversarios importantes, – 25º, 50º, incluso las décadas- dar gracias a Dios es más fuerte. Y en estas ocasiones, el recuerdo del camino pasado se refuerza, y este recuerdo nos lleva a ofrecer un regalo. Recuerdo que es una dimensión de la vida. Es una desgracia perder el recuerdo de todo lo que Dios ha hecho por nosotros: “Recuerda, Israel, recuerda …”, esa dimensión deuteronómica de la vida.
El Cardenal Sodano ha recordado estos años, y cada vez que recordamos nos encontramos ante una nueva gracia. El recuerdo también de nuestra pequeñez, de nuestros errores, incluso de nuestros pecados. San Pablo se enorgullecía de ellos, porque solo la gloria va a Dios, somos débiles, todos. Y este recuerdo nos da la fuerza para avanzar hacia otra década. Es una gracia del recuerdo. Y lo que el cardenal ha hecho para prepararse para este aniversario se nos ofrece como un don: el don de un testimonio de vida que es bueno para todos.
Cada vida es diferente Cada uno de nosotros tiene su propia experiencia y el Señor lo lleva por un camino distinto, pero siempre está el Señor que nos sostiene de la mano, es Él. Este es un don que hemos recibido, y nosotros damos el don del testimonio de una vida. El Señor sabe cuál es el testimonio verdadero, el que está oculto y ha hecho el bien sin aparecer. Vemos en el Cardenal el testimonio de un hombre que ha hecho tanto por la Iglesia, en diferentes situaciones, con alegría y con lágrimas. Pero el testimonio que hoy me parece quizás el más grande que nos da es el de un hombre disciplinado eclesialmente, y esta es una gracia por la que le doy las gracias, Sr. Cardenal. Y pido que este testimonio de la dimensión eclesial, en la disciplina eclesial, nos ayude a avanzar en nuestra vida. Muchas gracias, Sr. Cardenal.
Traducción ZENIT, Raquel Anillo
Texto completo de la catequesis del Papa Francisco en la audiencia general, 6 de diciembre de 2017 (ZENIT – 6 Dic. 2017)
Catequesis del Papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy me gustaría hablar sobre el viaje apostólico que hice en los últimos días a Myanmar y Bangladesh. Ha sido un gran regalo de Dios, y por eso le doy gracias por todo, especialmente por los encuentros que tuve. Renuevo la expresión de mi gratitud a las autoridades de los dos países y a los respectivos obispos, por todo el trabajo de preparación y por la acogida que me reservaron junto con mis colaboradores. Un “gracias de todo corazón” a los birmanos y a los bengalíes, que me han demostrado tanta fe y tanto cariño: ¡gracias!
Era la primera vez que un sucesor de Pedro visitaba Myanmar, y ha sido poco después de que se establecieran las relaciones diplomáticas entre ese país y la Santa Sede.
También en este caso quise expresar la cercanía de Cristo y de la Iglesia a un pueblo que ha sufrido a causa de conflictos y represiones, y que ahora lentamente camina hacia una nueva condición de libertad y paz. Un pueblo en el que la religión budista está fuertemente enraizada, con sus principios espirituales y éticos, y donde los cristianos están presentes como un pequeño rebaño y como levadura del Reino de Dios. Tuve el gozo de confirmar en la fe y en la comunión a esta Iglesia, viva y ferviente, durante el encuentro con los obispos del país y en las dos celebraciones eucarísticas. La primera fue en la gran zona deportiva en el centro de Yangon, y el Evangelio de ese día recordó que las persecuciones por la fe en Jesús son normales para sus discípulos, como ocasión de testimonio , pero que “ni siquiera uno de sus cabellos se perderá ” (ver Lc 21: 12-19). La segunda misa, el último acto de la visita a Myanmar, estuvo dedicada a los jóvenes: un signo de esperanza y un regalo especial de la Virgen María, en la catedral que lleva su nombre. En los rostros de esos jóvenes, llenos de alegría, vi el futuro de Asia: un futuro que no será de los que construyen armas, sino de los que siembran fraternidad. Y siempre en señal de esperanza, bendije las primeras piedras de 16 iglesias, del seminario y de la nunciatura: ¡dieciocho!
Además de la comunidad católica, pude reunirme con las autoridades de Myanmar, alentando los esfuerzos de pacificación del país y esperando que todos los diferentes componentes de la nación, ninguno excluido, puedan cooperar en este proceso en el respeto mutuo. Con este espíritu, quise encontrarme con los representantes de las diferentes comunidades religiosas presentes en el país. En particular, en el Consejo Supremo de monjes budistas expresé la estima de la Iglesia por su antigua tradición espiritual y la confianza de que juntos cristianos y budistas puedan ayudar a las personas a amar a Dios y al prójimo, rechazando toda violencia y oponiéndose al mal con el bien.
Dejado Myanmar, fui a Bangladesh, donde, en primer lugar, rendí homenaje a los mártires de la lucha por la independencia y al “Padre de la Nación”. La población de Bangladesh es en gran medida de religión musulmana, por lo que mi visita, -siguiendo las huellas de las del beato Pablo VI y de San Juan Pablo II- fue un paso más a favor del respeto y el diálogo entre el cristianismo y el Islam.
Recordé a las autoridades del país que la Santa Sede sostuvo desde el principio la voluntad del pueblo bengalí de constituirse como una nación independiente, así como la necesidad de salvaguardar siempre en ella la libertad religiosa. En particular, quise expresar mi solidaridad con Bangladesh en su esfuerzo de socorrer a los refugiados Rohingya llegados en masa a su territorio, donde la densidad de población es ya una de las más altas del mundo.
La misa celebrada en un parque histórico en Dacca se enriqueció con la ordenación de dieciséis sacerdotes, y este fue uno de los eventos más significativos y alegres del viaje. Efectivamente, tanto en Bangladesh como en Myanmar y en otros países del sudeste asiático, gracias a Dios, vocaciones no faltan; un signo de comunidades vivas donde resuena la voz del Señor que llama a seguirlo. Compartí esta alegría con los obispos de Bangladesh, y los alenté en su generoso trabajo en favor de las familias, los pobres, la educación, el diálogo y la paz social. Y compartí esta alegría con tantos sacerdotes, consagrados yconsagradas del país, así como con los seminaristas, las novicias y novicios, en quienes vi los brotes de la Iglesia en esa tierra.
En Dacca vivimos un momento fuerte de diálogo interreligioso y ecuménico, que me dio la oportunidad de subrayar la apertura del corazón como base de la cultura del encuentro, de la armonía y de la paz. También visité la “Casa Madre Teresa“, donde se alojaba la santa cuando estaba en esa ciudad, y que acoge a muchos huérfanos y personas con discapacidades. Allí, de acuerdo con su carisma, las hermanas viven todos los días la oración de adoración y el servicio a Cristo, pobre y que sufre. Y nunca, nunca, de sus labios falta la sonrisa: monjas que rezan tanto, que sirven a los que sufren y continuamente con una sonrisa. Es un hermoso testimonio. Muchas gracias a estas hermanas.
El último evento fue con los jóvenes bengalíes, repleto de testimonios, canciones y danzas. ¡Pero qué bien bailan, estos bengalíes! ¡Saben bailar muy bien! Una fiesta que manifestó la alegría del Evangelio acogido por esa cultura; una alegría fecundada por los sacrificios de tantos misioneros, de tantos catequistas y padres cristianos. En el encuentro había también jóvenes musulmanes y de otras religiones : un signo de esperanza para Bangladesh, Asia y el mundo entero. Gracias.
© Librería Editorial Vaticano
Reflexión a las lecturas del domingo segundo de Adviento B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DIA DEL SEÑOR"
Domingo 2º de Adviento B
Hay un villancico que dice: “¡El Niño Dios ha nacido en Belén! Aleluya. Aleluya. ¡Quiere nacer en nosotros también! Aleluya. Aleluya”.
Este es el objetivo de este Tiempo de Adviento y de la misma Navidad. El Concilio Vaticano II nos enseña que el Año Litúrgico realiza una esta obra maravillosa: Los que no vivíamos cuando sucedían los distintos acontecimientos, que ahora celebramos, podemos ponernos, de algún modo, en contacto con ellos, y llenarnos de la gracia de la salvación (S. C. 102). Es lo que se llama “el hoy de la Liturgia”.
Esta doctrina es muy importante. ¡Es un auténtico descubrimiento! A veces pensamos: “Si yo hubiera estado aquella noche en Belén…” “Y si hubiese sido uno de aquellos pastorcitos…” ¡Pues eso, de algún modo, es posible! ¡Lo podemos conseguir ahora, dentro de unas semanas! Y, porque tiene sus dificultades, nos dedicamos unas cuatro semanas antes -el Adviento- a intentarlo, mientras decimos: “El Señor va a venir; “el Señor va a nacer”; “¡Ven Señor, no tardes…!”
Ya sabemos que, durante las primeras semanas de Adviento, nos preparamos para la Navidad, recordando y celebrando la esperanza de la Vuelta Gloriosa del Señor, de la que nos habla hoy San Pedro en la segunda lectura.
Y en este tiempo surgen, en medio de nuestras celebraciones, unos personajes que nos ayudan en la tarea: uno de ellos es el profeta Isaías, “el profeta de la esperanza”. Él anuncia la gran noticia de que el pueblo de Israel, desterrado en Babilonia, va a ser liberado, y hace falta preparar los caminos que, podrían estar intransitables, para que el pueblo de Dios pudiera llegar a su patria. (1ª Lect.)
Este domingo centramos nuestra mirada en otro personaje del Adviento. Se trata de Juan el Bautista, que viene a preparar los caminos, como anunciaba el profeta. Y ya sabemos que, entonces como ahora, no se trata de preparar unos caminos materiales, sino los caminos, tantas veces difíciles, de nuestro interior, de nuestro corazón. De este modo podremos alcanzar nuestro objetivo: el encuentro con el Señor, su nacimiento espiritual en nosotros, la renovación de nuestra vida, el don de “la alegría espiritual…”, en medio de una sociedad triste, desencantada, en crisis.
S. Marcos subraya que el Bautista predicaba también con su ejemplo de vida, íntegra y austera, en el cumplimiento estricto de su misión. ¡Qué importante es siempre el testimonio de vida!
¡Y cómo reacciona aquella gente a la voz del Bautista! Nos dice el Evangelio que “acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán”. Constatamos que eso de confesar los pecados es algo muy antiguo. Para los cristianos es uno de los momentos –no el único- del Sacramento de la Reconciliación. Este tiempo intenso de preparación debería tener su punto culminante en la celebración de este sacramento, unos días antes de la Navidad, para hacer posible y real la llegada del Señor a nosotros, su nacimiento en cada uno de nosotros, o para recibirle mejor.
¡Qué importante es, mis queridos amigos, descubrir o redescubrir este sentido, un tanto desconocido u olvidado, de la Navidad! La oración colecta de la Misa de hoy nos orienta en esa dirección. Dice: “Dios todopoderoso, rico en misericordia, no permitas que, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, lo impidan los afanes terrenales, para que aprendiendo la sabiduría celestial, podamos participar plenamente de su vida”. ¡Eso es la Navidad!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
II DOMINGO DE ADVIENTO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El pueblo de Israel vive desterrado en Babilonia. Y anda desconcertado, sin ánimo ante el futuro. El profeta les habla de esperanza. Escuchemos con atención sus palabras y sintámosla como dirigidas a nosotros.
SALMO
Como el pueblo de Israel, liberado del destierro, los cristianos creemos en la salvación, que Cristo nos ha traído y nos trae constantemente; pero anhelamos la salvación plena, total, que llegará a su punto culminante el Día de su Venida Gloriosa.
SEGUNDA LECTURA
S. Pedro nos habla de la Segunda Venida del Señor y de la repercusión que este hecho debe tener en nuestra vida. Su intención no es hacer afirmaciones científicas sobre el fin del universo, sino transmitirnos unas enseñanzas religiosas con el ropaje literario propio de la época.
TERCERA LECTURA
S. Marcos comienza su Evangelio presentándonos a Juan, el Bautista, el pregonero de la venida del Mesías, según nos había anunciado la profecía de Isaías.
Aclamemos a Cristo, el Señor, que viene, cantando el aleluya.
COMUNIÓN
Enla Comuniónnos encontramos con Jesucristo, el Mesías, que ha venido, que vendrá, que está, aunque invisible, en medio de nosotros.
Que Él nos ayude a preparar nuestro corazón y nuestra vida para que eliminemos los obstáculos que impiden que Él llegue, con mayor plenitud, a cada uno de nosotros.
Comentario litúrgico del 2º Domingo de Adviento, 10 de dic. de 2017, por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 5 DICIEMBRE 2017 (zenit)
2º DOMINGO DE ADVIENTO Ciclo B
Textos: Is 40, 1-5.9-11; 2 Pe 3, 8-14; Mc 1, 1-8
Idea principal: Juan Bautista es ejemplo de lo que él predica a todos nosotros y a toda la Iglesia: “Arrepentíos, haced penitencia y preparad los senderos para el Señor”.
Síntesis del mensaje: el domingo pasado Dios nos pedía estar alertas y velar. Hoy a través del profeta Isaías (1ª lectura) y Juan Bautista nos urge a preparar el camino de nuestro corazón para recibir a Cristo (evangelio). Esto supone una lucha contra el pecado y un inmenso trabajo por la santidad para llevar una vida sin mancha ni reproche (2ª lectura). San Juan Bautista al hablar así tan fuerte y convencido sacudió las columnas de la religión y los corazones de los hombres, y los nuestros. Entonces, los hombres y mujeres le abrían las cuentas corrientes de sus vidas -¿y nosotros?-, los sacerdotes de Jerusalén le abrieron un expediente -¿también nosotros?-, el rey Herodes le abrió las puertas de la mazmorra de Maqueronte y, a petición de una corista, le cortó la cabeza para no escuchar esos gritos ensordecedores, ¡ojalá que nunca nosotros!-. Cayó eliminado como un profeta.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, no podemos negar que este san Juan Bautista, que cada año nos sale al paso en el Adviento, es un “tipo raro” a los ojos de este mundo placentero, consumista, vividor y ambiciosamente competitivo. Vestía áspero como un camello, comía saltamontes a la parrilla del sol y miel silvestre, bebía agua del río, vivía soltero conventual y amanecía como le cogía la noche: rostro a tierra y en oración. Radical él. Y durante el día, a gritar para preparar los caminos al Señor. Sí, los caminos de la conciencia, para destiznarla de tanto hollín acumulado por el pecado. Sí, los caminos de la mente, para que se abra a los criterios de Dios, y no vaya por ahí destilando ideas liberales y opuestas a su Palabra salvífica en el campo de la moral familiar, sexual y doctrinal que rozan a ambigüedad, cuando no a herejía. Sí, los caminos de la afectividad, para que esa fuerza poderosa que tenemos ame a Dios sobre todas las cosas y al prójimo, por encima del egoísmo, los apegos y los cacareos turbios. Sí, los caminos de la voluntad, para que siempre elija en la libertad y amor lo que Dios pide para nuestra felicidad temporal y salvación eterna, aunque exija sacrificio, renuncia y tascar el freno al capricho y veleidad. ¡Gracias, Juan Bautista, por recordarnos esto en este tiempo de Adviento, aunque tu voz nos moleste y aturda!
En segundo lugar, aunque este Juan Bautista es en cierto sentido un “tipo raro”, sin embargo a los ojos de Cristo es amigo del Esposo y un grande profeta porque durante su corta vida sólo habló de las tres cosas que preocupan a los hombres y mujeres de todos los siglos, razas, culturas, religiones, continentes: primero, que somos malos; segundo, que tenemos que ser buenos; y tercero, que debemos reconciliarnos con Dios. ¡Poca cosa! ¿Predicamos los laicos, los curas, obispos y Papa estas verdades? Tres verdades: pecado, arrepentimiento y reconciliación. A esas dianas tiraba Juan Bautista la flecha. ¿A todos alcanzó el tiro certero de su flecha?
Finalmente, si hoy volviera este Juan Bautista con esos pelos, esa palabra afilada y esa vida, ¿no sería anacrónico? ¿Sería bien recibido, cuando no le interesa el dinero, ni el bienestar ni la comodidad ni el placer ni….? No tengo la menor duda de que, si hoy volviera y sentara cátedra de espartano por las orillas de cualquier río lugareño o rascacielos americano…sería un electroimán: a él marcharíamos todos. Porque bien miradas las cosas, si algo buscan los hombres hoy es la autenticidad y él fue auténtico; bravura, y él fue bravo; toque divino y él era un tocado de Dios; visionario de trascendencias divinas y él lo era. O tal vez me equivoco.
Para reflexionar: ¿Me reconozco pecador? ¿Estoy arrepentido de mis pecados de pensamiento, de palabra, de obra, de omisión…de mi niñez, adolescencia, juventud, edad madura y vejez…de mis pecados ocultos y desconocidos? ¿Acudiré en este Adviento al sacramento de la reconciliación para encontrarme con ese Padre lleno de misericordia y ternura para que me perdone, me purifique y así poder llegar lo menos indignamente preparado para la santa Navidad?
Para rezar: Señor, reconozco tu infinita misericordia. Señor, reconozco mis inmensos pecados y te pido que los perdones a través de tu ministro sagrado, empapándome con la sangre de tu Hijo Jesucristo. Sólo así, Señor, tendré mis caminos preparados para cuando tú vengas en esta Navidad y pueda yo abrirte mi puerta y puedas tú cenar conmigo y yo contigo.
Para cualquier duda o pregunta, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]
El Papa Francisco ha enviado un Mensaje a los participantes en la XXII Sesión pública de las Academias Pontificias sobre el tema: “Caminos de investigación en la tradición latina”, celebrado hoy, 5 de diciembre de 2017, en el Palacio de la Cancillería de Roma. (ZENIT – 5 Dic. 2017)
A continuación, sigue la traducción no oficial del discurso en italiano del Papa Francisco.
Para el Venerable Hermano Cardenal Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo Pontificio para la Cultura y
del Consejo de Coordinación entre las Academias Pontificias
Con alegría y gratitud me dirijo a Usted con motivo de la XXII sesión pública solemne de las Academias Pontificias, la manifestación que se renueva cada año desde 1995, y que constituye el punto de referencia de la trayectoria de las siete Academias Pontificias reunidas en el Consejo de Coordinación que Usted preside. Esta manifestación se asocia con la entrega del Premio de las Academias Pontificias, organizado, de vez en vez, por cada una de ellos, dependiendo del sector de competencia, para promover y sostener los esfuerzos de cuantos, especialmente los jóvenes o las instituciones que trabajan con los jóvenes, destacan en los sectores respectivos por sus contribuciones significativas al proyecto que podríamos definir como “humanismo cristiano”.
Por lo tanto, me gustaría dirigir mi cordial saludo a todos vosotros, cardenales, obispos, embajadores, académicos y amigos que participáis en esta sesión pública solemne esperando vivamente que esta ocasión represente para todos, pero especialmente para los ganadores del Premio, un estímulo para la investigación y el estudio en profundidad de los temas fundamentales dela visión humanista cristiana.
De esta edición es protagonista, por primera vez, la Pontificia Academia Latinitatis, incorporada al Consejo de Coordinación de las Academias Pontificias tras su institución, deseada por mi venerado predecesor Benedicto XVI con el Motu Proprio Latina Lingua de 10 de noviembre de 2012, con el fin de “sustituir el empeño por un mayor conocimiento y un uso más competente de la lengua latina, tanto en el ámbito eclesial como en el más amplio mundo de la cultura”. (n.4).
Dirijo, pues, un saludo particular al presidente de la Academia, el profesor Ivano Dionigi, y todos los académicos, dándoles las gracias por su compromiso activo, atestiguado sobre todo por la revista Latinitas, que se propone como un punto de referencia cualificado y competente para los estudiosos y los amantes de la lengua y la cultura latina.
También me congratulo con vosotros por la elección del tema de esta sesión pública: “In interiore homine“. Caminos de investigación en la tradición latina”, que, de hecho, quiere conjugar los itinerarios de investigación recorridos por los autores latinos, clásicos y cristianos, con una temática absolutamente central, no solo en la experiencia cristiana sino también en la simplemente humana. El tema de la interioridad, del corazón, de la conciencia y del conocimiento de sí mismo se encuentra, efectivamente, en todas las culturas, así como en las diferentes tradiciones religiosas y, significativamente, se replantea con gran urgencia y fuerza también en nuestro tiempo, a menudo caracterizado por las apariencias, la superficialidad, la escisión entre corazón y mente, entre interioridad y exterioridad, entre conciencia y comportamiento. Los momentos de crisis, de cambio, de transformación no solo de las relaciones sociales sino sobre todo de la persona y de su identidad más profunda, llaman, inevitablemente, a la reflexión sobre la interioridad, sobre la esencia íntima del ser humano.
Una página del Evangelio nos ayuda a reflexionar sobre la cuestión: Se trata de la parábola del Padre misericordioso. En su parte central leemos la afirmación referida al “hijo pródigo”: «In se autem reversus dixit: […] “Surgam et ibo ad patrem meum“. Y entrando en sí mismo, dijo: […] “Me levantaré e iré a mi padre” (Lc 15: 17-18). El itinerario de la vida cristiana y de la misma vida humana bien puede resumirse en este dinamismo, primero interior y luego exterior, que inicia el camino de la conversión, del cambio profundo, coherente y no hipócrita, y por lo tanto del auténtico desarrollo integral de la persona.
Muchas figuras, tanto del mundo clásico grecorromano como del mundo cristiano – pienso, sobre todo en los Padres de la Iglesia y en los escritores latinos del primer milenio cristiano – han reflexionado sobre este dinamismo, sobre la interioridad del ser humano, proponiendo numerosos textos que todavía hoy son de gran profundidad y actualidad y merecen no caer en el olvido.
Entre todos, un papel de absoluta preeminencia lo ocupa, ciertamente, San Agustín, quien, a partir de su experiencia personal, testimoniada en las Confesiones, nos ofrece páginas inolvidables y sugestivas. Por ejemplo en De vera religione, se pregunta lo que constituye la verdadera armonía y, resumiendo, tanto la antigua sabiduría – desde la máxima “Conócete a ti mismo”, grabada en el templo de Apolo en Delfos, hasta las frases similares de Séneca – como las palabras evangélicas, afirma: “Noli foras ire, in teipsum redi; in interiore homine habitat veritas; et si tuam naturam mutabilem inveneris, trascende et teipsum». “No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior reside la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo.”(39,72).
Su reflexión se convierte, más adelante, en un fuerte llamamiento en el Comentario sobre el Evangelio de Juan (18.10): “Redite ad cor: quid itis a vobis, et peritis ex vobis? Quid itis solitudinis vias?».“¡Regresad al corazón! ¿Por qué os vais de vosotros y perecéis por vosotros? ¿Por qué vais por caminos solitarios? Erráis vagando”. Luego, renovando la invitación, indica la meta, la patria del itinerario humano: “Redi ad cor; vide ibi quid sentias forte de Deo, quia ibi est imago Dei. In interiore homine habitat Christus, in interiore homine renovaris ad imaginem Dei, in imagine sua cognosce auctorem eius”.. “Regresa al corazón: allí ve qué percibes quizá de Dios, porque allí está la imagen de Dios. En el hombre interior habita Cristo en el hombre interior eres renovado a imagen de Dios, en su imagen conoce a su autor.”(ibid).
Estas frases tan sugestivas son de extraordinario interés también para nuestros días y tendríamos que repetírnoslas a nosotros mismos, a aquellos con quienes compartimos nuestro humano recorrido, especialmente a los más jóvenes, que comienzan la gran aventura de la vida y, a menudo, se quedan atrancados en los laberintos de la superficialidad y de la banalidad, del éxito exterior que esconde un vacío interior, de la hipocresía que enmascara la escisión entre la apariencia y el corazón, entre el cuerpo hermoso y cuidado y el alma vacía y árida.
