Discurso del Papa a religiosos y consagrados. (ZENIT – 20 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas:
¡Buenas tardes!
[Gran aplauso] Como es costumbre que el aplauso viene al final, quiere decir que ya terminé, así que me voy. [gritan: ¡No!]
Agradezco las palabras que Mons. José Antonio Eguren Anselmi, Arzobispo de Piura, me ha dirigido en nombre de todos los que están aquí.
Encontrarme con ustedes, conocerlos, escucharlos y manifestar el amor por el Señor y la misión que nos regaló es importante. ¡Sé que hicieron un gran esfuerzo para estar acá, gracias!
Nos recibe este Colegio Seminario, uno de los primeros fundados en América Latina para la formación de tantas generaciones de evangelizadores. Estar aquí y con ustedes es sentir que estamos en una de esas «cunas» que gestaron a tantos misioneros. Y no olvido que esta tierra vio morir, misionando – no sentado detrás de un escritorio-, a santo Toribio de Mogrovejo, patrono del episcopado latinoamericano. Y todo esto nos lleva a mirar hacia nuestras raíces, a lo que nos sostiene a lo largo del tiempo, nos sostiene a lo largo de la historia para crecer hacia arriba y dar fruto. Las raíces. Sin raíces no hay flores, no hay frutos. Decía un poeta que “todo lo que el árbol tiene de florido le viene de lo que tiene de soterrado”, las raíces. Nuestras vocaciones tendrán siempre esa doble dimensión: raíces en la tierra y corazón en el cielo. No se olviden esto. Cuando falta alguna de estas dos, algo comienza a andar mal y nuestra vida poco a poco se marchita (cf. Lc 13,6-9), como un árbol que no tiene raíces, marchita. Y les digo que da mucha pena ver algún obispo, algún cura, alguna monja, “marchito”. Y mucha más pena me da cuando veo seminaristas marchitos. Esto es muy serio. La Iglesia es buena, la Iglesia es madre y si ustedes ven que no pueden, por favor, hablen antes de tiempo, antes de que sea tarde, antes que se den cuenta que no tienen raíces ya y que se están marchitando; todavía ahí hay tiempo para salvar, porque Jesús vino para eso, a salvar, y si nos llamó es para salvar.
Me gusta subrayar que nuestra fe, nuestra vocación es memoriosa, esa dimensión deuteronómica de la vida. Memoriosa porque sabe reconocer que ni la vida, ni la fe, ni la Iglesia comenzó con el nacimiento de ninguno de nosotros: la memoria mira al pasado para encontrar la savia que ha irrigado durante siglos el corazón de los discípulos, y así reconoce el paso de Dios por la vida de su pueblo. Memoria de la promesa que hizo a nuestros padres y que, cuando sigue viva en medio nuestro, es causa de nuestra alegría y nos hace cantar: «el Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres» (Sal 125,3).
Me gustaría compartir con ustedes algunas virtudes, o algunas dimensiones, si quieren, de este ser memoriosos. Cuando yo digo “quiero que un obispo, un cura, una monja, un seminarista sea memorioso”, ¿qué quiero decir?. Y es lo que me gustaría compartir ahora.
1. Una dimensión es la alegre conciencia de sí. No hay que ser un inconsciente de sí mismo, no. Saber qué es lo que le está pasando, pero alegre conciencia de sí.
El Evangelio que hemos escuchado (cf. Gv 1,35-42) lo leemos habitualmente en clave vocacional y así nos detenemos en el encuentro de los discípulos con Jesús. Pero me gustaría, antes, mirar a Juan el Bautista. Él estaba con dos de sus discípulos y al ver pasar a Jesús les dice: «Ese es el Cordero de Dios» (Jn 1,36); al oír esto ¿qué pasó? dejaron a Juan y y se fueron con el otro (cf. v. 37). Es algo sorprendente, habían estado con Juan, sabían que era un hombre bueno, más aún, el mayor de los nacidos de mujer, como Jesús lo define (cf. Mt 11,11), pero él no era el que tenía que venir. También Juan esperaba a otro más grande que él. Juan tenía claro que no era el Mesías sino simplemente quien lo anunciaba. Juan era el hombre memorioso de la promesa y de su propia historia. Era famoso, tenía fama, todos venían a hacerse bautizar por él, lo escuchaban con respeto. La gente creía que era el Mesías, pero él era memorioso de su propia historia y no se dejó engañar por el incienso de la vanidad.
Juan manifiesta la conciencia del discípulo que sabe que no es ni será nunca el Mesías, sino sólo un invitado a señalar el paso del Señor por la vida de su gente. A mí me impresiona cómo Dios permita que esto llegue hasta las últimas consecuencias: muere degollado en un calabozo, así de sencillo. Nosotros consagrados no estamos llamados a suplantar al Señor, ni con nuestras obras, ni con nuestras misiones, ni con el sinfín de actividades que tenemos para hacer. Yo cuando digo consagrados involucro a todos: obispos, sacerdotes, consagrados y consagradas, religiosos y religiosas y seminaristas. Simplemente se nos pide trabajar con el Señor, codo a codo, pero sin olvidarnos nunca de que no ocupamos su lugar. Y esto no nos hace «aflojar» en la tarea evangelizadora, por el contrario, nos empuja, nos exige trabajar recordando que somos discípulos del único Maestro. El discípulo sabe que secunda y siempre secundará al Maestro. Y esa es la fuente de nuestra alegría, la alegre conciencia de sí mismo.
¡Nos hace bien saber que no somos el Mesías! Nos libra de creernos demasiado importantes, demasiado ocupados —es típica de algunas regiones escuchar: «No, a esa parroquia no vayas porque el padre siempre está muy ocupado»—. Juan el Bautista sabía que su misión era señalar el camino, iniciar procesos, abrir espacios, anunciar que Otro era el portador del Espíritu de Dios. Ser memoriosos nos libra de la tentación de los mesianismos, de creerme yo el Mesías.
Esta tentación se combate de muchos modos, pero también con la risa. De un religioso a quien yo quise mucho – era jesuita, un jesuita holandés que murió el año pasado- se decía que tenía tal sentido del humor que era capaz de reírse de todo lo que pasaba, de sí mismo y hasta de su propia sombra. Conciencia alegre. Aprender a reírse de uno mismo nos da la capacidad espiritual de estar delante del Señor con los propios límites, errores y pecados, pero también aciertos, y con la alegría de saber que Él está a nuestro lado. Un lindo test espiritual es preguntarnos por la capacidad que tenemos de reírnos de nosotros mismos. De los demás es fácil reírse ¿no es cierto?, sacarle el cuero, reírse pero de nosotros mismos no es fácil. La risa nos salva del neopelagianismo «autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y, se sienten superiores a otros».[1] Reíte. Rían en comunidad y no de la comunidad o de los otros. Cuidémonos de esa gente tan pero tan importante que, en la vida, se han olvidado de sonreir. “Sí, padre, pero usted no tiene un remedio, algo para…” Mira tengo dos “pastillas” que ayudan mucho: una, hablá con Jesús, con la Virgen, la oración, rezá y pedí la gracia de la alegría, de la alegría sobre la situación real; la segunda pastilla la podés hacer varias veces por día si la necesitás, sino una sola basta, miráte al espejo, miráte al espejo: “Y ¿ese soy yo?, ¿esa soy yo? Ja ja ja….”. Y eso te hace reír. Y esto no es narcisismo, al contrario, es lo contrario, el espejo, acá, sirve como cura.
Primero era entonces la alegre, la alegre conciencia de sí.
2. Lo segundo es la hora del llamado, hacernos cargo de la hora del llamado.
Juan el Evangelista recoge en su Evangelio incluso hasta la hora de aquel momento que cambió su vida. Sí, cuando el Señor a una persona le hace crecer la conciencia de que es un llamado…, se acuerda cuándo empezó todo esto: «Eran las cuatro de la tarde» (v. 39). El encuentro con Jesús cambia la vida, establece un antes y un después. Hace bien recordar siempre esa hora, ese día clave para cada uno de nosotros en el que nos dimos cuenta, en serio, de que “esto que yo sentía” no eran ganas o atracciones sino que el Señor esperaba algo más. Y acá uno se puede acordar: ese día me di cuenta. La memoria de esa hora en la que fuimos tocados por su mirada.
Las veces que nos olvidamos de esta hora, nos olvidamos de nuestros orígenes, de nuestras raíces; y al perder estas coordenadas fundamentales dejamos de lado lo más valioso que un consagrado puede tener: la mirada del Señor: “No padre, yo lo miro al Señor en el sagrario”- Está bien, eso está bien pero sentáte un rato y dejáte mirar y recordá las veces que te miró y te está mirando. Dejáte mirar por él. Es de lo más valioso que un consagrado tiene: la mirada del Señor. Quizá no estás contento con ese lugar donde te encontró el Señor, quizá no se adecua a una situación ideal o que te «hubiese gustado más». Pero fue ahí donde te encontró y te curó las heridas, ahí. Cada uno de nosotros conoce el dónde y el cuándo: quizás un tiempo de situaciones complejas, sí; con situaciones dolorosas, sí; pero ahí te encontró el Dios de la Vida para hacerte testigo de su Vida, para hacerte parte de su misión y ser, con Él, ser caricia de Dios para tantos. Nos hace bien recordar que nuestras vocaciones son una llamada de amor para amar, para servir. No para sacar tajada para nosotros mismos. ¡Si el Señor se enamoró de ustedes y los eligió, no fue por ser más numerosos que los demás, pues son el pueblo más pequeño, sino por puro amor! (cf. Dt 7,7-8). Así le dice el Deuteronomio al pueblo de Israel. No te la creas, no sos el pueblo más importante, sos de lo peorcito, pero se enamoró de ese, y bueno, qué quieren, tiene mal gusto el Señor, pero se enamoró de ese… Amor de entrañas, amor de misericordia que mueve nuestras entrañas para ir a servir a otros al estilo de Jesucristo. No al estilo de los fariseos, de los saduceos, de los doctores de la ley, de los zelotes, no, no, esos buscaban su gloria.
Quisiera detenerme en un aspecto que considero importante. Muchos, a la hora de ingresar al seminario o a la casa de formación, o noviciados fuimos formados con la fe de nuestras familias y vecinos. Ahí, aprendimos a rezar, de la mamá, de la abuela, de la tía… y después fue la catequista la que nos preparó… Y así fue como dimos nuestros primeros pasos, apoyados no pocas veces en las manifestaciones de piedad y espiritualidad popular, que en Perú han adquirido las más exquisitas formas y arraigo en el pueblo fiel y sencillo. Vuestro pueblo ha demostrado un enorme cariño a Jesucristo, a la Virgen, y a sus santos y beatos en tantas devociones que no me animo a nombrarlas por miedo a dejar alguna de lado. En esos santuarios, «muchos peregrinos toman decisiones que marcan sus vidas. Esas paredes contienen muchas historias de conversión, de perdón y de dones recibidos, que millones podrían contar».[2] Inclusive muchas de vuestras vocaciones pueden estar grabadas en esas paredes. Los exhorto, por favor, a no olvidar, y mucho menos despreciar, la fe fiel y sencilla de vuestro pueblo. Sepan acoger, acompañar y estimular el encuentro con el Señor. No se vuelvan profesionales de lo sagrado olvidándose de su pueblo, de donde los sacó el Señor, de detrás del rebaño – como dice el Señor a su elegido [David] en la Biblia -. No pierdan la memoria y el respeto por quien les enseñó a rezar.
A mí me ha pasado que – en reuniones con maestros y maestras de novicias o rectores de seminarios, padres espirituales de seminario- sale la pregunta: “¿Cómo le enseñamos a rezar a los que entran?”. Entonces, les dan algunos manuales para aprender a meditar – a mí me lo dieron cuando entré-: “o esto haga acá”, o “aquello no”, o “primero tenés que hacer esto”, “después este otro tal paso”… Y en general, los hombres y mujeres más sensatos que tienen este cargo de maestros de novicios o de padres espirituales o rectores de seminarios optan: “Seguí rezando como te enseñaron en casa”. Y después, poco a poco, los van haciendo avanzar en otro tipo de oración. Pero, “seguí rezando como te enseñó tu madre, como te enseñó tu abuela”, que por otro lado es el consejo que San Pablo le da a Timoteo: “La fe de tu madre y de tu abuela, esa es la que tenés vos, seguí por estas”. No desprecien la oración casera porque es la más fuerte. Recordar la hora del llamado, hacer memoria alegre del paso de Jesucristo por nuestra vida, nos ayudará a decir esa hermosa oración de san Francisco Solano, gran predicador y amigo de los pobres, «Mi buen Jesús, mi Redentor y mi amigo. ¿Qué tengo yo que tú no me hayas dado? ¿Qué sé yo que tú no me hayas enseñado?».
De esta forma, el religioso, sacerdote, consagrada, consagrado, seminarista es una persona memoriosa, alegre y agradecida: trinomio para configurar y tener como «armas» frente a todo «disfraz» vocacional. La conciencia agradecida agranda el corazón y nos estimula al servicio. Sin agradecimiento podemos ser buenos ejecutores de lo sagrado, pero nos faltará la unción del Espíritu para volvernos servidores de nuestros hermanos, especialmente de los más pobres. El Pueblo de Dios tiene olfato y sabe distinguir entre el funcionario de lo sagrado y el servidor agradecido. Sabe reconocer entre el memorioso y el olvidadizo. El Pueblo de Dios es aguantador, pero reconoce a quien lo sirve y lo cura con el óleo de la alegría y de la gratitud. En eso déjense aconsejar por el Pueblo de Dios. A veces en las parroquias sucede que cuando el cura se desvía un poquito y se olvida de su pueblo – estoy hablando de historias reales, ¿no?- cuántas veces la vieja de la sacristía – como la llaman, “la vieja de la sacristía”- le dice: “Padrecito, cuánto hace que no va a ver a su mamá. Vaya, vaya a ver a su mamá que nosotros por una semana nos arreglamos con el Rosario”.
3. Tercer, la alegría contagiosa. La alegría es contagiosa cuando es verdadera. Andrés era uno de los discípulos de Juan el Bautista que había seguido a Jesús ese día. Después de haber estado con Él y haber visto dónde vivía, volvió a casa de su hermano Simón Pedro y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1,41). Ahí no más fue contagiado. Esta es la noticia más grande que podía darle, y lo condujo a Jesús. La fe en Jesús se contagia. Y si hay un cura, un obispo, una monja, un seminarista, un consagrado que no contagia es un aséptico, es de laboratorio, que salga y se ensucie las manos un poquito y ahí va a empezar a contagiar el amor de Jesús. La fe en Jesús se contagia, no puede confinarse ni encerrarse; y aquí se encuentra la fecundidad del testimonio: los discípulos recién llamados atraen a su vez a otros mediante su testimonio de fe, del mismo modo que en el pasaje evangélico Jesús nos llama por medio de otros. La misión brota espontánea del encuentro con Cristo. Andrés comienza su apostolado por los más cercanos, por su hermano Simón, casi como algo natural, irradiando alegría. Esta es la mejor señal de que hemos «descubierto» al Mesías. La alegría contagiosa es una constante en el corazón de los apóstoles, y la vemos en la fuerza con que Andrés confía a su hermano: «¡Lo hemos encontrado!». Pues «la alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría».[3] Y ésta es contagiosa.
Esta alegría nos abre a los demás, es alegría no para guardarla, sino para transmitirla. En el mundo fragmentado que nos toca vivir, que nos empuja a aislarnos, somos desafiados a ser artífices y profetas de comunidad. Ustedes saben, nadie se salva solo. Y en esto me gustaría ser claro. La fragmentación o el aislamiento no es algo que se da «fuera» como si solamente fuese un problema del «mundo». Hermanos, las divisiones, guerras, aislamientos los vivimos también dentro de nuestras comunidades, dentro de nuestros presbiterios, dentro de nuestras Conferencias episcopales ¡y cuánto mal nos hacen! Jesús nos envía a ser portadores de comunión, de unidad, pero tantas veces parece que lo hacemos desunidos y, lo que es peor, muchas veces poniéndonos zancadillas unos a otros, ¿o me equivoco? [responden: ¡No!]. Agachemos la cabeza y cada cual ponga dentro del propio sayo lo que le toca. Se nos pide ser artífices de comunión y de unidad; que no es lo mismo que pensar todos igual, hacer todos lo mismo. Significa valorar los aportes, las diferencias, el regalo de los carismas dentro de la Iglesia sabiendo que cada uno, desde su cualidad, aporta lo propio pero necesita de los demás. Sólo el Señor tiene la plenitud de los dones, sólo Él es el Mesías. Y quiso repartir sus dones de tal forma que todos podamos dar lo nuestro enriqueciéndonos con lo de los demás. Hay que cuidarse de la tentación del «hijo único» que quiere todo para sí, porque no tiene con quién compartir. Malcriado el muchacho. A aquellos que tengan que ocupar misiones en el servicio de la autoridad les pido, por favor, no se vuelvan autorreferenciales; traten de cuidar a sus hermanos, procuren que estén bien; porque el bien se contagia. No caigamos en la trampa de una autoridad que se vuelva autoritarismo por olvidarse que, ante todo, es una misión de servicio. Los que tienen esa misión de ser autoridad piénsenlo mucho, en los ejércitos hay bastantes sargentos no hace falta que se nos metan en nuestra comunidad.
Quisiera antes de terminar: ser memorioso y las raíces. Considero importante que en nuestras comunidades, en nuestros presbiterios se mantenga viva la memoria y se dé el diálogo entre los más jóvenes y los más ancianos. Los más ancianos son memoriosos y nos dan la memoria. Tenemos que ir a recibirla, no los dejemos solos. Ellos [los ancianos], por ahí, no quieren hablar, alguno se siente un poquito abandonado… Hagámoslo hablar, sobre todo los jóvenes. Los que están en cargos de formación de los jóvenes, mándelos hablar con los curas viejos, con las monjas viejas, con los obispos viejos – dicen que las monjas no envejecen porque son eternas – mándelos a hablar. Los ancianos necesitan que les vuelvan a brillar los ojos y que vean que en la Iglesia, en el presbiterio, en la Conferencia episcopal, en el convento, hay jóvenes que llevan adelante el cuerpo de la Iglesia. Que los oigan hablar, que les pregunten los jóvenes a ellos, y a ellos ahí les van a empezar a brillar los ojos y van a empezar a soñar. Hagan soñar a los viejos. La profecía de Joel, 3,1. Hagan soñar a los viejos. Y si los jóvenes hacen soñar a los viejos les aseguro que los viejos harán profetizar a los jóvenes. Ir a las raíces. Yo quisiera en esto – ya estoy terminando – citar un Santo Padre, pero no se me ocurre ninguno, pero voy a citar a un Nuncio apostólico. Me decía él, hablando de esto, un antiguo refrán africano que aprendió cuando él estuvo allí – porque los Nuncios apostólicos primero pasan por África y ahí aprenden muchas cosas- , y el refrán era: “Los jóvenes caminan rápido – y lo tienen que hacer- pero son los viejos los que conocen el camino” ¿Está bien?
Queridos hermanos, nuevamente gracias y que esta memoria deuteronómica nos haga más alegres y agradecidos para ser servidores de unidad en medio de nuestro pueblo. Déjense mirar por el Señor, vayan a buscar al Señor, ahí, en la memoria. Mírense al espejo de vez en cuando. Y que el Señor los bendiga, que la Virgen Santa los cuide. Y de vez en cuando –como dicen en el campo- échenme un rezo. Gracias.
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[1] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[2] Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 260.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1.
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Discurso del Papa en la celebración mariana en Trujillo. (ZENIT – 20 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas:
Agradezco a Mons. Héctor Miguel sus palabras de bienvenida en nombre de todo el Pueblo de Dios que peregrina en estas tierras.
En esta hermosa e histórica plaza de Trujillo que ha sabido impulsar sueños de libertad para todos los peruanos nos congregamos hoy para encontrarnos con la «Mamita de Otuzco» (Aplauso) Sé de los muchos kilómetros que tantos de ustedes han realizado para estar hoy aquí, reunidos bajo la mirada de la Madre. Esta plaza se transforma así en un santuario a cielo abierto en el que todos queremos dejarnos mirar por la Madre, por su maternal y tierna mirada. Madre que conoce el corazón de los norteños peruanos y de tantos otros lugares; ha visto sus lágrimas, sus risas, sus anhelos. En esta plaza se quiere atesorar la memoria de un Pueblo que sabe que María es Madre y no abandona a sus hijos.
La casa se viste de fiesta de manera especial. Nos acompañan las imágenes venidas desde distintos rincones de esta región. Junto a la querida Inmaculada Virgen de la Puerta de Otuzco, saludo y doy la bienvenida a la Santísima Cruz de Chalpón de Chiclayo, al Señor Cautivo de Ayabaca, la Virgen de las Mercedes de Paita, el Divino Niño del Milagro de Eten, la Virgen Dolorosa de Cajamarca, la Virgen de la Asunción de Cutervo, la Inmaculada Concepción de Chota, Nuestra Señora de Alta Gracia de Huamachuco, Santo Toribio de Mogrovejo de Tayabamba —Huamachuco—, la Virgen Asunta de Chachapoyas, la Virgen de la Asunción de Usquil, la Virgen del Socorro de Huanchoco, y las reliquias de los Mártires Conventuales de Chimbote (Aplausos).
Cada comunidad, cada rinconcito de este suelo viene acompañado por el rostro de un santo, el amor a Jesucristo y a su Madre. Y contemplar que donde haya una comunidad, donde haya vida y corazones latiendo y ansiosos por encontrar motivos para la esperanza, para el canto, para el baile, para una vida digna… allí está el Señor, allí encontramos a su Madre y también el ejemplo de tantos santos que nos ayudan a permanecer alegres en la esperanza.
Con ustedes doy gracias por la delicadeza de nuestro Dios. Él busca la forma de acercarse a cada uno de la manera que pueda recibirlo y así nacen las más distintas advocaciones. Expresan el deseo de nuestro Dios por querer estar cerca de cada corazón porque el idioma del amor de Dios siempre se pronuncia en dialecto, no tiene otra forma de hacerlo, y además resulta esperanzador ver cómo la Madre asume los rasgos de los hijos, la vestimenta, el dialecto de los suyos para hacerlos parte de su bendición. María siempre será una Madre mestiza, porque en su corazón encuentran lugar todas las sangres, porque el amor busca todos los medios para amar y ser amado. Todas estas imágenes nos recuerdan la ternura con que Dios quiere estar cerca de cada poblado, de cada familia, de vos, de mí, de todos.
Sé del amor que le tienen a la Inmaculada Virgen de la Puerta de Otuzco que hoy junto a ustedes, quiero declarar: Virgen de la Puerta, «Madre de Misericordia y de la Esperanza». (Aplauso)
Virgencita que, en los siglos pasados, demostró su amor por los hijos de esta tierra, cuando colocada sobre una puerta los defendió y los protegió de las amenazas que los afligían, suscitando así el amor de todos los peruanos hasta nuestros días.
Ella nos sigue defendiendo e indicando la Puerta que nos abre el camino a la vida auténtica, a la Vida que no se marchita. Ella es la que sabe acompañar a cada uno de sus hijos para que vuelvan a casa. Nos acompaña y lleva hasta la Puerta que da Vida porque Jesús no quiere que nadie se quede afuera, a la intemperie. Así acompaña «la nostalgia que muchos sienten de volver a la casa del Padre, que está esperando su regreso» [1] y muchas veces no saben cómo volver. Decía san Bernardo: «Tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de borrascas y de tempestades: mira la Estrella e invoca a María». [2] Ella nos indica el camino a casa, ella nos lleva a Jesús que es la Puerta de la Misericordia. (…) Nos lleva a Jesús.
En el 2015 tuvimos la alegría de celebrar el Jubileo de la Misericordia. Un año en el que invitaba a todos los fieles a pasar por la Puerta de la Misericordia, «a través de la cual cualquiera que entrará podrá experimentar el amor de Dios que consuela, que perdona y ofrece esperanza». [3]
Y quiero repetir junto a ustedes el mismo deseo que tenía entonces: «¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!» [4]. Cómo deseo que esta tierra que tiene a la Madre de la Misericordia y la Esperanza pueda multiplicar y llevar la bondad y la ternura de Dios a cada rincón. Porque, queridos hermanos, no hay mayor medicina para curar tantas heridas que un corazón que sepa de misericordia, que un corazón que sepa tener compasión ante el dolor y la desgracia, ante el error y las ganas de levantarse de muchos y que no saben cómo hacerlo.
La compasión es activa porque «hemos aprendido que Dios se inclina hacia nosotros (cf. Os 11,4) para que también nosotros podamos imitarlo inclinándonos hacia los hermanos». [5] Inclinándonos especialmente ante aquellos más sufren. Como María, estar atentos a aquellos que no tienen el vino de la alegría, así sucedió en las bodas de Caná.
Mirando a María, no quisiera finalizar sin invitarlos a que pensemos en todas las madres y abuelas de esta Nación; son verdadera fuerza motora de la vida y de las familias del Perú. ¡Qué sería Perú sin las madres y las abuelas, qué sería nuestra vida sin ellas! (Aplausos) El amor a María nos tiene que ayudar a generar actitudes de reconocimiento y gratitud frente a la mujer, frente a nuestras madres y abuelas que son un bastión en las vidas de nuestras ciudades. Casi siempre silenciosas llevan la vida adelante. Es el silencio y la fuerza de la esperanza. Gracias por su testimonio.
Reconocer y agradecer, pero mirando a las madres y a las abuelas, quiero invitarlos a luchar contra una plaga que afecta a nuestro continente americano: los numerosos casos de feminicidio. Y son muchas las situaciones de violencia que quedan silenciadas detrás de tantas paredes. Los invito a luchar contra esta fuente de sufrimiento pidiendo que se promueva una legislación y una cultura de repudio a toda forma de violencia.
Hermanos, la Virgen de la Puerta, Madre de la Misericordia y de la Esperanza, nos muestra el camino y nos señala la mejor defensa contra el mal de la indiferencia y la insensibilidad. Ella nos lleva a su Hijo y así nos invita a promover e irradiar una «cultura de la misericordia, basada en el redescubrimiento del encuentro con los demás: una cultura en la que ninguno mire al otro con indiferencia ni aparte la mirada cuando vea el sufrimiento de los hermanos». [6]
Que la Virgen les conceda esta gracia.
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[1] Carta ap. Misericordia et misera al concluir el Jubileo extraordinario de la misericordia (20 noviembre 2016), 16.
[2] Hom. II super «Missus est», 17: PL 183, 70-71.
[3] Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 3.
[4] Ibíd., 5.
[5] Carta ap. Misericordia et misera al concluir el Jubileo extraordinario de la misericordia (20 noviembre 2016), 16.
[6] Ibíd., 20.
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Homilía del Papa en la explanada de Huanchaco. (ZENIT – 20 enero 2018)
Estas tierras tienen sabor a Evangelio. Todo el entorno que nos rodea, con este inmenso mar de fondo, (aplauso) nos ayuda a comprender mejor la vivencia que los apóstoles tuvieron con Jesús; y hoy, también nosotros, estamos invitados a vivirla. Me alegra saber que han venido desde distintos lugares del norte peruano para celebrar esta alegría del Evangelio.
Los discípulos de ayer, como tantos de ustedes hoy, se ganaban la vida con la pesca. Salían en barcas, como algunos de ustedes siguen saliendo en los «caballitos de totora», y tanto ellos como ustedes con el mismo fin: ganarse el pan de cada día. En eso se juegan muchos de nuestros cansancios cotidianos: poder sacar adelante a nuestras familias y darles lo que las ayudará a construir un futuro mejor.
Esta «laguna con peces dorados», como la han querido llamar, ha sido fuente de vida y bendición para muchas generaciones. Supo nutrir los sueños y las esperanzas a lo largo del tiempo.