Queridos amigos, como San Agustín, yo también quisiera hacer un llamamiento a vosotros académicos, a los participantes en la sesión pública, y especialmente a los que tienen la tarea de enseñar, de transmitir la sabiduría de los padres, encerrada en los textos de la cultura latina: Hablad al corazón de los jóvenes, atesorad el rico patrimonio de la tradición latina para educarlos en el camino de la vida, y acompañarlos a lo largo de senderos llenos de esperanza y confianza, basándoos en la experiencia y la sabiduría de aquellos que han tenido la alegría y el valor de “Regresar a sí mismos” para seguir la propia identidad y la vocación humana.
Deseando, ahora, alentar y apoyar a quienes, en el estudio de la lengua y la cultura latina, se esfuerzan por ofrecer una contribución seria y valiosa al humanismo cristiano, me complace otorgar el Premio de las Academias Pontificias, ex aequo, al Dr. Pierre Chambert-Protat por su tesis doctoral sobre Floro di Lyon, y al Dr. Francesco Lubian, por la publicación crítica de los Disticha atribuida a San Ambrosio.
Además, para alentar el estudio del patrimonio de la cultura latina, me complace otorgar la Medalla del Pontificado a la Dra. Shari Boodts por la edición crítica de los Sermones de San Agustín y al Grupo de Profesores de Latín de la Universidad de Tolosa 2, por la publicación de un valioso manual en latín para estudiantes universitarios.
Por último, deseo a los académicos y a todos los participantes en el encuentro un compromiso cada vez más fecundo en sus respectivos campos de investigación, y encomiendo a todos y a cada uno de vosotros a la Virgen María, modelo de interioridad que el Evangelio de Lucas nos presenta dos veces, como aquella que “conservabat omnia verba haec conferens in corde suo” (Lc 2:19). Que ella os ayude a custodiar siempre la Palabra de Dios en vuestro corazón para que sea la fuente luminosa e inagotable de todos vuestros esfuerzos.
Os imparto de todo corazón, a todos vosotros y a vuestras familias una bendición apostólica especial.
Desde el Vaticano, 5 de diciembre de 2017.
FRANCISCO
© Librería Editorial Vaticano
Carta del Card. Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, a los Penitenciarios de las Basílicas Papales de la Urbe y a todos los Confesores con ocasión del inicio del Adviento 2107 , escrita el I Domingo de Adviento, 3 de diciembre de 2017. (ZENIT – 4 Dic. 2017)
Queridos y venerados hermanos en el Sacerdocio,
Llegando al final de este Año Litúrgico, la sabiduría de la Iglesia, con la cual Dios, inmutable y eterno, “marca los ritmos del mundo, los días, los siglos y el tiempo”, nos ha llevado a confesar y a celebrar la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo; una realeza por medio de la cual, Cristo extiende su dominio salvífico sobre el universo y sobre la historia, está presente en el mundo por medio de la Iglesia, su Cuerpo y, sentado a la derecha del Padre, juzgará a cada uno según sus obras.
Con el Primer Domingo de Adviento somos conducidos al Año Nuevo, para contemplar el acto central y originario – podemos afirmar la esencia – de todo el cristianismo: la venida de Dios en medio de nosotros. Esta venida entra en la historia en un punto y en un momento bien precisos y, al mismo tiempo, abraza todo el camino, prolongándose a través de los siglos el misterio de la Iglesia, para abrir finalmente toda la creación al día de su Adviento glorioso.
Así el inicio y el fin del Año Litúrgico, el inicio y la consumación de la salvación, se tocan realmente – casi se fusionan – y, mientras avanzamos hacia el pesebre de Belén, preparamos el corazón a la venida del Dios-Hombre, que continuamente “viene” en el tiempo de la Iglesia, para liberarnos con Su misericordia, y que vendrá al final de los tiempos, en el esplendor de la verdad, para juzgar a los hombres según su fe operante en la caridad.
Este “Juicio final” parece siempre más ajeno a una cultura contemporánea dominada por la “dictadura del instante” y siempre menos disponible, si no abiertamente hostil, hacia lo trascendente. Y sin embargo, nosotros confesores somos testigos privilegiados de cómo tal último Juicio venga, en realidad, admirablemente anticipado cada día, para la salvación de todos los hombres, a través del Sacramento de la misericordia.
En el encuentro sacramental con el penitente, en virtud de la propia Encarnación, Muerte y Resurrección, Cristo se hace compañero de cada hombre, se sumerge en las profundidades del pecado y lo derrota de nuevo con el poder de Su Resurrección. En este dulce encuentro de misericordia, el penitente reconoce en la humanidad consagrada del confesor la presencia del misterio; es más ve esta humanidad totalmente definida por Cristo, tanto de buscar con seguridad el confesor, aunque sin conocerlo personalmente; también el penitente se reconoce a sí mismo culpable de la Cruz del Señor, a causa de los propios pecados, que confiesa y entrega a los pies de aquella Cruz; en fin, invoca la Sangre de Cristo Redentor, para que renueve en él la gracia bautismal, haciéndolo “creatura nueva”.
¡Qué inmensa Gracia, para quien ejercita con fidelidad el ministerio de la Reconciliación, la de poderse ofrecer al Dios-Hombre para la salvación de cada hermano, inclinándose tiernamente sobre la pobreza humana, llegando a aquella periferia del pecado en la cual sólo Uno tiene la fuerza de adentrarse, y viendo a cada uno levantado de la indigencia espiritual e inmediatamente enriquecido de aquello que tenemos como más preciado en el cristianismo: Cristo mismo!
Siento el deber de dirigir un especial agradecimiento a los Penitenciarios de las Basílicas Papales en la Urbe y con gusto lo extiendo a los queridos hermanos esparcidos en todo el mundo, por el ministerio llevado a cabo fielmente y a veces heroicamente al servicio del bien auténtico de la persona humana. Aquella del Confesor, es efectivamente una obra realmente al servicio de la tan invocada “ecología del hombre” (FRANCISCO, Carta enc. “Laudato si”, n. 155), de la cual obtiene un invisible, pero muy eficaz beneficio toda la sociedad humana.
Vuestro ministerio, queridos amigos y confesores, no hace ruido pero sí milagros. Nadie percibe pero Dios ve, y esto es lo que cuenta. Sobre la base de una fidelidad alegre a la oración personal, a vuestra “conversatio in caelis”, obtendréis siempre las luces y la generosidad necesarias para expiar por vosotros mismos y por vuestros penitentes; reservad siempre un papel privilegiado al servicio silencioso, y humanamente no siempre gratificante, de la Confesión. Además me permito recordar que, con el sacramento de la Penitencia, no sólo borráis los pecados, sino que debéis colocar a los penitentes sobre el camino de la santidad, ejerciendo sobre ellos, en una forma convincente, una verdadera enseñanza, un ministerio de guía y de acompañamiento.
Mientras llega a su fin el centenario de Fátima, el Corazón Inmaculado de la Santísima Virgen María conceda a todos y a cada uno vivir un fructífero camino de Adviento, para llegar renovados a celebrar el Nacimiento de Su Hijo.
Una Santa Navidad a vosotros y a vuestros penitentes en el corazón de los cuales haréis florecer la felicidad de que el Señor está cerca.
El 22 de abril de 2018, IV domingo de Pascua, se celebrará la 55a Jornada Mundial de Oración por las vocaciones cuyo tema este año es Escuchar, discernir, vivir la llamada del Señor. 4 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 4 Dic. 2017)
Escuchar, discernir, vivir la llamada del Señor
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo mes de octubre se celebrará la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que estará dedicada a los jóvenes, en particular a la relación entre los jóvenes, la fe y la vocación. En dicha ocasión tendremos la oportunidad de profundizar sobre cómo la llamada a la alegría que Dios nos dirige es el centro de nuestra vida y cómo esto es el «proyecto de Dios para los hombres y mujeres de todo tiempo» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, introducción).
Esta es la buena noticia, que la 55ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones nos anuncia nuevamente con fuerza: no vivimos inmersos en la casualidad, ni somos arrastrados por una serie de acontecimientos desordenados, sino que nuestra vida y nuestra presencia en el mundo son fruto de una vocación divina.
También en estos tiempos inquietos en que vivimos, el misterio de la Encarnación nos recuerda que Dios siempre nos sale al encuentro y es el Dios-con-nosotros, que pasa por los caminos a veces polvorientos de nuestra vida y, conociendo nuestra ardiente nostalgia de amor y felicidad, nos llama a la alegría. En la diversidad y la especificidad de cada vocación, personal y eclesial, se necesita escuchar, discernir y vivir esta palabra que nos llama desde lo alto y que, a la vez que nos permite hacer fructificar nuestros talentos, nos hace también instrumentos de salvación en el mundo y nos orienta a la plena felicidad.
Estos tres aspectos —escucha, discernimiento y vida— encuadran también el comienzo de la misión de Jesús, quien, después de los días de oración y de lucha en el desierto, va a su sinagoga de Nazaret, y allí se pone a la escucha de la Palabra, discierne el contenido de la misión que el Padre le ha confiado y anuncia que ha venido a realizarla «hoy» (cf. Lc4,16-21).
Escuchar
La llamada del Señor —cabe decir— no es tan evidente como todo aquello que podemos oír, ver o tocar en nuestra experiencia cotidiana. Dios viene de modo silencioso y discreto, sin imponerse a nuestra libertad. Así puede ocurrir que su voz quede silenciada por las numerosas preocupaciones y tensiones que llenan nuestra mente y nuestro corazón.
Es necesario entonces prepararse para escuchar con profundidad su Palabra y la vida, prestar atención a los detalles de nuestra vida diaria, aprender a leer los acontecimientos con los ojos de la fe, y mantenerse abiertos a las sorpresas del Espíritu.
Si permanecemos encerrados en nosotros mismos, en nuestras costumbres y en la apatía de quien desperdicia su vida en el círculo restringido del propio yo, no podremos descubrir la llamada especial y personal que Dios ha pensado para nosotros, perderemos la oportunidad de soñar a lo grande y de convertirnos en protagonistas de la historia única y original que Dios quiere escribir con nosotros.
También Jesús fue llamado y enviado; para ello tuvo que, en silencio, escuchar y leer la Palabra en la sinagoga y así, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, pudo descubrir plenamente su significado, referido a su propia persona y a la historia del pueblo de Israel.
Esta actitud es hoy cada vez más difícil, inmersos como estamos en una sociedad ruidosa, en el delirio de la abundancia de estímulos y de información que llenan nuestras jornadas. Al ruido exterior, que a veces domina nuestras ciudades y nuestros barrios, corresponde a menudo una dispersión y confusión interior, que no nos permite detenernos, saborear el gusto de la contemplación, reflexionar con serenidad sobre los acontecimientos de nuestra vida y llevar a cabo un fecundo discernimiento, confiados en el diligente designio de Dios para nosotros.
Como sabemos, el Reino de Dios llega sin hacer ruido y sin llamar la atención (cf. Lc 17,21), y sólo podemos percibir sus signos cuando, al igual que el profeta Elías, sabemos entrar en las profundidades de nuestro espíritu, dejando que se abra al imperceptible soplo de la brisa divina (cf. 1 R 19,11-13).
Discernir
Jesús, leyendo en la sinagoga de Nazaret el pasaje del profeta Isaías, discierne el contenido de la misión para la que fue enviado y lo anuncia a los que esperaban al Mesías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
Del mismo modo, cada uno de nosotros puede descubrir su propia vocación sólo mediante el discernimiento espiritual, un «proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea General Ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, II, 2).
Descubrimos, en particular, que la vocación cristiana siempre tiene una dimensión profética. Como nos enseña la Escritura, los profetas son enviados al pueblo en situaciones de gran precariedad material y de crisis espiritual y moral, para dirigir palabras de conversión, de esperanza y de consuelo en nombre de Dios. Como un viento que levanta el polvo, el profeta sacude la falsa tranquilidad de la conciencia que ha olvidado la Palabra del Señor, discierne los acontecimientos a la luz de la promesa de Dios y ayuda al pueblo a distinguir las señales de la aurora en las tinieblas de la historia.
También hoy tenemos mucha necesidad del discernimiento y de la profecía; de superar las tentaciones de la ideología y del fatalismo y descubrir, en la relación con el Señor, los lugares, los instrumentos y las situaciones a través de las cuales él nos llama. Todo cristiano debería desarrollar la capacidad de «leer desde dentro» la vida e intuir hacia dónde y qué es lo que el Señor le pide para ser continuador de su misión.
Vivir
Por último, Jesús anuncia la novedad del momento presente, que entusiasmará a muchos y endurecerá a otros: el tiempo se ha cumplido y el Mesías anunciado por Isaías es él, ungido para liberar a los prisioneros, devolver la vista a los ciegos y proclamar el amor misericordioso de Dios a toda criatura. Precisamente «hoy —afirma Jesús— se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4,20).
La alegría del Evangelio, que nos abre al encuentro con Dios y con los hermanos, no puede esperar nuestras lentitudes y desidias; no llega a nosotros si permanecemos asomados a la ventana, con la excusa de esperar siempre un tiempo más adecuado; tampoco se realiza en nosotros si no asumimos hoy mismo el riesgo de hacer una elección. ¡La vocación es hoy! ¡La misión cristiana es para el presente! Y cada uno de nosotros está llamado —a la vida laical, en el matrimonio; a la sacerdotal, en el ministerio ordenado, o a la de especial consagración— a convertirse en testigo del Señor, aquí y ahora.
Este «hoy» proclamado por Jesús nos da la seguridad de que Dios, en efecto, sigue «bajando» para salvar a esta humanidad nuestra y hacernos partícipes de su misión. El Señor nos sigue llamando a vivir con él y a seguirlo en una relación de especial cercanía, directamente a su servicio. Y si nos hace entender que nos llama a consagrarnos totalmente a su Reino, no debemos tener miedo. Es hermoso —y es una gracia inmensa— estar consagrados a Dios y al servicio de los hermanos, totalmente y para siempre.
El Señor sigue llamando hoy para que le sigan. No podemos esperar a ser perfectos para responder con nuestro generoso «aquí estoy», ni asustarnos de nuestros límites y de nuestros pecados, sino escuchar su voz con corazón abierto, discernir nuestra misión personal en la Iglesia y en el mundo, y vivirla en el hoy que Dios nos da.
María Santísima, la joven muchacha de periferia que escuchó, acogió y vivió la Palabra de Dios hecha carne, nos proteja y nos acompañe siempre en nuestro camino.
Vaticano, 3 de diciembre de 2017
Primer Domingo de Adviento
FRANCISCO
© Librería Editorial Vaticano
Palabras del Papa antes del Ángelus. 3 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 3 dic. 2017)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy comenzamos el camino del Adviento, que culminará en Navidad. El Adviento es el tiempo que se nos da para acoger al Señor que viene a nuestro encuentro, para verificar nuestro deseo de Dios, para mirar hacia adelante y prepararnos para el retorno de Cristo. Volverá a nosotros en la fiesta de Navidad, cuando hagamos memoria de su venida histórica en la humildad de la condición humana: pero él vienen a nosotros cada vez que estamos dispuestos a recibirlo, y vendrá nuevamente al final de los tiempos para “juzgar a los vivos y a los muertos”. Por eso debemos estar siempre vigilantes y esperar al Señor con la esperanza de encontrarlo. La liturgia de hoy nos introduce en este sugestivo tema de vigilancia y espera.
En el Evangelio (cf. Mc 13,33-37) Jesús nos exhorta a hacer atención y a velar, para estar preparados para acogerlo en el momento de su regreso. Él nos dice: “Ten cuidado, permanece despierto: porque no sabes cuándo será el momento […]; si llega de improviso no os encuentre dormidos” (vv.33-3).
La persona que presta atención es aquella que, en medio del ruido del mundo, no se deja llevar por la distracción o la superficialidad, sino que vive de manera plena y consciente, con una preocupación dirigida sobre todo a los demás. Con esta actitud, nos damos cuenta de las lágrimas y las necesidades del prójimo y también podemos comprender las capacidades y cualidades humanas y espirituales. La persona atenta se dirige enseguida al mundo, tratando de combatir la indiferencia y la crueldad presentes en él, y regocijándose en los tesoros de la belleza que existen y deben ser protegidos.
Se trata de tener una mirada de comprensión para reconocer también las miserias y las pobrezas de los individuos y la sociedad, lo mismo que la riqueza oculta en las pequeñas cosas de cada día, exactamente donde el Señor nos ha puesto.
La persona vigilante es la que acoge la invitación a vigilar, es decir, no dejarse abrumar por el sueño del desaliento, la falta de esperanza, la decepción; y al mismo tiempo rebrote la solicitud de las muchas vanidades con las que el mundo se desborda y detrás de las cuales, a veces, se sacrifica el tiempo y la serenidad personal y familiar. Esta es la dolorosa experiencia del pueblo de Israel según lo relatado por el profeta Isaías: Dios parecía haber dejado vagar a su pueblo lejos de sus caminos (63,17), pero era un efecto de la infidelidad del mismo pueblo (ver 64,4b). Nosotros también, a menudo, nos encontramos en esta situación de infidelidad a la llamada del Señor: nos señala el camino correcto, el camino de la fe y el amor, pero buscamos nuestra felicidad en otra parte.
Estar atentos y vigilantes son las presuposiciones para no continuar “vagando lejos de los caminos del Señor”, perdidos en nuestros pecados y en nuestras infidelidades. Estar atentos y vigilantes son las condiciones para permitir que Dios irrumpa en nuestra existencia, para darle significado y valor por su presencia llena de bondad y ternura. Que la Santísima Virgen, modelo en la espera de Dios y el ícono de la vigilancia, nos conduzca al encuentro de su hijo Jesús, reviviendo nuestro amor por él.
© Traducción de Zenit, Raquel Anillo
Discurso del Papa Francisco en el encuentro con los sacerdotes, religiosos y religiosas, consagrados, seminaristas y novicias, celebrado el sábado, 2 de diciembre de 2017 a las 15:20 horas (10:20 h. en Roma) en la Iglesia del Santo Rosario, en Dhaka, Bangladesh. 2 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 2 Dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas:
Estoy muy contento de estar con vosotros. Agradezco al Arzobispo Moses [Costa] el saludo afectuoso que me ha dirigido en nombre de todos. Doy las gracias especialmente a quienes han ofrecido su testimonio, compartiendo con nosotros su amor a Dios. Expreso también mi gratitud al Padre Mintu [Palma] por haber compuesto la oración que en unos momentos recitaremos a la Virgen. Como Sucesor de Pedro es mi deber confirmaros en la fe. Pero quisiera que sepáis que hoy, a través de vuestras palabras y vuestra presencia, también vosotros me confirmáis a mí en la fe y me dais una gran alegría.
La Comunidad católica en Bangladesh es pequeña. Pero sois como el grano de mostaza que Dios hace germinar a su tiempo. Me alegro de ver cómo este grano está creciendo y de ser testigo directo de la profunda fe que Dios os ha dado (cf. Mt 13,31-32). Pienso en los misioneros y fieles solícitos que han plantado y cuidado este grano de fe durante casi cinco siglos. En breve visitaré el cementerio y rezaré por estos hombres y mujeres que con tanta generosidad han servido a esta Iglesia local. Volviendo la mirada a vosotros, veo misioneros que continúan esta santa obra. Veo también muchas vocaciones nacidas en esta tierra; son un signo de las gracias con las que el Señor la está bendiciendo. Estoy particularmente contento por la presencia entre nosotros de las monjas de clausura, y por sus oraciones.
Es bueno que nuestro encuentro tenga lugar en esta antigua iglesia del Santo Rosario. El Rosario es una magnífica meditación sobre los misterios de la fe que son la savia vital de la Iglesia, una oración que forja la vida espiritual y el servicio apostólico. Tanto si somos sacerdotes, religiosos, consagrados, seminaristas o novicios, la oración del Rosario nos estimula a dar nuestra vida totalmente a Cristo, en unión con María. Nos invita a participar en la disponibilidad de María hacia Dios en el momento de la anunciación, en la compasión de Cristo por toda la humanidad cuando está clavado en la cruz y en la alegría de la Iglesia cuando recibe del Señor resucitado el don del Espíritu Santo.
La disponibilidad de María. ¿Ha existido en la historia una persona más disponible que María, como vemos en la anunciación? Dios la preparó para aquel momento y ella respondió con amor y confianza. Así también el Señor nos ha preparado a cada uno de nosotros y nos ha llamado por nuestro nombre. Responder a esa llamada es un proceso que dura toda la vida. Cada día estamos llamados a aprender a ser más disponibles al Señor en la oración, meditando sus palabras y buscando discernir su voluntad. Sé que el trabajo pastoral y el apostolado demandan mucho de vosotros, y que vuestras jornadas frecuentemente son largas y os dejan cansados. Pero no podemos llevar el nombre de Cristo o participar en su misión sin ser sobre todo hombres y mujeres enraizados en el amor, encendidos por el amor, a través del encuentro personal con Jesús en la Eucaristía y en la Sagrada Escritura. Padre Abel, tú nos has recordado esto cuando has hablado de la importancia de fomentar una relación íntima con Jesús, porque allí experimentamos su misericordia y obtenemos una energía renovada para servir a los demás.
La disponibilidad por el Señor nos permite ver el mundo a través de sus ojos y ser así más sensibles a las necesidades de aquellos a los que servimos. Comenzamos a comprender sus esperanzas y sus alegrías, sus miedos y sus dificultades, vemos más claramente los muchos talentos, carismas y dones que aportan para edificar la Iglesia en la fe y en la santidad. Hermano Lawrence, cuando hablabas de tu eremitorio, nos has ayudado a comprender la importancia de preocuparnos de las personas para saciar su sed espiritual. Que todos vosotros podáis ser, con la gran variedad de vuestros apostolados, una fuente de descanso espiritual y de inspiración para aquellos a los que servís, para que sean capaces de compartir cada vez más sus dones, haciendo así posible que avance la misión de la Iglesia.
La compasión de Cristo. El Rosario nos introduce en la meditación de la pasión y muerte de Jesús. Entrando más profundamente en estos misterios de dolor, llegamos a conocer su fuerza salvífica y somos confirmados en la llamada a participar en ellos con nuestras vidas, con la compasión y el don de sí. El sacerdocio y la vida religiosa no son carreras. No son vehículos para avanzar. Son un servicio, una participación en el amor de Cristo que se sacrifica por su grey. Conformándonos cada día con aquel que amamos, llegamos a apreciar el hecho de que nuestras vidas no nos pertenecen. No somos más nosotros que vivimos, sino Cristo que vive en nosotros (cf. Ga 2,20).
Encarnamos esta compasión cuando acompañamos a las personas, especialmente a quienes pasan por momentos de sufrimiento y de prueba, y les ayudamos a encontrar a Jesús. Padre Franco, gracias por haber puesto de relieve este aspecto: cada uno de nosotros está llamado a ser un misionero, llevando el amor misericordioso de Cristo a todos, de modo especial a cuantos se encuentran en las periferias de nuestra sociedad. Estoy agradecido particularmente porque de diversas maneras muchos de vosotros estáis comprometidos en distintas áreas de promoción social, sanidad y educación, sirviendo en sus necesidades a vuestras comunidades locales y a tantos inmigrantes y refugiados que llegan al país. Vuestro servicio a la comunidad humana más amplia, en particular hacia quienes se encuentran en mayor necesidad, es muy importante para edificar una cultura del encuentro y la solidaridad.