Ustedes, al igual que los apóstoles, conocen la bravura de la naturaleza y han experimentado sus golpes. Así como ellos enfrentaron la tempestad sobre el mar, a ustedes les tocó enfrentar el duro golpe del «Niño costero», cuyas consecuencias dolorosas todavía están presentes en tantas familias, especialmente aquellas que todavía no pudieron reconstruir sus hogares. También por esto quise estar y rezar aquí con ustedes (aplauso).
A esta eucaristía traemos también ese momento tan difícil que cuestiona y pone muchas veces en duda nuestra fe. Queremos unirnos a Jesús. Él conoce el dolor y las pruebas; Él atravesó todos los dolores para poder acompañarnos en los nuestros. Jesús en la cruz quiere estar cerca de cada situación dolorosa para darnos su mano y ayudar a levantarnos. Porque Él entró en nuestra historia, quiso compartir nuestro camino y tocar nuestras heridas. No tenemos un Dios ajeno a lo que sentimos y sufrimos, al contrario, en medio del dolor nos entrega su mano.
Estos sacudones cuestionan y ponen en juego el valor de nuestro espíritu y de nuestras actitudes más elementales. Entonces nos damos cuenta de lo importante que es no estar solos sino unidos, estar llenos de esa unión que es fruto del Espíritu Santo.
¿Qué les pasó a las muchachas del Evangelio que hemos escuchado? De repente, sienten un grito que las despierta y las pone en movimiento. Algunas se dieron cuenta que no tenían el aceite necesario para iluminar el camino en la oscuridad, otras en cambio, llenaron sus lámparas y pudieron encontrar e iluminar el camino que las llevaba hacia el esposo. En el momento indicado cada una mostró de qué había llenado su vida.
Lo mismo nos pasa a nosotros. En determinadas circunstancias nos damos cuenta con qué hemos llenado nuestra vida. ¡Qué importante es llenar nuestras vidas con ese aceite que permite encender nuestras lámparas en las múltiples situaciones de oscuridad y encontrar los caminos para salir adelante!
Sé que, en el momento de oscuridad, cuando sintieron el golpe del Niño, estas tierras supieron ponerse en movimiento y estas tierras tenían el aceite para ir corriendo y ayudarse como verdaderos hermanos. Estaba el aceite de la solidaridad, de la generosidad que los puso en movimiento y fueron al encuentro del Señor con innumerables gestos concretos de ayuda. En medio de la oscuridad junto a tantos otros fueron cirios vivos que iluminaron el camino con manos abiertas y disponibles para paliar el dolor y compartir lo que tenían desde su pobreza.
En la lectura del Evangelio, podemos observar cómo las muchachas que no tenían aceite se fueron al pueblo a comprarlo. En el momento crucial de su vida, se dieron cuenta de que sus lámparas estaban vacías, de que les faltaba lo esencial para encontrar el camino de la auténtica alegría. Estaban solas y así quedaron fuera de la fiesta. Hay cosas, como bien saben, que no se improvisan y mucho menos se compran. El alma de una comunidad se mide en cómo logra unirse para enfrentar los momentos difíciles, de adversidad, para mantener viva la esperanza. Con esa actitud dan el mayor testimonio evangélico:
El Señor nos dice: «En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros» (Jn 13,35). Porque la fe nos abre a tener un amor concreto, de obras, de manos tendidas, de compasión; que sabe construir y reconstruir la esperanza cuando parece que todo se pierde. Así nos volvemos partícipes de la acción divina, esa que nos describe el apóstol Juan cuando nos muestra a Dios que enjuga las lágrimas de sus hijos. Y esta tarea divina Dios la hace con la misma ternura que una madre busca secar las lágrimas de sus hijos. Qué linda pregunta la que nos hará el Señor: ¿cuántas lágrimas has secado hoy?
Otras tormentas pueden estar azotando estas costas y, en la vida de los hijos de estas tierras, tienen efectos devastadores. Tormentas que también nos cuestionan como comunidad y ponen en juego el valor de nuestro espíritu. Se llaman violencia organizada como el «sicariato» y la inseguridad que esto genera; la falta de oportunidades educativas y laborales, especialmente en los más jóvenes, que les impide construir un futuro con dignidad; o la falta de techo seguro para tantas familias forzadas a vivir en zonas de alta inestabilidad y sin accesos seguros; así como tantas otras situaciones que ustedes conocen y sufren, que como los peores huaicos destruyen la confianza mutua tan necesaria para construir una red de contención y esperanza. Huaicos que afectan el alma y nos preguntan por el aceite que tenemos para hacerles frente.
Muchas veces nos interrogamos sobre cómo enfrentar estas tormentas, o cómo ayudar a nuestros hijos a salir adelante frente a estas situaciones. Quiero decirles: no hay otra salida mejor que la del Evangelio: se llama Jesucristo. Llenen siempre sus vidas de Evangelio. Quiero estimularlos a que sean una comunidad que se deje ungir por su Señor con el aceite del Espíritu. Él lo transforma todo, lo renueva todo, lo conforta todo. En Jesús, tenemos la fuerza del Espíritu para no naturalizar lo que nos hace daño, lo que nos seca el espíritu y lo que es peor, nos roba la esperanza. Los peruanos, en este momento de la historia no tienen derecho a dejarse robar la esperanza.
En Jesús, tenemos el Espíritu que nos mantiene unidos para sostenernos unos a otros y hacerle frente a aquello que quiere llevarse lo mejor de nuestras familias. En Jesús, Dios nos hace comunidad creyente que sabe sostenerse; comunidad que espera y por lo tanto lucha para revertir y transformar las múltiples adversidades; comunidad amante porque no permite que nos crucemos de brazos. Con Jesús, el alma de este pueblo de Trujillo podrá seguir llamándose «la ciudad de la eterna primavera», porque con Él todo es una oportunidad para la esperanza. (Aplauso)
Sé del amor que esta tierra tiene a la Virgen, y sé cómo la devoción a María los sostiene siempre llevándolos a Jesús. Pidámosle a ella que nos ponga bajo su manto y que nos lleve siempre a su Hijo; pero digámoselo cantando con esa hermosa marinera: «Virgencita de la puerta, échame tu bendición. Virgencita de la puerta, danos paz y mucho amor».
¿Se animan a cantarla? La cantamos juntos. ¿Quién empieza a cantar? Virgencita de la puerta… ¿El coro tampoco? Pues entonces se lo decimos, no lo cantamos.
«Virgencita de la puerta, échame tu bendición. Virgencita de la puerta, danos paz y mucho amor». Otra vez: «Virgencita de la puerta, échame tu bendición. Virgencita de la puerta, danos paz y mucho amor».
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Discurso del Papa Francisco en el Hogar ‘El Principito’, en Puerto Maldonado. (ZENIT – 19 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas,
queridos niños y niñas:
Muchas gracias por este bonito recibimiento y por las palabras de bienvenida. Verlos bailar me llena de alegría.
No podía marcharme de Puerto Maldonado sin venir a visitarlos. Han querido reunirse de diferentes albergues en este lindo Hogar El Principito. Gracias por los esfuerzos que han realizado para poder estar hoy aquí.
Acabamos de celebrar la Navidad. Se nos enterneció el corazón con la imagen del Niño Jesús. Él es nuestro tesoro, y ustedes niños son su reflejo, y también son nuestro tesoro, el de todos nosotros, el tesoro más preciado que tenemos que cuidar. Perdonen las veces que los mayores no lo hacemos o que no les damos la importancia que se merecen. Sus miradas, sus vidas siempre exigen un mayor compromiso y trabajo para no volvernos ciegos o indiferentes ante tantos otros niños que sufren y pasan necesidad. Ustedes, sin lugar a dudas, son el tesoro más preciado que debemos cuidar.
Queridos niños del Hogar ‘El Principito’ y jóvenes de los otros hogares de acogida. Sé que algunos de ustedes a veces están tristes por la noche. Sé que echan de menos al papá o la mamá que no está, y sé también que hay heridas que duelen mucho. Dirsey, vos fuiste valiente y nos lo compartiste. Y me decías «que mi mensaje sea una luz de esperanza». Pero déjame decirte algo: tu vida, tus palabras y la de ustedes son una luz de esperanza. Quiero darles las gracias por su testimonio. Gracias por ser luz de esperanza para todos nosotros.
Me alegra ver que tienen un hogar donde son acogidos, donde con cariño y amistad los ayudan a descubrir que Dios les tiende las manos y les pone sueños en el corazón.
¡Qué testimonio tan bueno el de ustedes jóvenes que han transitado por este camino, que ayer se llenaron de amor en esta casa y hoy han podido formar su propio futuro! Ustedes son para todos nosotros la señal de las inmensas potencialidades que tiene cada persona. Para estos niños y niñas son el mejor ejemplo a seguir, la esperanza de que ellos también podrán. Todos necesitamos modelos a seguir; los niños necesitan mirar para adelante y encontrar modelos positivos: «Quiero ser como él o como ella», sienten y dicen. Todo lo que ustedes jóvenes puedan hacer, como venir a estar con ellos, a jugar, a pasar el tiempo es importante. Sean para ellos, como decía el Principito, las estrellitas que iluminan en la noche.[1]
Algunos de ustedes, jóvenes que nos acompañan, proceden de las comunidades nativas. Con tristeza ven la destrucción de los bosques. Sus abuelos les enseñaron a descubrirlos, en ellos encontraban sus alimentos y la medicina que los sanaba. Hoy son devastados por el vértigo de un progreso mal entendido. Los ríos que acogieron sus juegos y les regalaron comida hoy están enlodados, contaminados, muertos. Jóvenes, no se conformen con lo que está pasando. No renuncien al legado de sus abuelos, no renuncien a su vida ni a sus sueños. Me gustaría estimularlos a que estudien; prepárense, aprovechen la oportunidad que tienen para formarse. El mundo los necesita a ustedes, jóvenes de los pueblos originarios, y los necesita tal y como son. ¡No se conformen con ser el vagón de cola de la sociedad, enganchados y dejándose llevar! Los necesitamos como motor, empujando. Escuchen a sus abuelos, valoren sus tradiciones, no frenen su curiosidad. Busquen sus raíces y, a la vez, abran los ojos a lo novedoso, sí… y hagan su propia síntesis. Devuélvannos al mundo lo que aprenden porque el mundo los necesita originales, como realmente son, no como imitaciones. Los necesitamos auténticos, jóvenes orgullosos de pertenecer a los pueblos amazónicos y que aportan a la humanidad una alternativa de vida verdadera. Amigos, nuestras sociedades tantas veces, necesitan corregir el rumbo y ustedes, los jóvenes de los pueblos originarios —estoy seguro—, pueden ayudar muchísimo con este reto, sobre todo enseñándonos un estilo de vida que se base en el cuidado y no en la destrucción de todo aquello que se oponga a nuestra avaricia.
Quiero agradecer al padre Xavier, a los religiosos y religiosas, misioneras laicas que hacen una labor fabulosa y a todos los benefactores que conforman esta familia. A los voluntarios que regalan su tiempo gratuito que es como bálsamo refrescante en las heridas. También agradecer a quienes fortalecen a estos jóvenes en sus identidades amazónicas y los ayudan a forjar un futuro mejor para sus comunidades y para todo el planeta.
Niños, pidamos a Dios que nos dé la bendición.
Que el Señor tenga piedad y los bendiga, ilumine su rostro sobre ustedes, que el Señor tenga piedad y misericordia y los colme con toda clase de favores, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén (cf. Nm 6,24-26; Sal 66; Bendición del Tiempo Ordinario).
Les pido un favor, que recen por mí y gracias por ser las estrellitas que iluminan en la noche.
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[1] Cf. Antoine de Saint-Exupéry, XXIV; XXVI.
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Palabras del Papa a la población en Puerto Maldonado (ZENIT – 19 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas:
Veo que han venido no sólo de los rincones de esta Amazonia peruana, sino también de los Andes y de otros países vecinos. ¡Qué linda imagen de la Iglesia que no conoce fronteras y en la que todos los pueblos pueden encontrar un lugar! Cuánto necesitamos de estos momentos donde poder encontrarnos y, más allá de la procedencia, animarnos a generar una cultura del encuentro que nos renueva en la esperanza.
Gracias Mons. David, por sus palabras de bienvenida. Gracias Arturo y Margarita por compartir con todos nosotros sus vivencias. Nos decían: «Nos visita en esta tierra tan olvidada, herida y marginada… pero no somos la tierra de nadie». Gracias por decirlo: no somos tierra de nadie. Y es algo que hay que decirlo con fuerza: no son tierra de nadie. Esta tierra tiene nombres, tiene rostros: los tiene a ustedes.
Esta región está llamada con ese bellísimo nombre: Madre de Dios. No puedo dejar de hacer mención a María, joven muchacha que vivía en una aldea lejana, perdida, considerada también por tantos como «tierra de nadie». Allí recibió el saludo y la invitación más grande que una persona pueda experimentar: ser la Madre de Dios; hay alegrías que sólo las pueden escuchar los pequeños.[1]
Ustedes tienen en María, no sólo un testimonio a quien mirar, sino a una Madre y donde hay madre no está ese mal terrible de sentir que no le pertenecemos a nadie, ese sentimiento que nace cuando comienza a desaparecer la certeza de que pertenecemos a una familia, a un pueblo, a una tierra, a nuestro Dios. Queridos hermanos, lo primero que me gustaría transmitirles —y lo quiero hacer con fuerza— es: ¡esta no es una tierra huérfana, es la tierra de la Madre! Y, si hay madre, hay hijos, hay familia, hay comunidad. Y donde hay madre, familia y comunidad, no podrán desaparecer los problemas, pero seguro que se encuentra la fuerza para enfrentarlos de una manera diferente.
Es doloroso constatar cómo hay algunos que quieren apagar esta certeza y volver a Madre de Dios una tierra anónima, sin hijos, una tierra infecunda. Un lugar fácil de comercializar y explotar. Por eso nos hace bien repetir en nuestras casas, comunidades, en lo hondo del corazón de cada uno: ¡Esta no es una tierra huérfana! ¡Tiene Madre! Esta buena noticia se va transmitiendo de generación en generación gracias al esfuerzo de tantos que comparten este regalo de sabernos hijos de Dios y nos ayuda a reconocer al otro como hermano.
En varias ocasiones me he referido a la cultura del descarte. Una cultura que no se conforma solamente con excluir, sino que avanzó silenciando, ignorando y desechando todo lo que no le sirve a sus intereses; pareciera que el consumismo alienante de algunos no logra dimensionar el sufrimiento asfixiante de otros. Es una cultura anónima, sin lazos, sin rostros. Una cultura sin madre que lo único que quiere es consumir. La tierra es tratada dentro de esta lógica. Los bosques, ríos y quebradas son usados, utilizados hasta el último recurso y luego dejados baldíos e inservibles. Las personas son también tratadas con esta lógica: son usadas hasta el cansancio y después dejadas como «inservibles».
Pensando en estas cosas permítanme detenerme en un tema doloroso. Nos hemos acostumbrado a utilizar el término «trata de personas», pero en realidad deberíamos hablar de esclavitud: esclavitud para el trabajo, esclavitud sexual, esclavitud para el lucro. Duele constatar cómo en esta tierra, que está bajo el amparo de la Madre de Dios, tantas mujeres son tan desvaloradas, menospreciadas y expuestas a un sinfín de violencias. No se puede «naturalizar» la violencia hacia las mujeres, sosteniendo una cultura machista que no asume el rol protagónico de la mujer dentro de nuestras comunidades. No nos es lícito mirar para otro lado y dejar que tantas mujeres, especialmente adolescentes sean «pisoteadas» en su dignidad.
Varias personas han emigrado hacia la Amazonia buscando techo, tierra y trabajo. Vinieron buscando un futuro mejor para sí mismas y para sus familias. Abandonaron sus vidas humildes, pobres pero dignas. Muchas de ellas, por la promesa de que determinados trabajos pondrían fin a situaciones precarias, se basaron en el brillo prometedor de la extracción del oro. Pero el oro se puede convertir en un falso dios que exige sacrificios humanos.
Los falsos dioses, los ídolos de la avaricia, del dinero, del poder lo corrompen todo. Corrompen la persona y las instituciones, también destruyen el bosque. Jesús decía que hay demonios que, para expulsarlos, exigen mucha oración. Este es uno de ellos. Los animo a que se sigan organizando en movimientos y comunidades de todo tipo para ayudar a superar estas situaciones; y también a que, desde la fe, se organicen como comunidades eclesiales de vida en torno a la persona de Jesús. Desde la oración sincera y el encuentro esperanzado con Cristo podremos lograr la conversión que nos haga descubrir la vida verdadera. Jesús nos prometió vida verdadera, vida auténtica, eterna. No ficticia, como las falsas promesas deslumbrantes que, prometiendo vida, nos llevan a la muerte.
La salvación no es genérica, ni abstracta. Nuestro Padre mira personas concretas, con rostros e historias. Todas las comunidades cristianas han de ser reflejo de esta mirada, de esta presencia que crea lazos, genera familia y comunidad. Es una manera de hacer visible el Reino de los Cielos, comunidades donde cada uno se sienta parte, se sienta llamado por su nombre e impulsado a ser artífice de vida para los demás.
Tengo esperanza en ustedes, en el corazón de tantas personas que quieren una vida bendecida. Han venido a buscarla aquí, a una de las explosiones de vida más exuberante del planeta. Amen esta tierra, siéntanla suya. Huélanla, escúchenla, maravíllense de ella. Enamórense de esta tierra Madre de Dios, comprométanse y cuídenla. No la usen como un simple objeto descartable, sino como un verdadero tesoro para disfrutar, hacer crecer y transmitirlo a sus hijos.
A María, Madre de Dios y Madre Nuestra nos encomendamos, nos ponemos bajo su protección. Y por favor, no dejen de rezar por mí.
Dios te salve, María…
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[1] «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra
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Discurso del Papa a los indígenas de la selva (ZENIT – 19 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas:
Junto a ustedes me brota el canto de san Francisco: «Alabado seas, mi Señor». Sí, alabado seas por la oportunidad que nos regalas con este encuentro. Gracias Mons. David Martínez de Aguirre Guinea, señor Héctor, señora Yésica y señora María Luzmila por sus palabras de bienvenida y por sus testimonios. En ustedes quiero agradecer y saludar a todos los habitantes de la Amazonia.
Veo que han venido de los diferentes pueblos originarios de la Amazonia: Harakbut, Esse-ejas, Matsiguenkas, Yines, Shipibos, Asháninkas, Yaneshas, Kakintes, Nahuas, Yaminahuas, Juni Kuin, Madijá, Manchineris, Kukamas, Kandozi, Quichuas, Huitotos, Shawis, Achuar, Boras, Awajún, Wampís, entre otros. También veo que nos acompañan pueblos procedentes del Ande que se han venido a la selva y se han hecho amazónicos. He deseado mucho este encuentro. Gracias por vuestra presencia y por ayudarme a ver más de cerca, en vuestros rostros, el reflejo de esta tierra. Un rostro plural, de una variedad infinita y de una enorme riqueza biológica, cultural, espiritual. Quienes no habitamos estas tierras necesitamos de vuestra sabiduría y conocimiento para poder adentrarnos, sin destruir, el tesoro que encierra esta región, y se hacen eco las palabras del Señor a Moisés: «Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa» (Ex 3,5).
Permítanme una vez más decir: ¡Alabado seas Señor por esta obra maravillosa de tus pueblos amazónicos y por toda la biodiversidad que estas tierras envuelven!
Este canto de alabanza se entrecorta cuando escuchamos y vemos las hondas heridas que llevan consigo la Amazonia y sus pueblos. Y he querido venir a visitarlos y escucharlos, para estar juntos en el corazón de la Iglesia, unirnos a sus desafíos y con ustedes reafirmar una opción sincera por la defensa de la vida, defensa de la tierra y defensa de las culturas.
Probablemente los pueblos originarios amazónicos nunca hayan estado tan amenazados en sus territorios como lo están ahora. La Amazonia es tierra disputada desde varios frentes: por una parte, el neo-extractivismo y la fuerte presión por grandes intereses económicos que dirigen su avidez sobre petróleo, gas, madera, oro, monocultivos agroindustriales. Por otra parte, la amenaza contra sus territorios también viene por la perversión de ciertas políticas que promueven la «conservación» de la naturaleza sin tener en cuenta al ser humano y, en concreto, a ustedes hermanos amazónicos que habitan en ellas. Sabemos de movimientos que, en nombre de la conservación de la selva, acaparan grandes extensiones de bosques y negocian con ellas generando situaciones de opresión a los pueblos originarios para quienes, de este modo, el territorio y los recursos naturales que hay en ellos se vuelven inaccesibles. Esta problemática provoca asfixia a sus pueblos y migración de las nuevas generaciones ante la falta de alternativas locales. Hemos de romper con el paradigma histórico que considera la Amazonia como una despensa inagotable de los Estados sin tener en cuenta a sus habitantes.
Considero imprescindible realizar esfuerzos para generar espacios institucionales de respeto, reconocimiento y diálogo con los pueblos nativos; asumiendo y rescatando la cultura, lengua, tradiciones, derechos y espiritualidad que les son propias. Un diálogo intercultural en el cual ustedes sean los «principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios». [1] El reconocimiento y el diálogo será el mejor camino para transformar las históricas relaciones marcadas por la exclusión y la discriminación.
Como contraparte, es justo reconocer que existen iniciativas esperanzadoras que surgen de vuestras bases y organizaciones, y propician que sean los propios pueblos originarios y comunidades los guardianes de los bosques, y que los recursos que genera la conservación de los mismos revierta en beneficio de sus familias, en la mejora de sus condiciones de vida, en la salud y educación de sus comunidades. Este «buen hacer» va en sintonía con las prácticas del «buen vivir» que descubrimos en la sabiduría de nuestros pueblos. Y permítanme decirles que si, para algunos, ustedes son considerados un obstáculo o un «estorbo», en verdad, con sus vidas son un grito a la conciencia de un estilo de vida que no logra dimensionar los costes del mismo. Ustedes son memoria viva de la misión que Dios nos ha encomendado a todos: cuidar la Casa Común.
La defensa de la tierra no tiene otra finalidad que no sea la defensa de la vida. Sabemos del sufrimiento que algunos de ustedes padecen por los derrames de hidrocarburos que amenazan seriamente la vida de sus familias y contaminan su medio natural.
Paralelamente, existe otra devastación de la vida que viene acarreada con esta contaminación ambiental propiciada por la minería ilegal. Me refiero a la trata de personas: la mano de obra esclava o el abuso sexual. La violencia contra las adolescentes y contra las mujeres es un clamor que llega al cielo. «Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos: “¿Dónde está tu hermano?” (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? […] No nos hagamos los distraídos. Hay mucha complicidad. ¡La pregunta es para todos!». [2]
Cómo no recordar a santo Toribio cuando constataba con gran pesar en el tercer Concilio Limense «que no solamente en tiempos pasados se les hayan hecho a estos pobres tantos agravios y fuerzas con tanto exceso, sino también hoy muchos procuran hacer lo mismo…» (Ses. III, c.3). Por desgracia, después de cinco siglos estas palabras siguen siendo actuales. Las palabras proféticas de aquellos hombres de fe —como nos lo han recordado Héctor y Yésica—, son el grito de esta gente, que muchas veces está silenciada o se les quita la palabra. Esa profecía debe permanecer en nuestra Iglesia, que nunca dejará de clamar por los descartados y por los que sufren.
De esta preocupación surge la opción primordial por la vida de los más indefensos. Estoy pensando en los pueblos a quienes se refiere como «Pueblos Indígenas en Aislamiento Voluntario» (PIAV). Sabemos que son los más vulnerables de entre los vulnerables. El rezago de épocas pasadas les obligó a aislarse hasta de sus propias etnias, emprendieron una historia de cautiverio en los lugares más inaccesibles del bosque para poder vivir en libertad. Sigan defendiendo a estos hermanos más vulnerables. Su presencia nos recuerda que no podemos disponer de los bienes comunes al ritmo de la avidez del consumo. Es necesario que existan límites que nos ayuden a preservarnos de todo intento de destrucción masiva del hábitat que nos constituye.
El reconocimiento de estos pueblos —que nunca pueden ser considerados una minoría, sino auténticos interlocutores— así como de todos los pueblos originarios nos recuerda que no somos los poseedores absolutos de la creación. Urge asumir el aporte esencial que le brindan a la sociedad toda, no hacer de sus culturas una idealización de un estado natural ni tampoco una especie de museo de un estilo de vida de antaño. Su cosmovisión, su sabiduría, tienen mucho que enseñarnos a quienes no pertenecemos a su cultura. Todos los esfuerzos que hagamos por mejorar la vida de los pueblos amazónicos serán siempre pocos. [3]
La cultura de nuestros pueblos es un signo de vida. La Amazonia, además de ser una reserva de la biodiversidad, es también una reserva cultural que debe preservarse ante los nuevos colonialismos. La familia es y ha sido siempre la institución social que más ha contribuido a mantener vivas nuestras culturas. En momentos de crisis pasadas, ante los diferentes imperialismos, la familia de los pueblos originarios ha sido la mejor defensa de la vida. Se nos pide un especial cuidado para no dejarnos atrapar por colonialismos ideológicos disfrazados de progreso que poco a poco ingresan dilapidando identidades culturales y estableciendo un pensamiento uniforme, único… y débil. Escuchen a los ancianos. Ellos tienen una sabiduría que les pone en contacto con lo trascendente y les hace descubrir lo esencial de la vida. No nos olvidemos que «la desaparición de una cultura puede ser tanto o más grave que la desaparición de una especie animal o vegetal».[4] Y la única manera de que las culturas no se pierdan es porque se mantienen en dinamismo, en constante movimiento. ¡Qué importante es lo que nos decían Yésica y Héctor: «queremos que nuestros hijos estudien, pero no queremos que la escuela borre nuestras tradiciones, nuestras lenguas, no queremos olvidarnos de nuestra sabiduría ancestral»!
La educación nos ayuda a tender puentes y a generar una cultura del encuentro. La escuela y la educación de los pueblos originarios debe ser una prioridad y compromiso del Estado; compromiso integrador e inculturado que asuma, respete e integre como un bien de toda la nación su sabiduría ancestral, nos lo señalaba María Luzmila.
Pido a mis hermanos obispos que, como se viene haciendo incluso en los lugares más alejados de la selva, sigan impulsando espacios de educación intercultural y bilingüe en las escuelas y en los institutos pedagógicos y universidades. [5] Felicito las iniciativas que desde la Iglesia Amazónica peruana se llevan a cabo para la promoción de los pueblos originarios: escuelas, residencias de estudiantes, centros de investigación y promoción como el Centro Cultural José Pío Aza, el CAAAP y CETA, novedosos e importantes espacios universitarios interculturales como NOPOKI, dirigidos expresamente a la formación de los jóvenes de las diferentes etnias de nuestra Amazonia.
Felicito también a todos aquellos jóvenes de los pueblos originarios que se esfuerzan por hacer, desde el propio punto de vista, una nueva antropología y trabajan por releer la historia de sus pueblos desde su perspectiva. También felicito a aquellos que, por medio de la pintura, la literatura, la artesanía, la música, muestran al mundo su cosmovisión y su riqueza cultural. Muchos han escrito y hablado sobre ustedes. Está bien, que ahora sean ustedes mismos quienes se autodefinan y nos muestren su identidad. Necesitamos escucharles.
¡Cuántos misioneros y misioneras se han comprometido con sus pueblos y han defendido sus culturas! Lo han hecho inspirados en el Evangelio. Cristo también se encarnó en una cultura, la hebrea, y a partir de ella, se nos regaló como novedad a todos los pueblos de manera que cada uno, desde su propia identidad, se sienta autoafirmado en Él. No sucumban a los intentos que hay por desarraigar la fe católica de sus pueblos. [6] Cada cultura y cada cosmovisión que recibe el Evangelio enriquece a la Iglesia con la visión de una nueva faceta del rostro de Cristo. La Iglesia no es ajena a vuestra problemática y a sus vidas, no quiere ser extraña a vuestra forma de vida y organización. Necesitamos que los pueblos originarios moldeen culturalmente las Iglesias locales amazónicas. Ayuden a sus obispos, misioneros y misioneras, para que se hagan uno con ustedes, y de esta manera dialogando entre todos, puedan plasmar una Iglesia con rostro amazónico y una Iglesia con rostro indígena. Con este espíritu convoqué un Sínodo para la Amazonia para el año 2019.
Confío en la capacidad de resiliencia de los pueblos y su capacidad de reacción ante los difíciles momentos que les toca vivir. Así lo han demostrado en los diferentes embates de la historia, con sus aportes, con su visión diferenciada de las relaciones humanas, con el medio ambiente y con la vivencia de la fe.
Rezo por ustedes, por su tierra bendecida por Dios, y les pido, por favor, no se olviden de rezar por mí.
Muchas gracias.
Tinkunakama (Quechua: Hasta un próximo encuentro).
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[1] Carta enc. Laudato si’, 146.
[2] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 211.
[3] Son preocupantes las noticias que llegan sobre el avance de algunas enfermedades. Asusta el silencio porque mata. Con el silencio no generamos acciones encaminadas a la prevención, sobre todo de adolescentes y jóvenes, ni tratamos a los enfermos, condenándolos a la exclusión más cruel. Pedimos a los Estados que se implementen políticas de salud intercultural que tengan en cuenta la realidad y cosmovisión de los pueblos, promoviendo profesionales de su propia etnia que sepan enfrentar la enfermedad desde su propia cosmovisión. Y como lo he expresado en Laudato si’, una vez más es necesario alzar la voz a la presión que organismos internacionales hacen sobre ciertos países para que promuevan políticas de reproducción esterilizantes. Estas se ceban de una manera más incisiva en las poblaciones aborígenes. Sabemos que se sigue promoviendo en ellas la esterilización de las mujeres, en ocasiones con desconocimiento de ellas mismas.
[4] Carta enc. Laudato si’, 145.
[5] Cf. V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 530.
[6] Cf. ibíd., 531.
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Discurso del Papa a las autoridades peruanas (ZENIT – 19 enero 2018)
Señor Presidente,
miembros del Gobierno y del Cuerpo Diplomático,
distinguidas autoridades,
representantes de la sociedad civil,
señoras y señores, amigos todos:
Al llegar a esta histórica casa doy gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de pisar suelo peruano. Quisiera que mis palabras fueran de saludo y gratitud para cada uno de los hijos e hijas de este pueblo que supo mantener y enriquecer su sabiduría ancestral a lo largo del tiempo y es, sin lugar a dudas, uno de sus principales patrimonios que tienen.
Gracias señor Pedro Pablo Kuczynski, Presidente de la Nación, por la invitación a visitar el país y por las palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos.
Vengo a Perú bajo el lema «unidos por la esperanza». Permítanme decirles que mirar esta tierra es de por sí un motivo de esperanza.
Parte de vuestro territorio está compuesto por la Amazonia, que he visitado esta mañana y que constituye en su globalidad el mayor bosque tropical y el sistema fluvial más extenso del planeta. Este «pulmón» como se lo ha querido llamar, es una de las zonas de gran biodiversidad en el mundo pues alberga las más variadas especies.
Poseen ustedes una riquísima pluralidad cultural cada vez más interactuante que constituye el alma de este pueblo. Alma marcada por valores ancestrales como son la hospitalidad, el aprecio por el otro, el respeto y gratitud con la madre tierra y la creatividad para los nuevos emprendimientos como, asimismo, la responsabilidad comunitaria por el desarrollo de todos que se conjuga en la solidaridad, mostrada tantas veces ante las diversas catástrofes vividas.
En este contexto, quisiera señalar a los jóvenes, ellos son el presente más vital que posee esta sociedad; con su dinamismo y entusiasmo prometen e invitan a soñar un futuro esperanzador que nace del encuentro entre la cumbre de la sabiduría ancestral y los ojos nuevos que brinda la juventud.
Y me alegra también un hecho histórico: saber que la esperanza en esta tierra tiene rostro de santidad. Perú engendró santos que han abierto caminos de fe para todo el continente americano; y por nombrar tan sólo a uno, como Martín de Porres, hijo de dos culturas, mostró la fuerza y la riqueza que nace en las personas cuando se concentran en el amor. Y podría continuar largamente esta lista material e inmaterial de motivos para la esperanza. Perú es tierra de esperanza que invita y desafía a la unidad de todo su pueblo. Este pueblo tiene la responsabilidad de mantenerse unido precisamente para defender, entre otras cosas, todos estos motivos de esperanza.
Sobre esta esperanza apunta una sombra, se cierne una amenaza. «Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si se considera el modo como lo está haciendo».[1] Esto se manifiesta con claridad en la manera en la que estamos despojando a la tierra de los recursos naturales sin los cuales no es posible ninguna forma de vida. La pérdida de selvas y bosques implica no sólo la pérdida de especies, que incluso podrían significar en el futuro recursos sumamente importantes, sino una pérdida de relaciones vitales que terminan alterando todo el ecosistema.[2]
En este contexto, «unidos para defender la esperanza» significa impulsar y desarrollar una ecología integral como alternativa a «un modelo de desarrollo ya caduco pero que sigue provocando degradación humana, social y ambiental».[3] Y esto exige escuchar, reconocer y respetar a las personas y a los pueblos locales como interlocutores válidos. Ellos mantienen un vínculo directo con la tierra, conocen sus tiempos y procesos y saben, por tanto, los efectos catastróficos que, en nombre del desarrollo, están provocando muchos proyectos. Entonces se altera todo el entramado vital que constituye la nación. La degradación del medio ambiente, lamentablemente, no se puede separar de la degradación moral de nuestras comunidades. No podemos pensarlas como dos instancias distintas.
A modo de ejemplo, la minería informal se ha vuelto un peligro que destruye la vida de personas; los bosques y ríos son devastados con toda la riqueza que ellos poseen. Todo este proceso de degradación conlleva y promueve organizaciones por fuera de las estructuras legales que degradan a tantos hermanos nuestros sometiéndolos a la trata —nueva forma de esclavitud—, al trabajo informal, a la delincuencia… y a otros males que afectan gravemente su dignidad y, a la vez, la dignidad de esta nación.
Trabajar unidos para defender la esperanza exige estar muy atentos a esa otra forma —muchas veces sutil— de degradación ambiental que contamina progresivamente todo el entramado vital: la corrupción. Cuánto mal le hace a nuestros pueblos latinoamericanos y a las democracias de este bendito continente ese «virus» social, un fenómeno que lo infecta todo, siendo los pobres y la madre tierra los más perjudicados. Lo que se haga para luchar contra este flagelo social merece la mayor de las ponderaciones y ayudas… y esta lucha nos compete a todos. «Unidos para defender la esperanza», implica mayor cultura de la transparencia entre entidades públicas, sector privado y sociedad civil. Nadie puede resultar ajeno a este proceso; la corrupción es evitable y exige el compromiso de todos.
A quienes ocupan algún cargo de responsabilidad, sea en el área que sea, los animo y exhorto a empeñarse en este sentido para brindarle, a su pueblo y a su tierra, la seguridad que nace de sentir que Perú es un espacio de esperanza y oportunidad… pero para todos y no para unos pocos (aplausos); para que todo peruano, toda peruana pueda sentir que este país es suyo, no de otro, en el que puede establecer relaciones de fraternidad y equidad con su prójimo y ayudar al otro cuando lo necesita; una tierra en la que pueda hacer realidad su propio futuro. Y así forjar un Perú que tenga espacio para «todas las sangres» [4], en el que pueda realizarse «la promesa de la vida peruana». (Aplauso) [5]
Quiero renovar junto a ustedes el compromiso de la Iglesia católica, que ha acompañado la vida de esta Nación, en este empeño mancomunado de seguir trabajando para que Perú siga siendo una tierra de esperanza.
Que santa Rosa de Lima interceda por cada uno de ustedes y por esta bendita Nación.
Nuevamente gracias.
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Reflexión a las lecturas del domingo tercero del Tiempo Ordinario B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 3º del T. Ordinario B
Estamos contemplando, en estas primeras semanas del Tiempo Ordinario, el comienzo de la Vida Pública de Jesús. Podríamos decir que el texto de este domingo, es el comienzo de su ministerio, según S. Marcos, el evangelista que nos guía y nos acompaña este año. Su Evangelio nos presenta a Jesucristo, primero, como el Mesías que tenía que venir, y, más tarde, caminando hacia Jerusalén donde tendrá lugar su Pasión, Muerte y Resurrección. El marco de su ministerio no será Jerusalén, la Ciudad Santa, sino la región de Galilea, que en alguna ocasión se llama “la Galilea de los gentiles”.
Y ¿qué dice, qué enseña el Señor? Lo primero que dice es: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”. ¡Impresionante!
Es decir, ¡han llegado los tiempos soñados! ¡Los tiempos del Mesías! Todo aquello que los profetas anunciaron y que los judíos esperaban ardientemente, ha llegado ya; y ahora se anuncia como Buena Noticia, como la mejor noticia. ¿Y en qué consiste? Se trata de que está cerca el Reino de Dios, que en S. Mateo, se llama el Reino de los Cielos.
¿Y eso qué significa? Simplificando mucho, podríamos decir que el Reino de los Cielos es algo así, como la “forma de vida que hay en el Cielo”, donde está establecido el Reinado de Dios, que Cristo viene a traer a la tierra.
Ahora entendemos perfectamente que Jesucristo hable de la urgencia y de la necesidad de la conversión. ¡Es que la tierra nos parece tan distinta de lo que pensamos que debe ser el Cielo! ¡Los valores, los criterios, y las formas de vida de este mundo, deben ser tan distintos de los del Reino de Dios! Por tanto, la necesidad de cambiar de manera de pensar y de actuar, es evidente. Primero, de forma de pensar: es lo que se llama en griego “metanoia”, el cambio de mentalidad, hasta que lleguemos a tener “el pensamiento de Cristo” (1Co 2, 16). Y luego, viene el actuar en consecuencia. ¡Esto es acoger y dar fe a la Buena Noticia! Y cuando esto sucede, la tierra se va pareciendo un poco al Cielo. Cuando no lo acogemos, cuando lo rechazamos, sucede lo contrario. Oímos decir tantas veces: “Esto parece un infierno”; o “este mundo es un valle de lágrimas…”.
Cuando estamos imbuidos de esta mentalidad, razonamos como nos enseña San Pablo en la segunda lectura: hemos de vivir desprendidos de todo, porque “la representación de este mundo se termina”.
Un ejemplo precioso de conversión nos lo ofrece hoy la primera lectura, que nos presenta al profeta Jonás anunciando la destrucción de Nínive, la ciudad pecadora, y la conversión de los ninivitas a Dios, que no destruye la ciudad.
Este domingo hay una celebración que nos llama a la conversión: el Octavario de Oración por la Unidad de los Cristianos. Esta realidad nos anima a trabajar por el Reino de Dios, de modo que el rostro de la Iglesia sea cada vez más atrayente a los hermanos separados.
Y los trabajos del Reino necesitan muchos obreros (Mt 9,37-38). Jesús, pasando junto al mar de Galilea, llama a sus primeros discípulos: a Simón y a su hermano Andrés; a Santiago y a su hermano Juan. Ellos serán “pescadores de hombres”. No se nos narra el proceso de su vocación, sino su resultado: “Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron”.
Se trata, en definitiva, de acoger el Reino de Dios, que Jesús anuncia, personifica y llevará a su plenitud en su Venida Gloriosa.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 3º DEL TIEMPO ORDINARIO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Dios nos llama constantemente al cambio, a la conversión. En la primera lectura de hoy, se nos narra la conversión de la ciudad de Nínive ante la predicación del profeta Jonás.
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo recomienda a los cristianos de Corinto que no se aferren a los bienes del mundo presente, pues “la representación de este mundo se termina”.
TERCERA LECTURA
Desde este domingo, hasta el principio de la Cuaresma, leeremos las primeras páginas del Evangelio de S. Marcos. Hoy se nos presenta el comienzo de la Vida Pública de Jesús, con una llamada a la conversión
COMUNIÓN
En la Comunión experimentamos la Buena Noticia del amor de Dios, al recibir el Cuerpo de Cristo, como alimento y fuerza para nuestra vida cristiana.
Que Jesucristo, el Señor, encuentre en nosotros la misma disponibilidad que en los primeros discípulos.
Homilía del Papa en la ‘Misa por la integración de los pueblos’. 18 enero 2018 (ZENIT)
«Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de Caná de Galilea» (Jn 2,11).
Así termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la aparición pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No podría ser de otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a la alegría. Desde el inicio, el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1,28). Alégrense, le dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y estéril…; alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmigo en el paraíso (cf. Lc 23,43).
El mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15,11). Una alegría que se contagia de generación en generación y de la cual somos herederos. Porque somos cristianos.
¡Cómo saben ustedes de esto, queridos hermanos del norte chileno! ¡Cómo saben vivir la fe y la vida en clima de fiesta! Vengo como peregrino a celebrar con ustedes esta manera hermosa de vivir la fe. Sus fiestas patronales, sus bailes religiosos —que se prolongan hasta por una semana—, su música, sus vestidos hacen de esta zona un santuario de piedad y espiritualidad popular. Porque no es una fiesta que queda encerrada dentro del templo, sino que ustedes logran vestir a todo el poblado de fiesta. Ustedes saben celebrar cantando y danzando «la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios. Así llegan a engendrar actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción».[1] Cobran vida las palabras del profeta Isaías: «Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque» (32,15). Esta tierra, abrazada por el desierto más seco del mundo, logra vestirse de fiesta.
En este clima de fiesta, el Evangelio nos presenta la acción de María para que la alegría prevalezca. Ella está atenta a todo lo que pasa a su alrededor y, como buena Madre, no se queda quieta y así logra darse cuenta de que en la fiesta, en la alegría compartida, algo estaba pasando: había algo que estaba por «aguar» la fiesta. Y, acercándose a su Hijo, las únicas palabras que le escuchamos decir son: «No tienen vino» (Jn 2,3).
Y así María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales. María es la Virgen de la Tirana; la Virgen Ayquina en Calama; la Virgen de las Peñas en Arica, que anda por todos nuestros entuertos familiares, esos que parecen ahogarnos el corazón para acercarse al oído de Jesús y decirle: mira, «no tienen vino».
Y luego no se queda callada, se acerca a los que servían en la fiesta y les dice: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2,5). María, mujer de pocas palabras, pero bien concretas, también se acerca a cada uno de nosotros a decirnos tan sólo: «Hagan todo lo que Él les diga». Y de este modo se desata el primer milagro de Jesús: hacer sentir a sus amigos que ellos también son parte del milagro. Porque Cristo «vino a este mundo no para hacer una obra solo, sino con nosotros –el milagro lo hace con nosotros–, con todos nosotros, para ser la cabeza de un cuerpo cuyas células vivas somos nosotros, libres y activas».[2] Así hace el milagro Jesús. Con nosotros.
El milagro comienza cuando los servidores acercan los barriles con agua que estaban destinados a la purificación. Así también cada uno de nosotros puede comenzar el milagro, es más, cada uno de nosotros está invitado a ser parte del milagro para otros.
Hermanos, Iquique es tierra de sueños —eso significa el nombre en aymara—; tierra que ha sabido albergar a gente de distintos pueblos y culturas. Gente que han tenido que dejar a los suyos, marcharse. Una marcha siempre basada en la esperanza por obtener una vida mejor, pero sabemos que va siempre acompañada de mochilas cargadas con miedo e incertidumbre por lo que vendrá.
Iquique es una zona de inmigrantes que nos recuerda la grandeza de hombres y mujeres; de familias enteras que, ante la adversidad, no se dan por vencidas y se abren paso buscando vida. Ellos —especialmente los que tienen que dejar su tierra porque no encuentran lo mínimo necesario para vivir— son imagen de la Sagrada Familia que tuvo que atravesar desiertos para poder seguir con vida.
Esta tierra es tierra de sueños, pero busquemos que siga siendo también tierra de hospitalidad. Hospitalidad festiva, porque sabemos bien que no hay alegría cristiana cuando se cierran puertas; no hay alegría cristiana cuando se les hace sentir a los demás que sobran o que entre nosotros no tienen lugar (cf. Lc 16,19-31).
Como María en Caná, busquemos aprender a estar atentos en nuestras plazas y poblados, y reconocer a aquellos que tienen la vida «aguada»; que han perdido —o les han robado— las razones para celebrar; Los tristes de corazón. Y no tengamos miedo de alzar nuestras voces para decir: «no tienen vino». El clamor del pueblo de Dios, el clamor del pobre, que tiene forma de oración y ensancha el corazón y nos enseña a estar atentos. Estemos atentos a todas las situaciones de injusticia y a las nuevas formas de explotación que exponen a tantos hermanos a perder la alegría de la fiesta. Estemos atentos frente a la precarización del trabajo que destruye vidas y hogares. Estemos atentos a los que se aprovechan de la irregularidad de muchos inmigrantes porque no conocen el idioma o no tienen los papeles en «regla». Estemos atentos a la falta de techo, tierra y trabajo de tantas familias. Y como María digamos con fe: no tienen vino, Señor.
Como los servidores de la fiesta aportemos lo que tengamos, por poco que parezca. Al igual que ellos, no tengamos miedo a «dar una mano», y que nuestra solidaridad y nuestro compromiso con la justicia sean parte del baile o la canción que podamos entonarle a nuestro Señor. Aprovechemos también a aprender y a dejarnos impregnar por los valores, la sabiduría y la fe que los inmigrantes traen consigo. Sin cerrarnos a esas «tinajas» llenas de sabiduría e historia que traen quienes siguen arribando a estas tierras. No nos privemos de todo lo bueno que tienen para aportar.
Y después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando nuestras comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia, que es alegre y festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-nosotros, porque hemos aprendido a hospedarlo en medio de nuestro corazón. Alegría y fiesta contagiosa que nos lleva a no dejar a nadie fuera del anuncio de esta Buena Nueva; y a trasmitirle todo lo que hay de nuestra cultura originaria, para enriquecerlo también con lo nuestro, con nuestras tradiciones, con nuestra sabiduría ancestral, para que el que viene encuentre sabiduría y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es agua convertida en vino. Eso es el milagro que hace Jesús.
Que María, bajo las distintas advocaciones de esta bendecida tierra del norte, siga susurrando al oído de su Hijo Jesús: «no tienen vino», y en nosotros sigan haciéndose carne sus palabras: «hagan todo lo que Él les diga».
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[1] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48.
[2] San Alberto Hurtado, Meditación Semana Santa para
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El Santo Padre ha visitado la Pontificia Universidad Católica de Chile, en Santiago, a las 19 hora local (23 h. en Roma) este miércoles, 17 de enero de 2018, en su tercer día del viaje apostólico al país, tras encontrarse con los jóvenes en el Santuario Nacional de Maipú.(ZENIT – 17 enero 2018)
Señor Gran Canciller, cardenal Ricardo Ezzati,
hermanos en el episcopado,
señor Rector, Doctor Ignacio Sánchez,
distinguidas autoridades universitarias,
queridos profesores, funcionarios,
queridos alumnos:
Siento alegría por estar junto a ustedes en esta Casa de Estudios que, en sus casi 130 años de vida, ha ofrecido un servicio inestimable al país. Agradezco al señor Rector sus palabras de bienvenida en nombre de todos los presentes.
La historia de esta Universidad está entrelazada, en cierto modo, con la historia de Chile. Son miles los hombres y mujeres que, formándose aquí, han cumplido tareas relevantes para el desarrollo de la patria. Quisiera recordar especialmente la figura de san Alberto Hurtado, en este año que se cumplen 100 años desde que comenzó aquí sus estudios. Su vida se vuelve un claro testimonio de cómo la inteligencia, la excelencia académica y la profesionalidad en el quehacer, armonizadas con la fe, la justica y la caridad, lejos de disminuirse, alcanzan una fuerza profética capaz de abrir horizontes e iluminar el sendero, especialmente para los descartados de la sociedad.
En este sentido, quiero retomar sus palabras, señor Rector, cuando afirmaba: «Tenemos importantes desafíos para nuestra patria, que dicen relación con la convivencia nacional y con la capacidad de avanzar en comunidad».
1. Convivencia nacional
Hablar de desafíos es asumir que hay situaciones que han llegado a un punto que exigen ser repensadas. Lo que hasta ayer podía ser un factor de unidad y cohesión, hoy está reclamando nuevas respuestas. El ritmo acelerado y la implantación casi vertiginosa de algunos procesos y cambios que se imponen en nuestras sociedades nos invitan de manera serena, pero sin demora, a una reflexión que no sea ingenua, utópica y menos aún voluntarista. Lo cual no significa frenar el desarrollo del conocimiento, sino hacer de la Universidad un espacio privilegiado «para practicar la gramática del diálogo que forma encuentro».[1] Ya que «la verdadera sabiduría, [es] producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las personas».[2]
La convivencia nacional es posible —entre otras cosas— en la medida en que generemos procesos educativos también transformadores, inclusivos y de convivencia. Educar para la convivencia no es solamente adjuntar valores a la labor educativa, sino generar una dinámica de convivencia al interno del propio sistema educativo. No es tanto una cuestión de contenidos sino de enseñar a pensar y a razonar de manera integradora. Lo que los clásicos solían llamar con el nombre de forma mentis.
Y para lograr esto es necesario desarrollar lo que llamaría una alfabetización integradora que sepa acompasar los procesos de transformación que se están produciendo en el seno de nuestras sociedades.
Tal proceso de alfabetización exige trabajar de manera simultánea la integración de los diversos lenguajes que nos constituyen como personas. Es decir, una educación —alfabetización— que integre y armonice el intelecto —la cabeza—, los afectos —el corazón—, y la acción —las manos—. Esto brindará y posibilitará a los estudiantes un crecimiento no sólo armonioso a nivel personal sino, simultáneamente, a nivel social. Urge generar espacios donde la fragmentación no sea el esquema dominante, incluso del pensamiento; para ello es necesario enseñar a pensar lo que se siente y se hace; a sentir lo que se piensa y se hace; a hacer lo que se piensa y se siente. Un dinamismo de capacidades al servicio de la persona y de la sociedad.
La alfabetización, basada en la integración de los distintos lenguajes que nos conforman, irá implicando a los estudiantes en su propio proceso educativo; proceso de cara a los desafíos que el futuro próximo les presentará. El «divorcio» de los saberes y de los lenguajes, el analfabetismo sobre cómo integrar las distintas dimensiones de la vida, lo único que consigue es fragmentación y ruptura social.
En esta sociedad líquida [3] o ligera,[4] como la han querido denominar algunos pensadores, van desapareciendo los puntos de referencia desde donde las personas pueden construirse individual y socialmente. Pareciera que hoy en día la «nube» es el nuevo punto de encuentro, que está marcado por la falta de estabilidad ya que todo se volatiliza y por lo tanto pierde consistencia.
Esta falta de consistencia podría ser una de las razones de la pérdida de conciencia del espacio público. Un espacio que exige un mínimo de trascendencia sobre los intereses privados —vivir más y mejor— para construir sobre cimientos que revelen esa dimensión tan importante de nuestra vida como es el «nosotros». Sin esa conciencia, pero especialmente sin ese sentimiento y, por lo tanto, sin esa experiencia, es y será muy difícil construir la nación, y entonces parecería que lo único importante y válido es aquello que pertenece al individuo, y todo lo que queda fuera de esa jurisdicción se vuelve obsoleto. Una cultura así ha perdido la memoria, ha perdido los ligamentos que sostienen y posibilitan la vida. Sin el «nosotros» de un pueblo, de una familia, de una nación y, al mismo tiempo, sin el nosotros del futuro, de los hijos y del mañana; sin el nosotros de una ciudad que «me» trascienda y sea más rica que los intereses individuales, la vida será no sólo cada vez más fracturada sino más conflictiva y violenta.
La Universidad, en este sentido, tiene el desafío de generar nuevas dinámicas al interno de su propio claustro, que superen toda fragmentación del saber y estimulen a una verdadera universitas.
2. Avanzar en comunidad
De ahí, el segundo elemento tan importante para esta casa de estudios: la capacidad de avanzar en comunidad.
He sabido con alegría del esfuerzo evangelizador y de la vitalidad alegre de su Pastoral Universitaria, signo de una Iglesia joven, viva y «en salida». Las misiones que realizan todos los años en diversos puntos del País son un punto fuerte y muy enriquecedor. En estas instancias, ustedes logran alargar el horizonte de sus miradas y entran en contacto con diversas situaciones que, más allá del acontecimiento puntual, los dejan movilizados. El «misionero» nunca vuelve igual de la misión; experimenta el paso de Dios en el encuentro con tantos rostros.
Esas experiencias no pueden quedar aisladas del acontecer universitario. Los métodos clásicos de investigación experimentan ciertos límites, más cuando se trata de una cultura como la nuestra que estimula la participación directa e instantánea de los sujetos. La cultura actual exige nuevas formas capaces de incluir a todos los actores que conforman el hecho social y, por lo tanto, educativo. De ahí la importancia de ampliar el concepto de comunidad educativa.
Esta comunidad está desafiada a no quedarse aislada de los modos de conocer; así como tampoco a construir conocimiento al margen de los destinatarios de los mismos. Es necesario que la adquisición de conocimiento sepa generar una interacción entre el aula y la sabiduría de los pueblos que conforman esta bendecida tierra. Una sabiduría cargada de intuiciones, de «olfato», que no se puede obviar a la hora de pensar Chile. Así se producirá esa sinergia tan enriquecedora entre rigor científico e intuición popular. Esta estrecha interacción entre ambos impide el divorcio entre la razón y la acción, entre el pensar y el sentir, entre el conocer y el vivir, entre la profesión y el servicio. El conocimiento siempre debe sentirse al servicio de la vida y confrontarse con ella para poder seguir progresando. De ahí que la comunidad educativa no puede reducirse a aulas y bibliotecas, sino que debe ser desafiada continuamente a la participación. Tal diálogo sólo se puede realizar desde una episteme capaz de asumir una lógica plural, es decir, que asuma la interdisciplinariedad e interdependencia del saber. «En este sentido, es indispensable prestar atención a los pueblos originarios con sus tradiciones culturales. (Gran aplauso) No son una simple minoría entre otras, sino que deben convertirse en los principales interlocutores, sobre todo a la hora de avanzar en grandes proyectos que afecten a sus espacios». [5]
La comunidad educativa guarda en sí un sinfín de posibilidades y potencialidades cuando se deja enriquecer e interpelar por todos los actores que configuran el hecho educativo. Esto exige un mayor esfuerzo en la calidad y en la integración. El servicio universitario ha de apuntar siempre a ser de calidad y de excelencia, puestas al servicio de la convivencia nacional. En este sentido, podríamos decir que la Universidad se vuelve un laboratorio para el futuro del país, ya que logra incorporar en su seno la vida y el caminar del pueblo superando toda lógica antagónica y elitista del saber.
Cuenta una antigua tradición cabalística que el origen del mal se encuentra en la escisión producida por el ser humano al comer del árbol de la ciencia del bien y del mal. De esta forma, el conocimiento adquirió un primado sobre la creación, sometiéndola a sus esquemas y deseos.[6] La tentación latente en todo ámbito académico será la de reducir la Creación a unos esquemas interpretativos, privándola del Misterio propio que ha movido a generaciones enteras a buscar lo justo, bueno, bello y verdadero. Y cuando el profesor, por su sapiencialidad, se convierte en «maestro» es capaz de despertar la capacidad de asombro en nuestros estudiantes. ¡Asombro ante un mundo y un universo a descubrir!
Hoy resulta profética la misión que tienen entre manos. Ustedes son interpelados para generar procesos que iluminen la cultura actual, proponiendo un renovado humanismo que evite caer en todo tipo de reduccionismo. Y esta profecía que se nos pide, impulsa a buscar espacios recurrentes de diálogo más que de confrontación; espacios de encuentro más que de división; caminos de amistosa discrepancia, porque se difiere con respeto entre personas que caminan en la búsqueda honesta de avanzar en comunidad hacia una renovada convivencia nacional.