La alegría de la Iglesia. Por último, el Rosario nos llena de alegría por el triunfo de Cristo sobre la muerte, su ascensión a la derecha del Padre y la efusión del Espíritu Santo sobre el mundo. Todo nuestro ministerio está dirigido a proclamar la alegría del Evangelio. En la vida y en el apostolado, somos todos bien conscientes de los problemas del mundo y de los sufrimientos de la humanidad, pero no perdemos nunca la confianza en el amor de Cristo que con su fuerza prevalece sobre el mal y sobre el Príncipe de la mentira, que busca engañarnos. Nunca os dejéis desanimar por vuestras deficiencias o por los desafíos del ministerio. Si permanecéis disponibles al Señor en la oración y perseveráis ofreciendo la compasión de Cristo a vuestros hermanos y hermanas, entonces el Señor colmará vuestros corazones de la reconfortante alegría de su Espíritu Santo.
Hermana Mary Chandra, has compartido con nosotros el gozo que brota de tu vocación religiosa y del carisma de tu Congregación. Marcelius, también tú nos has hablado del amor que tú y tus compañeros de seminario tenéis por la vocación al sacerdocio. Ambos nos habéis recordado que todos estamos llamados a renovar y a profundizar cada día nuestra alegría en el Señor, esforzándonos por imitarlo cada vez más plenamente. Al principio nos puede parecer arduo, sin embargo colma nuestros corazones de alegría espiritual. Porque cada día se convierte en una oportunidad para recomenzar, para responder nuevamente al Señor. No os desaniméis nunca, porque la paciencia del Señor es para nuestra salvación (cf. 2 P 3,15). ¡Alegraos siempre en el Señor!
Queridos hermanos y hermanas, os agradezco vuestra fidelidad en el servicio a Cristo y su Iglesia a través del don de vuestra vida. Os aseguro a todos vosotros mi oración y os la pido por mí. Dirijámonos ahora a María Santísima, Reina del Santo Rosario, pidiéndole que nos alcance la gracia de crecer en santidad y de ser siempre testigos alegres de la fuerza del Evangelio, para llevar a nuestro mundo sanación, reconciliación y paz.
El Papa pronunció un discurso improvisado, entregando al Cardenal Mons. Patrick D´Rozario el que tenía preparado y ofrecemos en las líneas anteriores.
Discurso del Papa Francisco (improvisado)
Queridos hermanos y hermanas:
Gracias al arzobispo Mosés Costa por su introducción y gracias por las intervenciones de ustedes. Acá les he preparado un discurso de ocho páginas. ¡Pero nosotros vinimos aquí a escuchar al Papa, no a aburrirnos!
Por eso, para no aburrirnos, le voy a dar este discurso al señor Cardenal. Él lo va a hacer traducir al bengalí y yo les voy a decir lo que se me ocurre ahora.
No sé si será mejor o peor, pero les aseguro que va a ser menos aburrido. Cuando iba entrando y saludándolos a ustedes, me vino una imagen del profeta Isaías. Precisamente, la primera lectura que leeremos el próximo martes. En aquellos días surgirá un pequeño brote de la Casa de Israel. Ese brote crecerá, crecerá, y llenará con el Espíritu de Dios: Espíritu de sabiduría, de inteligencia, de ciencia, de piedad, de temor de Dios. Isaías, de alguna manera, describe ahí lo pequeño y lo grande de la vida de fe. De la vida de servicio a Dios. Y, hablando de vida de fe y servicio a Dios, les incluye a ustedes porque son hombres y mujeres de fe. Y que sirven a Dios.
Empecemos por el brote. Sí, brota lo que está adentro, lo que está dentro de la tierra. Y esa es la semilla. La semilla no es ni tuya, ni tuya, ni mía. La semilla la siembra Dios y es Dios el que da el crecimiento. Yo soy el brote, cada uno de nosotros puede decir. Sí, pero no por mérito tuyo, sino de la semilla que te hace crecer.
¿Y yo qué tengo que hacer? Regarla. Regarla. Para que eso crezca y llegue a esa plenitud del espíritu. Es lo que ustedes tienen que dar como testimonio. ¿Cómo se puede regar esta semilla? Cuidándola. ¡Cuidando la semilla y cuidando el brote que empieza a crecer! Cuidar la vocación que hemos recibido. Como se cuida a un niño, como se cuida a un enfermo, como se cuida a un anciano. La vocación se cuida con ternura humana. Si en nuestras comunidades, si en nuestros presbiterios falta esa dimensión de ternura humana, el brote queda chiquito, no crece, y quizá se seque. Cuidar con ternura. Porque cada hermano del presbiterio, cada hermano de la Conferencia Episcopal, cada hermano o hermana de mi comunidad religiosa, cada hermano seminarista, es una semilla de Dios. Y Dios la mira con ternura de padre. Es verdad que de noche viene el enemigo y tira otras semillas. Y se corre el riesgo de que la buena semilla quede ahogada por la mala semilla.
Qué fea que es la cizaña en los presbiterios… qué fea es la cizaña en las conferencias episcopales… qué fea es la cizaña en las comunidades religiosas y en los seminarios. Cuidar el brote, el brote de la buena semilla, e ir viendo cómo crece. E ir viendo cómo se distingue de la mala semilla y de la mala yerba. Uno de ustedes —creo que fue Marcel— dijo: «Ir discerniendo cada día para ver cómo crece mi vocación». Cuidar es discernir. Y darse cuenta de que la planta que crece, si va por este lado y la veo todos los días, crece bien. Si va por este otro lado y la descuido, crece mal. Y darme cuenta cuándo está creciendo mal o cuándo hay compañías o amigos o personas o situaciones que amenazan el crecimiento. Discernir… y solamente se discierne cuando uno tiene un corazón orante. Orar. Cuidar es orar. Es pedirle a quien plantó la semilla que me enseñe a regarla. Y si yo estoy en crisis, o me quedo dormido, que la riegue un tiempito por mí.
Orar es pedirle al Señor que nos cuide. Que nos dé la ternura que nosotros tenemos que dar a los demás. Esta es la primera idea que les quería dar. La idea de cuidar esa semilla para que el brote crezca hasta la plenitud de la sabiduría de Dios. Cuidarla con la atención, cuidarla con la oración, cuidarla con el discernimiento. Cuidarla con ternura. Porque así nos cuida Dios: con ternura de padre.
La segunda idea que me viene es que en este jardín del Reino de Dios no hay solamente un brote. Hay miles y miles de brotes; todos nosotros somos brotes. Y no es fácil hacer comunidad. No es fácil. Siempre las pasiones humanas, los defectos, las limitaciones, amenazan la vida comunitaria. Amenazan la paz. La comunidad de la vida consagrada, la comunidad del seminario, la comunidad del presbiterio y la comunidad de la Conferencia Episcopal tienen que saber defenderse de todo tipo de división. Nosotros ayer agradecimos a Dios por el ejemplo que da Bangladesh en el diálogo interreligioso. Y citamos… uno de los que habló citó una frase del cardenal Tauran, cuando dijo que Bangladesh es el mejor ejemplo de armonía en el diálogo interreligioso. [APLAUSO] El aplauso es para el cardenal Tauran. Si ayer dijimos esto del diálogo interreligioso, ¿vamos a hacer lo contrario en el diálogo dentro de nuestra fe, de nuestra confesión católica, de nuestras comunidades? Ahí también Bangladesh tiene que ser ejemplo de armonía.
Hay muchos enemigos de la armonía. Hay muchos. A mí me gusta mencionar uno, que basta como ejemplo. Quizás alguno me puede criticar porque soy repetitivo, pero para mí es fundamental: el enemigo de la armonía en una comunidad religiosa, en un presbiterio, en un episcopado, en un seminario, es el espíritu del chisme.
Y esto no es novedad mía. Hace dos mil años lo dijo un tal Santiago en una carta que escribió a la Iglesia. La lengua, hermanos y hermanas, la lengua. Lo que destruye una comunidad es el hablar mal de otros. El subrayar los defectos de los demás. Pero no decírselo a él, decírselo a otros, y así crear un ambiente de desconfianza, un ambiente de recelo, un ambiente en el que no hay paz y hay división. Hay una cosa que me gusta decirla como imagen de lo que es el espíritu del chisme: es terrorismo. Terrorismo.
Porque el que va a hablar mal de otro no lo dice públicamente. El que es terrorista no dice públicamente «soy terrorista». El que va a hablar mal de otro va a escondidas, habla con uno, tira la bomba y se va. Y la bomba destruye. Él se va lo más tranquilo, lo más tranquila, a tirar otra bomba. Querida hermana, querido hermano, cuando tengas ganas de hablar mal de otro muérdete la lengua. Lo más probable es que se te hinche, pero no harás daño a tu hermano o a tu hermana.
El espíritu de división. Cuántas veces en las cartas de san Pablo leemos el dolor que tenía san Pablo cuando en la Iglesia entraba ese espíritu. Claro, ustedes me pueden preguntar: «Padre, pero si yo veo un defecto en un hermano, en una hermana, y lo quiero corregir, o quiero decirle, y no puedo tirar la bomba, ¿qué hago?». Puedes hacer dos cosas, no te las olvides nunca: primera, si es posible —porque no siempre es posible— decírselo a la persona. Cara a cara. Jesús nos da ese consejo. Es verdad que alguno de ustedes me puede decir: «No, que no se puede, padre, porque es una persona complicada». Como vos, complicado. Está bien. Puede ser que no convenga por prudencia. Segundo principio: si no puedes decírselo a él, díselo a quien pueda poner remedio. Y a ninguno más. O lo decís de frente, o se lo decís a quien puede poner remedio, ¡pero en privado! Con caridad. Cuántas comunidades —no hablo de oídas… hablo de lo que vi—, cuántas comunidades he visto destruirse por el espíritu del chisme. Por favor, muérdanse la lengua a tiempo.
Y lo tercero que quisiera mencionar, por lo menos no es tan aburrido. Después, lo aburrido lo van a tener ahí en el texto. Es procurar tener —pedir y tener— espíritu de alegría. Sin alegría no se puede servir a Dios. Yo le pregunto a cada uno de ustedes, pero se lo contestan adentro, no en voz alta: «¿Qué tal tu alegría?». Les aseguro que da mucha pena cuando uno encuentra sacerdotes, consagrados, consagradas, seminaristas, obispos, amargados. Con una cara triste, que a uno le da ganas de preguntarle: «¿Cómo fue tu desayuno hoy? ¿Qué tomaste, vinagre?». Cara de vinagre. O esa amargura del corazón, cuando viene la semilla mala y dice: ¡ah, mira! A este lo hicieron superior, a esta la hicieron superiora, a este lo hicieron obispo, y a mí me dejan de lado. Ahí no hay alegría. Santa Teresa, la grande, santa Teresa tiene —es una maldición— una frase que es una maldición. Se la dice a sus monjas: ay de la monja que dice haciéronme sinrazón (injusticia). Usa una palabra castellana: sinrazón. O sea, me hicieron algo que no es razonable. Cuando ella, decía, encontraba monjas que estaban lamentándose porque no me dieron lo que me debían dar, o no me ascendieron, o no me hicieron priora… por mal camino va. Alegría. Alegría aún en los momentos difíciles. Esa alegría que si no puede ser risa, porque es mucho dolor, es paz. Me viene una escena de la otra Teresa, la chica. Teresa del Niño Jesús. Ella tenía que acompañar todas las noches al refectorio a una monja vieja inaguantable, de mal genio, muy enferma, pobrecita, que se quejaba de todo. Y que si la tocaba de acá, «no, que me duele»; que si la tocaba de allá, lo mismo… y así la tenía que acompañar al refectorio. Una noche, mientras la acompañaba por el claustro, sintió de un palacio vecino la música de una fiesta. La música de gente que se divertía bien, gente buena, como ella lo había hecho y lo había visto hacer a sus hermanas, y se imaginó a la gente que bailaba, y ella dijo: «Mi gran alegría es esta, no la cambio por otra». Aun en los momentos de problemas, de dificultad en la comunidad, tener que tolerar a veces a un superior o una superiora un poquito rara. Aún en esos momentos, decir: «Contento, Señor, contento». Como decía san Alberto Hurtado.
La alegría del corazón. Les aseguro que a mí me da mucha ternura cuando me encuentro con sacerdotes, obispos o monjas ancianos que han vivido con plenitud la vida. Los ojos son indescriptibles. Están llenos de alegría y de paz. Los que no vivieron así la vida, Dios es bueno, Dios los cuida, pero les falta ese brillo en los ojos que tienen los que fueron alegres en la vida. Traten de buscar —sobre todo se ve más en las mujeres—, traten de buscar en las monjas viejas, esas monjitas que toda su vida estuvieron sirviendo, con mucha alegría y paz, tienen unos ojos pícaros, brillantes. Porque tienen la sabiduría del Espíritu Santo. El pequeño brote, en esos viejos y esas viejas, se hizo la plenitud de los siete dones del Espíritu Santo. Acuérdense de esto el martes, cuando escuchen la lectura en la Misa. Y pregúntense a sí mismos: ¿Cuido el brote? ¿Riego el brote? ¿Cuido el brote en los demás? ¿Tengo miedo de ser terrorista y, por lo tanto, no hablo nunca mal de los demás y me abro al don de la alegría? A todos ustedes les deseo que, cuando —como el buen vino— la vida los madure hacia el final, los ojos brillen de picardía, de alegría y de plenitud del Espíritu Santo. Recen por mí, como yo rezo por ustedes.
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El último encuentro del Papa Francisco en Bangladesh ha sido con los jóvenes en el campo deportivo del Escuela ‘Notre Dame’ de Dhaka, hoy, sábado, 2 de diciembre de 2017, a las 15 horas (10 h. en Roma). Al llegar, el Santo Padre ha saludado desde el papamóvil a los siete mil jóvenes reunidos en el campo deportivo. 2 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 2 Dic. 2017)
Queridos jóvenes, queridos amigos, ¡buenas tardes!
Aquí estamos, ¡finalmente juntos! Os doy las gracias por vuestra cálida acogida. Agradezco a Mons. Gervas [Rozario] sus gentiles palabras, así como los testimonios de Upasana y Anthony. Los jóvenes tenéis algo único: estáis siempre llenos de entusiasmo, y me siento rejuvenecer cada vez que os encuentro. Upasana, has hablado de esto en tu testimonio, has dicho que eres «muy entusiasta» y yo puedo verlo y sentirlo. Este entusiasmo juvenil está relacionado con el espíritu aventurero. Uno de vuestros poetas nacionales, Kazi Nazrul Islam, lo ha expresado definiendo la juventud del país como «valiente», «acostumbrada a arrebatar la luz del vientre de la oscuridad». Los jóvenes están siempre listos para ir hacia adelante, hacer que todo suceda y arriesgar. Os animo a continuar con ese entusiasmo en las circunstancias buenas y malas. Ir hacia adelante, especialmente en aquellos momentos en los que os sentís oprimidos por los problemas y la tristeza y, mirando alrededor, parece que Dios no aparece en el horizonte.
Pero, avanzando, aseguraos de elegir el sendero justo. ¿Qué significa esto? Esto significa saber «viajar» en la vida, y no «vagar» sin rumbo. Nuestra vida tiene una dirección; tiene un fin que nos ha dado Dios. Él nos guía, orientándonos con su gracia. Es como si hubiese colocado dentro de nosotros un software, que nos ayuda a discernir su programa divino y a responderle con libertad. Pero, como todo software, necesita también ser actualizado constantemente. Tened actualizado vuestro programa, escuchando al Señor y aceptando el desafío de hacer su voluntad.
Anthony, te has referido a este desafío en tu testimonio cuando has dicho que sois hombres y mujeres que estáis «creciendo en un mundo frágil que exige sabiduría». Has usado la palabra «sabiduría» y, haciéndolo, nos has proporcionado la clave. Cuando se pasa de «viajar» a «vagar sin rumbo», toda la sabiduría se pierde. Lo único que nos orienta y nos hace ir hacia adelante en el sendero justo es la sabiduría, la sabiduría que nace de la fe. No es la falsa sabiduría de este mundo. Es la sabiduría que se vislumbra en los ojos de los padres y de los abuelos que han puesto su confianza en Dios. Como cristianos, podemos ver en sus ojos la luz de la presencia de Dios, la luz que han descubierto en Jesús, que es la misma sabiduría de Dios (cf. 1 Co 1,24). Para recibir esta sabiduría debemos mirar el mundo, nuestra situación, nuestros problemas, todo, con los ojos de Dios. Nosotros recibimos esta sabiduría cuando comenzamos a ver las cosas con los ojos de Dios, a escuchar a los demás con los oídos de Dios, a amar con el corazón de Dios y a valorar las cosas con los valores de Dios.
Esta sabiduría nos ayuda a reconocer y a rechazar las falsas promesas de felicidad. Una cultura que hace falsas promesas no puede liberar, sólo conduce a un egoísmo que nos llena el corazón de oscuridad y amargura. La sabiduría de Dios, en cambio, nos ayuda a saber cómo acoger y aceptar a aquellos que actúan y piensan de manera diferente a la nuestra. Es triste cuando comenzamos a cerrarnos en nuestro pequeño mundo y nos replegamos sobre nosotros mismos. Entonces hacemos nuestro el principio de «o como digo yo o adiós» y quedamos atrapados, encerrados en nosotros mismos. Cuando un pueblo, una religión o una sociedad se convierten en un «pequeño mundo», pierden lo mejor que tienen y caen en una mentalidad presuntuosa, la del «yo soy bueno, tú eres malo». Upasana, tú has evidenciado las consecuencias de este modo de pensar, cuando has dicho: «Perdemos la dirección y nos perdemos a nosotros mismos» y «la vida se nos vuelve absurda». La sabiduría de Dios nos abre a los demás. Nos ayuda a mirar más allá de nuestras comodidades personales y de las falsas seguridades que nos convierten en ciegos frente a los grandes ideales que hacen la vida más bella y digna de ser vivida.
Me alegra que junto a nosotros los católicos, estén muchos jóvenes amigos musulmanes y de otras religiones. Al encontraros juntos hoy aquí mostráis vuestra determinación de promover un clima de armonía, donde se tiende la mano a los otros, a pesar de vuestras diferencias religiosas. Esto me recuerda una experiencia que tuve en Buenos Aires, en una parroquia nueva situada en una zona sumamente pobre. Un grupo de estudiantes estaba construyendo algunos locales para la parroquia y el sacerdote me había invitado a ir a encontrarme con ellos. Entonces fui y cuando llegué a la parroquia el sacerdote me los presentó uno a uno, diciendo: «Este es el arquitecto –es judío–, este es comunista, este es católico practicante» (Saludo a los jóvenes del Centro cultural P. F. Varela, La Habana, 20 septiembre 2015). Esos estudiantes eran todos distintos, pero todos estaban trabajando por el bien común. Estaban abiertos a la amistad social y determinados a decir «no» a todo lo que hubiera podido desviarlos del propósito de estar juntos y de ayudarse los unos a los otros.
La sabiduría de Dios nos ayuda también a mirar más allá de nosotros mismos para contemplar la bondad de nuestro patrimonio cultural. Vuestra cultura os enseña a respetar a los ancianos. Como he dicho antes, los ancianos nos ayudan a apreciar la continuidad de las generaciones. Llevan consigo la memoria y la sabiduría experiencial, que nos ayuda a evitar repetir los errores del pasado. Los ancianos tienen «el carisma de colmar las distancias», en cuanto aseguran que los valores más importantes se transmitan a los hijos y a los nietos. A través de sus palabras, su amor, su afecto, su presencia, comprendemos que la historia no ha iniciado con nosotros, sino que somos parte de un antiguo «viajar» y que la realidad es más grande que nosotros mismos. Hablad con vuestros padres y abuelos, ¡no os paséis todo el día con el teléfono, ignorando el mundo que os rodea!
Upasana y Anthony, habéis terminado vuestros testimonios con palabras de esperanza. La sabiduría de Dios refuerza en nosotros la esperanza y nos ayuda a afrontar el futuro con valentía. Nosotros, cristianos, hallamos esta esperanza en el encuentro personal con Jesús en la oración y en los sacramentos, y en el encuentro concreto con él en los pobres, los enfermos, los que sufren y los abandonados. En Jesús descubrimos la solidaridad de Dios, que camina constantemente a nuestro lado.
Queridos jóvenes, queridos amigos, mirando vuestros rostros me lleno de alegría y de esperanza; alegría y esperanza por vosotros, por vuestro país, por la Iglesia y por vuestras comunidades. Que la sabiduría de Dios siga inspirando vuestro esfuerzo por crecer en el amor, en la fraternidad y en la bondad. Al dejar hoy vuestro país, os aseguro mi oración para que todos podáis continuar creciendo en el amor a Dios y al prójimo. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí.
¡Dios bendiga a Bangladesh! [Isshór Bangladeshké ashirbád korún!]
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Mensaje que el Papa Francisco ha enviado a los participantes en el Congreso Internacional “Pastoral Vocacional y la Vida Consagrada. Horizontes y esperanzas”, promovido por la Congregación por los Institutos de Vida Consagrada y la Sociedad de Vida Apostólica, que se celebra en Roma hasta el 3 de diciembre, en el Pontificio Ateneo ‘Regina Apostolorum’. 1 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 1 Dic. 2017)
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo a los participantes en este Congreso Internacional promovido por la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica sobre «Pastoral Vocacional y la Vida Consagrada. Horizontes y esperanzas». Agradezco a dicha Congregación la iniciativa de este evento que quiere ser la aportación de dicho Dicasterio al próximo Sínodo de los Obispos que se ocupará del tema: «Los Jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional». Y mientras, a través de este mensaje, saludo a todos los que habéis llegado a Roma para participar en este encuentro, os aseguro también mi oración al Dueño de la mies para que este Congreso ayude a todos los consagrados a dar una respuesta generosa a su propia vocación y, al mismo tiempo, ayude a todos ellos a intensificar la pastoral vocacional entre las familias y jóvenes para que, quienes son llamados al seguimiento de Cristo en la vida consagrada o en otras vocaciones dentro del Pueblo de Dios, puedan encontrar lo cauces adecuados para acoger esa llamada y responder con generosidad a ella.
Ante todo quiero manifestaros algunas convicciones sobre la pastoral vocacional. Y la primera es ésta: Hablar de pastoral vocacional es afirmar que toda acción pastoral de la Iglesia está orientada, por su propia naturaleza, al discernimiento vocacional, en cuanto su objetivo último es ayudar al creyente a descubrir el camino concreto para realizar el proyecto de vida al que Dios lo llama.
El servicio vocacional ha de ser visto como el alma de toda la evangelización y de toda la pastoral de la Iglesia. Fiel a este principio no dudo en afirmar que la pastoral vocacional no se puede reducir a actividades cerradas en sí mismas. Esto podría convertirse en proselitismo, y podría llevar también a caer en «la tentación de un fácil y precipitado reclutamiento» (Juan Pablo II, Exhort. ap. Vita consecrata, 64). La pastoral vocacional, en cambio, ha de colocarse en estrecha relación con la evangelización, la educación en la fe, de forma que la pastoral vocacional sea un verdadero itinerario de fe y lleve al encuentro personal con Cristo, y con la pastoral ordinaria, en especial con la pastoral de la familia, de tal modo que los padres asuman, con gozo y responsabilidad, su misión de ser los primeros animadores vocacionales de sus hijos, liberándose ellos mismos y liberando a sus hijos del bloqueo dentro de perspectivas egoístas, de cálculo o de poder, que muchas veces se dan en el seno de las familias, aun aquellas que son practicantes.
Esto comporta cimentar la propuesta vocacional, también la propuesta vocacional a la vida consagrada, en una sólida eclesiología y en una adecuada teología de la vida consagrada, que proponga y valorice convenientemente todas las vocaciones dentro del Pueblo de Dios.
Una segunda convicción es que la pastoral vocacional tiene su «humus» más adecuado en la pastoral juvenil. Pastoral juvenil y pastoral vocacional han de ir de la mano. La pastoral vocacional se apoya, surge y se desarrolla en la pastoral juvenil. Por su parte, la pastoral juvenil, para ser dinámica, completa, eficaz y verdaderamente formativa ha de estar abierta a la dimensión vocacional. Esto significa que la dimensión vocacional de la pastoral juvenil no es algo que se debe plantear solamente al final de todo el proceso o a un grupo particularmente sensible a una llamada vocacional específica, sino que ha de plantearse constantemente a lo largo de todo el proceso de evangelización y de educación en la fe de los adolescentes y de los jóvenes.