Y si lo piden, no dudo que el Espíritu Santo guiará sus pasos para que esta Casa siga fructificando por el bien del Pueblo de Chile y para la Gloria de Dios.
Les agradezco nuevamente este encuentro, y les pido que no se olviden de rezar por mí.
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Discurso a los jóvenes chilenos (ZENIT – 17 enero 2018)
“¿Qué haría Cristo en mi lugar?”
Yo también, Ariel, estoy gozoso de estar con ustedes. Gracias por tus palabras de bienvenida en nombre de todos los aquí presentes. Igualmente estoy agradecido de poder compartir este tiempo con ustedes; se bajaron del sofá y se pusieron los zapatos, ¡gracias! (aplauso).
Considero muy importante poder encontrarnos y caminar juntos un rato, ¡que nos ayudemos a mirar hacia delante! Gracias! (aplauso).
Me alegra que este encuentro se realice aquí en Maipú. En esta tierra donde con un abrazo de fraternidad se fundó la historia de Chile (aplauso); en este Santuario que se levanta en el cruce de los caminos del Norte y del Sur, que une la nieve y el océano, y hace que el cielo y la tierra tengan un hogar. Hogar para Chile, hogar para ustedes, queridos jóvenes, donde la Virgen del Carmen los espera y recibe con el corazón abierto. Así como acompañó el nacimiento de esta Nación y acompañó a tantos chilenos a lo largo de estos doscientos años, quiere seguir acompañando esos sueños que Dios pone en vuestro corazón: sueños de libertad, sueños de alegría, sueños de un futuro mejor. Esas ganas, como decías vos, Ariel, de «ser los protagonistas del cambio». Ser protagonistas. La Virgen del Carmen los acompaña para que sean los protagonistas del Chile que sus corazones sueñan. Y sé que el corazón de los jóvenes chilenos sueña, y sueña a lo grande, (no solo cuando están un poco curaditos, no) ¡sueñan a lo grande! porque de estas tierras han nacido experiencias que se fueron expandiendo y multiplicando a lo largo de diferentes países de nuestro continente. ¿Quiénes las impulsaron? Jóvenes como ustedes que se animaron a vivir la aventura de la fe. Porque la fe provoca en los jóvenes sentimientos de aventura que invita a transitar por paisajes increíbles, nada fáciles, nada tranquilos… pero a ustedes les gustan las aventuras y los desafíos.
Excepto los que no se atrevieron a bajarse del sofá y a ponerse los zapatos (…) Es más, se aburren cuando no tienen desafíos que los estimulen. Esto se ve claramente, por ejemplo, cada vez que sucede una catástrofe natural: tienen una capacidad enorme para movilizarse, que habla de la generosidad de sus corazones.
El amor a la patria es un amor a la madre, la llamamos “madre patria” (…) Por eso quise empezar con esta referencia de la madre, y de la madre patria. (…) Si no son patriateros, no van a hacer nada en la tierra. (…)
En mi trabajo como obispo pude descubrir que hay muchas, pero muchas, buenas ideas en los corazones y en las mentes de los jóvenes. Y eso es verdad, ustedes son inquietos, buscadores, idealistas. ¿Saben quién tiene el problema? El problema lo tenemos los grandes que, muchas veces, con cara de sabiondos, decimos: «Piensa así porque es joven, ya va a madurar». Pareciera que madurar es aceptar la injusticia, es creer que nada podemos hacer, que todo fue siempre así. (…)
Y teniendo en cuenta toda la realidad de los jóvenes he querido realizar este año el Sínodo y, antes del Sínodo, el Encuentro de jóvenes para que se sientan y sean protagonistas en el corazón de la Iglesia; que nos ayudemos a que la Iglesia tenga un rostro joven, no precisamente por maquillarse con cremas rejuvenecedoras, sino porque desde su corazón se deja interpelar, se deja cuestionar por sus hijos para poder ser cada día más fiel al Evangelio. ¡Cuánto necesita la Iglesia chilena de ustedes, que nos «muevan el piso» y nos ayuden a estar más cerca de Jesús! Sus preguntas, su querer saber, su querer ser generosos son exigencias para que estemos más cerca de Jesús. Todos estamos invitados una y otra vez a estar cerca de Jesús.
Déjenme contarles una anécdota. Charlando un día con un joven le pregunté qué lo ponía de mal humor. Él me dijo: «Cuando al celular se le acaba la batería o cuando pierdo la señal de internet». Le pregunté: «¿Por qué?». Me responde: «Padre, es simple, me pierdo todo lo que está pasando, me quedo fuera del mundo, como colgado. En esos momentos, salgo corriendo a buscar un cargador o una red de wifi y la contraseña para volverme a conectar».
Eso me hizo pensar que con la fe nos puede pasar lo mismo. Después de un tiempo de camino o del «embale» inicial, hay momentos en los que sin darnos cuenta comienza a bajar «nuestro ancho de banda» y empezamos a quedarnos sin conexión, sin batería, y entonces nos gana el mal humor, nos volvemos descreídos, tristes, sin fuerza, y todo lo empezamos a ver mal. Al quedarnos sin esa «conexión» que le da vida a nuestros sueños, el corazón comienza a perder fuerza, a quedarse también sin batería y como dice esa canción: «El ruido ambiente y soledad de la ciudad nos aíslan de todo. El mundo que gira al revés pretende sumergirme en él ahogando mis ideas».[1]
Sin conexión, sin la conexión con Jesús, terminamos ahogando nuestras ideas, nuestros sueños, nuestra fe y nos llenamos de mal humor. De protagonistas —que lo somos y lo queremos ser— podemos llegar a sentir que vale lo mismo hacer algo que no hacerlo. Quedamos desconectados de lo que está pasando en «el mundo». Comenzamos a sentir que quedamos «fuera el mundo», como me decía ese joven. Me preocupa cuando, al perder «señal», muchos sienten que no tienen nada que aportar y quedan como perdidos. Nunca pienses que no tienes nada que aportar o que no le haces falta a nadie. Nunca. Ese pensamiento, como le gustaba decir a Hurtado, «es el consejo del diablo» que quiere hacerte sentir que no vales nada… pero para dejar las cosas como están. Todos somos necesarios e importantes, todos tenemos algo que aportar.
Los jóvenes del Evangelio que escuchamos hoy querían esa «señal» que los ayudara a mantener vivo el fuego en sus corazones. Querían saber cómo cargar la batería del corazón. Andrés y el otro discípulo —que no dice el nombre, y podemos pensar que ese otro discípulo somos cada uno de nosotros— buscaban la contraseña para conectarse con Aquel que es «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14,6). A ellos los guió Juan el Bautista. Y creo que ustedes tienen un gran santo que les puede hacer de guía, un santo que iba cantando con su vida: «contento, Señor, contento». Hurtado tenía una regla de oro, una regla para encender su corazón con ese fuego capaz de mantener viva la alegría. Porque Jesús es ese fuego al cual quien se acerca queda encendido.
La contraseña de Hurtado era muy simple —si se animan me gustaría que la apunten en sus teléfonos—. Él se pregunta: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». En la escuela, en la universidad, en la calle, en casa, entre amigos, en el trabajo; frente al que le hacen bullying: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Cuando salen a bailar, cuando están haciendo deportes o van al estadio: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Es la contraseña, la batería para encender nuestro corazón, encender la fe y la chispa en los ojos. Eso es ser protagonistas de la historia. Ojos chispeantes porque descubrimos que Jesús es fuente de vida y alegría. Protagonistas de la historia, porque queremos contagiar esa chispa en tantos corazones apagados, opacos que se olvidaron de lo que es esperar; en tantos que son «fomes» y esperan que alguien los invite y los desafíe con algo que valga la pena. Ser protagonistas es hacer lo que hizo Jesús. Allí donde estés, con quien te encuentres y a la hora en que te encuentres: «¿Qué haría Jesús en mi lugar?». La única forma de no olvidarse de una contraseña es usarla. Todos los días. Llegará el momento en que la sabrán de memoria, y llegará el día en que, sin darse cuenta, su corazón latirá como el de Jesús.
Porque no basta con escuchar alguna enseñanza religiosa o aprender una doctrina; lo que queremos es vivir como Jesús vivió. Por eso los jóvenes del Evangelio le preguntan: «Señor, ¿dónde vives?»;[2] ¿cómo vives? Queremos vivir como Jesús, Él sí que hace vibrar el corazón.
Arriesgarse, correr riesgos. Queridos amigos, sean valientes, salgan «al tiro» al encuentro de sus amigos, de aquellos que no conocen o que están en un momento de dificultad. Vayan con la única promesa que tenemos: en medio del desierto, del camino, de la aventura, siempre habrá «conexión», existirá un «cargador». No estaremos solos. Siempre gozaremos de la compañía de Jesús, de su Madre y de una comunidad. Ciertamente una comunidad que no es perfecta, pero eso no significa que no tenga mucho para amar y para dar a los demás.
Queridos amigos, queridos jóvenes: «Sean ustedes los jóvenes samaritanos que nunca abandonan a un hombre tirado en el camino. Sean ustedes los jóvenes cirineos que ayudan a Cristo a llevar su cruz y se comprometen con el sufrimiento de sus hermanos. Sean como Zaqueo, que transforma su corazón materialista en un corazón solidario. Sean como la joven Magdalena, apasionada buscadora del amor, que sólo en Jesús encuentra las respuestas que necesita. Tengan el corazón de Pedro, para abandonar las redes junto al lago. Tengan el cariño de Juan, para reposar en Él todos sus afectos. Tengan la disponibilidad de María, para cantar con gozo y hacer su voluntad».[3]
Amigos, me gustaría quedarme más tiempo. Gracias por este encuentro y por su alegría. Les pido un favor: no se olviden de rezar por mí.
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[1] La Ley, Aquí.
[2] Jn 1,38.
[3] Card. Raúl Silva Henríquez, Mensaje a los jóvenes (7 octubre 1979).
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Homilía de Francisco en el Aeródromo de Maquehue (ZENIT – 17 enero 2018)
«Mari, Mari» (Buenos días)
«Küme tünngün ta niemün» (La paz esté con ustedes) (Lc 24,36).
Doy gracias a Dios por permitirme visitar esta linda parte de nuestro continente, la Araucanía: Tierra bendecida por el Creador con la fertilidad de inmensos campos verdes, con bosques cuajados de imponentes araucarias —el quinto elogio realizado por Gabriela Mistral a esta tierra chilena—,[1] sus majestuosos volcanes nevados, sus lagos y ríos llenos de vida. Este paisaje nos eleva a Dios y es fácil ver su mano en cada criatura. Multitud de generaciones de hombres y mujeres han amado y aman este suelo con celosa gratitud. Y quiero detenerme y saludar de manera especial a los miembros del pueblo Mapuche, así como también a los demás pueblos originarios que viven en estas tierras australes: rapanui (Isla de Pascua), aymara, quechua y atacameños, y tantos otros.
Esta tierra, si la miramos con ojos de turistas, nos dejará extasiados, pero luego seguiremos nuestro rumbo sin más; pero si nos acercamos a su suelo, lo escucharemos cantar: «Arauco tiene una pena que no la puedo callar, son injusticias de siglos que todos ven aplicar».[2]
En este contexto de acción de gracias por esta tierra y por su gente, pero también de pena y dolor, celebramos la Eucaristía. Y lo hacemos en este aeródromo de Maquehue, en el cual tuvieron lugar graves violaciones de derechos humanos. Esta celebración la ofrecemos por todos los que sufrieron y murieron, y por los que cada día llevan sobre sus espaldas el peso de tantas injusticias. La entrega de Jesús en la cruz carga con todo el pecado y el dolor de nuestros pueblos, un dolor para ser redimido.
En el Evangelio que hemos escuchado, Jesús ruega al Padre para que «todos sean uno» (Jn 17,21). En una hora crucial de su vida se detiene a pedir por la unidad. Su corazón sabe que una de las peores amenazas que golpea y golpeará a los suyos y a la humanidad toda será la división y el enfrentamiento, el avasallamiento de unos sobre otros. ¡Cuántas lágrimas derramadas! Hoy nos queremos agarrar a esta oración de Jesús, queremos entrar con Él en este huerto de dolor, también con nuestros dolores, para pedirle al Padre con Jesús: que también nosotros seamos uno; no permitas que nos gane el enfrentamiento ni la división.
Esta unidad clamada por Jesús es un don que hay que pedir con insistencia por el bien de nuestra tierra y de sus hijos. Y es necesario estar atentos a posibles tentaciones que pueden aparecer y «contaminar desde la raíz» este don que Dios nos quiere regalar y con el que nos invita a ser auténticos protagonistas de la historia.
1. Los falsos sinónimos
Una de las principales tentaciones a enfrentar es confundir unidad con uniformidad. Jesús no le pide a su Padre que todos sean iguales, idénticos; ya que la unidad no nace ni nacerá de neutralizar o silenciar las diferencias. La unidad no es un simulacro ni de integración forzada ni de marginación armonizadora. La riqueza de una tierra nace precisamente de que cada parte se anime a compartir su sabiduría con los demás. No es ni será una uniformidad asfixiante que nace normalmente del predominio y la fuerza del más fuerte, ni tampoco una separación que no reconozca la bondad de los demás. La unidad pedida y ofrecida por Jesús reconoce lo que cada pueblo, cada cultura está invitada a aportar en esta bendita tierra. La unidad es una diversidad reconciliada porque no tolera que en su nombre se legitimen las injusticias personales o comunitarias. Necesitamos de la riqueza que cada pueblo tenga para aportar, y dejar de lado la lógica de creer que existen culturas superiores o inferiores. Un bello «chamal» requiere de tejedores que sepan el arte de armonizar los diferentes materiales y colores; que sepan darle tiempo a cada cosa y a cada etapa. Se podrá imitar industrialmente, pero todos reconoceremos que es una prenda sintéticamente compactada. El arte de la unidad necesita y reclama auténticos artesanos que sepan armonizar las diferencias en los «talleres» de los poblados, de los caminos, de las plazas y paisajes. No es un arte de escritorio, ni tan solo de documentos, es un arte de la escucha y del reconocimiento. En eso radica su belleza y también su resistencia al paso del tiempo y de las inclemencias que tendrá que enfrentar.
La unidad que nuestros pueblos necesitan reclama que nos escuchemos, pero principalmente que nos reconozcamos, que no significa tan sólo «recibir información sobre los demás… sino de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros».[3] Esto nos introduce en el camino de la solidaridad como forma de tejer la unidad, como forma de construir la historia; esa solidaridad que nos lleva a decir: nos necesitamos desde nuestras diferencias para que esta tierra siga siendo bella. Es la única arma que tenemos contra la «deforestación» de la esperanza. Por eso pedimos: Señor, haznos artesanos de unidad. (Aplauso)
Otra tentación puede venir en la consideración de cuales son las armas de la unidad.
2. Las armas de la unidad
La unidad, si quiere construirse desde el reconocimiento y la solidaridad, no puede aceptar cualquier medio para lograr este fin. Existen dos formas de violencia que más que impulsar los procesos de unidad y reconciliación terminan amenazándolos. En primer lugar, debemos estar atentos a la elaboración de «bellos» acuerdos que nunca llegan a concretarse. Bonitas palabras, planes acabados, sí —y necesarios—, pero que al no volverse concretos terminan «borrando con el codo, lo escrito con la mano». Esto también es violencia, porque frustra la esperanza (Aplauso)
En segundo lugar, es imprescindible defender que una cultura del reconocimiento mutuo no puede construirse en base a la violencia y destrucción que termina cobrándose vidas humanas. No se puede pedir reconocimiento aniquilando al otro, porque esto lo único que despierta es mayor violencia y división. La violencia llama a la violencia, la destrucción aumenta la fractura y separación. La violencia termina volviendo mentirosa la causa más justa. Por eso decimos «no a la violencia que destruye», en ninguna de sus dos formas.
Estas actitudes son como lava de volcán que todo arrasa, todo quema, dejando a su paso sólo esterilidad y desolación. Busquemos, en cambio, el camino de la no violencia activa, «como un estilo de política para la paz».[4] Busquemos, en cambio, y no nos cansemos de buscar el diálogo para la unidad. Por eso decimos con fuerza: Señor, haznos artesanos de unidad.
Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblo de la tierra (Gn 2,7) estamos llamados al Buen vivir (Küme Mongen) como nos los recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto camino para aprender! Küme Mongen, un anhelo hondo que brota no sólo de nuestros corazones, sino que resuena como un grito, como un canto en toda la creación. Por eso, hermanos, por los hijos de esta tierra, por los hijos de sus hijos digamos con Jesús al Padre: que también nosotros seamos uno; Señor, haznos artesanos de unidad. (Aplausos)
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[1] Gabriela Mistral, Elogios de la tierra de Chile.
[2] Violeta Parra, Arauco tiene una pena.
[3] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 246.
[4] Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2017.
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Comentario litúrgico del Domingo 3 del Tiempo Ordinario por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 16 enero 2018 (zenit)
Domingo 3 del Tiempo Ordinario
Ciclo B
Textos: Jonás 3, 1-5.10; 1 Co 7, 29-31; Mc 1, 14-20
Idea principal: Cristo llama a unos cuantos para que le ayuden, en cuerpo y alma, en la obra de la salvación, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana y los doce meses del año.
Síntesis del mensaje: El domingo pasado el Señor hacía una pregunta a los que lo seguían: “¿A quién buscáis?”. Hoy les habla con un imperativo categórico y una promesa: “Seguidme y yo os haré pescadores de hombres”. También a Jonás Dios le llamó y le encargó una misión: “Vete a Nínive a anunciar el mensaje que te indicaré” (primera lectura). Misión que urge, pues la vida es corta (segunda lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ¿quién es el que les llama? Jesús, el Hijo de Dios vivo, el Mesías, el Señor, el Maestro, el buen Pastor, el Pan de vida, la Luz del mundo, el Camino y la Verdad y la Vida. Jesús, el hijo de María, la de Nazaret que le dio carne y latido humano. Jesús, el gran Pescador de hombres, lanzado a este mar de la vida para salvar de los dientes de los tiburones a quien pronuncie su nombre y lo acepte como único Redentor, subiéndose en el cabotaje de su Iglesia, cuyos primeros remeros son estos discípulos de Galilea. Sí, es Jesús de Nazaret quien les elige; ese Jesús pobre, austero, libre, confiado en la Providencia divina. No les promete cosas ni dinero, pues el dinero en manos de los consagrados puede ser un peligro, crear dependencia humana, rebajar la dependencia divina, corromper la austeridad de vida. Y si no, que hable la historia de algunas órdenes religiosas: su corrupción o relajo comenzó siempre por su riqueza. Mucho mejor libres, solos, distintos y distantes. Y si no, que hable Jesús por nosotros.
En segundo lugar, ¿a quién llama? No a filósofos, ni a sabios, ni a arquitectos, ni a sumos sacerdotes o escribas. No. Llama a pobres pescadores. No eran mendigos, pero sí trabajadores; iban a la sinagoga los sábados, pero no pisaron la escuela en los días de su vida; no tenían una gota de sangre azul en sus arterias ni un centavo en el bolsillo ni otro horizonte de vida que los montes, los vientos y las olas de su lago natal. Eran proletarios, ésos que a Dios parece que le encantan porque ¡hay que ver la cantidad de ellos que elige! De esa cantera Cristo sacó unos apóstoles que dieron su vida por Él. Arquímedes dijo tres siglos antes de Jesús: “Dadme un punto de apoyo y moveré la tierra”. Y le fracasó la palanca. Dijo Jesús: “Dadme doce simples y cambiaré el mundo”. El éxito a la vista. Pescadores con barcas y quillas bien traqueteadas, sus redes remendadas, sus manos callosas, su corazón en vilo y pendiente de la providencia. A esos llamó con amor y libremente.
Finalmente, ¿por qué y para qué les llama? El porqué es bien claro: porque les amó antes de nuestra creación, no por sus méritos, que no tenían; y sí muchos deméritos para que no les eligiera. Y el para qué, lo dice la famosa canción de Cesáreo Gabarain: “En la arena he dejado mi barca, junto a ti buscaré otro mar”. Para eso, ni más ni menos: echarse a la mar en la misma barca de Jesús para pescar muchos peces y así no sean devorados por los tiburones de la ideologías de moda y las falacias del mundo, y atraerlos al mar de Jesús; pues son peces que la sangre redentora de Cristo ganó y limpió y formó en espléndido cardumen. Un mar ancho y espacioso donde habrá abundantes peces de todos los tamaños y colores: peces chicos y grandes; peces escuálidos y saludables; peces que están en el banco de la educación, de los hospitales, de los asilos de ancianos, y en todas las periferias existenciales. Pero también un mar que tendrá –como todo en la vida- sus olas fuertes, sus momentos de calma. Un mar, donde por momentos soplarán los vientos monzónicos y bochornosos que parecen asfixiarnos, pero también los vientos alisios que nos adormecen en la mediocridad, y los glaciares, que tratarán de congelarnos. Un mar lleno de desafíos y piratas y sirenas. Pero un mar donde Jesús guía la barca y está en el timón. ¿A qué temer, a quién temer? Por eso, quien es escogido por Cristo como pescador de hombres debe rezar todos los días la oración de san Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a vos Señor lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta …”.
Para reflexionar: si he sido elegido por el Señor para ser pescador de hombre, ¿estoy feliz y agradecido con Él? ¿He dejado a Cristo en el timón de mi barca? ¿Lanzo las redes con todo mi arte y con la confianza puesta en el Señor que va en mi barca? ¿Prefiero ir a alta mar o me quedo en la orilla del miedo y de la pereza?
Para rezar: Señor, gracias, por haberme escogido. Limpia mis redes. Restaura mis remos. Toma el timón de mi barca. Contigo, estoy feliz. Si me das abundantes peces, yo feliz. Si quieres que experimente la esterilidad, también feliz. Con tal de ir contigo, ¿qué me importa lo demás? Contento, Señor, contento, como san Alberto Hurtado.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
El Papa ha llegado al Centro Penitenciario las 16 horas (20 h, en Roma), y ha sido recibido por el responsable de los capellanía, el jefe de la estructura carcelaria, y 5 capellanes. También, mujeres con sus hijos en brazos han saludado con gran entusiasmo al Santo Padre a su entrada en el recinto. (ZENIT – 16 enero 2018)
Queridas hermanas y hermanos:
Gracias, gracias, gracias por lo que hicieron y gracias por la oportunidad que me dan para visitarlas. Para mí es importante compartir este tiempo con ustedes y poder estar más cerca de tantos hermanos nuestros que hoy están privados de la libertad. Gracias, Hna. Nelly, por sus palabras y especialmente por testimoniar que la vida triunfa siempre sobre la muerte, siempre. Gracias, Janeth, por animarte a compartir con todos nosotros tus dolores y ese valiente pedido de perdón. ¡Cuánto tenemos que aprender de esa actitud tuya llena de coraje y humildad! Te cito: «Pedimos perdón a todos los que herimos con nuestros delitos». Gracias por recordarnos esa actitud sin la cual nos deshumanizamos, todos tenemos que pedir perdón, yo primero, todos, eso los humaniza. Sin esta actitud de pedir perdón perdemos la conciencia de que nos equivocamos y que nos podemos equivocar y que cada día estamos invitados a volver a empezar, de una u otra manera.
También ahora me viene al corazón la frase de Jesús: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra» (Jn 8,7). ¡La conocéis bien! ¿Y saben qué suelo hacer yo en los sermones cuando hablo de que todos tenemos algo adentro o por debilidad, o porque siempre caemos, o lo tenemos muy escondido? Le digo a la gente: “A ver, todos somos pecadores, todos tenemos pecados. No sé, ¿acá hay alguno que no tiene pecados?. Levante la mano”. Ninguno se anima a levantar la mano. Él nos invita, Jesús, a dejar la lógica simplista de dividir la realidad en buenos y malos, para ingresar en esa otra dinámica capaz de asumir la fragilidad, los límites e incluso el pecado, para ayudarnos a salir adelante.
Cuando ingresaba, me esperaban las madres con sus hijos. Ellos me dieron la bienvenida, que bien se puede expresar en dos palabras: madre e hijos.
Madre: muchas de ustedes son madres y saben qué significa gestar la vida. Han sabido «cargar» en su seno una vida y la gestaron. La maternidad nunca es ni será un problema, es un don, es uno de los regalos más maravillosos que puedan tener. Y hoy tienen un desafío muy parecido: se trata también de gestar vida. Hoy a ustedes se les pide que gesten el futuro. Que lo hagan crecer, que lo ayuden a desarrollarse. No solamente por ustedes, sino por sus hijos y por la sociedad toda. Ustedes, las mujeres, tienen una capacidad increíble de poder adaptarse a las situaciones y salir adelante. Quisiera hoy apelar a esa capacidad de gestar futuro, capacidad de gestar futuro que vive en cada una de ustedes. Esa capacidad que les permite luchar contra los tantos determinismos «cosificadores», es decir, que transforman a las personas en cosas, que terminan matando la esperanza. Ninguno de nosotros es cosa, todos somos personas y como personas tenemos esa dimensión de esperanza. No nos dejemos “cosificar”: No soy un número, no soy el detenido número tal, soy fulano de tal que gesta esperanza, porque quiere parir esperanza.
Estar privadas de la libertad, como bien nos decías, Janeth, no es sinónimo de pérdida de sueños y de esperanzas. Es verdad, es muy duro, es doloroso, pero no quiere decir perder la esperanza, no quiere decir dejar de soñar. Ser privado de la libertad no es lo mismo que el estar privado de la dignidad, no, no es lo mismo. La dignidad no se toca a nadie, se cuida, se custodia, se acaricia. Nadie puede ser privado de la dignidad. Ustedes están privadas de la libertad. De ahí que es necesario luchar contra todo tipo de corsé, de etiqueta que diga que no se puede cambiar, o que no vale la pena, o que todo da lo mismo. Como dice el tango argentino: “dale que va, que todo es igual, que allá en el horno nos vamos a encontrar…”. No es todo lo mismo, no es todo lo mismo. Queridas hermanas, ¡no! Todo no da lo mismo. Cada esfuerzo que se haga por luchar por un mañana mejor —aunque muchas veces pareciera que cae en saco roto— siempre dará fruto y se verá recompensado.
La segunda palabra es hijos: ellos son fuerza, son esperanza, son estímulo. Son el recuerdo vivo de que la vida se construye para delante y no hacia atrás. Hoy estás privada de libertad, eso no significa que esta situación sea el fin. De ninguna manera. Siempre mirar el horizonte, hacia adelante, hacia la reinserción en la vida corriente de la sociedad. Una condena sin futuro no es una condena humana, es una tortura. Toda pena que uno está llevando adelante para pagar una deuda con la sociedad tiene que tener horizonte, es decir, el horizonte de reinsertarme de nuevo y prepararme para la reinserción. Eso exíjanlo a ustedes mismas y a la sociedad. Miren siempre el horizonte, hacia adelante, hacia la reinserción de la vida corriente de la sociedad. Por eso, celebro e invito a intensificar todos los esfuerzos posibles para que los proyectos como el Espacio Mandela y la Fundación Mujer Levántate puedan crecer y robustecerse.
El nombre de la Fundación me hace recordar ese pasaje evangélico donde muchos se burlaban de Jesús por decir que la hija del jefe de la sinagoga no estaba muerta, sino dormida. Se burlaban, se reían de él. Frente a la burla, la actitud de Jesús es paradigmática; entrando donde la chica estaba, la tomó de la mano y le dijo: «¡Niña, yo te lo ordeno, levántate!» (Mc 5,41). Para todos estaba muerta, para Jesús no. Ese tipo de iniciativas son signo vivo de que este ese Jesús que entra en la vida de cada uno de nosotros, que va más allá de toda burla, que no da ninguna batalla por perdida con tal de tomarnos las manos e invitarnos a levantarnos. Qué bueno que haya cristianos, que haya personas de buena voluntad, que haya personas de cualquier creencia, de cualquier opción religiosa en la vida o no religiosa pero de buena voluntad que sigan las huellas de Jesús y se animen a entrar y a ser signo de esa mano tendida que levanta. Yo te lo pido, ¡levántate! Siempre levantando.