Una tercera convicción es que la oración ha de ocupar un lugar muy importante en la pastoral vocacional. Lo dice claramente el Señor: «Orad al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38). La oración constituye el primer e insustituible servicio que podemos ofrecer a la causa de las vocaciones. Puesto que la vocación es siempre un don de Dios, la llamada vocacional y la respuesta a dicha vocación solo puede resonar y hacerse sentir en la oración, sin que ello sea entendido como un fácil recurso para desentendernos de trabajar en la evangelización de los jóvenes para que se abran a la llamada del Señor. Orar por las vocaciones supone, en primer lugar, orar y trabajar por la fidelidad a la propia vocación; crear ambientes donde sea posible escuchar la llamada del Señor; ponernos en camino para anunciar el «evangelio de la vocación», promoverlas y provocarlas. Quien ora de verdad por las vocaciones, trabaja incansablemente por crear una cultura vocacional.
Estas convicciones me llevan a plantearos ahora algunos desafíos que considero importantes. Un primer desafío es el de la confianza. Confianza en los jóvenes y confianza en el Señor. Confianza en los jóvenes, pues hay muchos jóvenes que, aun perteneciendo a la generación «selfie» o a esta cultura que más que «fluida» parece ya «gaseada», buscan pleno sentido a sus vidas, aun cuando no siempre lo busquen en donde lo pueden encontrar. Es aquí donde los consagrados tenemos un papel importante: permanecer despiertos para despertar a los jóvenes, estar centrados en el Señor para poder ayudar al joven a que se centre en él. Muchas veces los jóvenes esperan de nosotros un anuncio explícito del «evangelio de la vocación», una propuesta valiente, evangélicamente exigente y a la vez profundamente humana, sin rebajas y sin rigideces. Por otra parte, confianza en el Señor, seguros que él sigue suscitando en el Pueblo de Dios diversas vocaciones para el servicio del Reino. Hay que vencer la fácil tentación que nos lleve a pensar que en algunos ambientes ya no es posible suscitar vocaciones. Para Dios «nada hay imposible» (Lc 1,37). Cada tramo de la historia es tiempo de Dios, también el nuestro, pues su Espíritu sopla donde quiere, como quiere y cuando quiere (cf. Jn 3, 8). Cualquier estación puede ser un «kairós» para recoger la cosecha (cf. Jn 4, 35-38).
Otro desafío importante es la lucidez. Es necesario tener una mirada aguda y, al mismo tiempo, una mirada de fe sobre el mundo y en particular sobre el mundo de los jóvenes. Es esencial conocer bien nuestra sociedad y la actual generación de los jóvenes de tal modo que, buscando los medios oportunos para anunciarles la Buena Nueva, podamos anunciarles también el «evangelio de la vocación». De lo contrario estaríamos dando respuestas a preguntas que nadie se hace.
Un último desafío que quisiera señalar es la convicción. Para proponer hoy a un joven el «ven y sígueme» (Jn 1, 39) se requiere audacia evangélica; la convicción de que el seguimiento de Cristo, también en la vida consagrada, merece la pena, y que la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio es algo hermoso y bello que puede dar sentido a toda una vida. Solo así la pastoral vocacional será narración de lo que uno vive y de lo que llena de sentido la propia vida. Y solo así la pastoral vocacional será una propuesta convincente. El joven, como todos nuestros contemporáneos, ya no cree tanto a los maestros, sino que quiere ver testigos de Cristo (cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 41).
Si deseamos que una propuesta vocacional al seguimiento de Cristo toque el corazón de los jóvenes y se sientan atraídos por Cristo y por la sequela Christi propia de la vida consagrada, la pastoral vocacional ha de ser:
Diferenciada, de tal modo que responda a las preguntas que cada joven se plantea, y que ofrezca a cada uno de ellos lo necesario para colmar con abundancia sus deseos de búsqueda (cf. Jn 10, 10). No se puede olvidar que el Señor llama a cada uno por su nombre, con su historia y a cada uno le ofrece y le pide un camino personal e intransferible en su respuesta vocacional.
Narrativa. El joven quiere ver «narrado» en la vida concreta de un consagrado el modelo a seguir: Jesucristo. La pastoral de «contagio», del «ven y verás» es la única pastoral vocacional verdaderamente evangélica, sin sabor a proselitismo. «Los jóvenes sienten la necesidad de figuras de referencia cercanas, creíbles, coherentes y honestas, así como de lugares y ocasiones en los que poner a prueba la capacidad de relación con los demás» (Sínodo de los Obispos, XV Asamblea general ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Documento preparatorio, 2017, 2). Solo una propuesta de fe y vocacional encarnadas, tiene posibilidad de entrar en la vida de un joven que lo contrario.
Eclesial. Una propuesta de fe o vocacional a los jóvenes tiene que hacerse dentro del marco eclesial del Vaticano II. Este es la «brújula para la Iglesia del siglo XXI» (Juan Pablo II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 43) y para la vida consagrada de nuestros días. Este marco eclesial pide a los jóvenes un compromiso y una participación en la vida de la Iglesia, como actores y no como simples espectadores. También deben sentirse partícipes de la vida consagrada: sus actividades, su espiritualidad, su carisma su vida fraterna, su forma de vivir el seguimiento de Cristo.
Evangélica y como tal comprometida y responsable. La propuesta de fe, como la propuesta vocacional a la vida consagrada, han de partir del centro de toda pastoral: Jesucristo, tal como nos viene presentado en el Evangelio. No vale evadirse, ni valen huidas intimistas o compromisos meramente sociales. Lejos de la pastoral vocacional la «pastoral show» o la «pastoral pasatiempos». Al joven hay que ponerlo ante las exigencias del Evangelio. «El Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad» (Carta a todos los consagrados, 21 noviembre 2014, I,2). Al joven hay que ponerle en una situación en la que acepte responsablemente las consecuencias de la propia fe y del seguimiento de Cristo. En este tipo de pastoral no se trata de reclutar agentes sociales, sino verdaderos discípulos de Jesús con el mandamiento nuevo del Señor como consigna y con el código de las bienaventuranzas como estilo de vida.
Acompañada. Una cosa es clara en la pastoral juvenil: Es necesario acompañar a los jóvenes, caminar con ellos, escucharles, provocarles, moverles para que vayan más allá de las comodidades en las que descansan, despertar el deseo, interpretarles lo que están viviendo, llevarles a Jesús y siempre favoreciendo la libertad para que respondan a la llamada del Señor libre y responsablemente (cf. Sínodo de los Obispos, XV Asamblea general ordinaria, Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Documento preparatorio, 2017, III, 1). Es necesario crear ambiente de confianza, hacer sentir a los jóvenes que son amados como son y por lo que son. El texto de los discípulos de Emaús puede ser un buen ejemplo de acompañamiento (cf. Lc 24,13-35). La relación personal con los jóvenes de parte de los consagrados es insustituible.
Perseverante. Con los jóvenes hay que ser perseverantes, sembrar y esperar pacientemente que la semilla crezca y un día pueda dar su fruto. La misión del agente de pastoral juvenil tiene que ser bien consciente que su labor es la de sembrar, otro hará crecer y otros recogerán los frutos.
Juvenil. No podemos tratar a los jóvenes como si no fueran tales. Nuestra pastoral juvenil debe estar marcada por las siguientes notas: dinámica, participativa, alegre, esperanzada, arriesgada, confiada. Y siempre llena de Dios, que es lo que más necesita un joven para llenar sus justos anhelos de plenitud; llena de Jesús que es el único camino que ellos han de recorrer, la única verdad a la que ellos son llamados a adherirse, la única vida por la que merece la pena entregarlo todo (cf. Jn 1,35ss).
Queridos participantes en este Congreso: Dos cosas me parecen ciertas en el tema de la pastoral vocacional y vida consagrada. La primera es que no hay respuestas mágicas y la segunda es que a la vida consagrada, como del resto a toda la Iglesia, se le está pidiendo una verdadera «conversión pastoral», no solo de lenguaje, sino también de estilo de vida, si quiere conectar con los jóvenes y proponerles un camino de fe y hacerles una propuesta vocacional.
Qué nadie os robe la alegría de seguir a Jesucristo y la valentía de proponerlo a los demás como camino, verdad y vida (Jn 14,6) ¡Rompamos nuestros miedos! Es el momento para que los jóvenes sueñen y los ancianos profeticen (Jl 2,28). ¡Levantémonos ya! «Manos a la obra» (Esd 10,4). Los jóvenes nos esperan. ¡Es hora de caminar!
Vaticano, 25 de noviembre de 2017
FRANCISCO
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Discurso del Papa Francisco en el Encuentro interreligioso y ecuménico por la paz, junto a los líderes religiosos de las comunidades musulmana, budista, hinduista, anglicana, y de la sociedad civil de Bangladesh, celebrado en el jardín del Arzobispado de Dhaka, a las 17 hora local (12 h. en Roma). 1 DICIEMBRE 2017 (ZENIT – 1 Dic. 2017)
Distinguidos invitados, queridos amigos:
Este encuentro, que reúne a los representantes de las diversas comunidades religiosas de este país, constituye un momento muy significativo de mi visita a Bangladesh. Nos hemos reunido para profundizar nuestra amistad y para expresar el deseo unánime del don de una paz genuina y duradera.
Mi agradecimiento al Cardenal D’Rozario por sus gentiles palabras de bienvenida y a cuantos me han acogido con afecto en nombre de las comunidades musulmanas, hindúes y budistas, y también de las autoridades civiles. Agradezco la presencia del Obispo anglicano de Dhaka, de las diversas comunidades cristianas y de todos los que han contribuido para hacer posible esta reunión.
Las palabras que hemos escuchado, y también los cantos y las danzas que han animado nuestra asamblea, nos han hablado de modo elocuente del deseo de armonía, fraternidad y paz encarnado en las enseñanzas de las religiones del mundo. Que nuestro encuentro de esta tarde pueda ser un signo claro del esfuerzo de los líderes y de los seguidores de las religiones presentes en este país por vivir juntos con respeto recíproco y buena voluntad. Que este compromiso, aquí en Bangladesh, donde el derecho a la libertad religiosa es un principio fundamental, sea una llamada de atención respetuosa pero firme hacia quien busque fomentar la división, el odio y la violencia en nombre de la religión.
Es un signo particularmente reconfortante de nuestros tiempos que los creyentes y las personas de buena voluntad se sientan cada vez más llamados a cooperar en la formación de una cultura del encuentro, del diálogo y de la colaboración al servicio de la familia humana. Esto requiere más que una simple tolerancia. Nos estimula a tender la mano al otro en actitud de comprensión y confianza recíproca, para construir una unidad que considere la diversidad no como amenaza, sino como fuente de enriquecimiento y crecimiento. Nos exhorta a tener apertura de corazón, para ver en los otros un camino, no un obstáculo.
Permitidme explorar brevemente algunas características esenciales de esta «apertura del corazón», que es la condición para una cultura del encuentro.
En primer lugar, es una puerta. No es una teoría abstracta, sino una experiencia vivida. Nos permite entablar un diálogo de vida, no un simple intercambio de ideas. Requiere buena voluntad y capacidad de acogida, pero no debe ser confundida con la indiferencia o la reticencia al expresar nuestras convicciones más profundas. Implicarse fructuosamente con el otro significa compartir nuestra identidad religiosa y cultural, pero siempre con humildad, honestidad y respeto.
La apertura del corazón es también similar a una escalera que se eleva hacia el Absoluto. Recordando esta dimensión trascendente de nuestra actividad, nos damos cuenta de la necesidad de purificar nuestros corazones, para poder ver las cosas en su justa perspectiva. A cada paso nuestra visión se hará más clara y recibiremos la fuerza para perseverar en el compromiso de comprender y valorizar a los demás, con sus puntos de vista. De este modo, encontraremos la sabiduría y la fuerza necesarias para tender a todos una mano amiga.
La apertura del corazón es además un camino que conduce a la búsqueda de la bondad, la justicia y la solidaridad. Nos impulsa a buscar el bien de nuestros vecinos. En su carta a los cristianos de Roma, san Pablo exhorta: «No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Este es un sentimiento que todos nosotros podemos imitar. La solicitud religiosa por el bien de nuestro prójimo, que emana de un corazón abierto, corre como un gran río, irrigando las tierras áridas y desiertas del odio, la corrupción, la pobreza y la violencia, que dañan las vidas humanas, dividen a las familias y desfiguran el don de la creación.
Las diversas comunidades religiosas de Bangladesh han abrazado este camino mediante el compromiso por el cuidado de la tierra, nuestra casa común, y la respuesta a los desastres naturales que han asolado la nación en los últimos años. Pienso también en la manifestación común de dolor, oración y solidaridad que ha acompañado el trágico derrumbe del Rana Plaza, que sigue impreso en la mente de todos. En estas diversas expresiones vemos cómo el camino de la bondad conduce a la cooperación para servir a los demás.
Un espíritu de apertura, aceptación y cooperación entre los creyentes no contribuye simplemente a una cultura de armonía y paz, sino que es su corazón palpitante. ¡Cuánto necesita el mundo de este corazón que late con fuerza, para combatir el virus de la corrupción política, las ideologías religiosas destructivas, la tentación de cerrar los ojos a las necesidades de los pobres, de los refugiados, de las minorías perseguidas y de los más vulnerables! ¡Cuánta capacidad de apertura se necesita para acoger a las personas de nuestro mundo, especialmente a los jóvenes, que a veces se sienten solos y desconcertados en la búsqueda del sentido de la vida!
Queridos amigos, os agradezco los esfuerzos que realizáis para promover la cultura del encuentro, y os ruego que, demostrando el compromiso común de los seguidores de las religiones por discernir el bien y ponerlo en práctica, ayudemos a todos los creyentes a crecer en la sabiduría y en la santidad, y a cooperar para construir un mundo cada vez más humano, unido y pacífico.
Abro mi corazón a todos vosotros y os reitero mi agradecimiento por vuestra acogida. Recordémonos unos a otros en nuestras oraciones.
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Homilía del Papa en la Ordenación de 16 presbítero sen el parque ‘Suhrawardy Udyan’, en Dhaka, Bangladesh, a las 10 hora local (5 h. en Roma). 1 DICIEMBRE 2017 (ZENIT –1 Dic. 2017)
Queridos hermanos:
Ahora que estos hijos nuestros van a ser ordenados presbíteros, conviene considerar con atención a qué ministerio acceden en la Iglesia.
Como sabéis, hermanos, el Señor Jesús es el gran Sacerdote del Nuevo Testamento; aunque, en verdad, todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido sacerdocio real en Cristo. Sin embargo, nuestro gran Sacerdote, Jesucristo, eligió a algunos discípulos para que en la Iglesia desempeñasen, en nombre suyo, el oficio sacerdotal para bien de los hombres.
Él mismo, enviado por el Padre, envió, a su vez, a los Apóstoles por el mundo, para continuar sin interrupción su obra de Maestro, Sacerdote y Pastor por medio de ellos y de los Obispos, sus sucesores. Y los presbíteros son colaboradores de los Obispos, con quienes en unidad de sacerdocio están llamados al servicio del pueblo de Dios.
Estos hermanos, después de pensarlo seriamente, van a ser ordenados al sacerdocio en el Orden de los presbíteros, para hacer las veces de Cristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, por quien la Iglesia, su Cuerpo, se edifica y crece como pueblo de Dios y templo santo.
Al configurarse con Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y unirse al sacerdocio de los Obispos, la Ordenación os convertirá en verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento para anunciar el Evangelio, apacentar el pueblo de Dios y celebrar el culto divino, principalmente en el sacrificio del Señor.
A vosotros, queridos hijos, que vais a ser ordenados presbíteros, os incumbirá, en la parte que os corresponde, la función de enseñar en nombre de Cristo, el Maestro. Transmitid a todos la Palabra de Dios que habéis recibido con alegría. Y al meditar en la ley del Señor, procurad creer lo que leéis, enseñar lo que creéis y practicar lo que enseñáis. Que vuestra enseñanza sea alimento para el pueblo de Dios; que vuestra vida sea un estímulo para los discípulos de Cristo, a fin de que con vuestra palabra y vuestro ejemplo se vaya edificando la casa, que es la Iglesia de Dios.
Os corresponderá también la función de santificar en Cristo. Por medio de vuestro ministerio, alcanzará su plenitud el sacrificio espiritual de los fieles, que por vuestras manos, junto con ellos, será ofrecido sobre el altar, unido al sacrificio de Cristo, en celebración incruenta.
Daos cuenta de lo que hacéis e imitad lo que conmemoráis, de tal manera que, al celebrar el misterio de la muerte y resurrección del Señor, os esforcéis por hacer morir en vosotros el mal y procuréis caminar en una vida nueva.
Al introducir a los hombres en el pueblo de Dios por el Bautismo, al perdonar los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia por el sacramento de la Penitencia, al dar a los enfermos el alivio del óleo santo, al celebrar los ritos sagrados, al ofrecer durante el día la alabanza, la acción de gracias y la súplica no sólo por el pueblo de Dios, sino por el mundo entero, recordad que habéis sido escogidos de entre los hombres y puestos al servicio de ellos en las cosas de Dios.
Realizad, pues, con alegría perenne, en verdadera caridad, el ministerio de Cristo Sacerdote, no buscando vuestro propio interés, sino el de Jesucristo.
Finalmente, al ejercer, en la parte que os corresponde, la función de Cristo, Cabeza y Pastor, permaneciendo unidos al Obispo y bajo su dirección, esforzaos por reunir a los fieles en una sola familia, de forma que en la unidad del Espíritu Santo, por Cristo, podáis conducirlos al Padre. Tened siempre presente el ejemplo del buen Pastor, que no vino para que le sirvieran, sino para servir, y para buscar y salvar lo que estaba perdido.
Ahora deseo dirigirme a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis venido a esta fiesta, a esta gran fiesta de Dios en la ordenación de estos hermanos sacerdotes. Sé que muchos de vosotros habéis venido desde lejos, viajando más de dos días… Gracias por vuestra generosidad. Esto demuestra el amor que tenéis a la Iglesia, esto indica el amor que vosotros tenéis a Jesucristo. Muchas gracias. Gracias por vuestra generosidad, muchas gracias por vuestra fidelidad. Seguid adelante con el espíritu de las Bienaventuranzas. Y os pido a vosotros, hoy os ruego: rezad siempre por vuestros sacerdotes, especialmente por los que hoy recibirán el sacramento de la Ordenación. El pueblo de Dios sostiene a los sacerdotes con la oración. Es vuestra responsabilidad apoyar los sacerdotes. Alguno entre ustedes se puede preguntar: «Pero, ¿cómo se hace para sostener a un sacerdote?». Confiad en vuestra generosidad. El corazón generoso que vosotros tenéis os dirá cómo sostener a los sacerdotes. Pero el primer apoyo del sacerdote es la oración. El pueblo de Dios —es decir, todos— apoya al sacerdote con la oración. No os canséis jamás de rezar por vuestros sacerdotes. Yo sé que lo haréis. Muchas gracias. Y ahora seguimos el rito de la Ordenación de estos diáconos que serán vuestros sacerdotes. Gracias.
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Discurso del Papa Francisco ofrecido en el histórico palacio presidencial de Dakha, capital de Bangladesh, a las Autoridades políticas y religiosas, los miembros del Cuerpo Diplomático y representantes de la Sociedad Civil, también ante el Cardenal Patrick D’Rozario, Arzobispo de Dakha, y los obispos y sacerdotes. 30 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 30 Nov. 2017)
Señor Presidente,
distinguidas autoridades del Estado y autoridades civiles,
señor Cardenal,
hermanos Obispos,
miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:
Al comienzo de mi estancia en Bangladesh, quisiera darle las gracias, señor Presidente, por la amable invitación a visitar este país y por sus cordiales palabras de bienvenida. Vengo siguiendo los pasos de dos de mis predecesores, el Papa Pablo VI y el Papa Juan Pablo II, para orar con mis hermanos y hermanas católicos y ofrecerles un mensaje de afecto y aliento. Bangladesh es un estado joven, sin embargo siempre ha ocupado un lugar especial en el corazón de los Papas, quienes desde el principio han mostrado su solidaridad con este pueblo, acompañándolo en la superación de las adversidades iniciales, y lo han apoyado en la exigente tarea de construir una nación y su desarrollo. Agradezco la oportunidad que se me concede para dirigirme a esta asamblea, que reúne a hombres y mujeres que tienen una responsabilidad concreta en ir dando forma al futuro de la sociedad de Bangladesh.
Durante el vuelo que me ha traído hasta aquí, me han recordado que Bangladesh ―«Golden Bengal»― es un país unido por una vasta red de ríos y canales, grandes y pequeños. Esta belleza natural es, me parece, un símbolo de su identidad particular como pueblo. Bangladesh es una nación que se esfuerza por conseguir una unidad de lengua y de cultura, respetando las diferentes tradiciones y comunidades que fluyen como arroyos de agua que enriquecen continuamente el gran cauce de la vida política y social del país.
En el mundo de hoy, ninguna comunidad, nación o estado puede sobrevivir y progresar aisladamente. Como miembros de la única familia humana, nos necesitamos unos a otros y somos dependientes unos de otros. El Presidente Sheikh Mujibur Rahman comprendió y buscó incorporar este principio en la Constitución nacional. Él imaginó una sociedad moderna, plural e inclusiva en la que cada persona y comunidad pudiese vivir en libertad, paz y seguridad, respetando la innata dignidad y la igualdad de derechos para todos. El futuro de esta joven democracia y el tener una vida política sana están esencialmente vinculados a la fidelidad a esa visión fundante. En efecto, sólo a través del diálogo sincero y el respeto por la diversidad legítima, puede un pueblo reconciliar las divisiones, superar perspectivas unilaterales y reconocer la validez de los puntos de vista divergentes. Porque el verdadero diálogo mira hacia el futuro, construye la unidad en el servicio del bien común y se preocupa por las necesidades de todos los ciudadanos, especialmente de los pobres, los desfavorecidos y los que no tienen voz.
En los últimos meses, el espíritu de generosidad y solidaridad, que es un signo distintivo de la sociedad de Bangladesh, se ha manifestado con más fuerza en el impulso humanitario con el que han atendido a los refugiados llegados en masa del Estado de Rakhine, dándoles refugio temporal y lo necesario para la vida. Esto se ha realizado con no poco sacrificio. Y todo el mundo lo ha podido contemplar. Ninguno de nosotros puede ignorar la gravedad de la situación, el inmenso costo en términos de sufrimiento humano y de la precaria condición de vida de tantos de nuestros hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales son mujeres y niños, hacinados en los campos de refugiados. Es necesario que la comunidad internacional tome medidas decisivas para hacer frente a esta grave crisis, no sólo trabajando para resolver los problemas políticos que han provocado el desplazamiento masivo de personas, sino también ofreciendo asistencia material inmediata a Bangladesh en su esfuerzo por responder eficazmente a las urgentes necesidades humanas.
Aunque mi visita esté dirigida principalmente a la comunidad católica de Bangladesh, mi encuentro de mañana en Ramna con líderes ecuménicos e interreligiosos será un momento privilegiado. Juntos oraremos por la paz y reafirmaremos nuestro compromiso de trabajar por ella. Bangladesh es conocido por la armonía que tradicionalmente ha existido entre los seguidores de las diversas religiones. Esta atmósfera de respeto mutuo y un creciente clima de diálogo interreligioso, permite a los creyentes expresar libremente sus convicciones más profundas sobre el significado y la finalidad de la vida. De esta manera, ellos pueden contribuir a promover los valores espirituales que son la base segura para una sociedad justa y pacífica. En un mundo en el que la religión a menudo se usa ―escandalosamente― para fomentar la división, el testimonio de su poder reconciliador y unificador es muy necesario. Esto se ha manifestado de manera particularmente elocuente en la reacción unánime de indignación que siguió al brutal ataque terrorista del año pasado aquí en Dhaka, y en el claro mensaje que las autoridades religiosas de la nación han enviado de que el santísimo nombre de Dios nunca se puede invocar para justificar el odio y la violencia contra otros seres humanos, nuestros semejantes.
Los católicos de Bangladesh, aunque son relativamente pocos, intentan desempeñar un papel constructivo en el desarrollo de la nación, especialmente a través de sus escuelas, clínicas y dispensarios. La Iglesia aprecia la libertad que goza toda la nación de practicar su propia fe y realizar sus obras de caridad, entre ellas la de proporcionar a los jóvenes, que representan el futuro de la sociedad, una educación de calidad y una formación en sólidos valores éticos y humanos. En sus escuelas, la Iglesia busca promover una cultura del encuentro que permita a los estudiantes asumir sus responsabilidades en la vida de la sociedad. De hecho, la gran mayoría de los estudiantes en estas escuelas y muchos de los maestros no son cristianos, sino que provienen de otras tradiciones religiosas. Estoy convencido de que, en sintonía con la letra y el espíritu de la Constitución nacional, la comunidad católica seguirá disfrutando de la libertad de llevar a cabo estas buenas obras como expresión de su compromiso por el bien común.
Señor Presidente, queridos amigos:
Les agradezco su atención y les aseguro mis oraciones para que, en sus altas responsabilidades, estén siempre inspirados por los nobles ideales de justicia y de servicio a sus conciudadanos. Sobre ustedes, y sobre todo el pueblo de Bangladesh, invoco del Todopoderoso las bendiciones de armonía y paz.
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El Papa Francisco ha celebrado la Santa Misa con los jóvenes de Myanmar en la Catedral de Santa María, en Yangon, a las 10:15 horas (4:45 h. en Roma). 30 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 30 Nov. 2017)
A punto de concluir mi visita a vuestro hermoso país, me uno a vuestra acción de gracias a Dios por tantos dones que nos ha concedido en estos días. Mirándoos a vosotros, jóvenes de Myanmar, y a todos los que desde otros lugares se unen a nosotros, quisiera compartir con vosotros una frase de la primera lectura de hoy que resuena en mi interior. Está tomada del profeta Isaías, y san Pablo la repitió en su carta a la joven comunidad cristiana de Roma. Escuchemos una vez más esas palabras: «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien!» (Rm 10,15; cf. Is 52,7).
Queridos jóvenes de Myanmar, después de haber escuchado vuestras voces y haberos oído cantar hoy, os aplico a vosotros esas palabras. Sí, son hermosos vuestros pasos; vuestra presencia es hermosa y alentadora, porque nos traéis «buenas noticias», la buena nueva de vuestra juventud, de vuestra fe y de vuestro entusiasmo. Así es, vosotros sois una buena noticia, porque sois signos concretos de la fe de la Iglesia en Jesucristo, que nos hace experimentar un gozo y una esperanza que nunca morirán.
Algunos se preguntan cómo es posible hablar de buenas noticias cuando tantas personas a nuestro alrededor están sufriendo. ¿Dónde están las buenas noticias cuando hay tanta injusticia, pobreza y miseria que proyectan su sombra sobre nosotros y nuestro mundo? Quiero que de aquí salga un mensaje muy claro. Quiero que la gente sepa que vosotros, muchachos y muchachas de Myanmar, no tenéis miedo a creer en la buena noticia de la misericordia de Dios, porque esta tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. Como mensajeros de esta buena nueva, estáis listos para llevar una palabra de esperanza a la Iglesia, a vuestro país y al mundo en general. Estáis dispuestos a llevar la Buena Noticia a vuestros hermanos y hermanas que sufren y que necesitan vuestras oraciones y vuestra solidaridad, pero también vuestra pasión por los derechos humanos, por la justicia y porque crezcan el amor y la paz que Jesús nos da.
Quiero también plantearos un desafío. ¿Escuchasteis con atención la primera lectura? Allí, san Pablo repite tres veces la palabra «sin». Es una palabra sencilla, pero que nos hace pensar sobre nuestro papel en el proyecto de Dios. En efecto, Pablo propone tres preguntas que yo quiero dirigir a cada uno de vosotros personalmente. La primera, ¿cómo puede alguien creer en el Señor sin haber oído hablar de él? La segunda, ¿cómo puede alguien oír hablar del Señor sin un mensajero que lo anuncie? Y la tercera, ¿cómo puede haber un mensajero sin ser enviado? (cf. Rm 10,14-15).
Me gustaría que todos vosotros pensarais profundamente en estas preguntas. ¡Pero no tengáis miedo! Como buen «padre» (¡aunque mejor sería decir «abuelo»!), no quiero dejaros solos ante estas preguntas. Permitidme que os ofrezca algunas ideas que puedan guiaros en el camino de fe y ayudaros a discernir qué es lo que el Señor os está pidiendo.
La primera pregunta de san Pablo es: «¿Cómo puede alguien creer en el Señor sin haber oído hablar de él?». Nuestro mundo está lleno de ruidos y distracciones, que pueden apagar la voz de Dios. Para que otros se sientan llamados a escucharlo y a creer en él, necesitan descubrirlo en personas que sean auténticas. Personas que sepan escuchar. Seguro que vosotros queréis ser genuinos. Pero sólo el Señor os puede ayudar a serlo. Por eso hablad con él en la oración. Aprended a escuchar su voz, hablándole con calma desde lo más profundo de vuestro corazón.
Pero hablad también con los santos, nuestros amigos del cielo que nos sirven de ejemplo. Como san Andrés, cuya fiesta celebramos hoy. Andrés fue un sencillo pescador que acabó siendo un gran mártir, un testigo del amor de Jesús. Pero antes de llegar a ser mártir, cometió sus errores, tuvo que ser paciente y aprender gradualmente a ser un verdadero discípulo de Cristo. Así que no tengáis miedo de aprender de vuestros propios errores. Dejad que los santos os guíen hacia Jesús y os enseñen a poner vuestras vidas en sus manos. Sabed que Jesús está lleno de misericordia. Por lo tanto, compartid con él todo lo que lleváis en vuestros corazones: vuestros miedos y preocupaciones, así como vuestros sueños y esperanzas. Cultivad la vida interior, como cuidaríais un jardín o un campo. Esto lleva tiempo; requiere paciencia. Pero al igual que un agricultor sabe esperar que lo cultivado crezca, así también a vosotros, si sabéis esperar, el Señor os hará dar mucho fruto, un fruto que luego podréis compartir con los demás.
La segunda pregunta de Pablo es: «¿Cómo van a oír hablar de Jesús sin un mensajero que lo anuncie?». Esta es una gran tarea encomendada de manera especial a los jóvenes: ser «discípulos misioneros», mensajeros de la buena noticia de Jesús, sobre todo para vuestros compañeros y amigos. No tengáis miedo de hacer lío, de plantear preguntas que hagan pensar a la gente. Y no os preocupéis si a veces sentís que sois pocos y dispersos. El Evangelio siempre crece a partir de pequeñas raíces. Por eso haceos oír. Os pido que gritéis, pero no con vuestras voces, no, quiero que gritéis, para ser con vuestra vida, con vuestros corazones, signos de esperanza para los que están desanimados, una mano tendida para el enfermo, una sonrisa acogedora para el extranjero, un apoyo solícito para el que está solo.
La última pregunta de Pablo es: «¿Cómo puede haber un mensajero sin que sea enviado?». Al final de esta Misa, todos seremos enviados, para llevar con nosotros los dones que hemos recibido y compartirlos con los demás. Esto puede provocar un poco de desánimo, ya que no siempre sabemos a dónde nos puede enviar Jesús. Pero él nunca nos manda sin caminar al mismo tiempo a nuestro lado, y siempre un poquito por delante de nosotros, para llevarnos a nuevas y maravillosas partes de su reino.
¿Cómo envía nuestro Señor a san Andrés y a su hermano Simón Pedro en el Evangelio de hoy? «¡Seguidme!», les dice (Mt 4,19). Eso es lo que significa ser enviado: seguir a Cristo, y no lanzarnos por delante con nuestras propias fuerzas. El Señor invitará a algunos de vosotros a seguirlo como sacerdotes, y de esta forma convertirse en «pescadores de hombres». A otros los llamará a la vida religiosa, a otros a la vida matrimonial, a ser padres y madres amorosos. Cualquiera que sea vuestra vocación, os exhorto: ¡sed valientes, sed generosos y, sobre todo, sed alegres!
Aquí, en esta hermosa Catedral dedicada a la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, os animo a que miréis a María. Cuando ella respondió «sí» al mensaje del ángel, era joven, como vosotros. Sin embargo, tuvo el valor de confiar en la «buena noticia» que había escuchado, y de traducirla en una vida de consagración fiel a su vocación, de entrega total de sí y completa confianza en los cuidados amorosos de Dios. Que siguiendo el ejemplo de María, llevéis a Jesús y su amor a los demás con sencillez y valentía.
Queridos jóvenes, con gran afecto os encomiendo a vosotros y a vuestras familias a su maternal intercesión. Y os pido, por favor, que os acordéis de rezar por mí.
Dios bendiga a Myanmar [Myanmar pyi ko Payarthakin Kaung gi pei pa sei]
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El Papa Francisco se ha encontrado por la tarde (12:15 h. en Roma) con 22 obispos de Myanmar en el Arzobispado de Yangon. A su llegada, le ha recibido Mons. Felix Lian Khen Thang, presidente de la Conferencia Episcopal de Myanmar. 29 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 29 Nov. 2017)
Eminencia,
queridos hermanos en el episcopado:
Para todos nosotros ha sido una jornada llena, pero de gran alegría. Esta mañana hemos celebrado la Eucaristía junto a los fieles provenientes de todos los rincones del País y por la tarde hemos encontrado a los líderes de la comunidad budista mayoritaria. Me gustaría que nuestro encuentro de esta tarde fuera un momento de serena gratitud por estas bendiciones y de reflexión tranquila sobre las alegrías y los desafíos de vuestro ministerio de Pastores de la grey de Cristo en este País. Agradezco a Mons. Félix [Lian Khen Thang] por las palabras de saludo que en vuestro nombre me ha dirigido. A todos os abrazo con gran afecto en el Señor.
Quisiera ordenar mis pensamientos en torno a tres palabras: sanación, acompañamiento y profecía.
La primera, sanación. El Evangelio que predicamos es sobre todo un mensaje de sanación, reconciliación y paz. Mediante la sangre de Cristo en la cruz, Dios ha reconciliado el mundo consigo y nos ha invitado a ser mensajeros de esta gracia sanadora. Aquí en Myanmar, este mensaje tiene un eco particular, puesto que el País está trabajando para superar divisiones profundamente enraizadas y para construir la unidad nacional. Vuestras comunidades llevan las marcas de este conflicto y han dado testigos valientes de la fe y de las antiguas tradiciones; para vosotros, por tanto, la predicación del Evangelio no debe ser sólo una fuente de consolación y de fortaleza, sino también una llamada a favorecer la unidad, la caridad y la sanación en la vida del pueblo. La unidad que compartimos y celebramos nace de la diversidad. Esta valora las diferencias entre las personas como fuente de enriquecimiento mutuo y de crecimiento; los llama a vivir unidos en una cultura del encuentro y la solidaridad.
Que experimentéis constantemente en vuestro ministerio episcopal la guía y la ayuda del Señor, empeñándoos en favorecer la sanación y la comunión en cada ámbito de la vida de la Iglesia, de modo que el santo Pueblo de Dios, por medio de su ejemplo de perdón y de amor reconciliador, pueda ser sal y luz para todos los corazones que aspiran a esa paz que el mundo no puede dar. La comunidad católica en Myanmar puede estar orgullosa de su testimonio profético de amor a Dios y al prójimo, que se expresa en el compromiso con los pobres, con los que están privados de derechos y sobre todo, en este tiempo, con tantos desplazados que, por así decirlo, yacen heridos a los bordes del camino. Os pido que trasmitáis mi agradecimiento a todos los que, como el Buen Samaritano, trabajan con generosidad para llevar el bálsamo de la sanación a quienes lo necesitan, sin tener en cuenta la religión ni la etnia.
Vuestro ministerio de sanación encuentra una expresión particular en el compromiso con el diálogo ecuménico y la colaboración interreligiosa. Pido para que vuestros esfuerzos continuos en la construcción de puentes de diálogo y en la unión con los seguidores de otras religiones, a fin de tejer una red de relaciones pacíficas, produzcan frutos abundantes para la reconciliación de la vida del País. La conferencia de paz interreligiosa que tuvo lugar en Yangon la pasada primavera es un testimonio importante, ante el mundo, de la determinación de las religiones para vivir en paz y rechazar cualquier acto de violencia y de odio perpetrado en nombre de la religión.
La segunda palabra que os propongo esta tarde es acompañamiento. Un buen pastor está constantemente presente ante su grey, conduciéndola mientras camina junto a ella. Como me gusta decir, el pastor debería oler a oveja. En estos tiempos estamos llamados a ser una «Iglesia en salida» para llevar la luz de Cristo a cada periferia (cf. Evangelii gaudium, 20). En cuanto Obispos, vuestras vidas y vuestro ministerio están llamados a conformarse a este espíritu de compromiso misionero, sobre todo a través de visitas pastorales regulares a las parroquias y las comunidades que forman vuestras Iglesias locales. Este es un medio privilegiado para que, como padres premurosos, acompañéis a vuestros sacerdotes en su compromiso cotidiano por hacer crecer la grey en santidad, fidelidad y espíritu de servicio.
Por gracia de Dios, la Iglesia en Myanmar ha heredado de quienes trajeron el Evangelio a esta tierra una fe sólida y un ferviente afán misionero. Sobre estos firmes fundamentos, y en comunión con los presbíteros y los religiosos, seguid inculcando al laicado el espíritu de un auténtico discipulado misionero, buscando una sabia inculturación del mensaje evangélico en la vida cotidiana y en las tradiciones de vuestras comunidades locales. A este respecto, la cooperación de los catequistas es esencial; su enriquecimiento formativo debe continuar siendo una prioridad para vosotros.
Sobre todo, quisiera pediros un esfuerzo especial para acompañar a los jóvenes. Ocupaos de su formación en los sanos principios morales, que los guíen para afrontar los desafíos de un mundo que cambia rápidamente. El próximo Sínodo de los Obispos no sólo se referirá a estos aspectos, sino que interpelará directamente a los jóvenes, escuchando sus historias e involucrándolos en un discernimiento común sobre cómo proclamar mejor el Evangelio en los próximos años. Una de las grandes bendiciones de la Iglesia de Myanmar es su juventud y, en particular, el número de seminaristas y de jóvenes religiosos. Siguiendo el espíritu del Sínodo, por favor, involucradlos y sostenedlos en su camino de fe, porque están llamados, a través de su idealismo y entusiasmo, a ser evangelizadores alegres y convincentes de sus coetáneos.
Mi tercera palabra para vosotros es profecía. La Iglesia de Myanmar testimonia cotidianamente el Evangelio gracias a sus obras educativas y caritativas, su defensa de los derechos humanos, su respaldo a los principios democráticos. Poned a la comunidad católica en condiciones de seguir teniendo un papel constructivo en la vida de la sociedad, haciendo escuchar vuestra voz en cuestiones de interés nacional, insistiendo particularmente en el respeto de la dignidad y los derechos de todos, especialmente de los más pobres y vulnerables. Estoy convencido de que la estrategia pastoral quinquenal, que la Iglesia ha desarrollado dentro del más amplio contexto de la construcción del Estado, dará frutos abundantes no sólo para el futuro de las comunidades locales, sino también para todo el País. Me refiero de modo especial a la necesidad de proteger el ambiente y de asegurar un correcto uso de los ricos recursos naturales del País en beneficio de las generaciones futuras. La protección del don divino de la creación no puede separarse de una sana ecología humana y social. En efecto, «el auténtico cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás» (Laudato si’, 70).
Queridos hermanos en el episcopado, doy las gracias a Dios por este momento de comunión y ruego para que este estar juntos nos refuerce en el compromiso de ser pastores fieles y servidores de la grey que Cristo nos ha confiado. Sé que vuestro ministerio es arduo y que, junto con vuestros sacerdotes, fatigáis a menudo bajo «el peso del día y el bochorno» (Mt 20,12). Os exhorto a mantener el equilibrio en la salud física sin olvidar la espiritual, en preocuparos de modo paternal por la salud de vuestros sacerdotes. Sobre todo, os animo a crecer cada día en la oración y en la experiencia del amor reconciliador de Dios, porque es la base de vuestra identidad sacerdotal, la garantía de la solidez de vuestra predicación y la fuente de la caridad pastoral con la que conducís al Pueblo de Dios por senderos de santidad y de verdad. Con gran afecto invoco la gracia del Señor sobre vosotros, los sacerdotes, los religiosos y todos los laicos de vuestras Iglesias locales. Os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar por mí.
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El Papa ha llegado en coche al templo ‘Kaba Aye Centre’, uno de los templos budistas más venerados de Asia sur-oriental, poco antes de las 16:15 horas en Myanmar (10:45 h. en Roma). Allí ha sido recibido por el Ministro de Asuntos Religiosos y Cultura, el señor Thura U Aung Ko.
Discurso que el Papa Francisco ha dirigido a los presentes en el encuentro con el Consejo Supremo ‘Sangha’ de monjes budistas. 29 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 29 Nov. 2017)
Es una gran alegría para mí estar hoy con vosotros. Agradezco al Ven. Bhaddanta Kumarabhivamsa, Presidente del Comité de Estado Sangha Maha Nayaka, por sus palabras de bienvenida y por el esfuerzo realizado para organizar mi visita hoy aquí. Los saludo a todos, y agradezco de modo particular la presencia de Su Excelencia Thura Aung Ko, Ministro para los Asuntos Religiosos y la Cultura.
Nuestro encuentro es una ocasión importante para renovar y reforzar los lazos de amistad y de respeto que unen a los budistas y a los católicos. Es también una oportunidad para reafirmar nuestro compromiso por la paz, el respeto de la dignidad humana y la justicia para todos los hombres y mujeres. No sólo en Myanmar, sino también en todo el mundo, las personas necesitan que los líderes religiosos den este testimonio común. Porque, cuando nosotros hablamos con una sola voz, afirmando el valor perenne de la justicia, de la paz y de la dignidad fundamental de todo ser humano, ofrecemos una palabra de esperanza. Ayudamos a los budistas, a los católicos y a todos a luchar por alcanzar una mayor armonía en sus comunidades.
En todas las épocas, la humanidad ha experimentado injusticias, momentos de conflicto y desigualdades entre las personas. En nuestro tiempo, estas dificultades parecen ser particularmente graves. Las heridas causadas por los conflictos, la pobreza y la opresión persisten, y crean nuevas divisiones, aunque la sociedad haya alcanzado un gran progreso tecnológico y las personas en el mundo sean cada vez más conscientes de que comparten la misma naturaleza humana y el mismo destino. Frente a estos desafíos, jamás debemos resignarnos. Sobre las bases de nuestras respectivas tradiciones espirituales, sabemos que existe un camino que nos permite avanzar, que lleva a la curación, a la mutua comprensión y al respeto. Un camino basado en la compasión y en el amor.
Manifiesto mi estima a todos los que en Myanmar viven según las tradiciones religiosas del Budismo. A través de las enseñanzas de Buda, y el testimonio elocuente de muchos monjes y monjas, la gente de esta tierra ha sido formada en los valores de la paciencia, de la tolerancia y del respeto por la vida, así como en una espiritualidad atenta y profundamente respetuosa de nuestro medio ambiente. Como sabemos, estos valores son esenciales para un desarrollo integral de la sociedad, a partir de la familia, que es la unidad más pequeña pero más esencial, para luego extenderse a la red de relaciones que nos ponen en estrecha conexión —relaciones enraizadas en la cultura, en la pertenencia étnica y nacional, pero en definitiva enraizadas en la pertenencia a la misma naturaleza humana. En una auténtica cultura del encuentro, estos valores fortalecen a nuestras comunidades y las ayudan para que puedan iluminar al conjunto de la sociedad con esa luz tan necesaria.
El gran desafío de nuestros días es el de ayudar a las personas a que se abran a la trascendencia. A que sean capaces de mirar en su interior y de conocerse a sí mismas de manera que puedan reconocer la interconexión recíproca con los demás. Darse cuenta de que no podemos permanecer aislados los unos de los otros. Si debemos estar unidos, como es nuestro propósito, es necesario superar todas las formas de incomprensión, de intolerancia, de prejuicio y de odio. ¿Cómo podemos hacerlo? Las palabras de Buda nos ofrecen a todos una guía: «Conquista al hombre airado mediante el amor; conquista al hombre de mala voluntad mediante la bondad; conquista al avaro mediante la generosidad; conquista al mentiroso mediante la verdad» (Dhammapada, XVII, 223). Son sentimientos parecidos a los que se expresan en la oración atribuida a san Francisco de Asís: «Señor, hazme instrumento de tu paz. Que donde hay odio, yo ponga el amor. Que donde hay ofensa, yo ponga el perdón […]. Que donde hay tinieblas, yo ponga la luz. Que donde hay tristeza, yo ponga la alegría».
Que esta sabiduría siga animando todos los esfuerzos que se realizan para promover la paciencia y la comprensión, y para curar las heridas de los conflictos que a lo largo de los años han dividido a personas de distintas culturas, etnias y convicciones religiosas. Estos esfuerzos no son sólo prerrogativas de los líderes religiosos, ni competencia exclusiva del Estado. Al contrario, la sociedad en su conjunto, todos aquellos que viven en la comunidad, son los que deben compartir la tarea de superar el conflicto y la injusticia. Sin embargo, los líderes civiles y religiosos tienen la responsabilidad propia de garantizar que cada voz sea escuchada, de forma que se puedan comprender con claridad y confrontar en un espíritu de imparcialidad y de recíproca solidaridad los desafíos y las necesidades del momento presente. Felicito al Panglong Peace Conference por el trabajo que está desarrollando en este ámbito, y ruego para que los que guían este esfuerzo puedan seguir promoviendo una mayor participación de todos los que viven en Myanmar. Esto ayudará al compromiso de avanzar en la paz, la seguridad y una prosperidad que incluya a todos.
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El Papa Francisco ha alentado a los católicos de Myanmar en la homilía pronunciada en italiano después de la proclamación del Evangelio, que ha sido traducida en birmano simultáneamente por un sacerdote. 29 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 29 Nov. 2017)
Queridos hermanos y hermanas:
Desde antes de venir a este país, he estado esperando que llegara este momento. Muchos de vosotros habéis venido de lejanas y remotas tierras montañosas, algunos incluso a pie. Vengo como peregrino para escuchar y aprender de vosotros, y para ofreceros algunas palabras de esperanza y consuelo.
La primera lectura de hoy, tomada del libro de Daniel, nos ayuda a ver lo limitada que era la sabiduría del rey Baltasar y sus videntes. Ellos sabían cómo alabar «a sus dioses de oro y plata, de bronce y de hierro, de madera y de piedra» (Dn 5,4), pero no poseían la sabiduría para alabar a Dios, en cuyas manos está nuestra vida y nuestro aliento. Daniel, sin embargo, tenía la sabiduría del Señor y fue capaz de interpretar sus grandes misterios.