Todos sabemos que muchas veces, lamentablemente, la pena de la cárcel puede ser pensada o reducida a un castigo, sin ofrecer medios adecuados para generar procesos. Es lo que les decía yo sobre la esperanza, es mirar adelante, generar procesos de reinserción. Este tiene que ser el sueño de ustedes: la reinserción. Y si es larga llevar este camino, hacer lo mejor posible para que sea más corta, pero siempre reinserción. La sociedad tiene la obligación, obligación de reinsertarlas a todas. Cuando digo reinsertarlas, digo reinsertarlas a cada una, cada una con el proceso personal de reinserción, una por un camino, otra por otro, una más tiempo, otra menos tiempo, pero es una persona que está en camino hacia la reinserción. Y eso métanselo en la cabeza y exíjanlo. Esto es generar un proceso. En cambio, estos espacios que promueven programas de capacitación laboral y acompañamiento para recomponer vínculos son signo de esperanza y de futuro. Ayudemos a que crezcan. La seguridad pública no hay que reducirla sólo a medidas de mayor control sino, y sobre todo, edificarla con medidas de prevención, con trabajo, educación y mayor comunidad.
Quiero decir que con estos pensamientos quiero bendecir a todos ustedes y también saludar a los agentes de pastoral, a los voluntarios, a los profesionales y, de manera especial, a los funcionarios de Gendarmería y a sus familias. Rezo por ustedes. Ustedes tienen una tarea delicada, una tarea compleja, y por eso los invito, a ustedes, a las autoridades a que puedan también darles, a ustedes las condiciones necesarias para desarrollar su trabajo con dignidad. Dignidad que genera dignidad. La dignidad se contagia, se contagia más que la gripe, la dignidad se contagia, la dignidad genera dignidad.
A María, ella que es Madre y para la cual somos hijos —ustedes son sus hijas—, le pedimos que interceda por ustedes, por cada uno de sus hijos, por las personas que tienen en el corazón, y los cubra con su manto. Y, por favor, les pido que recen por mí porque lo necesito. Gracias.
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Discurso del Papa Francisco a los religiosos, consagrados y seminaristas de Chile. (ZENIT – 16 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra poder compartir este encuentro con ustedes. Me gustó la manera con la que el Card. Ezzati los iba presentando: aquí están… las consagradas, los consagrados, los presbíteros, los diáconos permanentes, los seminaristas. Me vino a la memoria el día de nuestra ordenación o consagración cuando, después de la presentación, decíamos: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad». En este encuentro queremos decirle al Señor: «aquí estamos» para renovar nuestro sí. Queremos renovar juntos la respuesta al llamado que un día inquietó nuestro corazón.
Y para ello, creo que nos puede ayudar partir del pasaje del Evangelio que escuchamos y compartir tres momentos de Pedro y de la primera comunidad: Pedro/la comunidad abatida, Pedro/la comunidad misericordiada, y Pedro/la comunidad transfigurada. Juego con este binomio Pedro-comunidad ya que la vivencia de los apóstoles siempre tiene este doble aspecto, uno personal y uno comunitario. Van de la mano y no los podemos separar. Somos, sí, llamados individualmente pero siempre a ser parte de un grupo más grande. No existe la selfie vocacional. La vocación exige que la foto te la saque otro, ¡qué le vamos a hacer!
1. Pedro abatido
Siempre me gustó el estilo de los Evangelios de no decorar ni endulzar los acontecimientos, ni de pintarlos bonitos. Nos presentan la vida como viene y no como tendría que ser. El Evangelio no tiene miedo de mostrarnos los momentos difíciles, y hasta conflictivos, que pasaron los discípulos.
Recompongamos la escena. Habían matado a Jesús; algunas mujeres decían que estaba vivo (cf. Lc 24,22-24). Si bien habían visto a Jesús Resucitado, el acontecimiento es tan fuerte que los discípulos necesitarán tiempo para comprender lo sucedido. Comprensión que les llegará en Pentecostés, con el envío del Espíritu Santo. La irrupción del Resucitado llevará tiempo para calar en el corazón de los suyos.
Los discípulos vuelven a su tierra. Van a hacer lo que sabían hacer: pescar. No estaban todos, sólo algunos. ¿Divididos, fragmentados? No lo sabemos. Lo que nos dice la Escritura es que los que estaban no pescaron nada. Tienen las redes vacías.
Pero había otro vacío que pesaba inconscientemente sobre ellos: el desconcierto y la turbación por la muerte de su Maestro. Ya no está, fue crucificado. Pero no sólo Él estaba crucificado, sino que ellos también, ya que la muerte de Jesús puso en evidencia un torbellino de conflictos en el corazón de sus amigos. Pedro lo negó, Judas lo traicionó, los demás huyeron y se escondieron. Solo un puñado de mujeres y el discípulo amado se quedaron. El resto, se marchó. En cuestión de días todo se vino abajo. Son las horas del desconcierto y la turbación en la vida del discípulo. En los momentos «en los que la polvareda de las persecuciones, tribulaciones, dudas, etc., es levantada por acontecimientos culturales e históricos, no es fácil atinar con el camino a seguir. Existen varias tentaciones propias de este tiempo: discutir ideas, no darle la debida atención al asunto, fijarse demasiado en los perseguidores… y creo que la peor de todas las tentaciones es quedarse rumiando la desolación».[1] Sí, quedarse rumiando la desolación.
Como nos decía el Card. Ezzati, «la vida presbiteral y consagrada en Chile ha atravesado y atraviesa horas difíciles de turbulencias y desafíos no indiferentes. Junto a la fidelidad de la inmensa mayoría, ha crecido también la cizaña del mal y su secuela de escándalo y deserción».
Momento de turbulencias. Conozco el dolor que han significado los casos de abusos ocurridos a menores de edad y sigo con atención cuanto hacen para superar ese grave y doloroso mal. Dolor por el daño y sufrimiento de las víctimas y sus familias, que han visto traicionada la confianza que habían puesto en los ministros de la Iglesia. Dolor por el sufrimiento de las comunidades eclesiales, y dolor también por ustedes, hermanos, que además del desgaste por la entrega han vivido el daño que provoca la sospecha y el cuestionamiento, que en algunos o muchos pudo haber introducido la duda, el miedo y la desconfianza. Sé que a veces han sufrido insultos en el metro o caminando por la calle; que ir «vestido de cura» en muchos lados se está «pagando caro». Por eso los invito a que pidamos a Dios nos dé la lucidez de llamar a la realidad por su nombre, la valentía de pedir perdón y la capacidad de aprender a escuchar lo que Él nos está diciendo.
Me gustaría añadir además otro aspecto importante. Nuestras sociedades están cambiando. El Chile de hoy es muy distinto al que conocí en tiempo de mi juventud, cuando me formaba. Están naciendo nuevas y diversas formas culturales que no se ajustan a los márgenes conocidos. Y tenemos que reconocer que, muchas veces, no sabemos cómo insertarnos en estas nuevas circunstancias. A menudo soñamos con las «cebollas de Egipto» y nos olvidamos que la tierra prometida está delante. Que la promesa es de ayer, pero para mañana. Y podemos caer en la tentación de recluirnos y aislarnos para defender nuestros planteos que terminan siendo no más que buenos monólogos. Podemos tener la tentación de pensar que todo está mal, y en lugar de profesar una «buena nueva», lo único que profesamos es apatía y desilusión. Así cerramos los ojos ante los desafíos pastorales creyendo que el Espíritu no tendría nada que decir. Así nos olvidamos que el Evangelio es un camino de conversión, pero no sólo de «los otros», sino también de nosotros.
Nos guste o no, estamos invitados a enfrentar la realidad así como se nos presenta. La realidad personal, comunitaria y social. Las redes —dicen los discípulos— están vacías, y podemos comprender los sentimientos que esto genera. Vuelven a casa sin grandes aventuras que contar, vuelven a casa con las manos vacías, vuelven a casa abatidos.
¿Qué quedó de esos discípulos fuertes, animados, airosos, que se sentían elegidos y que habían dejado todo para seguir a Jesús? (cf. Mc 1,16-20); ¿qué quedó de esos discípulos seguros de sí, que irían a prisión y hasta darían la vida por su Maestro (cf. Lc 22,33), que para defenderlo querían mandar fuego sobre la tierra (cf. Lc 9,54), por el que desenvainarían la espada y darían batalla? (cf. Lc 22,49-51); ¿qué quedó del Pedro que increpaba a su Maestro acerca de cómo tendría que llevar adelante su vida? (cf. Mc 8,31-33).
2. Pedro misericordiado
Es la hora de la verdad en la vida de la primera comunidad. Es la hora en la que Pedro se confrontó con parte de sí mismo. Con la parte de su verdad que muchas veces no quería ver. Hizo experiencia de su limitación, de su fragilidad, de su ser pecador. Pedro el temperamental, el jefe impulsivo y salvador, con una buena dosis de autosuficiencia y exceso de confianza en sí mismo y en sus posibilidades, tuvo que someterse a su debilidad y pecado. Él era tan pecador como los otros, era tan necesitado como los otros, era tan frágil como los otros. Pedro falló a quien juró cuidar. Hora crucial en la vida de Pedro.
Como discípulos, como Iglesia, nos puede pasar lo mismo: hay momentos en los que nos confrontamos no con nuestras glorias, sino con nuestra debilidad. Horas cruciales en la vida de los discípulos, pero en esa hora es también donde nace el apóstol. Dejemos que el texto nos lleve de la mano.
«Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?» (Jn 21,15).
Después de comer, Jesús invita a Pedro a dar un paseo y la única palabra es una pregunta, una pregunta de amor: ¿Me amas? Jesús no va al reproche ni a la condena. Lo único que quiere hacer es salvar a Pedro. Lo quiere salvar del peligro de quedarse encerrado en su pecado, de que quede «masticando» la desolación fruto de su limitación; del peligro de claudicar, por sus limitaciones, de todo lo bueno que había vivido con Jesús. Jesús lo quiere salvar del encierro y del aislamiento. Lo quiere salvar de esa actitud destructiva que es victimizarse o, al contrario, caer en un «da todo lo mismo» y que al final termina aguando cualquier compromiso en el más perjudicial relativismo. Quiere liberarlo de tomar a quien se le opone como si fuese un enemigo, o no aceptar con serenidad las contradicciones o las críticas. Quiere liberarlo de la tristeza y especialmente del mal humor. Con esa pregunta, Jesús invita a Pedro a que escuche su corazón y aprenda a discernir. Ya que «no era de Dios defender la verdad a costa de la caridad, ni la caridad a costa de la verdad, ni el equilibrio a costa de ambas. Jesús quiere evitar que Pedro se vuelva un veraz destructor o un caritativo mentiroso o un perplejo paralizado»,[2] como nos puede pasar en estas situaciones.
Jesús interrogó a Pedro sobre su amor e insistió en él hasta que este pudo darle una respuesta realista: «Sí, Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Jn 21,17). Así Jesús lo confirma en la misión. Así lo vuelve definitivamente su apóstol.
¿Qué es lo que fortalece a Pedro como apóstol? ¿Qué nos mantiene a nosotros apóstoles? Una sola cosa: «Fuimos tratados con misericordia» (1 Tm 1,12-16). «En medio de nuestros pecados, límites, miserias; en medio de nuestras múltiples caídas, Jesucristo nos vio, se acercó, nos dio su mano y nos trató con misericordia. Cada uno de nosotros podría hacer memoria, repasando todas las veces que el Señor lo vio, lo miró, se acercó y lo trató con misericordia».[3] No estamos aquí porque seamos mejores que otros. No somos superhéroes que, desde la altura, bajan a encontrarse con los «mortales». Más bien somos enviados con la conciencia de ser hombres y mujeres perdonados. (Gran aplauso al Papa) Y esa es la fuente de nuestra alegría. Somos consagrados, pastores al estilo de Jesús herido, muerto y resucitado. El consagrado es quien encuentra en sus heridas los signos de la Resurrección. Es quien puede ver en las heridas del mundo la fuerza de la Resurrección. Es quien, al estilo de Jesús, no va a encontrar a sus hermanos con el reproche y la condena.
Jesucristo no se presenta a los suyos sin llagas; precisamente desde sus llagas es donde Tomás puede confesar la fe. Estamos invitados a no disimular o esconder nuestras llagas. Una Iglesia con llagas es capaz de comprender las llagas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y buscar sanarlas. Una Iglesia con llagas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone allí al único que puede sanar las heridas y tiene nombre: Jesucristo. (Aplauso de los presentes)
La conciencia de tener llagas nos libera; sí, nos libera de volvernos autorreferenciales, de creernos superiores. Nos libera de esa tendencia «prometeica de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado».[4]
En Jesús, nuestras llagas son resucitadas. Nos hacen solidarios; nos ayudan a derribar los muros que nos encierran en una actitud elitista para estimularnos a tender puentes e ir a encontrarnos con tantos sedientos del mismo amor misericordioso que sólo Cristo nos puede brindar. «¡Cuántas veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es sudor de nuestra frente».[5] Veo con cierta preocupación que existen comunidades que viven arrastradas más por la desesperación de estar en cartelera, por ocupar espacios, por aparecer y mostrarse, que por remangarse y salir a tocar la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel. (Gran aplauso al Santo Padre)
Qué cuestionadora reflexión la de ese santo chileno que advertía: «Serán, pues, métodos falsos todos lo que sean impuestos por uniformidad; todos los que pretendan dirigirnos a Dios haciéndonos olvidar de nuestros hermanos; todos los que nos hagan cerrar los ojos sobre el universo, en lugar de enseñarnos a abrirlos para elevar todo al Creador de todo ser; todos los que nos hagan egoístas y nos replieguen sobre nosotros mismos».[6]
El Pueblo de Dios no espera ni necesita de nosotros superhéroes, espera pastores, consagrados, que sepan de compasión, que sepan tender una mano, que sepan detenerse ante el caído y, al igual que Jesús, ayuden a salir de ese círculo de «masticar» la desolación que envenena el alma.
3. Pedro transfigurado
Jesús invita a Pedro a discernir y así comienzan a cobrar fuerza muchos acontecimientos de la vida de Pedro, como el gesto profético del lavatorio de los pies. Pedro, el que se resistía a dejarse lavar los pies, comenzaba a comprender que la verdadera grandeza pasa por hacerse pequeño y servidor.[7]
¡Qué pedagogía la de nuestro Señor! Del gesto profético de Jesús a la Iglesia profética que, lavada de su pecado, no tiene miedo de salir a servir a una humanidad herida.
Pedro experimentó en su carne la herida no sólo del pecado, sino de sus propios límites y flaquezas. Pero descubrió en Jesús que sus heridas pueden ser camino de Resurrección. Conocer a Pedro abatido para conocer a Pedro transfigurado es la invitación a pasar de ser una Iglesia de abatidos desolados a una Iglesia servidora de tantos abatidos que conviven a nuestro lado. Una Iglesia capaz de ponerse al servicio de su Señor en el hambriento, en el preso, en el sediento, en el desalojado, en el desnudo, en el enfermo… (cf. Mt 25,35). Un servicio que no se identifica con asistencialismo o paternalismo, sino con conversión de corazón. El problema no está en darle de comer al pobre, vestir al desnudo, acompañar al enfermo, sino en considerar que el pobre, el desnudo, el enfermo, el preso, el desalojado tienen la dignidad para sentarse en nuestras mesas, de sentirse «en casa» entre nosotros, de sentirse familia. Ese es el signo de que el Reino de los Cielos está entre nosotros. Es el signo de una Iglesia que fue herida por su pecado, misericordiada por su Señor, y convertida en profética por vocación.
Renovar la profecía es renovar nuestro compromiso de no esperar un mundo ideal, una comunidad ideal, un discípulo ideal para vivir o para evangelizar, sino crear las condiciones para que cada persona abatida pueda encontrarse con Jesús. No se aman las situaciones ni las comunidades ideales, se aman las personas.
El reconocimiento sincero, dolorido y orante de nuestros límites, lejos de alejarnos de nuestro Señor nos permite volver a Jesús sabiendo que «Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece… Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual»[8]. Qué bien nos hace a todos dejar que Jesús nos renueve el corazón.
Cuando comenzaba este encuentro, les decía que veníamos a renovar nuestro sí, con ganas, con pasión. Queremos renovar nuestro sí, pero realista, porque está apoyado en la mirada de Jesús. Los invito a que cuando vuelvan a casa armen en su corazón una especie de testamento espiritual, al estilo del Cardenal Raúl Silva Henríquez. Esa hermosa oración que comienza diciendo:
«La Iglesia que yo amo es la Santa Iglesia de todos los días… la tuya, la mía, la Santa Iglesia de todos los días… Jesucristo, el Evangelio, el pan, la eucaristía, el Cuerpo de Cristo humilde cada día. Con rostros de pobres y rostros de hombres y mujeres que cantaban, que luchaban, que sufrían. La Santa Iglesia de todos los días».
¿Cómo es la Iglesia que tú amas? ¿Amas a esta Iglesia herida que encuentra vida en las llagas de Jesús?
Gracias por este encuentro, gracias por la oportunidad de renovar el «sí» con ustedes. Que la Virgen del Carmen los cubra con su manto.
Por favor, no se olviden de rezar por mí.
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[1] Jorge Mario Bergoglio, Las cartas de la tribulación, 9, ed. Diego de Torres, Buenos Aires (1987).
[2] Cf. ibíd.
[3] Videomensaje al CELAM en ocasión del Jubileo extraordinario de la Misericordia en el Continente americano (27 agosto 2016).
[4] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94.
[5] Ibíd., 96.
[6] San Alberto Hurtado, Discurso a jóvenes de la Acción Católica (1943).
[7] «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35).
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 11.
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A las 18:15 horas (22:15 h. en Roma), el Santo Padre Francisco se ha encontrado con cerca de 50 obispos de Chile, en la Sacristía de la Catedral de Santiago. Después del saludo del Presidente de la Conferencia Episcopal de Chile, Mons. Santiago Silva Retamales, el Papa ha pronunciado un discurso. (ZENIT – 16 enero 2018)
Queridos hermanos:
Agradezco las palabras que el Presidente de la Conferencia Episcopal me ha dirigido en nombre de todos ustedes.
En primer lugar, quiero saludar a Mons. Bernardino Piñera Carvallo, que este año cumplirá 60 años de obispo (es el obispo más anciano del mundo, tanto en edad como en años de episcopado), y que ha vivido cuatro sesiones del Concilio Vaticano II. Hermosa memoria viviente.
Dentro de poco se cumplirá un año de su visita ad limina, ahora me tocó a mí venir a visitarlos y me alegra que este encuentro sea después de haber estado con el «mundo consagrado». Ya que una de nuestras principales tareas consiste precisamente en estar cerca de nuestros consagrados, de nuestros presbíteros. Si el pastor anda disperso, las ovejas también se dispersarán y quedarán al alcance de cualquier lobo. Hermanos, ¡la paternidad del obispo con su presbiterio! Una paternidad que no es ni paternalismo ni abuso de autoridad. Un don a pedir. Estén cerca de sus curas al estilo de san José. Una paternidad que ayuda a crecer y a desarrollar los carismas que el Espíritu ha querido derramar en sus respectivos presbiterios.
Sé que tenemos poco tiempo para este «saludo», pero me gustaría retomar algunos puntos del encuentro que tuvimos en Roma y que puedo resumir en la siguiente frase: la conciencia de ser pueblo.
Uno de los problemas que enfrentan nuestras sociedades hoy en día es el sentimiento de orfandad, es decir, sentir que no pertenecen a nadie. Este sentir «postmoderno» se puede colar en nosotros y en nuestro clero; entonces empezamos a creer que no pertenecemos a nadie, nos olvidamos de que somos parte del santo Pueblo fiel de Dios y que la Iglesia no es ni será nunca de una élite de consagrados, sacerdotes u obispos. No podremos sostener nuestra vida, nuestra vocación o ministerio sin esta conciencia de ser Pueblo. Olvidarnos de esto —como expresé a la Comisión para América Latina— «acarrea varios riesgos y/o deformaciones en nuestra propia vivencia personal y comunitaria del ministerio que la Iglesia nos ha confiado».[1] La falta de conciencia de pertenecer al Pueblo de Dios como servidores, y no como dueños, nos puede llevar a una de las tentaciones que más daño le hacen al dinamismo misionero que estamos llamados a impulsar: el clericalismo, que resulta una caricatura de la vocación recibida.
La falta de conciencia de que la misión es de toda la Iglesia y no del cura o del obispo limita el horizonte, y lo que es peor, coarta todas las iniciativas que el Espíritu puede estar impulsando en medio nuestro. Digámoslo claro, los laicos no son nuestros peones, ni nuestros empleados. No tienen que repetir como «loros» lo que decimos. «El clericalismo, lejos de impulsar los distintos aportes y propuestas, poco a poco va apagando el fuego profético que la Iglesia toda está llamada a testimoniar en el corazón de sus pueblos. El clericalismo se olvida de que la visibilidad y la sacramentalidad de la Iglesia pertenece a todo el Pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 9-14) y no sólo a unos pocos elegidos e iluminados».[2]
Velemos, por favor, contra esta tentación, especialmente en los seminarios y en todo el proceso formativo. Los seminarios deben poner el énfasis en que los futuros sacerdotes sean capaces de servir al santo Pueblo fiel de Dios, reconociendo la diversidad de culturas y renunciando a la tentación de cualquier forma de clericalismo. El sacerdote es ministro de Jesucristo: protagonista que se hace presente en todo el Pueblo de Dios. Los sacerdotes del mañana deben formarse mirando al mañana: su ministerio se desarrollará en un mundo secularizado y, por lo tanto, nos exige a nosotros pastores discernir cómo prepararlos para desarrollar su misión en ese escenario concreto y no en nuestros «mundos o estados ideales». Una misión que se da en unidad fraternal con todo el Pueblo de Dios. Codo a codo, impulsando y estimulando al laicado en un clima de discernimiento y sinodalidad, dos características esenciales en el sacerdote del mañana. No al clericalismo y a mundos ideales que sólo entran en nuestros esquemas pero que no tocan la vida de nadie.
Y aquí, pedir, pedir al Espíritu Santo el don de soñar y trabajar por una opción misionera y profética que sea capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se conviertan en un cauce adecuado para la evangelización de Chile más que para una autopreservación eclesiástica. No le tengamos miedo a despojarnos de lo que nos aparte del mandato misionero.[3]
Hermanos, encomendémonos a la protección maternal de María, Madre de Chile. Recemos juntos por nuestros presbiterios, por nuestros consagrados; recemos por el santo Pueblo fiel de Dios.
_______________________
[1] Carta al Cardenal Marc Ouellet, Presidente de la Pontificia Comisión para América Latina (21 marzo 2016).
[2] Ibíd.
[3] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 27.
© Librería Editorial Vaticano
Homilía del Papa Francisco en la Misa celebrada en el parque O´Higgins, en Santiago de Chile. (ZENIT – 16 enero 2018)
«Al ver a la multitud» (Mt 5,1). En estas primeras palabras del Evangelio encontramos la actitud con la que Jesús quiere salir a nuestro encuentro, la misma actitud con la que Dios siempre ha sorprendido a su pueblo (cf. Ex 3,7). La primera actitud de Jesús es ver, es mirar el rostro de los suyos. Esos rostros ponen en movimiento el amor visceral de Dios. No fueron ideas o conceptos los que movieron a Jesús… son los rostros, son personas; es la vida que clama a la Vida que el Padre nos quiere transmitir.
Al ver a la multitud, Jesús encuentra el rostro de la gente que lo seguía y lo más lindo es ver que ellos, a su vez, encuentran en la mirada de Jesús el eco de sus búsquedas y anhelos. De ese encuentro nace este elenco de bienaventuranzas que son el horizonte hacia el cual somos invitados y desafiados a caminar. Las bienaventuranzas no nacen de una actitud pasiva frente a la realidad, ni tampoco pueden nacer de un espectador que se vuelve un triste autor de estadísticas de lo que acontece. No nacen de los profetas de desventuras que se contentan con sembrar desilusión. Tampoco de espejismos que nos prometen la felicidad con un «clic», en un abrir y cerrar de ojos. Por el contrario, las bienaventuranzas nacen del corazón compasivo de Jesús que se encuentra con el corazón de hombres y mujeres que quieren y anhelan una vida bendecida; de hombres y mujeres que saben de sufrimiento; que conocen el desconcierto y el dolor que se genera cuando «se te mueve el piso» o «se inundan los sueños» y el trabajo de toda una vida se viene abajo; pero más saben de tesón y de lucha para salir adelante; más saben de reconstrucción y de volver a empezar.
¡Cuánto conoce el corazón chileno de reconstrucciones y de volver a empezar; cuánto conocen ustedes de levantarse después de tantos derrumbes! ¡A ese corazón apela Jesús; para ese corazón son las bienaventuranzas!
Las bienaventuranzas no nacen de actitudes criticonas ni de la «palabrería barata» de aquellos que creen saberlo todo pero no se quieren comprometer con nada ni con nadie, y terminan así bloqueando toda posibilidad de generar procesos de transformación y reconstrucción en nuestras comunidades, en nuestras vidas. Las bienaventuranzas nacen del corazón misericordioso que no se cansa de esperar. Y experimenta que la esperanza «es el nuevo día, la extirpación de una inmovilidad, el sacudimiento de una postración negativa» (Pablo Neruda, El habitante y su esperanza, 5).
Jesús, al decirle bienaventurado al pobre, al que ha llorado, al afligido, al paciente, al que ha perdonado… viene a extirpar la inmovilidad paralizante del que cree que las cosas no pueden cambiar, del que ha dejado de creer en el poder transformador de Dios Padre y en sus hermanos, especialmente en sus hermanos más frágiles, en sus hermanos descartados. Jesús, al proclamar las bienaventuranzas viene a sacudir esa postración negativa llamada resignación que nos hace creer que se puede vivir mejor si nos escapamos de los problemas, si huimos de los demás; si nos escondemos o encerramos en nuestras comodidades, si nos adormecemos en un consumismo tranquilizante (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 2). Esa resignación que nos lleva a aislarnos de todos, a dividirnos, separarnos; a hacernos los ciegos frente a la vida y al sufrimiento de los otros.
Las bienaventuranzas son ese nuevo día para todos aquellos que siguen apostando al futuro, que siguen soñando, que siguen dejándose tocar e impulsar por el Espíritu de Dios.
Qué bien nos hace pensar que Jesús desde el Cerro Renca o Puntilla viene a decirnos: bienaventurados… Sí, bienaventurado vos y vos; bienaventurados ustedes que se dejan contagiar por el Espíritu de Dios y luchan y trabajan por ese nuevo día, por ese nuevo Chile, porque de ustedes será el reino de los cielos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
Frente a la resignación que como un murmullo grosero socava nuestros lazos vitales y nos divide, Jesús nos dice: bienaventurados los que se comprometen por la reconciliación. Felices aquellos que son capaces de ensuciarse las manos y trabajar para que otros vivan en paz. Felices aquellos que se esfuerzan por no sembrar división. De esta manera, la bienaventuranza nos hace artífices de paz; nos invita a comprometernos para que el espíritu de la reconciliación gane espacio entre nosotros. ¿Quieres dicha? ¿Quieres felicidad? Felices los que trabajan para que otros puedan tener una vida dichosa. ¿Quieres paz?, trabaja por la paz.
No puedo dejar de evocar a ese gran pastor que tuvo Santiago cuando en un Te Deum decía: «“Si quieres la paz, trabaja por la justicia” … Y si alguien nos pregunta: “¿qué es la justicia?” o si acaso consiste solamente en “no robar”, le diremos que existe otra justicia: la que exige que cada hombre sea tratado como hombre» (Card. Raúl Silva Henríquez, Homilía en el Te Deum Ecuménico, 18 septiembre 1977).