El intérprete definitivo de los misterios de Dios es Jesús. Él es la sabiduría de Dios en persona (cf.1 Co 1,24). Jesús no nos enseñó su sabiduría con largos discursos o grandes demostraciones de poder político o terreno, sino entregando su vida en la cruz. A veces podemos caer en la trampa de confiar en nuestra propia sabiduría, pero la verdad es que podemos fácilmente desorientarnos. En esos momentos, debemos recordar que tenemos ante nosotros una brújula segura: el Señor crucificado. En la cruz, encontramos la sabiduría que puede guiar nuestras vidas con la luz que proviene de Dios.
Desde la cruz también nos llega la curación. Allí, Jesús ofreció sus heridas al Padre por nosotros, las heridas que nos han curado (cf. 1 Pe 2,4). Que siempre tengamos la sabiduría de encontrar en las heridas de Cristo la fuente de toda curación. Sé que muchos en Myanmar llevan las heridas de la violencia, heridas visibles e invisibles. Existe la tentación de responder a estas heridas con una sabiduría mundana que, como la del rey en la primera lectura, está profundamente equivocada. Pensamos que la curación pueda venir de la ira y de la venganza. Sin embargo, el camino de la venganza no es el camino de Jesús.
El camino de Jesús es radicalmente diferente. Cuando el odio y el rechazo lo condujeron a la pasión y a la muerte, él respondió con perdón y compasión. En el Evangelio de hoy, el Señor nos dice que, al igual que él, también nosotros podemos encontrar rechazo y obstáculos, sin embargo él nos dará una sabiduría a la que nadie puede resistir (cf. Lc 21,15). Está hablando del Espíritu Santo, gracias al cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Rm 5, 5). Con el don de su Espíritu, Jesús nos hace capaces de ser signos de su sabiduría, que vence a la sabiduría de este mundo, y de su misericordia, que alivia incluso las heridas más dolorosas.
En la víspera de su pasión, Jesús se entregó a sus apóstoles bajo los signos del pan y del vino. En el don de la Eucaristía, no sólo reconocemos, con los ojos de la fe, el don de su cuerpo y de su sangre, sino que también aprendemos cómo encontrar descanso en sus heridas, y a ser purificados allí de todos nuestros pecados y de nuestros caminos errados. Queridos hermanos y hermanas, que encontrando refugio en las heridas de Cristo, podáis saborear el bálsamo saludable de la misericordia del Padre y encontrar la fuerza para llevarlo a los demás, para ungir cada herida y recuerdo doloroso. De esta manera, seréis testigos fieles de la reconciliación y la paz, que Dios quiere que reine en todos los corazones de los hombres y en todas las comunidades.
Sé que la Iglesia en Myanmar ya está haciendo mucho para llevar a otros el bálsamo saludable de la misericordia de Dios, especialmente a los más necesitados. Hay muestras claras de que, incluso con medios muy limitados, muchas comunidades anuncian el Evangelio a otras minorías tribales, sin forzar ni coaccionar, sino siempre invitando y acogiendo. En medio de tanta pobreza y dificultades, muchos de vosotros ofrecéis ayuda práctica y solidaridad a los pobres y a los que sufren. Con el servicio diario de vuestros obispos, sacerdotes, religiosos y catequistas, y en particular a través de la encomiable labor de la Catholic Karuna Myanmar y de la generosa asistencia proporcionada por las Obras Misionales Pontificias, la Iglesia en este país está ayudando a un gran número de hombres, mujeres y niños, sin distinción de religión u origen étnico. Soy testigo de que la Iglesia aquí está viva, que Cristo está vivo y está aquí con vosotros y con vuestros hermanos y hermanas de otras comunidades cristianas. Os animo a seguir compartiendo con los demás la valiosa sabiduría que habéis recibido, el amor de Dios que brota del corazón de Jesús.
Jesús quiere dar esta sabiduría en abundancia. Él recompensará ciertamente vuestra labor de sembrar semillas de curación y reconciliación en vuestras familias, comunidades y en toda la sociedad de esta nación. ¿No nos dijo él que nadie se puede resistir a su sabiduría (cf. Lc 21,15)? Su mensaje de perdón y misericordia se sirve de una lógica que no todos querrán comprender y que encontrará obstáculos. Sin embargo, su amor revelado en la cruz, en definitiva, nadie lo puede detener. Es como un GPS espiritual que nos guía de manera inexorable hacia la vida íntima de Dios y el corazón de nuestro prójimo.
La Santísima Virgen María siguió a su Hijo hasta la oscura montaña del Calvario y nos acompaña en cada paso de nuestro viaje terrenal. Que ella nos obtenga la gracia de ser mensajeros de la verdadera sabiduría, profundamente misericordiosos con los necesitados, con la alegría que proviene de encontrar descanso en las heridas de Jesús, que nos amó hasta el final.
Que Dios os bendiga a todos. Que Dios bendiga a la Iglesia en Myanmar. Que él bendiga a esta tierra con su paz. Que Dios bendiga a Myanmar.
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El Papa Francisco se ha encontrado con 17 líderes religiosos: budistas, musulmanes, hindúes, judíos, cristianos (anglicanos y católicos), en el Arzobispado de Yangon, a las 10 horas (4:30 horas en Roma), informa la Oficina de Prensa del Vaticano. 28 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT 28 Nov. 2017)
En primer lugar, muchas gracias por haber venido. Quizás tendría que haber ido yo a visitar a cada uno de ustedes, pero ustedes han sido generosos y me ahorraron el trabajo. Gracias. En el momento en que ustedes hablaban me vino a la mente una oración, una oración que rezamos a menudo, tomada del Libro de los Salmos: «Qué hermoso es ver a los hermanos unidos». Unidos no quiere decir iguales. La unidad no es uniformidad, aun dentro de la misma confesión. Cada uno tiene sus valores, sus riquezas, y también sus deficiencias. Somos todos diferentes y cada confesión
tiene sus riquezas, sus tradiciones, sus riquezas para dar, para compartir. Y esto solamente puede ser si se vive en paz. Y la paz se construye en el coro de las diferencias. La unidad siempre se da con las diferencias. Por tres veces uno de ustedes usó la palabra «armonía». Esa es la paz: la armonía.
Nosotros, en este tiempo que nos toca vivir, experimentamos una tendencia mundial hacia la uniformidad, a hacer todo igual. Eso es matar la humanidad. Eso es una colonización cultural. Y nosotros debemos entender la riqueza de nuestras diferencias -étnicas, religiosas, populares-, y desde esas diferencias se da el diálogo. Y desde esas diferencias uno aprende del otro, como hermanos… Como hermanos que se van ayudando a construir este País, que incluso geográficamente tiene tantas riquezas y diferencias. La naturaleza en Myanmar ha sido muy rica en
las diferencias. No tengamos miedo a las diferencias. Uno es nuestro Padre, nosotros somos hermanos. Querámonos como hermanos. Y si discutimos entre nosotros, que sea como hermanos.
Que enseguida se reconcilian. Siempre vuelven a ser hermanos. Yo pienso que sólo así se construye la paz. Yo les agradezco que ustedes hayan venido a visitarme. Pero soy yo el que estoy visitando a ustedes, y quisiera al menos que espiritualmente tuvieran esa visita: la de un hermano más.
Gracias. Construyan la paz. No se dejen igualar por la colonización de culturas. La verdadera armonía divina se hace a través de las diferencias. Las diferencias son una riqueza para la paz.
Muchas gracias. Y me permito una oración, de hermano a hermanos. Una antigua bendición que nos incluye a todos: “El Señor los bendiga y los proteja. Haga brillar su rostro sobre ustedes y les muestre su gracia. Les descubra su rostro y les conceda la paz”.
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El Papa Francisco ha pronunciado un discurso a las 17:15 horas (11:45 horas en Roma) ante las autoridades, la sociedad civil y los miembros del Cuerpo Diplomático de Myanmar, en el Centro Internacional de Convenciones de Myanmar, en la ciudad de Nay Pyi Taw, capital administrativa del país. 28 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT – 28 Nov. 2017)
Señora Consejera de Estado,
excelentísimos miembros del Gobierno y otras Autoridades,
señor Cardenal, venerados Hermanos en el Episcopado,
distinguidos miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:
Deseo expresar mi viva gratitud por la amable invitación para visitar Myanmar y agradezco a la Señora Consejera de Estado sus cordiales palabras.
Doy las gracias de corazón a todos aquellos que han trabajado incansablemente para hacer posible esta visita. He venido especialmente para rezar con la pequeña pero ferviente comunidad católica de esta nación, para confirmarla en la fe y alentarla a seguir contribuyendo al bien del País. Estoy muy contento de que mi visita se realice tras el establecimiento de relaciones diplomáticas formales entre Myanmar y la Santa Sede. Quiero ver esta decisión como una señal del compromiso de la nación para continuar buscando el diálogo y la cooperación constructiva dentro de la comunidad internacional, así como también para seguir esforzándose en renovar el tejido de la sociedad civil.
Quisiera además en esta visita llegar a toda la población de Myanmar y ofrecer una palabra de aliento a todos aquellos que están trabajando para construir un orden social justo, reconciliado e inclusivo. Myanmar ha sido bendecido con el don de una belleza extraordinaria y de numerosos recursos naturales, pero su mayor tesoro es sin duda su gente, que ha sufrido y sigue sufriendo a causa de los conflictos civiles y de las hostilidades que durante demasiado tiempo han creado profundas divisiones. Ahora que la nación está trabajando por restaurar la paz, la curación de estas heridas ha de ser una prioridad política y espiritual fundamental. Quiero expresar mi agradecimiento al Gobierno por los esfuerzos para afrontar este desafío, de modo particular a través de la Conferencia de Paz de Panglong, que reúne a representantes de los diversos grupos con el objetivo de poner fin a la violencia, generar confianza y garantizar el respeto de los derechos de quienes consideran esta tierra como su hogar.
En efecto, el difícil proceso de construir la paz y la reconciliación nacional sólo puede avanzar a través del compromiso con la justicia y el respeto de los derechos humanos. La sabiduría de los antiguos ha definido la justicia como la voluntad de reconocer a cada uno lo que le es debido, mientras que los antiguos profetas la consideraban como la base de una paz verdadera y duradera. Estas intuiciones, confirmadas por la trágica experiencia de dos guerras mundiales, condujeron a la creación de las Naciones Unidas y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos como fundamento de los esfuerzos de la comunidad internacional para promover la justicia, la paz y el desarrollo humano en todo el mundo y para resolver los conflictos ya no con el uso de la fuerza, sino a través del diálogo. En este sentido, la presencia del Cuerpo Diplomático entre nosotros testimonia no sólo el lugar que ocupa Myanmar entre las naciones, sino también el compromiso del país por mantener y aplicar estos principios fundamentales. El futuro de Myanmar debe ser la paz, una paz basada en el respeto de la dignidad y de los derechos de cada miembro de la sociedad, en el respeto por cada grupo étnico y su identidad, en el respeto por el estado de derecho y un orden democrático que permita a cada individuo y a cada grupo —sin excluir a nadie— ofrecer su contribución legítima al bien común.
En la gran tarea de reconciliación e integración nacional, las comunidades religiosas de Myanmar tienen un papel privilegiado que desempeñar. Las diferencias religiosas no deben ser una fuente de división y desconfianza, sino más bien un impulso para la unidad, el perdón, la tolerancia y una sabia construcción de la nación. Las religiones pueden jugar un papel importante en la cicatrización de heridas emocionales, espirituales y psicológicas de todos los que han sufrido en estos años de conflicto. Inspirándose en esos valores profundamente arraigados, pueden contribuir también a erradicar las causas del conflicto, a construir puentes de diálogo, a buscar la justicia y ser una voz profética en favor de los que sufren. Es un gran signo de esperanza el que los líderes de las diversas tradiciones religiosas de este país, con espíritu de armonía y de respeto mutuo, se esfuercen en trabajar juntos en favor de la paz, para ayudar a los pobres y educar en los auténticos valores humanos y religiosos. Al tratar de construir una cultura del encuentro y la solidaridad, contribuyen al bien común y sientan las bases morales indispensables en vistas de un futuro de esperanza y prosperidad para las generaciones futuras.
Ese futuro está todavía en manos de los jóvenes de la nación. Ellos son un regalo que hay que apreciar y alentar, una inversión que producirá un fruto abundante si se les ofrecen oportunidades reales de empleo y una educación de calidad. Esta es una exigencia urgente de justicia intergeneracional. El futuro de Myanmar, en un mundo interconectado y en rápida evolución, dependerá de la formación de sus jóvenes, no sólo en el campo de la técnica, sino sobre todo en los valores éticos de la honestidad, la integridad y la solidaridad humana, que aseguran la consolidación de la democracia y el aumento de la unidad y la paz en todos los niveles de la sociedad. La justicia intergeneracional también exige que las generaciones futuras reciban en herencia un entorno natural que no esté contaminado por la codicia y la rapacería humana. Es esencial que no se les robe a nuestros jóvenes la esperanza y la posibilidad de emplear su idealismo y su talento en remodelar el futuro de su país, es más, de toda la familia humana.
Señora Consejera de Estado, queridos amigos.
En estos días, me gustaría alentar a mis hermanos y hermanas católicos a perseverar en su fe y a seguir anunciando su mensaje de reconciliación y fraternidad a través de obras de caridad y humanitarias, que beneficien a toda la sociedad en su conjunto. Espero que, en cooperación respetuosa con los seguidores de otras religiones y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad, contribuyan a abrir una nueva era de concordia y progreso para los pueblos de esta querida nación. Larga vida a Myanmar. Les agradezco su atención y, con los mejores deseos por su servicio al bien común, invoco sobre ustedes los dones celestiales de sabiduría, fortaleza y paz.
Gracias
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Comentario del Evangelio, solemnidad de Cristo Rey del Universo (ZENIT – 26 nov. 2017)
¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!.
En este último domingo del año litúrgico, celebramos la solemnidad de Cristo Rey del Universo. Su realeza es una realeza de guía, de servicio, y también una realeza que se afirmará, al final de los tiempos, como juicio.
Hoy tenemos delante de nosotros a Cristo como Rey, pastor y juez que muestra los criterios de pertenencia al Reino de Dios. Estos son los criterios.
La página evangélica se abre sobre una visión grandiosa. Jesús se dirige a sus discípulos y dice: “Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y con él todos los ángeles, se sentará en su trono de gloria” (Mt 25,31).
Se trata de la introducción solemne del texto del juicio universal. Después de haber vivido la existencia terrestre en humildad y pobreza, Jesús se presenta ahora en la gloria divina que le pertenece rodeado por un coro angélico. La humanidad entera es convocada ante él y él ejerce su autoridad separando a unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras.
A los que ha emplazado a su derecha, les dice: “Venid, benditos de mi Padre, recibid en herencia el Reino preparado para vosotros después de la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me distéis de comer; tuve sed y me distéis de beber; era extranjero, y me acogisteis; estuve desnudo y me vestisteis; estuve enfermo y me visitasteis; estuve en prisión, y vinisteis a verme!” (vv. 34-36).
Los justos se sorprendieron porque no recordaban haber encontrado nunca a Jesús, y menos aún haberle ayudado en lo que sea. Pero él declara:
“Cada vez que lo habéis hecho a uno de los mas pequeños de mis hermanos, a mi me lo habéis hecho”. (v. 40).
Esta palabra no acaba nunca de sorprendernos; porque nos revela hasta dónde llega el amor de Dios; hasta identificarse con nosotros, no solo cuando vamos bien cuando tenemos buena salud y estamos alegres, no, sino cuando tenemos necesidad.
Y, de esta manera oculta, se deja encontrar, nos tiende la mano cuando mendigamos. Jesús revela así el criterio decisivo de su juicio, es decir el amor concreto hacia el prójimo en dificultad. Y así es como se revela el poder del amor, de la Realeza de Dios: solidario con el que sufre para suscitar por todas partes actitudes y obras de misericordia.
La palabra del juicio continúa presentando al rey que aleja de el a aquellos que, durante su vida, no se han preocupado de las necesidades de sus hermanos. En ese caso ellos también están sorprendidos y preguntan:
“Señor, cuando te hemos visto tener hambre, tener sed, estar desnudo, extranjero, enfermo o en prisión, sin ponernos a tu servicio”? (v.44).
Se sobreentiende: “que si te hubiéramos visto, seguramente, te habríamos ayudado”! Pero el rey responderá: “Cada vez que no lo habéis hecho a ninguno de los más pequeños, a mi no me lo habéis hecho” (v.45).
Al final de nuestra vida, seremos juzgados sobre el amor, es decir sobre nuestro compromiso concreto de amar y de servir a Jesús en nuestros hermanos mas pequeños y necesitados. Ese mendigo, ese que tiende la mano es Jesús ; ese enfermo que debo visitar es Jesús; ese prisionero es Jesús; ese hambriento es Jesús. Pensemos esto.
Jesús vendrá al final de los tiempos para juzgar a todas las naciones, pero él viene a nosotros todos los días, de muchas maneras y nos pide que le acojamos.
Que la Virgen María nos ayude a encontrarle y a recibirle en su Palabra y en la Eucaristía, y al mismo tiempo en nuestros hermanos y hermanas que sufren el hambre, la enfermedad, la opresión, la injusticia. Que nuestros corazones puedan acogerle en el hoy de nuestra vida, para que seamos acogidos por el en la eternidad de su Reino de luz y de paz.
Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Mensaje del Santo Padre para la 51ª Jornada Mundial de la Paz, que se celebrará el próximo 1 de enero de 2018, sobre el tema “Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz”. (ZENIT – 24 Nov. 2017)
Jornada de la Paz: Migrantes y refugiados, en busca de la paz
1. Un deseo de paz
Paz a todas las personas y a todas las naciones de la tierra. La paz, que los ángeles anunciaron a los pastores en la noche de Navidad, es una aspiración profunda de todas las personas y de todos los pueblos, especialmente de aquellos que más sufren por su ausencia, y a los que tengo presentes en mi recuerdo y en mi oración. De entre ellos quisiera recordar a los más de 250 millones de migrantes en el mundo, de los que 22 millones y medio son refugiados. Estos últimos, como afirmó mi querido predecesor Benedicto XVI, «son hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos que buscan un lugar donde vivir en paz». Para encontrarlo, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas a través de un viaje que, en la mayoría de los casos, es largo y peligroso; están dispuestos a soportar el cansancio y el sufrimiento, a afrontar las alambradas y los muros que se alzan para alejarlos de su destino.
Con espíritu de misericordia, abrazamos a todos los que huyen de la guerra y del hambre, o que se ven obligados a abandonar su tierra a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental.
Somos conscientes de que no es suficiente sentir en nuestro corazón el sufrimiento de los demás. Habrá que trabajar mucho antes de que nuestros hermanos y hermanas puedan empezar de nuevo a vivir en paz, en un hogar seguro. Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, «respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu». Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir.
2. ¿Por qué hay tantos refugiados y migrantes?
Ante el Gran Jubileo por los 2000 años del anuncio de paz de los ángeles en Belén, san Juan Pablo II incluyó el número creciente de desplazados entre las consecuencias de «una interminable y horrenda serie de guerras, conflictos, genocidios, “limpiezas étnicas”», que habían marcado el siglo XX. En el nuevo siglo no se ha producido aún un cambio profundo de sentido: los conflictos armados y otras formas de violencia organizada siguen provocando el desplazamiento de la población dentro y fuera de las fronteras nacionales.
Pero las personas también migran por otras razones, ante todo por «el anhelo de una vida mejor, a lo que se une en muchas ocasiones el deseo de querer dejar atrás la “desesperación” de un futuro imposible de construir». Se ponen en camino para reunirse con sus familias, para encontrar mejores oportunidades de trabajo o de educación: quien no puede disfrutar de estos derechos, no puede vivir en paz. Además, como he subrayado en la Encíclica Laudato si’, «es trágico el aumento de los migrantes huyendo de la miseria empeorada por la degradación ambiental».
La mayoría emigra siguiendo un procedimiento regulado, mientras que otros se ven forzados a tomar otras vías, sobre todo a causa de la desesperación, cuando su patria no les ofrece seguridad y oportunidades, y toda vía legal parece imposible, bloqueada o demasiado lenta.
En muchos países de destino se ha difundido ampliamente una retórica que enfatiza los riesgos para la seguridad nacional o el coste de la acogida de los que llegan, despreciando así la dignidad humana que se les ha de reconocer a todos, en cuanto que son hijos e hijas de Dios. Los que fomentan el miedo hacia los migrantes, en ocasiones con fines políticos, en lugar de construir la paz siembran violencia, discriminación racial y xenofobia, que son fuente de gran preocupación para todos aquellos que se toman en serio la protección de cada ser humano.
Todos los datos de que dispone la comunidad internacional indican que las migraciones globales seguirán marcando nuestro futuro. Algunos las consideran una amenaza. Os invito, al contrario, a contemplarlas con una mirada llena de confianza, como una oportunidad para construir un futuro de paz.
3. Una mirada contemplativa
La sabiduría de la fe alimenta esta mirada, capaz de reconocer que todos, «tanto emigrantes como poblaciones locales que los acogen, forman parte de una sola familia, y todos tienen el mismo derecho a gozar de los bienes de la tierra, cuya destinación es universal, como enseña la doctrina social de la Iglesia. Aquí encuentran fundamento la solidaridad y el compartir». Estas palabras nos remiten a la imagen de la nueva Jerusalén. El libro del profeta Isaías (cap. 60) y el Apocalipsis (cap. 21) la describen como una ciudad con las puertas siempre abiertas, para dejar entrar a personas de todas las naciones, que la admiran y la colman de riquezas. La paz es el gobernante que la guía y la justicia el principio que rige la convivencia entre todos dentro de ella.
Necesitamos ver también la ciudad donde vivimos con esta mirada contemplativa, «esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas [promoviendo] la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia»; en otras palabras, realizando la promesa de la paz.
Observando a los migrantes y a los refugiados, esta mirada sabe descubrir que no llegan con las manos vacías: traen consigo la riqueza de su valentía, su capacidad, sus energías y sus aspiraciones, y por supuesto los tesoros de su propia cultura, enriqueciendo así la vida de las naciones que los acogen. Esta mirada sabe también descubrir la creatividad, la tenacidad y el espíritu de sacrificio de incontables personas, familias y comunidades que, en todos los rincones del mundo, abren sus puertas y sus corazones a los migrantes y refugiados, incluso cuando los recursos no son abundantes.
Por último, esta mirada contemplativa sabe guiar el discernimiento de los responsables del bien público, con el fin de impulsar las políticas de acogida al máximo de lo que «permita el verdadero bien de su comunidad», es decir, teniendo en cuenta las exigencias de todos los miembros de la única familia humana y del bien de cada uno de ellos.
Quienes se dejan guiar por esta mirada serán capaces de reconocer los renuevos de paz que están ya brotando y de favorecer su crecimiento. Transformarán en talleres de paz nuestras ciudades, a menudo divididas y polarizadas por conflictos que están relacionados precisamente con la presencia de migrantes y refugiados.
4. Cuatro piedras angulares para la acción
Para ofrecer a los solicitantes de asilo, a los refugiados, a los inmigrantes y a las víctimas de la trata de seres humanos una posibilidad de encontrar la paz que buscan, se requiere una estrategia que conjugue cuatro acciones: acoger, proteger, promover e integrar.
«Acoger» recuerda la exigencia de ampliar las posibilidades de entrada legal, no expulsar a los desplazados y a los inmigrantes a lugares donde les espera la persecución y la violencia, y equilibrar la preocupación por la seguridad nacional con la protección de los derechos humanos fundamentales. La Escritura nos recuerda: «No olvidéis la hospitalidad; por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles».
«Proteger» nos recuerda el deber de reconocer y de garantizar la dignidad inviolable de los que huyen de un peligro real en busca de asilo y seguridad, evitando su explotación. En particular, pienso en las mujeres y en los niños expuestos a situaciones de riesgo y de abusos que llegan a convertirles en esclavos. Dios no hace discriminación: «El Señor guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda».