¡Sembrar la paz a golpe de proximidad (gran aplauso al Papa), a golpe de vecindad! A golpe de salir de casa y mirar rostros, de ir al encuentro de aquel que lo está pasando mal, que no ha sido tratado como persona, como un digno hijo de esta tierra. Esta es la única manera que tenemos de tejer un futuro de paz, de volver a hilar una realidad que se puede deshilachar. El trabajador de la paz sabe que muchas veces es necesario vencer grandes o sutiles mezquindades y ambiciones, que nacen de pretender crecer y «darse un nombre», de tener prestigio a costa de otros. El trabajador de la paz sabe que no alcanza con decir: no le hago mal a nadie, ya que como decía san Alberto Hurtado: «Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien» (el Papa recibe un gran aplauso) (Meditación radial, abril 1944).
Construir la paz es un proceso que nos convoca y estimula nuestra creatividad para gestar relaciones capaces de ver en mi vecino no a un extraño, a un desconocido, sino a un hijo de esta tierra.
Encomendémonos a la Virgen Inmaculada que desde el Cerro San Cristóbal cuida y acompaña esta ciudad. Que ella nos ayude a vivir y a desear el espíritu de las bienaventuranzas; para que en todos los rincones de esta ciudad se escuche como un susurro: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9).
© Librería Editorial Vaticano
Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus (ZENIT – 14 enero 2018)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Como en la fiesta de la Epifanía y la del Bautismo de Jesús, la página del Evangelio de hoy (cf. Jn 1,35-42) propone también el tema de la manifestación del Señor.
Esta vez, es Juan Bautista quien le designa a sus discípulos como “el Cordero de Dios” (v.36), invitándoles a seguirle. Esto es así para nosotros: Este que hemos contemplado en el misterio de la Navidad, estamos ahora invitados a seguirle en la vida cotidiana.
El Evangelio de hoy nos introduce perfectamente en el tiempo litúrgico ordinario, un tiempo que sirve para estimular y verificar nuestro camino de fe en la vida habitual, en una dinámica que se mueve entre la Epifanía y sigue entre manifestación y vocación”.
El del Evangelio indica las características esenciales del itinerario de fe de los discípulos de todos los tiempos, incluso el nuestro, a partir de la pregunta que Jesús dirige a los discípulos que, impulsados por Juan Bautista, comienzan a seguirle: “¿Qué buscáis?” (v.38). En la mañana de Pascua, el resucitado dirigirá la misma pregunta a María Magdalena: “Mujer, ¿Qué buscas?” (Ju 20, 15).
Cada uno de nosotros, en tanto que ser humano, está en búsqueda: búsqueda de felicidad, búsqueda de amor, de una vida buena y plena. Dios Padre nos ha dado todo esto en su Hijo Jesús.
En esta búsqueda, el rol de un verdadero testigo es fundamental: De una persona que ha hecho primero el camino y que ha encontrado al Señor. En el Evangelio, Juan Bautista es ese testigo y por eso ha podido orientar a sus discípulos hacia Jesús, que les lleva hacia una nueva experiencia diciendo: “Venid y ved” (v. 39). Y estos dos no pudieron olvidar la belleza de este encuentro, hasta el punto que el Evangelista anota incluso la hora: “Eran alrededor de las cuatro de la tarde” (ibid).
Solo un encuentro personal con Jesús genera un camino de fe y de vida de discípulo. Podemos tener muchas experiencias, realizar muchas cosas, establecer relaciones con muchas personas, pero solo el encuentro con Jesús, en esta hora que Dios conoce, puede dar un sentido pleno a nuestra vida y hacer fecundos nuestros proyectos y nuestras iniciativas.
Construirse una imagen de Dios fundada sobre rumores no es suficiente: es necesario ir en busca del Divino Maestro e ir donde vive. La pregunta de los dos discípulos a Jesús, “¿Dónde vives?” (v.38) tiene un sentido espiritual fuerte: expresa el deseo de saber dónde vive el Maestro, para poder estar con Él. La vida de fe consiste en el deseo de estar con el Señor y en una búsqueda continua del lugar donde Él habita. Esto significa que estamos llamados a ir más allá de la religiosidad habitual, reviviendo el encuentro con Jesús en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios y frecuentando los sacramentos para estar con Él y dar fruto gracias a Él, a su ayuda y a su gracia.
Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, seguir a Jesús: este es el camino. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, seguir a Jesús.
Que la Virgen María nos sostenga en nuestra intención de seguir a Jesús, de ir y de permanecer allí donde Él habita, para escuchar su Palabra de vida, para adherirse a Él, que quita el pecado del mundo, para encontrar en Él esperanza e impulso espiritual.
Angelus Domininuntiavit Mariae…
@ Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus (ZENIT – 14 enero 2018)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Como en la fiesta de la Epifanía y la del Bautismo de Jesús, la página del Evangelio de hoy (cf. Jn 1,35-42) propone también el tema de la manifestación del Señor.
Esta vez, es Juan Bautista quien le designa a sus discípulos como “el Cordero de Dios” (v.36), invitándoles a seguirle. Esto es así para nosotros: Este que hemos contemplado en el misterio de la Navidad, estamos ahora invitados a seguirle en la vida cotidiana.
El Evangelio de hoy nos introduce perfectamente en el tiempo litúrgico ordinario, un tiempo que sirve para estimular y verificar nuestro camino de fe en la vida habitual, en una dinámica que se mueve entre la Epifanía y sigue entre manifestación y vocación”.
El del Evangelio indica las características esenciales del itinerario de fe de los discípulos de todos los tiempos, incluso el nuestro, a partir de la pregunta que Jesús dirige a los discípulos que, impulsados por Juan Bautista, comienzan a seguirle: “¿Qué buscáis?” (v.38). En la mañana de Pascua, el resucitado dirigirá la misma pregunta a María Magdalena: “Mujer, ¿Qué buscas?” (Ju 20, 15).
Cada uno de nosotros, en tanto que ser humano, está en búsqueda: búsqueda de felicidad, búsqueda de amor, de una vida buena y plena. Dios Padre nos ha dado todo esto en su Hijo Jesús.
En esta búsqueda, el rol de un verdadero testigo es fundamental: De una persona que ha hecho primero el camino y que ha encontrado al Señor. En el Evangelio, Juan Bautista es ese testigo y por eso ha podido orientar a sus discípulos hacia Jesús, que les lleva hacia una nueva experiencia diciendo: “Venid y ved” (v. 39). Y estos dos no pudieron olvidar la belleza de este encuentro, hasta el punto que el Evangelista anota incluso la hora: “Eran alrededor de las cuatro de la tarde” (ibid).
Solo un encuentro personal con Jesús genera un camino de fe y de vida de discípulo. Podemos tener muchas experiencias, realizar muchas cosas, establecer relaciones con muchas personas, pero solo el encuentro con Jesús, en esta hora que Dios conoce, puede dar un sentido pleno a nuestra vida y hacer fecundos nuestros proyectos y nuestras iniciativas.
Construirse una imagen de Dios fundada sobre rumores no es suficiente: es necesario ir en busca del Divino Maestro e ir donde vive. La pregunta de los dos discípulos a Jesús, “¿Dónde vives?” (v.38) tiene un sentido espiritual fuerte: expresa el deseo de saber dónde vive el Maestro, para poder estar con Él. La vida de fe consiste en el deseo de estar con el Señor y en una búsqueda continua del lugar donde Él habita. Esto significa que estamos llamados a ir más allá de la religiosidad habitual, reviviendo el encuentro con Jesús en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios y frecuentando los sacramentos para estar con Él y dar fruto gracias a Él, a su ayuda y a su gracia.
Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, seguir a Jesús: este es el camino. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, seguir a Jesús.
Que la Virgen María nos sostenga en nuestra intención de seguir a Jesús, de ir y de permanecer allí donde Él habita, para escuchar su Palabra de vida, para adherirse a Él, que quita el pecado del mundo, para encontrar en Él esperanza e impulso espiritual.
Angelus Domininuntiavit Mariae…
@ Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
El Papa Francisco ha presidido la Misa, por primera vez en la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, este 14 de enero de 2018, en la Basílica de San Pedro. (ZENIT – 14 enero 2018)
Este año, he querido celebrar la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado, con una misa a la cuál vosotros habéis sido invitados, vosotros en particular, migrantes, refugiados y solicitantes de asilo. Algunos de entre vosotros habéis llegado hace poco a Italia y otros residen y trabajan desde hace años, y otros constituyen lo que llamamos la “segunda generación”.
Todos hemos oído resonar en esta asamblea, la Palabra de Dios, que nos invita hoy a profundizar en la llamada especial que el Señor dirige a cada uno de nosotros. Como lo ha hecho con Samuel (IS 3, 3b-10,19), nos llama por nuestro nombre y nos pide honrar el hecho de que nosotros hemos sido creados como seres absolutamente únicos, todos diferentes entre nosotros y con un rol singular en la historia del mundo. En el Evangelio (J 1,35-42), los dos discípulos de Juan le preguntan a Jesús: “¿Dónde vives?” (v.38), dejando entender que, de la respuesta a esta pregunta, dependen sus juicios sobre el maestro de Nazaret. La respuesta de Jesús: “¡Ven y verás!” (v.39) se abre a un encuentro personal, que incluye un momento apropiado para acoger, conocer y reconocer al otro.
En el mensaje para la jornada de hoy, he escrito: “Todo inmigrante que llama a nuestra puerta es una ocasión de encuentro con Jesucristo, que se identifica en el extranjero de toda época acogido o rechazado (Mt 25, 35-43). Y, para el extranjero, el inmigrante, el refugiad, el exiliado y el que pide asilo, cada puerta de la nueva tierra es también una ocasión de encontrarse con Jesús. Son invitaciones “¡Venid y ved!” Esto nos es dirigido hoy a todos, comunidades locales y recién llegados. Es una invitación a superar nuestros miedos para poder ir al encuentro del otro, para acogerle, conocerle y encontrarle. Es una invitación que ofrece la oportunidad de hacerse el prójimo del otro para ver dónde y cómo viven. En el mundo de hoy, para los recién llegados, acoger, conocer y reencontrar significa conocer y respetar las leyes, la cultura y las tradiciones de los países donde son acogidos. Esto significa igualmente comprender sus miedos y sus aprensiones de cara al futuro. Para las comunidades locales, acoger, conocer, y reencontrar significa abrirse a la riqueza de la diversidad sin prejuicios, comprender los potenciales y las esperanzas de los recién llegados, lo mismo que su vulnerabilidad y sus miedos.
El verdadero encuentro con el otro no se para en la acogida, sino que nos invita a todos a comprometernos en las tres acciones que he puesto en evidencia en el mensaje para esta jornada: proteger, promover e integrar. Y, en el verdadero encuentro con el prójimo, ¿seremos capaces de reconocer a Jesucristo, que pide ser acogido, protegido, promovido e integrado?, como nos enseña la parábola evangélica del Juicio Final: el Señor tenía hambre, estaba sediento, enfermo, extranjero y en prisión y fue socorrido por algunos, pero no por otros (Mt 25, 31-46) este verdadero encuentro con Cristo es fuente de salvación, una salvación que debe ser anunciada y aportada a todos, como nos enseña el apóstol Andrés. Después de haber revelado a su hermano Simón: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41) Andrés le conduce a Jesús, para que tenga, él también, esta misma experiencia del encuentro.
No es fácil entrar en la cultura de los otros, de ponerse en el lugar de las personas diferentes a nosotros, de comprender sus pensamientos y sus experiencias. Así que a menudo renunciamos a encontrar al otro y levantamos barreras para defendernos. Las comunidades locales a veces tienen miedo de que los nuevos perturben el orden establecido, “roben” algo que hemos construido con sufrimiento. Los recién llegados también tienen miedos: temen la confrontación, el juicio, la discriminación, el fracaso. Estos temores son legítimos, se fundan sobre dudas perfectamente comprensibles desde el punto de vista humano. No es un pecado tener dudas y temores. El pecado, es dejar que estos miedos determinen nuestras respuestas, condicionen nuestras elecciones, comprometan el respeto y la generosidad, alimenten el odio y el rechazo. El pecado, es renunciar al encuentro con el otro, con el que es diferente, entonces esto constituye, de hecho, una ocasión privilegiada de encuentro con el Señor.
Es de este encuentro con Jesús presente en el pobre, en el que es rechazado, en el refugiado, en el que piden asilo, que brota nuestra oración de hoy. Es una oración recíproca: migrantes y refugiados oran por las comunidades locales, y las comunidades locales oran por los recién llegados y por los migrantes de larga estancia. Confiamos a la intercesión maternal de la Virgen María las esperanzas de todos los migrantes y de todos los refugiados del mundo, así como de las aspiraciones de las comunidades que les acogen para que, conforme al mandamiento divino el más elevado el de la caridad y del amor al prójimo, aprendamos todos a amar al otro, al extranjero, como nos amamos a nosotros mismos.
[Texto original: italiano]
© Librería Editrice Vaticana
Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
El Santo Padre Francisco ha celebrado la audiencia general esta mañana, 10 de enero de 2018, en el aula Pablo VI, como es habitual en invierno, ante miles de peregrinos provenientes de Italia y de otros países del mundo. (ZENIT – 9 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el recorrido de las catequesis sobre la celebración eucarística hemos visto que el Acto penitencial nos ayuda a despojarnos de nuestras presunciones y a presentarnos ante Dios como realmente somos, conscientes de ser pecadores, con la esperanza de ser perdonados.
Precisamente del encuentro entre la miseria humana y la misericordia divina brota la gratitud expresada en el “Gloria”, “un himno antiquísimo y venerable con el que la Iglesia, congregada en el Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y glorifica y le suplica al Cordero.” (Instrucción General del Misal Romano, 53).
El inicio de este himno –“Gloria a Dios en el alto del cielo”- retoma el canto de los ángeles en el nacimiento de Jesús en Belén, el anuncio gozoso del abrazo entre el cielo y la tierra. Este canto también nos involucra reunidos en oración: “Gloria a Dios en el alto del cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”.
Después del “Gloria”, o cuando no lo hay, inmediatamente después del Acto penitencial, la oración asume una forma particular en la llamada “colecta” que expresa el carácter propio de la celebración, variable según los días y tiempos del año (ver ibid., 54). Con la invitación “oremos”, el sacerdote exhorta al pueblo a recogerse con él en un momento de silencio, para hacerse conscientes de que están en la presencia de Dios y para que emerjan, del corazón de cada uno, las intenciones personales con las que participa en la misa (cf. ibid., 54). El sacerdote dice “oremos”; y después hay unos instantes de silencio y cada uno piensa en lo que necesita, en lo que quiere pedir, en la oración.
El silencio no se limita a la ausencia de palabras; es estar dispuesto a escuchar otras voces: la de nuestro corazón y, sobre todo, la voz del Espíritu Santo. En la liturgia, la naturaleza del silencio sagrado depende del momento en que se observa: “En el acto penitencial y después de la invitación a orar, cada uno se recoge en sí mismo; pero terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que escucharon; y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran” (ibid., 45). Por lo tanto, antes de la oración inicial, el silencio nos ayuda a recogernos en nosotros mismos y a pensar en por qué estamos allí. De ahí la importancia de escuchar nuestro ánimo para abrirlo luego al Señor. Tal vez venimos de días fatigosos, o de alegría, de dolor, y queremos decírselo al Señor, invocar su ayuda, pedirle que esté cerca de nosotros; tenemos familiares y amigos que están enfermos o que atraviesan pruebas difíciles; deseamos confiarle a Dios las suertes de la Iglesia y del mundo. Para esto sirve el breve silencio antes de que el sacerdote, recogiendo las intenciones de cada uno, exprese en voz alta a Dios, en nombre de todos, la oración común que concluye los ritos de introducción, haciendo la “colecta” de las intenciones individuales. Recomiendo encarecidamente a los sacerdotes que observen este momento de silencio y no vayan deprisa: “oremos”, y que se haga silencio. Se lo recomiendo a los sacerdotes. Sin ese silencio corremos el peligro de descuidar el recogimiento del alma.
El sacerdote reza esta súplica, esta oración de colecta, con los brazos abiertos y la actitud del orante, asumido por los cristianos desde los primeros siglos – como demuestran los frescos de las catacumbas romanas- para imitar a Cristo con los brazos abiertos en el madero de la cruz. Está allí. ¡Cristo es el Orante y al mismo tiempo la oración!. En el Crucificado reconocemos al Sacerdote que ofrece a Dios el culto que le agrada, es decir la obediencia filial.
En el Rito romano las oraciones son concisas, pero repletas de significado: se pueden hacer tantas meditaciones hermosas sobre estas oraciones ¡Tan bellas! Volver a meditar sobre los textos, incluso fuera de la misa, puede ayudarnos a aprender cómo acudir a Dios, qué pedir, qué palabras usar. ¡Ojalá la liturgia se convierta para todos nosotros en una verdadera escuela de oración!
© Librería Editorial Vaticano
El Papa Francisco ha recibido en audiencia esta mañana, 8 de enero de 2018, a las 10:30 horas, a los miembros del Cuerpo Diplomático acreditados en la Santa Sede con motivo de la felicitación del año nuevo. (ZENIT – 8 enero 2018)
Excelencias, señoras y señores:
Es una hermosa costumbre este encuentro que, conservando la alegría que brota de la Navidad todavía viva en el corazón, me da la oportunidad de expresaros personalmente los mejores deseos para el año que acaba de comenzar y manifestar mi cercanía y mi afecto a los pueblos que representáis. Agradezco al Decano del Cuerpo Diplomático, el Excelentísimo señor Armindo Fernandes do Espírito Santo Vieira, Embajador de Angola, las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todo el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede. Doy mi especial bienvenida a los Embajadores llegados de fuera de Roma para esta ocasión, cuyo número ha aumentado tras el establecimiento de las relaciones diplomáticas con la República de la Unión de Myanmar en mayo pasado. También saludo a los embajadores residentes en Roma, cada vez más numerosos, entre los cuales está también ahora el Embajador de la República de Sudáfrica. Deseo dedicar un pensamiento particular al difunto Embajador de Colombia, Guillermo León Escobar- Herrán, que falleció pocos días antes de Navidad. Os agradezco las relaciones fructíferas y constantes que mantenéis con la Secretaría de Estado y con los demás Dicasterios de la Curia Romana, como muestra del interés de la Comunidad Internacional por la misión de la Santa Sede y por el compromiso de la Iglesia Católica en vuestros respectivos países. En esta perspectiva se sitúan también los acuerdos que la Santa Sede firmó el año pasado: en el mes de febrero, el Acuerdo marco con la República del Congo; y en agosto, el acuerdo entre la Secretaría de Estado y el Gobierno de la Federación Rusa sobre los viajes sin visado para los titulares de pasaportes diplomáticos.
En relación con las Autoridades civiles, la Santa Sede no pretende otra cosa que favorecer el bienestar espiritual y material de la persona humana y la promoción del bien común. Son expresión de esta solicitud los viajes apostólicos que realicé el año pasado en Egipto, Portugal, Colombia, Myanmar y Bangladesh. A Portugal fui como peregrino, cuando se cumplía el centenario de las apariciones de la Virgen en Fátima, para celebrar la canonización de los pastorcitos Jacinta y Francisco Marto. Allí pude constatar la fe llena de entusiasmo y alegría que la Virgen María suscitó en muchos de los peregrinos venidos para dicha ocasión. También en Egipto, Myanmar y Bangladesh pude reunirme con las comunidades cristianas locales que, aunque numéricamente escasas, son dignas de aprecio por su contribución al desarrollo y a la convivencia civil de sus respectivos países. No faltaron los encuentros con los representantes de otras religiones, demostrando cómo las particularidades de cada una no son un obstáculo para el diálogo, sino la savia que lo alimenta con el deseo común de conocer la verdad y practicar la justicia. Por último, en Colombia deseé bendecir los esfuerzos y la valentía de ese amado pueblo, marcado por un vivo anhelo de paz tras más de medio siglo de conflicto interno.
Queridos Embajadores:
Durante este año se celebra el centenario del final de la Primera Guerra Mundial: un conflicto que redibujó el rostro de Europa y del mundo entero, con la aparición de nuevos Estados al puesto de los antiguos Imperios. De las cenizas de la Gran Guerra se pueden sacar dos advertencias, que lamentablemente la humanidad no supo comprender inmediatamente, llegando en el arco de veinte años a combatir un nuevo conflicto aún más devastador que el anterior. La primera advertencia es que ganar no significa nunca humillar al rival derrotado. La paz no se construye como la afirmación del poder del vencedor sobre el vencido. Lo que disuade de futuras agresiones no es la ley del temor, sino la fuerza de la serena sensatez que estimula el diálogo y la comprensión mutua para sanar las diferencias. [1] De aquí se deriva la segunda advertencia: la paz se consolida cuando las naciones se confrontan en un clima de igualdad. Lo intuyó hace un siglo —un día como hoy— el Presidente estadounidense Thomas Woodrow Wilson, cuando propuso la creación de una Asociación general de las naciones destinada a promover para todos los Estados indistintamente, grandes y pequeños, mutuas garantías de independencia e integridad territorial. Así se pusieron las bases de la diplomacia multilateral, que a lo largo de los años ha ido adquiriendo un papel y una influencia cada vez mayor en toda la comunidad internacional.
También las relaciones entre las naciones, como las relaciones humanas, «comprenden la esencia de la verdad, de la justicia, de la caridad, de la libertad». [2] Esto conlleva «como principio sagrado e inmutable que todas las comunidades políticas son iguales en dignidad natural», [3] así como el reconocimiento de los mutuos derechos, junto al cumplimiento de los respectivos deberes. [4] La premisa fundamental de esta actitud es la afirmación de la dignidad de cada persona humana, cuyo desprecio y desconocimiento conducen a actos de barbarie que ofenden la conciencia de la humanidad. [5] Por otro lado, «la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», [6] como afirma la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Quisiera dedicar nuestro encuentro de hoy a este documento importante, cuando se cumplen setenta años desde su adopción por parte de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que tuvo lugar el 10 de diciembre de 1948. Para la Santa Sede hablar de derechos humanos significa, ante todo, proponer la centralidad de la dignidad de la persona, en cuanto que ha sido querida y creada por Dios a su imagen y semejanza. El mismo Señor Jesús, curando al leproso, devolviendo la vista al ciego, deteniéndose con el publicano, perdonando la vida a la adúltera e invitando a preocuparse del caminante herido, nos ha hecho comprender que todo ser humano, independientemente de su condición física, espiritual o social, merece respeto y consideración. Desde una perspectiva cristiana hay una significativa relación entre el mensaje evangélico y el reconocimiento de los derechos humanos, según el espíritu de los redactores de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Estos derechos tienen su fundamento en la naturaleza que aúna objetivamente al género humano. Ellos fueron enunciados para eliminar los muros de separación que dividen a la familia humana y para favorecer lo que la doctrina social de la Iglesia llama al desarrollo humano integral, puesto que se refiere a «promover a todos los hombres y a todo el hombre […] hasta la humanidad entera». [7] En cambio, una visión reduccionista de la persona humana abre el camino a la propagación de la injusticia, de la desigualdad social y de la corrupción.
Sin embargo, conviene constatar que, a lo largo de los años, sobre todo a raíz de las agitaciones sociales del «sesenta y ocho», la interpretación de algunos derechos ha ido progresivamente cambiando, incluyendo una multiplicidad de «nuevos derechos», no pocas veces en contraposición entre ellos. Esto no siempre ha contribuido a la promoción de las relaciones de amistad entre las naciones, [8] puesto que se han afirmado nociones controvertidas de los derechos humanos que contrastan con la cultura de muchos países, los cuales no se sienten por este motivo respetados en sus propias tradiciones socio-culturales, sino más bien desatendidos frente a las necesidades reales que deben afrontar. Está también el peligro —en cierto sentido paradójico— de que, en nombre de los mismos derechos humanos, se vengan a instaurar formas modernas de colonización ideológica de los más fuertes y los más ricos en detrimento de los más pobres y los más débiles. Al mismo tiempo, es bueno tener presente que las tradiciones de cada pueblo no pueden ser invocadas como un pretexto para dejar de respetar los derechos fundamentales enunciados por la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Después de setenta años, duele constatar cómo muchos derechos fundamentales están siendo todavía hoy pisoteados. El primero entre todos el derecho a la vida, a la libertad y a la inviolabilidad de toda persona humana. [9] No son menoscabados sólo por la guerra o la violencia. En nuestro tiempo, hay formas más sutiles: pienso sobre todo en los niños inocentes, descartados antes de nacer; no deseados, a veces sólo porque están enfermos o con malformaciones o por el egoísmo los adultos. Pienso en los ancianos, también ellos tantas veces descartados, sobre todo si están enfermos, porque se les considera un peso. Pienso en las mujeres, que a menudo sufren violencias y vejaciones también en el seno de las propias familias. Pienso también en los que son víctimas de la trata de personas, que viola la prohibición de cualquier forma de esclavitud. ¿Cuántas personas, que huyen especialmente de la pobreza y de la guerra, son objeto de este comercio perpetrado por sujetos sin escrúpulos?
Defender el derecho a la vida y a la integridad física significa además proteger el derecho a la salud de la persona y de sus familias. Hoy, este derecho ha asumido implicaciones que superan los propósitos originarios de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que pretendía afirmar el derecho de cada uno a tener los cuidados médicos y los servicios sociales necesarios. [10] En esta perspectiva, deseo que, en los foros internacionales competentes, se trabaje también para favorecer en primer lugar un acceso fácil a todos los cuidados y tratamientos sanitarios. Es importante unir los esfuerzos para que se adopten políticas que garanticen, a precios accesibles, el suministro de medicamentos esenciales para la supervivencia de las personas más necesitadas, sin descuidar la investigación y el desarrollo de tratamientos que, aunque no sean económicamente relevantes para el mercado, son determinantes para salvar vidas humanas.
Defender el derecho a la vida implica también trabajar activamente por la paz, reconocida universalmente como uno de los valores más altos que hay que buscar y defender. Sin embargo, existen graves conflictos locales que siguen incendiando distintas regiones de la tierra. Los esfuerzos colectivos de la comunidad internacional, la acción humanitaria de las organizaciones internacionales y las incesantes peticiones de paz que provienen de las tierras ensangrentadas por los combates parecen ser cada vez menos eficaces ante la lógica aberrante de la guerra. Este escenario no puede lograr que disminuya nuestro deseo y nuestro compromiso por la paz, pues somos conscientes de que sin ella el desarrollo integral del hombre se convierte en algo inalcanzable.
El desarme completo y el desarrollo integral están estrechamente relacionados entre sí. Por otra parte, la búsqueda de la paz como condición previa para el desarrollo implica combatir la injusticia y erradicar, de manera no violenta, la causa de las discordias que conducen a las guerras.
La proliferación de armas agrava ciertamente las situaciones de conflicto y supone grandes costes en términos materiales y de vidas humanas que socavan el desarrollo y la búsqueda de una paz duradera. El deseo de paz está siempre presente y lo manifiesta el resultado histórico alcanzado el año pasado con la aprobación del Tratado sobre la prohibición de armas nucleares, al término de la Conferencia de las Naciones Unidas, cuya finalidad era negociar un instrumento jurídicamente vinculante para prohibir las armas nucleares. La promoción de la cultura de la paz para un desarrollo integral requiere esfuerzos perseverantes hacia el desarme y la reducción del uso de la fuerza armada en la gestión de los asuntos internacionales. Deseo invitar a todos a un debate sereno y lo más amplio posible sobre el tema, que evite la polarización de la comunidad internacional sobre una cuestión tan delicada. Cualquier esfuerzo en esta dirección, aun cuando sea modesto, representa un logro importante para la humanidad.