«Promover» tiene que ver con apoyar el desarrollo humano integral de los migrantes y refugiados. Entre los muchos instrumentos que pueden ayudar a esta tarea, deseo subrayar la importancia que tiene el garantizar a los niños y a los jóvenes el acceso a todos los niveles de educación: de esta manera, no sólo podrán cultivar y sacar el máximo provecho de sus capacidades, sino que también estarán más preparados para salir al encuentro del otro, cultivando un espíritu de diálogo en vez de clausura y enfrentamiento. La Biblia nos enseña que Dios «ama al emigrante, dándole pan y vestido»; por eso nos exhorta: «Amaréis al emigrante, porque emigrantes fuisteis en Egipto».
Por último, «integrar» significa trabajar para que los refugiados y los migrantes participen plenamente en la vida de la sociedad que les acoge, en una dinámica de enriquecimiento mutuo y de colaboración fecunda, promoviendo el desarrollo humano integral de las comunidades locales. Como escribe san Pablo: «Así pues, ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios».
5. Una propuesta para dos Pactos internacionales
Deseo de todo corazón que este espíritu anime el proceso que, durante todo el año 2018, llevará a la definición y aprobación por parte de las Naciones Unidas de dos pactos mundiales: uno, para una migración segura, ordenada y regulada, y otro, sobre refugiados. En cuanto acuerdos adoptados a nivel mundial, estos pactos constituirán un marco de referencia para desarrollar propuestas políticas y poner en práctica medidas concretas. Por esta razón, es importante que estén inspirados por la compasión, la visión de futuro y la valentía, con el fin de aprovechar cualquier ocasión que permita avanzar en la construcción de la paz: sólo así el necesario realismo de la política internacional no se verá derrotado por el cinismo y la globalización de la indiferencia.
El diálogo y la coordinación constituyen, en efecto, una necesidad y un deber específicos de la comunidad internacional. Más allá de las fronteras nacionales, es posible que países menos ricos puedan acoger a un mayor número de refugiados, o acogerles mejor, si la cooperación internacional les garantiza la disponibilidad de los fondos necesarios.
La Sección para los Migrantes y Refugiados del Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral sugiere 20 puntos de acción como pistas concretas para la aplicación de estos cuatro verbos en las políticas públicas, además de la actitud y la acción de las comunidades cristianas. Estas y otras aportaciones pretenden manifestar el interés de la Iglesia católica al proceso que llevará a la adopción de los pactos mundiales de las Naciones Unidas. Este interés confirma una solicitud pastoral más general, que nace con la Iglesia y continúa hasta nuestros días a través de sus múltiples actividades.
6. Por nuestra casa común
Las palabras de san Juan Pablo II nos alientan: «Si son muchos los que comparten el “sueño” de un mundo en paz, y si se valora la aportación de los migrantes y los refugiados, la humanidad puede transformarse cada vez más en familia de todos, y nuestra tierra verdaderamente en “casa común”». A lo largo de la historia, muchos han creído en este «sueño» y los que lo han realizado dan testimonio de que no se trata de una utopía irrealizable.
Entre ellos, hay que mencionar a santa Francisca Javier Cabrini, cuyo centenario de nacimiento para el cielo celebramos este año 2017. Hoy, 13 de noviembre, numerosas comunidades eclesiales celebran su memoria. Esta pequeña gran mujer, que consagró su vida al servicio de los migrantes, convirtiéndose más tarde en su patrona celeste, nos enseña cómo debemos acoger, proteger, promover e integrar a nuestros hermanos y hermanas. Que por su intercesión, el Señor nos conceda a todos experimentar que los «frutos de justicia se siembran en la paz para quienes trabajan por la paz».
Vaticano, 13 de noviembre de 2017
Memoria de Santa Francisca Javier Cabrini, Patrona de los migrantes
FRANCISCO
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Audiencia del Papa con los franciscanos menores. 23 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT)
Queridos hermanos,
El “Señor Papa”, como lo llamaba San Francisco, os recibe con alegría y recibe en vosotros a los hermanos franciscanos que viven y trabajan en todo el mundo. Gracias por lo que sois y por lo que hacéis, especialmente a favor de los más pobres y desfavorecidos.
“Todos sin excepción llámense hermanos menores”, se lee en la Regla no Bulada. Con esta expresión, San Francisco no habla de algo facultativo para sus hermanos, sino que manifiesta un elemento constitutivo de su vida y misión.
De hecho, en vuestra forma de vida, el adjetivo “menor” califica al sustantivo “hermano”, dando al vínculo de la fraternidad una cualidad propia y característica: no es lo mismo decir “hermano” que decir “hermano menor”. Por lo tanto, al hablar de fraternidad hay que tener en cuenta esta típica característica franciscana de la relación fraterna que os exige una relación de “hermanos menores”.
¿De dónde le vino a Francisco la inspiración de poner la minoridad como un elemento esencial de vuestra fraternidad?
Puesto que Cristo y el Evangelio eran la opción fundamental de su vida, con toda certeza podemos decir que la minoridad, aunque no carente de razones ascéticas y sociales, surge de la contemplación de la encarnación de Dios el Hijo, y la resume en la imagen del hacerse pequeño como una semilla. Es la misma lógica que “se hizo pobre de rico cómo era” (véase 2 Cor 8: 9). La lógica de la “expoliación”, que Francisco puso en práctica literalmente cuando se “despojó hasta la desnudez de todos los bienes terrenales, para darse por entero a Dios y a los demás”.
La vida de Francisco estuvo marcada por el encuentro con Dios pobre presente en medio de nosotros en Jesús de Nazaret: una presencia humilde y oculta que el Poverello adora y contempla en la Encarnación, en la Cruz y en la Eucaristía. Por otro lado, se sabe que una de las imágenes evangélicas que más impresionaron a Francisco es el lavado de los pies de los discípulos en la Última Cena.
La minoridad franciscana se presenta a vosotros como un lugar de encuentro y comunión con Dios; como un lugar de encuentro y comunión con los hermanos y con todos los hombres y mujeres; finalmente, como un lugar de encuentro y comunión con la creación.
La minoridad es un lugar de encuentro con Dios
La minoridad caracteriza de forma especial vuestra relación con Dios. Para San Francisco, el hombre no tiene nada suyo excepto su propio pecado, y vale cuánto vale ante Dios y nada más. Por eso vuestra relación con Él debe ser la de un niño: humilde y confiada y, como la del publicano del Evangelio, consciente de su pecado. Y atención al orgullo espiritual, al orgullo farisaico: es la mundanidad peor.
Una característica de vuestra espiritualidad es la de ser una espiritualidad de restitución a Dios. Todo lo bueno que hay en nosotros, o que podemos hacer, es un don de Aquel que para San Francisco era el Bien, “todo el Bien, el sumo Bien” y todo se restituye al “Altísimo, Omnipotente y Buen Señor”. Hacemos esto a través de la alabanza, lo hacemos cuando vivimos de acuerdo a la lógica del don del Evangelio, que nos lleva a salir de nosotros mismos para encontrar a los demás y acogerlos en nuestras vidas.
La minoridad es un lugar de encuentro con los hermanos y con todos los hombres y mujeres
La minoridad se vive ante todo en la relación con los hermanos que el Señor nos ha dado. ¿Cómo? Evitando cualquier comportamiento de superioridad. Esto significa erradicar los juicios fáciles sobre los demás y el hablar mal de los hermanos a sus espaldas- ¡esto está en las Admoniciones! -rechazar la tentación de usar la autoridad para someter a otros; evitar “hacernos pagar” los favores que hacemos a los demás, mientras que los de los demás los consideramos como debidos; alejar de nosotros la ira y la turbación por el pecado del hermano.
La minoridad se vive como una expresión de la pobreza que habéis profesado al cultivar un espíritu de no apropiación en las relaciones; cuando se valora lo positivo que existe en el otro, como un don que proviene del Señor; cuando, especialmente los ministros, ejercen el servicio de la autoridad con misericordia, como expresa magníficamente la Carta a un Ministro, la mejor explicación que nos ofrece Francisco de lo que significa ser menor respecto a los hermanos que le han sido confiados. Sin misericordia no hay fraternidad ni minoridad.
La necesidad de expresar vuestra fraternidad en Cristo hace que vuestras relaciones interpersonales sigan el dinamismo de la caridad, de modo que, mientras la justicia os llevará a reconocer los derechos de cada uno, la caridad trasciende estos derechos y os llama a la comunión fraterna; porque no son los derechos lo que vosotros amáis, sino los hermanos, a quienes debéis acoger con respeto, comprensión y misericordia. Lo importante son los hermanos, no las estructuras.
La minoridad se vive también en relación a todos los hombres y mujeres con quienes os encontráis en vuestro ir por el mundo, evitando con la máxima atención cualquier actitud de superioridad que os pueda conducir lejos de los demás. San Francisco expresa claramente esta instancia en los dos capítulos de la Regla no Bulada donde pone en relación la decisión de no apropiarse de nada (vivir sine proprio) con la acogida benévola de cada persona hasta compartir la vida con los más despreciados, con los que son realmente los menores de la sociedad: “Guárdense los hermanos, dondequiera que estén, […], de apropiarse ningún lugar ni de defenderlo contra nadie que no tomarán ningún lugar ni se enfrentarán a nadie”. Y cualquiera que venga a ellos, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente”. Y también: “Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos”.
Las palabras de Francisco nos empujan a preguntarnos como fraternidad: ¿Dónde estamos? ¿Con quién estamos? ¿Con quién tratamos? ¿Quiénes son nuestros favoritos? Y dado que la minoridad interpela no solo a la fraternidad sino a cada uno de sus miembros, es apropiado que cada uno haga un examen de conciencia de su propio estilo de vida; de los gastos, de la ropa, de lo que considera necesario; de su dedicación a los demás, del rechazo del espíritu de cuidarse demasiado uno mismo, también de la propia fraternidad.
Y, por favor, cuando hagáis alguna actividad para los “más pequeños”, los excluidos y los últimos, nunca lo hagáis desde un pedestal de superioridad. Pensad, más bien, que todo lo que hacéis por ellos es una forma de restituir lo que habéis recibido gratis. Como advierte Francisco en la Carta a toda la Orden: “Nada de vosotros retengáis para vosotros”. Haced un espacio acogedor y disponible para que entren en vuestra vida todos los menores de vuestro tiempo: los marginados, hombres y mujeres que viven en nuestras calles, en los parques o estaciones; los miles de desempleados, jóvenes y adultos; muchas personas enfermas que no tienen acceso a las curas adecuadas; tantos ancianos abandonados; las mujeres maltratadas; los migrantes que buscan una vida digna; todos aquellos que viven en las periferias existenciales, privados de dignidad y también de la luz del Evangelio.
Abrid vuestros corazones y abrazad a los leprosos de nuestro tiempo, y, habiendo comprendido la misericordia que el Señor os ha usado, usad con ellos misericordia, como la usó vuestro padre San Francisco; y, como él, aprended a ser “enfermo con los enfermos, afligido con los afligidos”. Todo esto, lejos de ser un sentimiento vago, indica una relación entre las personas tan profunda que, transformando vuestro corazón, os llevará a compartir su mismo destino.
La minoridad es un lugar de encuentro con la creación
Para el Santo de Asís, la creación era “como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y nos refleja algo de su hermosura y de su bondad”. La creación es “como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos”.
Hoy, -lo sabemos- esta hermana y madre se rebela porque se siente maltratada. Ante el deterioro mundial del medio ambiente, os pido que como hijos del Poverello entréis en diálogo con toda la creación, prestándole vuestra voz para alabar al Creador, y, como hacía San Francisco, tened por ella un cuidado especial, superando cualquier cálculo económico o romanticismo irracional. Colaborad con diversas iniciativas para cuidar la casa común recordando siempre la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta, entre economía, desarrollo, cuidado de la creación y opción por los pobres.
Queridos hermanos, os renuevo la petición de San Francisco: Y sean menores. Dios guarde y haga que crezca vuestra minoridad .
Sobre todos vosotros invoco la bendición del Señor. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.
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Catequesis del Santo Padre (ZENIT – 22 Nov. 2017)
Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Continuando con la catequesis sobre la misa, podemos preguntarnos: ¿Qué es esencialmente la misa? La misa es el memorial del misterio pascual de Cristo. Nos hace partícipes de su victoria sobre el pecado y la muerte, y da un significado pleno a nuestra vida.
Por eso, para comprender el valor de la misa, debemos entender ante todo el significado bíblico del “memorial”. No es “solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres (cf Ex13,3). En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos”. “(Catecismo de la Iglesia Católica, 1363). Jesucristo, con su pasión, muerte, resurrección y ascensión al cielo, ha llevado a cumplimiento la Pascua. Y la misa es el memorial de su Pascua, de su “éxodo” que cumplió por nosotros, para sacarnos de la esclavitud y hacernos entrar en la tierra prometida de la vida eterna. No es solamente un recuerdo, no; es mucho más: es hacer presente lo que sucedió hace veinte siglos.
La Eucaristía nos lleva siempre a la cumbre de la acción salvífica de Dios: el Señor Jesús, haciéndose pan partido para nosotros, derrama sobre todos nosotros su misericordia y su amor, como hizo en la cruz, con el fin de renovar nuestro corazón, nuestra existencia y nuestra forma de comunicarnos con Él y con nuestros hermanos. Dice el Concilio Vaticano II:.. ” La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual «Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado»” (Const. dogmática Lumen Gentium, 3).
Cada celebración de la Eucaristía es un rayo de ese sol sin ocaso que es Jesús resucitado. Participar en la Misa, especialmente el domingo, significa entrar en la victoria del Resucitado, ser iluminados por su luz, calentados por su calor. A través de la celebración eucarística, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la vida divina que es capaz de transfigurar todo nuestro ser mortal. Y en su paso de la muerte a la vida, del tiempo a la eternidad, el Señor Jesús también nos arrastra con Él para hacer Pascua. En la misa se hace Pascua. En la misa nosotros estamos con Jesús, muerto y resucitado y Él nos empuja hacia adelante, a la vida eterna. En la misa, nos unimos a Él. Más aún, Cristo vive en nosotros y nosotros vivimos en Él. “Con Cristo estoy crucificado, -dice San Pablo- y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente, en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”(Gálatas 2: 19-20). Así pensaba Pablo.
En efecto, su sangre nos libera de la muerte y del miedo a la muerte. Nos libera no solo del dominio de la muerte física, sino también de la muerte espiritual, que es el mal, el pecado, que se apodera de nosotros cada vez que somos víctimas de nuestros pecados o de los pecados de los demás. Y entonces nuestra vida se contamina, pierde belleza, pierde significado, se marchita.
Cristo, en cambio, nos vuelve a dar la vida; Cristo es la plenitud de la vida, y cuando se enfrentó a la muerte la aniquiló para siempre: “Resucitando destruyó la muerte y nos dio nueva vida”. La Pascua de Cristo es la victoria definitiva sobre la muerte porque Él transformó su muerte en acto supremo de amor. ¡Murió por amor! Y en la Eucaristía quiere comunicarnos este amor pascual y victorioso. Si lo recibimos con fe, también nosotros podemos amar verdaderamente a Dios y al prójimo, podemos amar cómo Él nos amó, dando la vida.
Si el amor de Cristo está en mí, puedo entregarme plenamente al otro en la certeza interior de que si el otro me hiriera, yo no moriría; de lo contrario, debería defenderme. Los mártires han dado sus vidas por esta certeza de la victoria de Cristo sobre la muerte. Solo si experimentamos este poder de Cristo, el poder de su amor, somos verdaderamente libres de darnos sin temor. Esto es la misa: entrar en esta pasión, muerte, resurrección, ascensión de Jesús. Cuando vamos a misa es como si fuéramos al calvario, lo mismo. Pero pensad: Si en el momento de la misa vamos al calvario- imaginadlo- y sabemos que el hombre que está allí es Jesús: ¿Nos pondríamos a hablar, a sacar fotografías, a hacer un espectáculo? ¡No! ¡Porque es Jesús! De seguro estaríamos en silencio, en llanto y también con la alegría de ser salvados. Cuando entramos en una iglesia para ir a misa pensemos en esto: entro en el calvario, donde Jesús da su vida por mí. Y así se acaba el espectáculo, se acaban las charlas, los comentarios y estas cosas que nos alejan de algo tan hermoso como es la misa, el triunfo de Jesús.
Creo que está más claro ahora que la Pascua está presente y activa cada vez que celebramos la misa, es decir, el sentido del memorial. La participación en la Eucaristía nos adentra en el misterio pascual de Cristo, haciéndonos pasar con Él de la muerte a la vida, es decir, allí en el calvario. La misa es rehacer el calvario, no un espectáculo.
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Mensaje del Papa a la Confederación Internacional 16 NOVIEMBRE 2017 (ZENIT)
¡Queridos sacerdotes, queridos hermanos y hermanas!
“¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos” (Sal 133, 1). Estos versículos del salmo van muy bien después de las palabras de Mons. Magrin, presidente apasionado de la Confederación Internacional de la Unión Apostólica del Clero. Es verdaderamente un placer conocer y sentir la fraternidad que nace entre nosotros, llamados a servir al Evangelio según el ejemplo de Cristo, el Buen Pastor. Mi saludo cordial a cada uno de vosotros, haciéndolo extensivo a los representantes de la Unión Apostólica de los Laicos.
En esta asamblea estáis reflexionando sobre el ministerio ordenado “en, para y con la comunidad diocesana”. En continuidad con los encuentros anteriores, tenéis la intención de enfocar el papel de los pastores en la Iglesia particular; y en esta relectura la clave hermenéutica es la espiritualidad diocesana que es espiritualidad de comunión a la manera de la comunión trinitaria. Mons. Magrin ha subrayado esa palabra, “diocesanidad”: es una palabra clave. Efectivamente, el misterio de la comunión trinitaria es el alto modelo de referencia de la comunión eclesial. San Juan Pablo II, en la carta apostólica Novo millennio ineunte, ha recordado que “el gran desafío que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza” es el siguiente: “Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión” (n 43). Esto implica, antes que nada, “promover una espiritualidad de la comunión“, que se convierte en un “principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano,” (ibid.). Y hoy necesitamos tanta comunión, en la Iglesia y en el mundo.
Nos convertimos en expertos de espiritualidad de comunión ante todo a través de la conversión a Cristo, de la apertura dócil a la acción de su Espíritu y de la acogida de los hermanos. Como todos sabemos, la fecundidad del apostolado depende no solo de la actividad y de los esfuerzos organizativos, aunque sean necesarios, sino en primer lugar de la acción divina. Hoy, como en el pasado, los santos son los evangelizadores más eficaces, y todos los bautizados están llamados a aspirar a la medida más grande de la vida cristiana, es decir, a la santidad. Con mayor motivo, esto concierne a los ministros ordenados. Pienso en la mundanidad, en la tentación de la mundanidad espiritual, muchas veces oculta en la rigidez: una llama a la otra, son “hermanastras”, una llama a la otra. El Día Mundial de Oración por la Santificación del Clero, que se celebra cada año en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, es una ocasión propicia para implorar del Señor el don de ministros fervorosos y santos para su Iglesia. Para alcanzar este ideal de santidad, cada ministro ordenado debe seguir el ejemplo del Buen Pastor que da la vida por sus ovejas. ¿Y dónde ir a buscar esta caridad pastoral, si no en el corazón de Cristo? En él, el Padre celestial nos ha colmado de infinitos tesoros de misericordia, ternura y amor: aquí siempre podemos encontrar la energía espiritual indispensable para irradiar en el mundo su amor y su alegría. Y a Cristo también nos guía todos los días la relación filial con nuestra Madre, María Santísima, especialmente en la contemplación de los misterios del Rosario.
Estrechamente unido con el camino de la espiritualidad está el compromiso en la acción pastoral al servicio del pueblo de Dios, hoy visible en la realidad de la Iglesia local. Los pastores están llamados a ser “servidores fieles y sabios” que imitan al Señor, se ciñen el cíngulo del servicio y se inclinan sobre las vivencias de sus comunidades, para comprender la historia y vivir las alegrías y las tristezas, las expectativas y las esperanzas del rebaño que les ha sido confiado. El Concilio Vaticano II ha enseñado que la manera en que los ministros ordenados alcanzan la santidad “ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.”; “De hecho, se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio” (Decreto Presbyterorum Ordinis, 12).
Con razón subrayáis que los ministros ordenados adquieren un estilo pastoral adecuado también cultivando las mutuas relaciones fraternas y participando en el camino pastoral de su Iglesia diocesana, en sus citas, en sus proyectos e iniciativas que traducen operativamente las líneas programáticas. Una Iglesia particular tiene un rostro, ritmos y decisiones concretas; hay que servirla con dedicación día tras días diariamente, atestiguando la sintonía y la unidad que se vive y se desarrolla con el obispo. El camino pastoral de la comunidad local tiene como punto de referencia imprescindible el plan pastoral de la diócesis, que se debe anteponer a los programas de asociaciones, movimientos y de cualquier grupo en particular. Y esta unidad pastoral, alrededor del obispo, hará la unidad en la Iglesia. Y es muy triste cuando en un presbiterio encontramos que esta unidad no existe, que es aparente. Y allí dominan los chismes, los chismes destruyen la diócesis, destruyen la unidad de los sacerdotes, entre ellos y con el obispo. Hermanos y hermanas, os pido por favor: siempre vemos cosas malas en los demás, siempre, -porque las cataratas no vienen a ese ojo, no , los ojos están listos para ver las cosas feas, pero os pido por favor que no escuchéis los chismes. Si veo cosas malas, rezo o, como hermano, hablo. No hago el “terrorista” porque los chismes son terrorismo. Chismorrear es como tirar una bomba: destruyo al otro y me voy tranquilo. Por favor, nada de chismes, son la polilla que se come el tejido de la Iglesia, de la Iglesia diocesana, de la unidad de todos nosotros.
La dedicación a la Iglesia particular se expresa siempre con un horizonte más grande que nos hace conscientes de la vida de toda la Iglesia. La comunión y la misión son dinámicas correlativas. Nos convertimos en ministros para servir a la propia Iglesia particular, en docilidad al Espíritu Santo y al propio obispo y en colaboración con otros sacerdotes, pero con la conciencia de ser parte de la Iglesia universal, que cruza las fronteras de la propia diócesis y del propio país. Si la misionalidad es una propiedad esencial de la Iglesia, lo es sobre todo para quien, ordenado, está llamado a ejercer el ministerio en una comunidad por su naturaleza misionera, y a ser educador para mundializar ¡no de mundanidad, de mundializar! La misión, de hecho, no es una elección individual, debida a la generosidad individual o quizás a desilusiones pastorales, sino una elección de la Iglesia particular la que se convierte en protagonista en la comunicación del Evangelio a todas las gentes. Queridos hermanos sacerdotes, rezo por cada uno de vosotros, y por vuestro ministerio y por el servicio de la Unión Apostólica del Clero. Y también rezo por vosotros, queridos hermanos y hermanas. Que mi bendición os acompañe. Y os pido por favor que no os olvidéis de rezar por mí, porque yo también necesito oraciones.
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Reflexión de Mons. Felipe Arizmendi, Obispo de San Cristóbal de Las Casas. 15 NOVIEMBRE 2017 (zenit)
MISERICORDIA ENTRAÑABLE CON LOS POBRES
VER
El próximo domingo 19 de noviembre es la Jornada Mundial de los Pobres, establecida por el Papa Francisco. Nos ha pedido que demos a los pobres la real importancia que tienen en el corazón de Dios, y que durante esta semana demos signos de que en verdad nos importan. Sin embargo, para muchísimas personas, esta invitación ha sido ignorada, o no se le ha dado el realce que merecería. No falta quien la considere como otra ocurrencia populista del Papa.