Por su parte la Santa Sede ha firmado y ratificado, también en nombre y por cuenta del Estado de la Ciudad del Vaticano, el Tratado sobre la prohibición de armas nucleares, en la idea expresada por san Juan XXIII en la Pacem in terris, según la cual «la justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana exigen urgentemente que cese ya la carrera de armamentos; que, de un lado y de otro, las naciones que los poseen los reduzcan simultáneamente; que se prohíban las armas atómicas». [11] De hecho, «si bien parece difícilmente creíble que haya hombres con suficiente osadía para tomar sobre sí la responsabilidad de las muertes y de la asoladora destrucción que acarrearía una guerra, resulta innegable, en cambio, que un hecho cualquiera imprevisible puede de improviso e inesperadamente provocar el incendio bélico». [12] La Santa Sede reitera la profunda «convicción de que las diferencias que eventualmente surjan entre los pueblos deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones».[13]
Por otra parte, precisamente la continua producción de armas cada vez más sofisticadas y «perfeccionadas», y la persistencia de numerosos focos de conflicto —que en varias ocasiones he calificado como la «tercera guerra mundial a trozos»— nos lleva a repetir con fuerza las palabras de mi santo predecesor: «En nuestra época, que se jacta de poseer la energía atómica, resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado. […] Cabe esperar que los pueblos, por medio de relaciones y contactos institucionalizados, lleguen a conocer mejor los vínculos sociales con que la naturaleza humana los une entre sí y a comprender con claridad creciente que entre los principales deberes de la común naturaleza humana hay que colocar el de las relaciones individuales e internacionales que obedezcan al amor y no al temor, porque ante todo es propio del amor llevar a los hombres a una sincera y múltiple colaboración material y espiritual, de la que tantos bienes pueden derivarse para ellos».[14]
En esta perspectiva, es primordial que se pueda sostener todo esfuerzo de diálogo en la península coreana, con el fin de encontrar nuevas vías para que se superen las actuales confrontaciones, aumente la confianza mutua y se asegure un futuro de paz al pueblo coreano y al mundo entero.
También es importante que continúen las distintas iniciativas de paz a favor de Siria en un clima propositivo de creciente confianza entre las partes, para que se logre poner fin, de una vez para siempre, al largo conflicto que ha afectado a todo el país y que ha causado enormes sufrimientos. El deseo de todos es que, después de tanta destrucción, llegue el tiempo de la reconstrucción. Pero más que construir edificios es necesario reconstruir los corazones, volver a tejer la tela de la confianza mutua, premisa imprescindible para el crecimiento de cualquier sociedad. Es fundamental esforzarse en favorecer las condiciones jurídicas, políticas y de seguridad, para una recuperación de la vida social, donde cada ciudadano, independientemente de su condición étnica y religiosa, pueda participar en el desarrollo del país. En este sentido, es vital que se protejan a las minorías religiosas, entre las cuales se encuentran los cristianos, que desde hace siglos contribuyen activamente a realizar la historia de Siria.
Es igualmente importante que puedan regresar a su patria los numerosos refugiados que han encontrado acogida y protección en las naciones vecinas, especialmente en Jordania, Líbano y Turquía. El compromiso y el esfuerzo realizado por estos países en esta difícil circunstancia merece el reconocimiento y el apoyo de toda la comunidad internacional, la cual al mismo tiempo está llamada a trabajar para que se creen las condiciones que permitan el regreso de los refugiados procedentes de Siria. Es un compromiso que esta debe asumir concretamente, y empezando por el Líbano, para que ese amado país siga siendo un «mensaje» de respeto y convivencia, y un modelo a imitar para toda la región y para el mundo entero.
La voluntad de diálogo es necesaria también en el amado Irak, para que los distintos elementos étnicos y religiosos vuelvan a encontrar el camino de la reconciliación, la convivencia y la colaboración pacífica, así también en el Yemen y en otras partes de la región, igual que en Afganistán.
Un pensamiento particular dirijo a israelíes y palestinos, tras las tensiones de las últimas semanas. La Santa Sede expresa su dolor por los que han perdido la vida en los recientes enfrentamientos y renueva su llamamiento a ponderar toda iniciativa para que se evite exacerbar las contradicciones, e invita a un compromiso por parte de todos para que se respete, en conformidad con las resoluciones pertinentes de las Naciones Unidas, el status quo de Jerusalén, ciudad sagrada para cristianos, judíos y musulmanes. Setenta años de enfrentamientos obliga a que se encuentre una solución política que permita la presencia en la región de dos Estados independientes dentro de las fronteras internacionalmente reconocidas. A pesar de las dificultades, la voluntad de dialogar y de reanudar las negociaciones sigue siendo la vía maestra para llegar finalmente a una coexistencia pacífica de los dos pueblos.
También dentro de contextos nacionales, la apertura y la disponibilidad del encuentro son esenciales. Pienso especialmente en la querida Venezuela, que está atravesando una crisis política y humanitaria cada vez más dramática y sin precedentes. La Santa Sede, mientras que exhorta a responder sin demora a las necesidades primarias de la población, desea que se creen las condiciones para que las elecciones previstas durante el año en curso logren dar inicio a la solución de los conflictos existentes, y se pueda mirar al futuro con renovada serenidad.
Que la Comunidad internacional no olvide tampoco el sufrimiento en tantas partes del Continente africano, especialmente en Sudán del Sur, en la República Democrática del Congo, en Somalia, en Nigeria y en la República Centroafricana, en las que el derecho a la vida está amenazado por el abuso indiscriminado de los recursos, por el terrorismo, la proliferación de grupos armados y por los conflictos que perduran. No basta con indignarse ante tanta violencia. Es necesario más bien que cada uno en su ámbito propio se esfuerce activamente por remover las causas de la miseria y construir puentes de fraternidad, premisa fundamental para un auténtico desarrollo humano.
También en Ucrania es urgente que haya un compromiso común para reconstruir puentes. El año apenas terminado ha cosechado nuevas víctimas en el conflicto que aflige al país, y sigue produciendo gran sufrimiento a la población, en particular a las familias que habitan en las zonas afectadas por la guerra y que han perdido a sus seres queridos, con frecuencia ancianos y niños.
Quisiera dedicar un recuerdo especial precisamente a las familias. El derecho a formar una familia, en cuanto «elemento natural y fundamental de la sociedad y [que] tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado»,[15] está reconocido efectivamente por la misma Declaración de 1948. Por desgracia, se sabe que la familia, especialmente en Occidente, está considerada como una institución superada. Frente a la estabilidad de un proyecto definitivo, hoy se prefieren vínculos fugaces. Pero una casa construida sobre la arena de los vínculos frágiles e inconstantes no se mantiene en pie. Se necesita más bien la roca, sobre la que se establecen cimientos sólidos. Y la roca es precisamente esa comunión de amor, fiel e indisoluble, que une al hombre y a la mujer, una comunión que tiene una belleza austera y sencilla, un carácter sagrado e inviolable y una función natural en el orden social.[16] Considero por eso urgente que se lleven a cabo políticas concretas que ayuden a las familias, de las que por otra parte depende el futuro y el desarrollo de los Estados. Sin ellas, de hecho, no se pueden construir sociedades que sean capaces de hacer frente a los desafíos del futuro. El desinterés por las familias trae además otra dramática consecuencia —especialmente actual en algunas regiones— como es la caída de la natalidad.
Estamos ante un verdadero invierno demográfico. Esto es un signo de sociedades que tienen dificultad para afrontar los desafíos del presente y que, volviéndose cada vez más temerosas con respecto al futuro, terminan por encerrarse en sí mismas.
Al mismo tiempo, no podemos olvidar la situación de las familias rotas a causa de la pobreza, de las guerras y las migraciones. Con demasiada frecuencia, tenemos ante nuestros ojos el drama de niños que cruzan solos los confines que separan al norte del sur del mundo, muchas veces víctimas del tráfico de seres humanos.
Hoy se habla mucho de migrantes y migraciones, en ocasiones sólo para suscitar miedos ancestrales. No hay que olvidar que las migraciones han existido siempre. En la tradición judeocristiana, la historia de la salvación es esencialmente una historia de migraciones. Tampoco hay que olvidar que la libertad de movimiento, como la de dejar el propio país y de volver a él, pertenece a los derechos humanos fundamentales.[17] Es necesario por tanto salir de una extendida retórica sobre el tema y partir de la consideración esencial de que ante nosotros se encuentran sobre todo personas.
Esto ha sido lo que he querido reafirmar con el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, celebrado el pasado 1 de enero, dedicado a: «Migrantes y refugiados: hombres y mujeres que buscan la paz». Aun reconociendo que no todos están siempre animados por buenas intenciones, no se puede olvidar que la mayor parte de los emigrantes preferiría estar en su propia tierra, mientras que se encuentran obligados a dejarla «a causa de la discriminación, la persecución, la pobreza y la degradación ambiental. […] Acoger al otro exige un compromiso concreto, una cadena de ayuda y de generosidad, una atención vigilante y comprensiva, la gestión responsable de nuevas y complejas situaciones que, en ocasiones, se añaden a los numerosos problemas ya existentes, así como a unos recursos que siempre son limitados. El ejercicio de la virtud de la prudencia es necesaria para que los gobernantes sepan acoger, promover, proteger e integrar, estableciendo medidas prácticas que, “respetando el recto orden de los valores, ofrezcan al ciudadano la prosperidad material y al mismo tiempo los bienes del espíritu” (Pacem in terris, 57). Tienen una responsabilidad concreta con respecto a sus comunidades, a las que deben garantizar los derechos que les corresponden en justicia y un desarrollo armónico, para no ser como el constructor necio que hizo mal sus cálculos y no consiguió terminar la torre que había comenzado a construir (cf. Lc 14, 28- 0)». [18]
Deseo una vez más agradecer a las autoridades de aquellos Estados que se han prodigado en estos años en ofrecer ayuda a los numerosos emigrantes llegados a sus fronteras. Pienso sobre todo en el esfuerzo de no pocos países en Asia, África y en América, que acogen y ayudan a numerosas personas. Conservo todavía vivo en el corazón el recuerdo del encuentro que tuve en Dacca con algunos miembros del pueblo Rohingya y deseo renovar mis sentimientos de gratitud a las autoridades de Bangladesh por la ayuda que les dan en su propio territorio.
Deseo además dar las gracias de modo especial a Italia que en estos años ha mostrado un corazón abierto y generoso, y ha sabido ofrecer también ejemplos positivos de integración. Espero que las dificultades que el país ha atravesado en estos años, y cuyas consecuencias todavía perduran, no conduzcan a clausuras y preclusiones, sino más bien a descubrir de nuevo esas raíces y tradiciones que han alimentado la rica historia de la nación y que constituyen un tesoro inestimable para ofrecer a todo el mundo. Igualmente, expreso mi aprecio por los esfuerzos realizados por otros Estados europeos, especialmente Grecia y Alemania. No hay que olvidar que muchos refugiados y emigrantes buscan alcanzar Europa porque saben que allí pueden encontrar paz y seguridad, las cuales son por otra parte fruto de un largo camino alumbrado por los ideales de los Padres fundadores del proyecto europeo después de la Segunda Guerra Mundial. Europa debe sentirse orgullosa de este patrimonio, basado en principios firmes y en una visión del hombre que ahonda sus raíces en su historia milenaria, inspirada en la concepción cristiana de la persona humana. La llegada de los inmigrantes debe estimularla a redescubrir su propio patrimonio cultural y religioso, de tal manera que, adquiriendo nueva conciencia de los valores sobre los que está edificada, pueda mantener viva al mismo tiempo su propia tradición y seguir siendo un lugar de acogida, heraldo de paz y desarrollo.
Durante el año pasado, los gobiernos, las organizaciones internacionales y la sociedad civil se han planteado recíprocamente los principios básicos, las prioridades y el modo más conveniente de responder al movimiento migratorio y a las situaciones que todavía afectan a los refugiados. Las Naciones Unidas, después de la Declaración de Nueva York para los Refugiados y los Migrantes de 2016, ha puesto en marcha importantes procesos de preparación en vistas a la adopción de dos Pactos Mundiales (Global Compacts), sobre los refugiados y por una migración segura, ordenada y regulada, respectivamente.
La Santa Sede espera que estos esfuerzos, con las negociaciones que pronto comenzarán, darán unos resultados que sean dignos de una comunidad mundial cada vez más interdependiente, fundada en los principios de la solidaridad y la ayuda mutua. En el actual contexto internacional no faltan las posibilidades y los medios para que se aseguren unas condiciones de vida digna del ser humano a cada hombre y mujer que viven en la tierra.
En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de este año, sugerí cuatro «piedras angulares» para la acción: acoger, proteger, promover e integrar.[19] Me gustaría centrarme en particular en esta última, sobre la que existen posiciones contrapuestas en virtud de diferentes evaluaciones, experiencias, preocupaciones y convicciones. La integración es «un proceso bidireccional», con derechos y deberes recíprocos. De hecho, quien acoge está llamado a promover el desarrollo humano integral, mientras que al que es acogido se le pide la conformación indispensable a las normas del país que lo recibe, así como el respeto a los principios de identidad del mismo. Todo proceso de integración debe mantener siempre, como aspecto central de la regulación de los diversos aspectos de la vida política y social, la protección y la promoción de las personas, especialmente de aquellas que se encuentran en situación de vulnerabilidad.
La Santa Sede no tiene la intención de interferir en las decisiones que corresponden a los Estados, que a la luz de sus respectivas situaciones políticas, sociales y económicas, así como de sus propias capacidades y posibilidades de recepción e integración, tienen la responsabilidad principal de la acogida. Sin embargo, cree que debe desempeñar un papel de «llamada» del principio de humanidad y de fraternidad, que son fundamento de toda sociedad cohesionada y armónica. En esta perspectiva, es importante no olvidar la interacción con las comunidades religiosas, tanto a nivel institucional como asociativo, que pueden desempeñar un papel valioso reforzando la asistencia y la protección, la mediación social y cultural, la pacificación y la integración.
Uno de los derechos humanos sobre el que me gustaría hoy llamar la atención es el derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, que incluye la libertad de cambiar de religión.[20] Se sabe por desgracia que el derecho a la libertad religiosa, a menudo, no se respeta y la religión con frecuencia se convierte en un motivo para justificar ideológicamente nuevas formas de extremismo o un pretexto para la exclusión social, e incluso para la persecución en diversas formas de los creyentes. La condición para construir sociedades inclusivas está en una comprensión integral de la persona humana, que se siente verdaderamente acogida cuando se le reconocen y aceptan todas las dimensiones que conforman su identidad, incluida la religiosa.
Por último, me gustaría recordar la importancia del derecho al trabajo. No hay paz ni desarrollo si el hombre se ve privado de la posibilidad de contribuir personalmente, a través de su trabajo, en la construcción del bien común. En cambio, es triste ver cómo el trabajo en muchas partes del mundo es un bien escaso. Hay pocas oportunidades para encontrar trabajo, especialmente para los jóvenes. Con frecuencia resulta fácil perderlo, no sólo por las consecuencias de la alternancia de los ciclos económicos, sino también por el recurso progresivo a tecnologías y maquinarias cada vez más perfectas y precisas que reemplazan al hombre. Y aunque, por un lado, hay una distribución desigual de las oportunidades de trabajo, por el otro, existe una tendencia a exigir a los trabajadores ritmos cada vez más estresantes. Las exigencias del beneficio, dictadas por la globalización, han llevado a una reducción progresiva de los tiempos y días de descanso, perdiéndose así una dimensión fundamental de la vida —el descanso—, que sirve para regenerar a la persona tanto física como espiritualmente. Dios mismo reposó el séptimo día: lo bendijo y lo consagró, «porque en él descansó de toda la obra que Dios había hecho cuando creó» (Gn 2,3). En el sucederse de fatiga y sosiego, el hombre participa en la «santificación del tiempo» realizada por Dios y ennoblece su trabajo, liberándolo de la dinámica repetitiva de una vida cotidiana árida que no conoce descanso.
Los datos publicados recientemente por la Organización Mundial del Trabajo, sobre el aumento del número de niños empleados en actividades laborales y sobre las víctimas de nuevas formas de esclavitud, son también un motivo de especial preocupación. El flagelo del trabajo infantil pone en peligro seriamente el desarrollo psicofísico de los niños, privándolos de la alegría de la infancia, cosechando víctimas inocentes. No podemos pretender que se plantee un futuro mejor, ni esperar que se construyan sociedades más inclusivas, si seguimos manteniendo modelos económicos orientados a la mera ganancia y a la explotación de los más débiles, como son los niños. La eliminación de las causas estructurales de este flagelo debería ser una prioridad para los gobiernos y las organizaciones internacionales, que están llamados a intensificar sus esfuerzos para adoptar estrategias integradas y políticas coordinadas, destinadas a acabar con el trabajo infantil en todas sus formas.
Excelencias, señoras y señores:
Al recordar algunos de los derechos contenidos en la Declaración Universal de 1948, no pretendo ignorar un aspecto estrechamente relacionado con ella: todo individuo tiene también deberes hacia la comunidad, dirigidos a «satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática».[21] El reclamo a los derechos de todo ser humano debe tener en cuenta que cada uno es parte de un cuerpo más grande. Al igual que el cuerpo humano, también nuestras sociedades gozan de buena salud si cada miembro cumple su tarea, sabiendo que la misma está al servicio del bien común.
Entre los deberes particularmente urgentes en la actualidad se encuentra el cuidado de nuestra Tierra. Sabemos que la naturaleza puede ser cruenta, incluso cuando no es responsabilidad del hombre. Lo hemos visto el año pasado con los terremotos que han golpeado en distintos lugares de la tierra, especialmente en los últimos meses en México e Irán, provocando numerosas víctimas, así como con la fuerza de los huracanes que han afectado a varios países del Caribe alcanzando las costas estadounidenses, y que, aún más recientemente, han golpeado Filipinas. Sin embargo, no debemos olvidar que hay también una responsabilidad primaria del hombre en la interacción con la naturaleza. El cambio climático, con el aumento global de las temperaturas y los efectos devastadores que conllevan, son también una consecuencia de la acción del hombre. Por lo tanto, es necesario afrontar, con un esfuerzo colectivo, la responsabilidad de dejar a las generaciones siguientes una Tierra más bella y habitable, trabajando a la luz de los compromisos acordados en París en 2015, para reducir las emisiones a la atmósfera de gases nocivos y perjudiciales para la salud humana.
El espíritu que debe animar a cada persona y a las naciones en esta obra se asemeja al de los constructores de catedrales medievales repartidas por toda Europa. Estos edificios impresionantes muestran la importancia de la participación de todos en un trabajo capaz de ir más allá de los límites del tiempo. El constructor de catedrales sabía que no vería la terminación de su trabajo. Sin embargo, trabajó activamente, entendiendo que era parte de un proyecto que sus hijos disfrutarían y que ellos, a su vez, embellecerían y ampliarían para sus hijos. Todos los hombres y mujeres de este mundo, y en particular los que tienen responsabilidades de gobierno, están llamados a cultivar el mismo espíritu de servicio y solidaridad intergeneracional, y así ser un signo de esperanza para nuestro mundo atribulado.
Con estas consideraciones, les renuevo a cada uno de ustedes, a sus familias y a sus pueblos, mi deseo de un año lleno de alegría, esperanza y paz. Gracias.
© Librería Editorial Vaticano
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[1] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963), 126-129.
[2] Ibíd., 45.
[3] Ibíd., 86.
[4] Cf. ibíd., 91.
[5] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos (10 diciembre 1948).
[6] Ibíd., Preámbulo.
[7] Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 14.
[8] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, Preámbulo.
[9] Cf. ibíd., art. 3.
[10] Cf. ibíd., art. 25.
[11] Cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris, 112.
[12] Ibíd., 111.
[13] Ibíd., 126.
[14] Ibíd., 127, 129.
[15] Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 16.
[16] Cf. Pablo VI, Discurso con motivo de la visita a la Basílica de la Anunciación, Nazaret (5 enero 1964).
[17] Cf. Declaración Universal de los Derechos Humanos, art. 13.
[18] Mensaje para la LI Jornada Mundial de la Paz (13 noviembre 2017), 1.
[19] Ibíd., 4.
En la celebración del Ángelus en la Plaza San Pedro, este 7 de enero de 2018, en presencia de unas 20.000 personas, el Papa, ha preguntado: “¿Conocéis la fecha de vuestro bautismo?, si no conocéis la fecha, o bien la habéis olvidado, cuando volváis a casa, preguntad a vuestra madre, abuela, tío, tía, abuelo, madrina, etc”. (ZENIT – 7 enero, 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, concluye el tiempo de Navidad y nos invita a pensar en nuestro bautismo, Jesús ha querido recibir el bautismo predicado y administrado por Juan Bautista en el rio Jordán. Se trataba de un bautismo de penitencia, los que se acercaban experimentaban el deseo de ser purificados de sus pecados y con la ayuda de Dios se comprometían a iniciar una vida nueva.
Entendemos ahora la gran humildad de Jesús, aquél que no tenía pecado se puso en fila con los penitentes, mezclado entre ellos para ser bautizado en las aguas del rio, haciendo así, Él ha manifestado lo que hemos celebrado en la Navidad: la disponibilidad de Jesús a sumergirse en el rio de la humanidad, para asumir sobre sí las faltas y las debilidades de los hombres, para compartir su deseo de liberación y de superación de todo lo que aleja de Dios y nos hace extraños a los hermanos. Como en Belén, también a lo largo de la orilla del Jordán, Dios mantiene la promesa de hacerse cargo de la suerte del ser humano, y Jesús es el signo tangible y definitivo. Él se ha hecho cargo de todos nosotros, se hace cargo en la vida, en las jornadas.
El evangelio de hoy subraya que Jesús, “saliendo del agua ve abrirse los cielos y al Espíritu descender sobre él como una paloma” (Mc 1:10). El Espíritu Santo que había obrado desde el comienzo de la creación y había guiado a Moisés y al pueblo en el desierto, ahora desciende en plenitud sobre Jesús, para darle la fuerza de cumplir su misión en el mundo.
Es el Espíritu el artífice del bautismo de Jesús y también de nuestro bautismo. Es el Espíritu el que abre los ojos del corazón a la verdad, toda la verdad. Es el Espíritu el que mueve nuestra vida en el camino de la caridad. Es el Espíritu el don que el Padre ha dado a cada uno de nosotros en el día de nuestro bautismo. El Espíritu nos transmite la ternura del perdón divino. Es también el Espíritu, el que nos hace resonar la Palabra reveladora del Padre: “Tú eres mi Hijo muy amado” (v.11).
La fiesta del bautismo de Jesús invita a cada cristiano a recordar su bautismo. No os puedo hacer la pregunta de cuándo fuisteis bautizados porque la mayoría erais pequeños, niños cuando fuisteis bautizados, pero os hago otra pregunta: ¿Sabes el día de tu bautismo? ¿Conoces qué día fuisteis bautizados?, que cada uno piense. Y si no conocéis la fecha o la habéis olvidado, cuando volváis a casa, preguntad a vuestra madre o al abuelo, la abuela, padrino o madrina… y esa fecha tenemos que tenerla en la memoria, porque es una fecha de fiesta, de nuestra santificación inicial, en la cual el Padre nos ha dado el Espíritu Santo que nos empuja a caminar, es la fiesta del gran perdón, no os olvidéis: cuál es el día de mi bautismo!.
Invocamos la materna protección de María Santísima para que todos los cristianos puedan comprender siempre más el don del bautismo, y comprometerse a vivirlo con coherencia, dando testimonio del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
© Traducción de Zenit, Raquel Anillo
Como es tradición en el día de la fiesta litúrgica del Bautismo del Señor, el Papa ha bautizado a los niños de los empleados del Vaticano, en la Capilla Sixtina del palacio apostólico. Bromeando sobre el “concierto” de los bebés llorando, el Papa ha asegurado a los padres: es “la lengua que agrada tanto a Jesús”. “Si tienen hambre –ha advertido– dadles de mamar, sin miedo, dadles de comer, porque esto también es un lenguaje de amor”. (ZENIT – 7 enero 2018)
Queridos padres, vosotros traéis a vuestros niños al Bautismo, es el primer paso del deber que tenéis, el deber de la transmisión de la fe. Pero tenemos necesidad del Espíritu Santo para transmitir la fe, solos no podemos. Poder transmitir la fe es una gracia del Espíritu Santo, la posibilidad de transmitirla; y es por esto que traéis a vuestros hijos, para que reciban el Espíritu Santo, que reciban la Trinidad – el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo – que habitará en sus corazones.
Quisiera deciros solo una cosa, que os concierne: la transmisión de la fe solo se puede hacer “en dialecto”, en el dialecto de la familia, en el dialecto del papá y de la mamá, del abuelo y de la abuela. Después los catequistas desarrollarán esta transmisión, con ideas, con explicaciones….Pero no os olvidéis: se hace” en dialecto”, y si falta el dialecto, si en casa no se habla este lenguaje del amor entre los padres, la transmisión no es fácil, no podrá hacerse. No lo olvidéis. Vuestro deber es transmitir la fe pero hacerlo por el dialecto del amor en vuestro hogar, de la familia.
Ellos también [los niños] tienen su “dialecto”, que nos hacen entender ¡Ahora están todos en silencio, pero es suficiente que uno de ellos dé tono y toda la orquesta seguirá! ¡El dialecto de los niños! Y Jesús nos aconseja que seamos como ellos, que hablemos como ellos. No debemos olvidar esta lengua de los niños, que hablan como ellos pueden, pero es el lenguaje que le gusta tanto a Jesús. Y en vuestras oraciones, sed sencillos como ellos, decid a Jesús lo que os viene al corazón como lo hacen ellos. Hoy lo dirán llorando, si, como lo hacen los niños. El dialecto de los padres que es el amor para transmitir la fe, y el dialecto de los niños que debe ser acogido por los padres para crecer en la fe. Ahora vamos a continuar la ceremonia; y si comienzan a hacer un concierto es porque no están instalados confortablemente, o que tienen mucho calor, o no se sienten a gusto, o que tienen hambre….Si tienen hambre, amamantadlos, sin miedo, dadles de comer, porque este también, es un lenguaje de amor.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
El Papa presidió la oración mariana desde una ventana del palacio apostólico que da a la Plaza San Pedro, en presencia de unas 30,000 personas a las que invitó a un examen de conciencia: “¿Quiero apresurarme a ír Jesús? … ¿O le temo a Jesús y me gustaría sacarlo de mi corazón? ” (ZENIT – 6 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buena Fiesta! Hoy, fiesta de la Epifanía del Señor, el Evangelio (Mt 2,1-12) nos presenta tres actitudes con las cuales ha sido acogida la llegada de Jesús y su manifestación al mundo. La primera actitud: investigación, búsqueda entusiasta; la segunda: indiferencia; la tercera: miedo.
Búsqueda entusiata. Los Reyes Magos no dudan ponerse en camino e ir a buscar al Mesías. Llegados a Jerusalén, preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos su estrella en el oriente y vinimos a adorarlo. (V.2). Han hecho un largo viaje y ahora están ansiosos por situar dónde está el Rey recién nacido. En Jerusalén, se dirigen al rey Herodes, quien pide a los sumos sacerdotes y escribas que pregunten por el lugar donde nacería el Mesías.
A esta búsqueda ansiosa de los Magos, se opone la segunda actitud: la indiferencia de los sumos sacerdotes y los escribas. Estos estaban en su comodidad. Ellos conocen las Escrituras y son capaces de dar la respuesta correcta sobre el lugar de nacimiento: “En Belén, en Judea, porque esto es lo que está escrito por el profeta” (v. 5). Ellos lo saben, pero no se molestan en encontrar al Mesías. Belén está a pocos kilómetros de distancia, pero no se mueven.
La tercera actitud, la de Herodes, es aún más negativa: miedo. Teme que este niño le quite su poder. Él llama a los Reyes Magos y se enteran cuando la estrella se les apareció, y los envía a Belén diciendo: “Ve a buscar […] al niño”. Y cuando lo hayas encontrado, ven y dime para que yo también vaya a prosternarme ante él”. (Vv 7-8). En realidad, Herodes no quería ir y adorar a Jesús; Herodes quiere saber dónde está el niño, no para adorarlo sino para eliminarlo, porque lo considera un rival. Y mirándolo bien: el miedo siempre conduce a la hipocresía. Los hipócritas lo son porque tienen miedo en su corazón.