Alienta, con todo, que hay muchas personas que han escuchado esta palabra y, con ocasión de esta Jornada, o en cualquier otra temporada, hacen algo o mucho por los pobres. Por ejemplo, en los terremotos pasados, fueron miles quienes se desprendieron de algo y pusieron su corazón cercano a los que sufrieron. Nuestra Caritas Diocesana recibió casi 40 toneladas de víveres y otros enseres, que se llevaron a los damnificados de Chiapas y de Oaxaca; además, recibimos más de 700 mil pesos, que los enviamos a sus diócesis, para lo que más necesitaran.
Conozco a alguien que, inspirada por lo que pide el Papa, construyó una cocina, sencilla, de madera, a una familia pobre, porque la que tenían ya se les estaba cayendo. Conozco a otra persona que, con cariño, se inclina para curar el pie de una mujer pobre, infectada de pus. Otra, organizó una comida para pobres que viven cerca de su casa. Un empresario nos facilita, desde hace meses, su bodega como albergue para migrantes. Una familia nos cobra muy baja renta, para que su casa sirva para atender migrantes que pasan entre nosotros. Muchas personas van a las cárceles, a los hospitales, a los asilos, a llevar una palabra de aliento, un alimento, una medicina, alguna ayuda material. Hay grupos de jóvenes que visitan ancianos en los asilos, y les llevan alegría, música, tamales y otras cosas. Hay Ministros y Ministras de la Comunión que semanalmente visitan a enfermos en sus casas y les alimentan con la Palabra de Dios y con la Eucaristía. También lo hacen personas de otras religiones.
Es verdad que hay mucha gente indiferente y egoísta, cerrada en sus propios intereses y en su comodidad, pero hay mucha más gente buena, que ha demostrado su amor a los pobres, sin publicidad y sin intereses electoreros.
PENSAR
El papa Francisco escribió en su mensaje del 13 de junio pasado, al respecto: “Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez». Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura, sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente”.
ACTUAR
¿Conoces a algunos que son más pobres que tú? Los puedes visitar, regalarles algo, unos zapatos, ropa, invitarles a tomar algún alimento en tu casa, llevarles a una consulta con el médico, pagarles la cita y comprarles su medicina, etc. Desde luego, hemos de luchar por que no se les cometan injusticias. Que en el mercado, en los juzgados, en las iglesias, en las calles, en las esquinas, no se les desprecie, sino que reciban un trato justo. Pero ante todo, tener entrañas de misericordia con los que sufren.
Audiencia general, 15 de noviembre de 2017. (ZENIT – 15 Nov. 2017)
Queridos hermanos y hermanas: ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Para entender la belleza de la celebración eucarística me gustaría comenzar con un aspecto muy simple: La misa es oración, de hecho, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y al mismo tiempo la más “concreta”. Porque es el encuentro de amor con Dios a través de su Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero, primero, tenemos que responder una pregunta. ¿Qué es la oración realmente? En primer lugar es ante todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como un ser en relación personal con Dios que halla su relación plena únicamente en el encuentro con su Creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con el Señor.
El Libro de Génesis afirma que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Padre Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos entender que todos nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un entregarse y recibirse continuo para encontrar así la plenitud de nuestro ser.
Cuando Moisés, frente a la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre, y ¿Qué responde Dios? : “Yo soy el que soy” (Éxodo 3:14). Esta expresión, en su sentido original, expresa presencia y favor, y, de hecho, inmediatamente después Dios añade: “El Señor, el Dios de vuestros padres, Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob” (v. 15). Así también Cristo cuando llama a sus discípulos, los llama para que estén con Él .Esta es, pues, la gracia más grande: poder experimentar que la misa, la eucaristía es el momento privilegiado para estar con Jesús, y a través de Él, con Dios y con los hermanos.
Rezar, como cualquier diálogo verdadero, es también saber permanecer en silencio, -en los diálogos hay momentos de silencio-, en silencio con Jesús. Y cuando vamos a misa, a lo mejor llegamos cinco minutos antes y empezamos a charlar con el que está al lado. Pero no es el momento de charlar: es el momento del silencio para prepararse al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es tan importante! Acordaos de lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permanecer en silencio junto con Jesús. Y del silencio misterioso de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible “estar” con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados para orar; los discípulos, al ver esta relación íntima con el Padre, sienten el deseo de participar y le preguntan: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Lo hemos escuchado en la lectura antes del principio de la audiencia. Jesús responde que lo primero que se necesita para orar es saber decir “Padre”. Prestemos atención: si yo no soy capaz de decir “Padre” a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir “Padre”, es decir, a ponernos en su presencia con una confianza filial. Pero para aprender, debemos reconocer humildemente que necesitamos que nos instruyan y decir con sencillez: Señor, enséñame a rezar.
Este es el primer punto: ser humilde, reconocerse hijo, reposar en el Padre, fiarse de Él. Para entrar en el Reino de los Cielos, es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido de que los niños saben fiarse, saben que alguien se preocupará de ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán, etc. (ver Mt 6: 25-32). Esta es la primera actitud: fiarse y confiar, como el niño con sus padres; saber que Dios se acuerda de ti, te cuida, a ti, a mí, a todos.
La segunda predisposición, que también es propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño siempre hace mil preguntas porque quiere descubrir el mundo; y se maravilla incluso de las cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los Cielos, hay que dejarse sorprender. En nuestra relación con el Señor, en la oración, -pregunto- ¿Nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar con Dios como hacen los loros? No; es fiarse, es abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a misa, no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.
En el Evangelio se habla de un tal Nicodemo (Jn 3, 1-2), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que va donde Jesús para conocerlo; y el Señor le habla de la necesidad de “nacer de lo alto” (véase vers. 3). Pero, ¿qué significa? ¿Se puede “renacer”? Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, ¿es posible incluso frente a tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de comenzar de nuevo. ¿Tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros quiere renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Vosotros tenéis este deseo? Efectivamente, se puede perder fácilmente porque, debido a tantas actividades, a tantos proyectos que realizar , al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él también nos ama en nuestras debilidades. “Jesucristo […] es víctima de propiciación por nuestros pecados; no solo por los nuestros sino también por los del mundo entero (1 Jn 2: 2). Este don, fuente de verdadero consuelo, -pero el Señor siempre nos perdona- esto consuela, es un verdadero consuelo, es un don que se nos da a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial donde el Esposo se encuentra con nuestra fragilidad, ¿Puedo decir que cuando comulgo en misa, el Señor se encuentra con mi fragilidad? Sí; ¡podemos decirlo porque es verdad! El Señor se encuentra con nuestra fragilidad para llevarnos de vuelta a la primera llamada:. La de ser a imagen y semejanza de Dios Este es el ambiente de la Eucaristía, esta es la oración.
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Mensaje del Papa Francisco para la I Jornada Mundial de los Pobres, que se celebrará el próximo 19 de noviembre de 2017, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario. (ZENIT – 14 Nov. 2017)
No amemos de palabra sino con obras
1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? […] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazary dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
Audiencia a los Clérigos Regulares Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías (ZENIT – 13 Nov. 2017)
Buenos días, y muchas gracias, Padre General, por sus palabras.
Ustedes se imaginarán que después de haberles mandado este documento no voy a echar un discurso… Así que le pregunté al Padre en qué hablaba, si en castellano o en italiano, y me dijo: “Casi todos entienden castellano”.
Gracias por venir así, gracias por traer la familia… – las Montales, que las tenía atrás, en el Colegio El Salvador, y las conozco bien –…la familia. Eso es lindo, una congregación religiosa tiene una familia que rodea, gente que trabaja, laicos, todos… La familia es un signo de fecundidad y humanidad. Gracias por venir así.
Tres cosas, tres palabras yo les ponía en el mensaje que las retomo ahora para decir dos o tres palabras y saludarlos. Educar, anunciar y transformar. Me detengo en la primera: educar. Educar en este momento es muy serio. Es un desafío grande, porque el pacto educativo en general está roto. El pacto educativo —ahora, yo estoy muy influenciado de mi Patria, pero veo que en todos lados se ve más o menos lo mismo—: escuela, familia y los jóvenes, está roto. Entonces, hay que reconstruir ese pacto educativo de la manera que haya que reconstruirlo, pero es clave en eso. Y educar reconstruyendo el pacto educativo, lo cual incluye la familia, necesariamente, hoy día en la educación no puede estar ausente la familia, la familia como venga. Pero realmente hay familias destruidas, familias que… bueno, pero en el chico se puede recomponer muchas cosas, muchas cosas. Entonces tratar de rehabilitar el pacto educativo, y tratar que los docentes —en muchos países son los más mal pagados, en muchos países— en ese trabajo, también ayudar al reconocimiento del docente que da su vida. Hay docentes que tienen que trabajar dos turnos para poder tener un sueldo digno. Ese docente cómo, cuando llegue a su casa, va a tener tiempo de preparar clases, de pensar, y todo eso. El diálogo entre la familia y el docente, la familia, la escuela y el chico, ese diálogo triple. Además el chico que sea activo en la educación. Bueno, eso es para reconstruir el pacto educativo y es una misión muy seria que tienen que tener ustedes en esto: rehacerlo.
Segundo: una educación completa. Salir de la herencia que nos dejó la Ilustración, que educar es llenar la cabeza de conceptos, ¿no es cierto?, y cuanto más se sepa acá [indica la cabeza], mejor es la educación. Educar es hacer madurar a la persona mediante los tres lenguajes: el lenguaje de las ideas, el lenguaje del corazón y el lenguaje de las manos, y que haya armonía entre los tres, es decir, que nuestros alumnos sientan lo que piensen y hagan lo que piensan y sienten. Esa armonía de la persona, educar a la persona. Yo creo que si no educamos así, perdemos. Algunos pedagogos lo expresan de otra manera pero van a lo mismo: educar en contenidos, hábitos y valores, es lo mismo, una educación de ese tipo. Y yo añadiría que —y es clave hoy en día— la juventud hay que educarla en movimiento. La juventud quieta, hoy, no existe, y si no la ponemos nosotros en movimiento, la van a poner en movimiento mil cosas, principalmente los sistemas digitales que corren el riesgo, en esta velocidad líquida y gaseosa de nuestra civilización –y es el tercer punto que quiero tocar– de quitar las raíces a los chicos.
Los chicos hoy día vienen sin raíces, no tienen raíces, porque no tienen tiempo de echar raíces, perdón, las tienen pero no las asumen, porque no tienen tiempo de asumirlas, no las dejan crecer, no las dejan consolidar, porque viven continuamente en esta “liquidez” de cultura, ¿no es cierto?. Fundamentar las raíces. Jóvenes sin raíces es lo que estamos viendo ahora. ¿Y qué hacemos? Injertos de raíces. Yo siempre veo que es muy importante, me viene mucho a la mente y sobre todo inspirado —y lo digo con sencillez, rezando y todo— en el profeta Joel cuando dice: “Los viejos soñarán y los jóvenes profetizarán”. Hoy los jóvenes necesitan hablar con los viejos: es la única manera que reencuentren sus raíces. Hablar con los padres, sí, eso es fundamental, pero sobre todo, hoy, la necesidad es que encuentren a los viejos, ya los padres son medio de esta sociedad líquida; que encuentren a los viejos. Por favor, traten de fomentar el diálogo entre abuelos y nietos. “No, que los chicos…”. No. Experiencias yo he tenido montones y otros que me lo cuentan: Pónganlos en movimiento a los chicos. Dile: “¿Qué te parece? Vamos a tocar la guitarra en aquel asilo de ancianos”. Bueno, que sí, que no…van, y después no quieren salir, porque se da ese fenómeno que los viejos dicen: “No, ¿esta canción, la sabes…?”. Y empiezan a hablar, y los chicos quedan encantados y los viejos empiezan a despertar y se dan cuenta que pueden soñar todavía. Por favor, yo les doy esta misión: procuren fomentar —mientras hay tiempo, antes que se nos vayan— el diálogo entre jóvenes y viejos. Busquen las mil maneras, mil maneras de hacerlo, pero siempre en movimiento, porque los jóvenes quietos no funcionan. Este es otro criterio que hay que tener en cuenta en la educación y en todo: los jóvenes quietos están en las enciclopedias; en la realidad, si vos querés que un joven reciba algo tuyo, tenés que tenerlo en movimiento.
Bueno, entonces en esto de educar así se da el anunciar y el transformar, pero me quedo en el educar con las cosas que les dije. Por eso me quedé sentado, porque no leía un discurso; quería ser más espontáneo.
Muchas gracias y ahora los invito a rezar un Ave María a la Virgen, y también a pedir la protección de San Faustino. Me causó gracia cómo le pidió el milagro el papá del chico recién nacido, el chileno: “¡Hacé algo, Peladito!”.
El Papa Francisco explica el Evangelio del domingo (ZENIT – 12 nov. 2017)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!.
En este domingo, el Evangelio (cf. Mt 25, 1-13) nos indica la condición para entrar en el Reino de los cielos, y lo hace con la parábola de las diez vírgenes: se trata de aquellas doncellas que son encargadas de acoger y acompañar al esposo en la ceremonia de bodas porque en aquel tiempo era costumbre celebrarlas de noche, entonces estas doncellas llevaban lámparas.
La parábola dice que cinco de estas vírgenes son prudentes y cinco son necias: en efecto las prudentes han llevado consigo el aceite para las lámparas, mientras que las necias no lo han llevado. El esposo tarda en llegar y todas se duermen, a media noche, se anuncia la llegada del esposo, entonces las vírgenes necias se dan cuenta que no tienen más aceite para sus lámparas, y se lo piden a las prudentes. Pero estas responden que no se lo pueden dar porque no bastaría para todas.
Mientras las necias van en busca del aceite, llega el esposo. Las prudentes entran con él en la sala del banquete y se cierra la puerta. Las cinco necias llegan demasiado tarde, golpean la puerta pero la respuesta es: “No os conozco” (v. 12), y permanecen fuera.
¿Que nos quiere enseñar Jesús con esta parábola? Nos recuerda que debemos estar preparados al encuentro con él. Muy a menudo, en el Evangelio, Jesús nos exhorta a velar, y lo hace también al final de esta cita: “Velad, porque no sabéis ni el día ni la hora!” (v. 13).
Con esta parábola nos dice que velar no significa solamente no dormir, sino también estar preparados. En efecto, todas las vírgenes duermen antes que llegue el esposo, pero al despertar, algunas están preparadas y otras no, este es por lo tanto el significado de ser prudentes y sabias: no se trata de esperar al último momento de nuestra vida para colaborar con la gracia de Dios sino hacerlo ya desde ahora.
La lámpara es el símbolo de la fe que ilumina nuestra vida, mientras el aceite es el símbolo de la caridad que alimenta la luz de la fe, la hace fecunda y creíble. La condición para estar preparados al encuentro con el Señor no solamente es la fe, sino una vida cristiana rica en amor al prójimo.
Si nos dejamos guiar por lo que parece más cómodo, por la búsqueda de nuestro interés, nuestra vida será estéril, incapaz de dar vida a los demás, y no hacemos ninguna provisión de aceite para la lámpara de nuestra fe. La fe se extinguirá en el momento de la venida del Señor, o incluso antes.
Si, por el contrario estamos vigilantes, y buscamos hacer el bien, con gestos de amor, de compartir, de servicio al prójimo en dificultad, podemos estar tranquilos mientras esperamos la venida del esposo: el Señor podrá venir en cualquier momento, e incluso el sueño de la muerte no nos asusta porque tenemos la reserva de aceite, acumulada con las obras buenas de cada día. La fe inspira la caridad y la caridad custodia la fe.
Que la Virgen María nos ayude a hacer nuestra fe cada vez más operante a través de la caridad, para que nuestra lámpara pueda resplandecer ya aquí en el camino terrenal y después por siempre en la fiesta de boda, en el Paraíso.
Ave María……
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Reflexión a las lecturas del primer domingo de Adviento B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 1º de Adviento B
Este domingo se hace necesario un esfuerzo de adaptación a la vida litúrgica de la Iglesia, porque estos días, en medio del acontecer normal de nuestra existencia, se produce un hecho importante: termina un Año Litúrgico y comienza otro, que llamamos Ciclo II ó B. Dejamos al evangelista S. Mateo, que nos ha acompañado en las celebraciones de este año, y acogemos, con veneración y afecto, a San Marcos.
Un nuevo Año Litúrgico, es decir, un nuevo recorrido por las distintas celebraciones de la Iglesia, constituye un gran don, que Dios nos hace. Y hemos de acogerlo con ilusión y gratitud, y con los mejores deseos de aprovecharlo al máximo.
Y comenzamos por el Tiempo de Adviento, por nuestra preparación para la Navidad; porque esta fiesta hay que prepararla intensamente. Una fiesta que no se prepara, o no se celebra o sale mal. Y la Navidad es la segunda fiesta en importancia, después de la Pascua. Para ello, se nos van ofreciendo cada día, los medios oportunos, para que lleguemos a las celebraciones que se acercan, bien preparados, bien dispuestos. En la oración colecta del domingo 3º, decimos al Señor que la Navidad es “fiesta de gozo y salvación”, y que nos conceda celebrarla “con alegría desbordante”.
Comenzamos este Tiempo, recordando que siempre, de algún modo, estamos en “adviento”, porque siempre estamos a la espera de la Venida Gloriosa del Señor, como hemos venido recordando y celebrando las tres últimas semanas del Tiempo Ordinario, y continuare-mos haciéndolo las dos primeras semanas de Adviento, concretamente, hasta el día 17 de diciembre, en que comienzan “las ferias mayores”, la preparación inmediata para la Navidad.
En el Evangelio de este domingo, Jesucristo nos advierte que tenemos que vivir siempre a la espera, porque no sabemos cuándo vendrá; y porque, entonces, quiere encontrarnos en la tarea, que nos ha señalado.
Jesús se vale de una comparación sencilla: Un hombre se va de viaje y deja a cada uno de los criados su tarea, encargándole al portero que permaneciera a en vela. De igual modo, el día de la Ascensión Jesucristo se marchó visiblemente al Cielo y volverá (Hch 1, 9-12). Y nos ha dejado la tarea de extender su Reino por el mundo entero. Hoy nos advierte que llegará inesperadamente, y puede encontrarnos dormidos. Y es que los acontecimientos importantes e, incluso, muchos menos importantes de esta vida, tienen fecha: día y hora. Sin embargo, el acontecimiento más trascendental de todos, no la tiene. De este modo, todas las generaciones cristianas pueden tener la experiencia de estar a la espera del Señor. La Venida imprevista del Cristo puede ser mañana o puede ser dentro de un millón de años. No lo sabemos. ¡Y hay tanta gente despistada, que no sabe nada de esto, ni le interesa…! ¡Hay tanta gente dormida! “¿Simón duermes?” dijo el Señor a Simón Pedro, en el Huerto de los Olivos, cuando los discípulos, en lugar de velar en oración, dormían (Mc 14,37). Lo mismo se podría decir hoy, y, de hecho, lo dice de tantos cristianos, que somos, por naturaleza, “discípulos misioneros” del Reino de Dios, y andamos un tanto dormidos.
Al comenzar este Tiempo, hacemos nuestra, la súplica de aquellos israelitas, que acababan de llegar del destierro (1ª Lect.): “Ojalá rasgases el Cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia”.
De todos modos, S. Pablo nos advierte este domingo (2ª Lect.) que no carecemos de ningún don los que aguardamos “la manifestación de nuestro Señor Jesucristo”.
Por todo ello, proclamamos en el salmo responsorial de hoy: “Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve”.
¡BUEN ADVIENTO! ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 1º DE ADVIENTO A
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
El profeta Isaías contempla, como desde una atalaya, los tiempos del Mesías, y presenta a todos los pueblos caminando hacia Jerusalén, ciudad de Dios, figura de la Iglesia. Esta profecía hallará su cumplimiento pleno en la Vuelta Gloriosa del Señor. Escuchemos con atención.
SALMO
¡Cantemos al Señor. Jerusalén es figura del Reino de Dios, el Cielo, hacia el cual hemos de dirigirnos con alegría y esperanza.
SEGUNDA LECTURA
El Adviento constituye una llamada muy fuerte a espabilarnos de nuestra modorra y apatía, porque la luz de Cristo que viene, brilla ya.
Pocas palabras podríamos escuchar hoy más adecuadas a nuestra situación, que esta exhortación de S. Pablo.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio el Señor nos advierte de la necesidad de estar en vela y preparados, ante su Venida Gloriosa, para que cuando Él vuelva nos encuentre esperándole.
Aclamémosle ahora con el canto del aleluya.
OFRENDAS
En este primer domingo de diciembre, comenzando nuestra preparación para la Navidad, se nos recuerda nuestro deber de ayudar los pobres y necesitados.
La espera de un cielo nuevo y una tierra nueva nos estimula a mejorar este mundo y a resolver estas situaciones con espíritu generoso.
COMUNIÓN
En la Comunión nos encontramos con Jesucristo, que está ahora glorioso en el Cielo y en el Santísimo Sacramento del Altar. Así, de algún modo, se nos anticipa en la tierra, el encuentro pleno y definitivo que tendrá lugar en su Vuelta Gloriosa, como se nos recuerda este primer domingo de Adviento.
Reflexión de José Antonio pagola al evangelio del domingo primero de Adviento B
UNA IGLESIA DESPIERTA
Jesús está en Jerusalén, sentado en el monte de los Olivos, mirando hacia el Templo y conversando confidencialmente con cuatro discípulos: Pedro, Santiago, Juan y Andrés. Los ve preocupados por saber cuándo llegará el final de los tiempos. A él, por el contrario, le preocupa cómo vivirán sus seguidores cuando ya no lo tengan entre ellos.
Por eso, una vez más, les descubre su inquietud: «Mirad, vivid despiertos». Después, dejando de lado el lenguaje terrorífico de los visionarios apocalípticos, les cuenta una pequeña parábola que ha pasado casi inadvertida entre los cristianos.
«Un señor se fue de viaje y dejó su casa». Pero, antes de ausentarse, «confió a cada uno de sus criados su tarea». Al despedirse solo les insistió en una cosa: «Vigilad, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa». Que, cuando venga, no os encuentre dormidos.
El relato sugiere que los seguidores de Jesús formarán una familia. La Iglesia será «la casa de Jesús» que sustituirá a «la casa de Israel». En ella, todos son servidores. No hay señores. Todos vivirán esperando al único Señor de la casa: Jesús, el Cristo. No lo han de olvidar jamás.
En la casa de Jesús nadie ha de permanecer pasivo. Nadie se ha de sentir excluido, sin responsabilidad alguna. Todos somos necesarios. Todos tenemos alguna misión confiada por él. Todos estamos llamados a contribuir a la gran tarea de vivir como Jesús. Él vivió siempre dedicado a servir al reino de Dios.
Los años irán pasando. ¿Se mantendrá vivo el espíritu de Jesús entre los suyos? ¿Seguirán recordando su estilo servicial a los más necesitados y desvalidos? ¿Le seguirán por el camino abierto por él? Su gran preocupación es que su Iglesia se duerma. Por eso les insiste hasta tres veces: «Vivid despiertos». No es una recomendación a los cuatro discípulos que le están escuchando, sino un mandato a los creyentes de todos los tiempos: «Lo que os digo a vosotros os lo digo a todos: velad».
El rasgo más generalizado de los cristianos que no han abandonado la Iglesia es seguramente la pasividad. Durante siglos hemos educado a los fieles para la sumisión y la obediencia. En la casa de Jesús, solo una minoría se siente hoy con alguna responsabilidad eclesial.
Ha llegado el momento de reaccionar. No podemos seguir aumentando aún más la distancia entre «los que mandan» y «los que obedecen». Es pecado promover el desafecto, la mutua exclusión o la pasividad. Jesús nos quería ver a todos despiertos, activos, colaborando con lucidez y responsabilidad en su proyecto del reino de Dios.
José Antonio Pagola
Domingo 1 Adviento – B (Marcos 13,33-37)
Evangelio del 03 / Dic / 2017
Publicado el 27/ Nov/ 2017