Estas son las tres actitudes que encontramos en el Evangelio: la búsqueda ansiosa de los Magos, la indiferencia de los sumos sacerdotes, los escribas, los que conocían la teología; y miedo, de Herodes. Y nosotros también debemos pensar y elegir: ¿cuál de los tres asumir? ¿Quiero apresurarme para buscar a Jesús? “Pero Jesús no me dice nada … todavía estoy …” ¿O le temo a Jesús y me gustaría sacarlo de mi corazón?
El egoísmo puede llevarnos a considerar la venida de Jesús en su vida como una amenaza. Entonces, tratamos de suprimir o silenciar el mensaje de Jesús. Cuando seguimos las ambiciones humanas, las perspectivas más cómodas, las inclinaciones del mal, Jesús es percibido como un obstáculo.
Además, la tentación de la indiferencia también está siempre presente. Sabiendo que Jesús es el Salvador, el nuestro, de todos nosotros, preferimos vivir como si él no existiera: en lugar de comportarnos en coherencia con la fe cristiana, seguimos los principios del mundo, que fomentan para satisfacer las inclinaciones a la arrogancia, a la sed de poder, a la riqueza.
Por el contrario, estamos llamados a seguir el ejemplo de los Reyes Magos: estar ansiosos en la búsqueda, dispuestos a molestarse para encontrar a Jesús en nuestra vida. Buscarle para adorarle, para reconocer que Él es nuestro Señor, que indica el verdadero camino a seguir. Si tenemos esta actitud, Jesús realmente nos salva, y podemos vivir una buena vida, podemos crecer en la fe, en la esperanza, en la caridad hacia Dios y hacia nuestros hermanos.
Invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María, la estrella de la humanidad peregrina en el tiempo. Con su ayuda materna, permita que cada hombre alcance a Cristo, la Luz de la verdad, y permita que el mundo progrese en el camino de la justicia y la paz.
© Traduction de Zenit, Raquel Anillo
El Papa presidió la oración mariana desde una ventana del palacio apostólico que da a la Plaza San Pedro, en presencia de unas 30,000 personas a las que invitó a un examen de conciencia: “¿Quiero apresurarme a ír Jesús? … ¿O le temo a Jesús y me gustaría sacarlo de mi corazón? ” (ZENIT – 6 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buena Fiesta!
Hoy, fiesta de la Epifanía del Señor, el Evangelio (Mt 2,1-12) nos presenta tres actitudes con las cuales ha sido acogida la llegada de Jesús y su manifestación al mundo. La primera actitud: investigación, búsqueda entusiasta; la segunda: indiferencia; la tercera: miedo.
Búsqueda entusiata. Los Reyes Magos no dudan ponerse en camino e ir a buscar al Mesías. Llegados a Jerusalén, preguntan: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Vimos su estrella en el oriente y vinimos a adorarlo. (V.2). Han hecho un largo viaje y ahora están ansiosos por situar dónde está el Rey recién nacido. En Jerusalén, se dirigen al rey Herodes, quien pide a los sumos sacerdotes y escribas que pregunten por el lugar donde nacería el Mesías.
A esta búsqueda ansiosa de los Magos, se opone la segunda actitud: la indiferencia de los sumos sacerdotes y los escribas. Estos estaban en su comodidad. Ellos conocen las Escrituras y son capaces de dar la respuesta correcta sobre el lugar de nacimiento: “En Belén, en Judea, porque esto es lo que está escrito por el profeta” (v. 5). Ellos lo saben, pero no se molestan en encontrar al Mesías. Belén está a pocos kilómetros de distancia, pero no se mueven.
La tercera actitud, la de Herodes, es aún más negativa: miedo. Teme que este niño le quite su poder. Él llama a los Reyes Magos y se enteran cuando la estrella se les apareció, y los envía a Belén diciendo: “Ve a buscar […] al niño”. Y cuando lo hayas encontrado, ven y dime para que yo también vaya a prosternarme ante él”. (Vv 7-8). En realidad, Herodes no quería ir y adorar a Jesús; Herodes quiere saber dónde está el niño, no para adorarlo sino para eliminarlo, porque lo considera un rival. Y mirándolo bien: el miedo siempre conduce a la hipocresía. Los hipócritas lo son porque tienen miedo en su corazón.
Estas son las tres actitudes que encontramos en el Evangelio: la búsqueda ansiosa de los Magos, la indiferencia de los sumos sacerdotes, los escribas, los que conocían la teología; y miedo, de Herodes. Y nosotros también debemos pensar y elegir: ¿cuál de los tres asumir? ¿Quiero apresurarme para buscar a Jesús? “Pero Jesús no me dice nada … todavía estoy …” ¿O le temo a Jesús y me gustaría sacarlo de mi corazón?
El egoísmo puede llevarnos a considerar la venida de Jesús en su vida como una amenaza. Entonces, tratamos de suprimir o silenciar el mensaje de Jesús. Cuando seguimos las ambiciones humanas, las perspectivas más cómodas, las inclinaciones del mal, Jesús es percibido como un obstáculo.
Además, la tentación de la indiferencia también está siempre presente. Sabiendo que Jesús es el Salvador, el nuestro, de todos nosotros, preferimos vivir como si él no existiera: en lugar de comportarnos en coherencia con la fe cristiana, seguimos los principios del mundo, que fomentan para satisfacer las inclinaciones a la arrogancia, a la sed de poder, a la riqueza.
Por el contrario, estamos llamados a seguir el ejemplo de los Reyes Magos: estar ansiosos en la búsqueda, dispuestos a molestarse para encontrar a Jesús en nuestra vida. Buscarle para adorarle, para reconocer que Él es nuestro Señor, que indica el verdadero camino a seguir. Si tenemos esta actitud, Jesús realmente nos salva, y podemos vivir una buena vida, podemos crecer en la fe, en la esperanza, en la caridad hacia Dios y hacia nuestros hermanos.
Invoquemos la intercesión de la Santísima Virgen María, la estrella de la humanidad peregrina en el tiempo. Con su ayuda materna, permita que cada hombre alcance a Cristo, la Luz de la verdad, y permita que el mundo progrese en el camino de la justicia y la paz.
© Traduction de Zenit, Raquel Anillo
Reflexión a las lecturas del domingo segundo de Tiempo Ordinario B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DIA DEL SEÑOR".
2º Domingo del T. Ordinario B
“Descubrir a Cristo nuevamente y cada vez mejor, es la aventura más maravillosa de nuestra vida”, escribía San Juan Pablo II a los jóvenes de la IV Jornada Mundial de la Juventud, que se celebró en Santiago de Compostela en 1989. Es lo que se experimenta cuando uno se encuentra por primera vez con el Señor, o cuando conoce o acompaña a alguien que lo acaba de encontrar.
La verdad es que, entonces, todo cambia de sentido; los valores que uno tenía se trastocan, se contempla todo con una luz nueva, la vida misma cambia de rumbo.
Pero ¿cuántos han tenido ese tipo de encuentro con Jesucristo? Muchos, ciertamente. Pero también es posible ser cristiano, incluso medianamente practicante, y no haber tenido nunca un verdadero encuentro con el Señor. Por eso es tan importante la Liturgia de hoy. Veamos:
El pasado domingo, salíamos de la Navidad, fijando nuestros ojos en Jesucristo, que, con su Bautismo, comenzaba su Vida Pública. A lo largo de esta semana, hemos venido escuchando sus primeras palabras, contemplando la elección de sus primeros discípulos, sus primeros milagros, sus primeros gestos…
Al llegar a este domingo, nos encontramos de nuevo con Juan, el Bautista, que está con dos de sus discípulos. Él es muy consciente de la misión que Dios le ha encomendado: preparar al Señor un pueblo bien dispuesto, y señalarle presente entre los hombres, de modo que todos pudieran conocerle y seguirle.
En el Evangelio de hoy contemplamos cómo presenta a Jesucristo a dos de sus discípulos. Y, de aquella presentación, surge en ellos el deseo de conocerle: “Rabí, ¿dónde vives?” Y Jesús les invita a su casa: “Venid y lo veréis”. Y se pasan aquel día con Él.
No ha trascendido nada de lo que vieron o hablaron aquella tarde, pero muy importante tuvo que ser, cuando salen diciendo: “¡Hemos encontrado al Mesías!” Y anotan la hora: “Serían las cuatro de la tarde”.
Es la hora del encuentro, del descubrimiento de Jesucristo, una hora, un lugar, unas personas, unas circunstancias, que no se olvidarán nunca. Que marcan en nuestra existencia un antes y un después.
Y a eso nos invita Cristo este domingo: a un encuentro, o a un reencuentro con Él. Es la única manera de avivar nuestra fe, de avanzar en nuestro seguimiento, de renovar “el amor primero” (Ap 2, 4).
Hoy constatamos la importancia que tienen en nuestra vida las mediaciones humanas, para encontrar al Señor, escuchar su voz, descubrir su voluntad…
Lo contemplamos en Juan, el Bautista, y también en el sacerdote Elí, (1ª lect.) que le dice a Samuel: “Anda, acuéstate; y, si te llama alguien, responde: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha”. De este modo, aquel muchacho puede encontrarse con el Señor y conocer su voluntad. ¡Y será el profeta Samuel! También lo contemplamos en Andrés que encuentra a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”. Y lo llevó a Jesús.
Y sucede con frecuencia en nuestra vida que surge algún Juan, algún Elí o algún Andrés, que nos lleva al Señor. Y Él quiere este domingo, que sigamos aquel ejemplo de invitar a los hermanos a su encuentro, a su descubrimiento. Es también algo propio de la Misión Diocesana, en la que nos encontramos en la Iglesia Nivariense.
Llevar a un hermano al descubrimiento de Cristo, es, sin duda, el mayor favor que podemos hacerle, porque Él dice: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura”.
De un verdadero encuentro con Jesucristo, es de donde surgen los compromisos más importantes y verdaderos, como sucede con la atención de los emigrantes y refugiados, cuya Jornada Mundial celebramos este domingo.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 2º DEL TIEMPO ORDINARIO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchemos la llamada que Dios hace al profeta Samuel, cuando era pequeño, y la respuesta conmovedora que le enseña el Sacerdote Elí: "Habla, Señor, que tu siervo te escucha".
SEGUNDA LECTURA
El Apóstol San Pablo pone en guardia a los cristianos de Corinto, de la corrupción moral de aquella ciudad pagana, recordándoles que sus cuerpos son miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo, y que son propiedad del Señor.
TERCERA LECTURA
Juan, el Bautista, fue enviado por Dios para preparar al Mesías un pueblo bien dispuesto, y para señalarle presente en medio de su pueblo. Es lo que contemplamos en el Evangelio de hoy.
Pero antes de escucharlo, aclamemos al Señor con el canto del aleluya.
COMUNIÓN
La Comunión es el encuentro más grande que podemos tener con Jesucristo en la tierra. Y comulgar supone el deseo ardiente de avanzar en su conocimiento, y de darle a conocer.
Reflexión de José Antonio Pagola al Evangelio del domingo segundo del Tiempo Ordinario B
¿QUÉ BUSCAMOS?
Las primeras palabras que Jesús pronuncia en el evangelio de Juan nos dejan desconcertados, porque van al fondo y tocan las raíces mismas de nuestra vida. A dos discípulos del Bautista que comienzan a seguirlo Jesús les dice: «¿Qué buscáis?».
No es fácil responder a esta pregunta sencilla, directa, fundamental, desde el interior de una cultura «cerrada» como la nuestra, que parece preocuparse solo de los medios, olvidando siempre el fin último de todo. ¿Qué es lo que buscamos exactamente?
Para algunos, la vida es «un gran supermercado» (D. Sölle), y lo único que les interesa es adquirir objetos con los que poder consolar un poco su existencia. Otros lo que buscan es escapar de la enfermedad, la soledad, la tristeza, los conflictos o el miedo. Pero escapar, ¿hacia dónde?, ¿hacia quién?
Otros ya no pueden más. Lo que quieren es que se les deje solos. Olvidar a los demás y ser olvidados por todos. No preocuparse por nadie y que nadie se preocupe de ellos.
La mayoría buscamos sencillamente cubrir nuestras necesidades diarias y seguir luchando por ver cumplidos nuestros pequeños deseos. Pero, aunque todos ellos se cumplieran, ¿quedaría nuestro corazón satisfecho? ¿Se habría apaciguado nuestra sed de consuelo, liberación y felicidad plena?
En el fondo, ¿no andamos los seres humanos buscando algo más que una simple mejora de nuestra situación? ¿No anhelamos algo que, ciertamente, no podemos esperar de ningún proyecto político o social?
Se dice que los hombres y mujeres de hoy han olvidado a Dios. Pero la verdad es que, cuando un ser humano se interroga con un poco de honradez, no le es fácil borrar de su corazón «la nostalgia de infinito».
¿Quién soy yo? ¿Un ser minúsculo, surgido por azar en una parcela ínfima de espacio y de tiempo, arrojado a la vida para desaparecer enseguida en la nada, de donde se me ha sacado sin razón alguna y solo para sufrir? ¿Eso es todo? ¿No hay nada más?
Lo más honrado que puede hacer el ser humano es «buscar». No cerrar ninguna puerta. No desechar ninguna llamada. Buscar a Dios, tal vez con el último resto de sus fuerzas y de su fe. Tal vez desde la mediocridad, la angustia o el desaliento.
Dios no juega al escondite ni se esconde de quien lo busca con sinceridad. Dios está ya en el interior mismo de esa búsqueda. Más aún. Dios se deja encontrar incluso por quienes apenas le buscamos. Así dice el Señor en el libro de Isaías: «Yo me he dejado encontrar por quienes no preguntaban por mí. Me he dejado hallar por quienes no me buscaban. Dije: “Aquí estoy, aquí estoy”» (Isaías 65,1-2).
José Antonio Pagola
Domingo 2 Tiempo ordinario – B (Juan 1,35-42)
Evangelio del 14 / Ene / 2018
Reflexión de josé Antonio Pagola al evangelio de la fiesta del Bautismo del Señor B
EL ESPÍRITU DE JESÚS
Jesús apareció en Galilea cuando el pueblo judío vivía una profunda crisis religiosa. Llevaban mucho tiempo sintiendo la lejanía de Dios. Los cielos estaban «cerrados». Una especie de muro invisible parecía impedir la comunicación de Dios con su pueblo. Nadie era capaz de escuchar su voz. Ya no había profetas. Nadie hablaba impulsado por su Espíritu.
Lo más duro era esa sensación de que Dios los había olvidado. Ya no le preocupaban los problemas de Israel. ¿Por qué permanecía oculto? ¿Por qué estaba tan lejos? Seguramente muchos recordaban la ardiente oración de un antiguo profeta que rezaba así a Dios: «Ojalá rasgaras el cielo y bajases».
Los primeros que escucharon el evangelio de Marcos tuvieron que quedar sorprendidos. Según su relato, al salir de las aguas del Jordán, después de ser bautizado, Jesús «vio rasgarse el cielo» y experimentó que «el Espíritu de Dios bajaba sobre él». Por fin era posible el encuentro con Dios. Sobre la tierra caminaba un hombre lleno del Espíritu de Dios. Se llamaba Jesús y venía de Nazaret.
Ese Espíritu que desciende sobre él es el aliento de Dios, que crea la vida, la fuerza que renueva y cura a los vivientes, el amor que lo transforma todo. Por eso Jesús se dedica a liberar la vida, a curarla y hacerla más humana. Los primeros cristianos no quisieron ser confundidos con los discípulos del Bautista. Ellos se sentían bautizados por Jesús, no con agua, sino con su Espíritu.
Sin ese Espíritu, todo se apaga en el cristianismo. La confianza en Dios desaparece, la fe se debilita. Jesús queda reducido a un personaje del pasado, el Evangelio se convierte en letra muerta, el amor se enfría y la Iglesia no pasa de ser una institución religiosa más.
Sin el Espíritu de Jesús, la libertad se ahoga, la alegría se apaga, la celebración se convierte en costumbre, la comunión se resquebraja. Sin el Espíritu, la misión se olvida, la esperanza muere, los miedos crecen, el seguimiento a Jesús termina en mediocridad religiosa.
Nuestro mayor problema es el olvido de Jesús y el descuido de su Espíritu. Es un error pretender lograr con organización, trabajo, devociones o estrategias pastorales lo que solo puede nacer del Espíritu. Hemos de volver a la raíz, recuperar el Evangelio en toda su frescura y verdad, bautizarnos con el Espíritu de Jesús.
No hemos de engañarnos. Si no nos dejamos reavivar y recrear por ese Espíritu, los cristianos no tenemos nada importante que aportar a la sociedad actual, tan vacía de interioridad, tan incapacitada para el amor solidario y tan necesitada de esperanza.
José Antonio Pagola
Bautismo del Señor – B (Marcos 1,7-11)
Evangelio del 07 / Ene / 2018
por Coordinador - Mario González Jurado
Reflexión a las lecturas del domingo del Bautismo del Señor B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Fiesta del Bautismo del Señor
El agua es un elemento muy importante, esencial, para la vida. Cuando falla el agua en casa, ¡vaya problema! No es ahora el momento de tratar ampliamente el tema del agua, de su presencia y de su función a lo largo de toda la Historia Santa, sino sencillamente, como materia del Bautismo.
Del agua tratan las lecturas de la Liturgia de esta Fiesta. En el Evangelio, Juan el Bautista se nos presenta como el que ha “bautizado con agua”, y anuncia al que “bautizará con Espíritu Santo”.
“Por entonces, nos dice el Evangelio de hoy, llegó Jesús desde Nazaret de Galilea, a que Juan lo bautizara en el Jordán”. Y cuando esto sucede, el agua de aquel río sagrado y de todo el universo, queda purificada y santificada; apta para el Bautismo en el Espíritu. “Apenas salió del agua, -continúa diciendo el Evangelio- vio rasgarse el Cielo y al Espíritu bajar hacia Él como una paloma. Y se oyó una voz del Cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
Por tanto, se abre el Cielo ante Jesús, que viene para abrir las puertas del Cielo y para traer a la tierra el Reino de los Cielos. Y el Espíritu Santo no viene sobre Él como sobre los profetas, sino que viene a Él y “se queda con Él”; lo unge abundantemente y lo consagra para que realice su misión salvadora, su función mesiánica; y le acompaña en adelante. Jesús será siempre “el que tiene el Espíritu Santo”, el que se deja conducir por el Aliento de Dios; y, por su Muerte y su Resurrección, se convertirá en “el Dador del Espíritu Santo”, “fuente de agua que salta hasta la vida eterna”. (Jn 7, 37-39). ¡Es la gran novedad del Nuevo Testamento!
¡Y con esta fiesta preciosa concluye el Tiempo de Navidad! Por eso, salimos hoy de este Tiempo, centrando nuestros ojos en Jesucristo que comienza su actividad mesiánica. Y vamos contemplando poco a poco, en el Tiempo Ordinario, sus primeras palabras, la elección de sus primeros discípulos, la narración de sus primeros milagros…, hasta que comience la Cuaresma. Él nos revela y nos ofrece el nuevo Bautismo, el Bautismo cristiano. Y este sacramento va precedido por la búsqueda de Dios, la sed del Dios vivo y la conversión del corazón, de que nos habla la primera lectura de hoy. Hace falta abrir los ojos y el corazón para acoger el triple testimonio: del agua, de la Sangre y del Espíritu Santo, que escuchamos en la segunda lectura.
Sin embargo, estamos acostumbrados al Bautismo de niños, donde no se realiza esta acogida personal. No es entonces posible. Por eso son bautizados con la condición expresa de que sus padres y padrinos se comprometan seriamente a educarlos como cristianos, para que, poco a poco, vayan acogiendo y desarrollando la “vida nueva”, la “vida según el Espíritu”. Con frecuencia esto no se hace. Y entonces, el sacramento de la fe se convierte en camino hacia la increencia. La disciplina de la Iglesia nos advierte que “no es lícito” bautizar a un niño cuando no se tienen suficientes garantías de que va a ser educado como cristiano (C. 868, 2º). Por eso urge revisar siempre nuestra práctica bautismal, como ya se hace, aunque, tantas veces, de una manera muy tímida. De este modo, “el Bautismo de los párvulos”, que la Iglesia adoptó desde tiempos muy remotos y que continúa manteniendo con vigor, seguirá haciendo posible que la liberación del pecado original y la vida de Dios, lleguen cuanto antes a los recién nacidos, con todas sus consecuencias.
Hoy es un día muy apropiado para reflexionar sobre todas estas cosas, y para renovar nuestro Bautismo, de modo que se siga haciendo realidad en nosotros y en toda la Iglesia lo que proclamamos en el salmo: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
FIESTA DEL BAUTISMO DEL SEÑOR B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
La primera lectura de este domingo es una página de Isaías, que anuncia los tiempos del Mesías. Tres expresiones sintetizan su contenido: Acudid por agua, escuchadme y viviréis.
SALMO
La salvación que Dios nos ofrece se compara, algunas veces, con una fuente de la que podemos extraer el agua que necesitamos. Con acento profético proclamamos hoy: “Sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación”.
SEGUNDA LECTURA
Creer que Jesús es el Mesías, el Cristo, es lo fundamental para el apóstol S. Juan, que nos invita a acoger el triple testimonio acerca de Cristo, que nos muestran el Espíritu, el Agua y la Sangre.
Escuchemos.
TERCERA LECTURA
El Evangelio nos presenta el Misterio que celebramos hoy: el Bautismo de Jesucristo, el Autor del nuevo Bautismo, del Bautismo cristiano, que hemos recibido.
Acojamos ahora al Señor con el canto del Aleluya.
COMUNION
El Bautismo de Jesucristo prefigura el nuevo Bautismo que Él nos trae y que todos nosotros hemos recibido. El Bautismo que nos da la vida nueva de Cristo Resucitado. La Eucaristía es el alimento más importante, imprescindi-ble, que hace posible que conservemos y acrecentemos la vida de Dios en nosotros.
El primer día del año 2018, este 1 de enero, el Papa presidió la oración del Ángelus, desde una ventana del Palacio Apostólico con vistas a la Plaza de San Pedro. Ha enfatizado que “la Virgen nos hace comprender cómo debe ser acogido el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el corazón. Nos dice la verdadera manera de recibir el don de Dios: de guardarlo en el corazón y meditarlo. (ZENIT – 1 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!
En la primera página del calendario del Año Nuevo que el Señor nos da, la Iglesia pone, como una magnífica iluminación, la solemnidad litúrgica de Santa María Madre de Dios. En este primer día del año del calendario, fijemos nuestra mirada en ella, para reanudar, bajo su protección materna, el camino a lo largo de los senderos del tiempo.
El Evangelio de hoy (cf Lc 2,16-21) nos lleva de vuelta al establo de Belén. Los pastores llegan a toda prisa y encuentran a María, José y al Niño; e informan del anuncio que los ángeles les han dado, es decir, que este recién nacido es el Salvador. Todos están asombrados, mientras que “María, sin embargo, retiene todos estos acontecimientos y los medita en su corazón” (v. 19). La Virgen nos hace comprender cómo acoger el evento de la Navidad: no superficialmente sino en el corazón. Nos dice la verdadera manera de recibir el don de Dios: guardarlo en el corazón y meditarlo. Es una invitación dirigida a cada uno de nosotros para orar contemplando y saboreando el regalo que es el mismo Jesús.
Es a través de María que el Hijo de Dios asume la corporalidad. Pero la maternidad de María no se reduce a esto: gracias a su fe, ella es también la primera discípula de Jesús y esto “dilata” su maternidad. Será la fe de María la que provocará en Caná la primera “señal” milagrosa que ayude a despertar la fe de los discípulos. Con la misma fe, María está presente al pie de la cruz y recibe como hijo al apóstol Juan; y finalmente, después de la Resurrección, se convierte en madre orante de la Iglesia sobre la cual el Espíritu Santo desciende con poder, en Pentecostés.
Como madre, María tiene una función muy especial: se encuentra entre su Hijo Jesús y los hombres en la realidad de sus privaciones, sus indignidades y sus sufrimientos. Ella intercede, consciente de que como madre puede, o mejor dicho, debe hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres, especialmente los más débiles y necesitados. Es a estas personas qué está dedicado el tema del Día Mundial de la Paz que celebramos hoy: “Migrantes y refugiados: hombres y mujeres en busca de paz”. Este es el lema del día. Deseo, una vez más, hacerme voz de nuestros hermanos y hermanas que invocan para su futuro un horizonte de paz. Para esta paz, que es derecho para todos, muchos de ellos están dispuestos a arriesgar sus vidas en un viaje que en la mayoría de los casos es largo y peligroso a afrontar penalidades y sufrimientos (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2018, 1).
No extingamos las esperanzas en sus corazones; ¡no ahoguemos sus expectativas de paz! Es importante que en todas las instituciones civiles, realidades educativas, de asistencia y eclesiales, haya un compromiso para asegurar a los refugiados, a los migrantes, a todos, un futuro de paz. Que el Señor nos conceda trabajar generosamente en este nuevo año para lograr un mundo más unido y acogedor.
Os invito a orar por esto, mientras que os confío a María, Madre de Dios y madre nuestra, el año 2018 recién comenzado. Los antiguos monjes decían que en tiempos de turbulencias espirituales, uno tenía que refugiarse bajo el manto de María …: “Bajo tu protección buscamos refugio, Santa Madre de Dios. No rechaces nuestras oraciones y nuestras necesidades, sino sálvanos de todo peligro, Virgen gloriosa y bendita”.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Para el último Ángelus del año civil, que ha celebrado en la Plaza San Pedro en presencia de unas 30.000 personas, el Papa ha llamado a cada familia a “reconocer esta primacía” de Dios y educar a los niños “a abrirse a Dios que es la fuente misma de la vida”.(ZENIT – 31 dic. 2017)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En este primer domingo después de la Navidad, celebramos la Sagrada Familia de Nazaret, y el Evangelio nos invita a reflexionar sobre la experiencia vivida por María, José y Jesús, mientras crecen juntos como familia en el amor recíproco y en la confianza en Dios. El rito cumplido por María y José con la ofrenda de su hijo Jesús a Dios es la expresión de esta confianza, el Evangelio dice: “llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor” (Luc. 2,22) como mandaba la ley de Moisés. Los padres de Jesús van al templo para atestiguar que el hijo pertenece a Dios y que ellos son los guardianes de su vida y no sus propietarios. Y esto nos hace reflexionar. Todos los padres son guardianes de la vida del hijo, no propietarios, y deben ayudarlos a crecer y a madurar.
Este gesto subraya que solo Dios es el Señor de la historia individual y familiar; todo nos viene de Él. Cada familia está llamada a reconocer esta primacía, protegiendo y educando a los hijos para abrirse a Dios que es la fuente misma de la vida. El secreto de la juventud interior se encuentra ahí, como da testimonio de ello en el Evangelio una pareja de ancianos, Simeón y Ana. El viejo Simeón, en particular, inspirado por el Espíritu Santo, dice a propósito del niño Jesús: “He aquí que este niño ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten y será como signo de contradicción para que se ponga de manifiesto los pensamientos de muchos corazones (vv. 34-35).
Estas palabras proféticas revelan que Jesús ha venido para hacer caer las falsas imágenes que nos hacemos de Dios incluso de nosotros mismos; para “contradecir” las seguridades mundanas sobre las cuales pretendemos apoyarnos para hacernos renacer a un camino humano y cristiano auténtico, fundado sobre los valores del Evangelio. No hay situación familiar que esté excluida de este nuevo camino de renacimiento y resurrección. Cada vez que las familias, incluso las que están heridas y marcadas por fragilidades, de fracasos y debilidades, vuelven a la fuente de la experiencia cristiana, se abren a nuevos caminos y a posibilidades impensables.
El relato del Evangelio del día relata que María y José, “cuando terminaron todo lo que prescribía la ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret”. El niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él” (vv. 39-40)
Una de las grandes alegrías de la familia es el crecimiento de los niños. Están destinados a crecer y fortalecerse, a adquirir sabiduría y a recibir la gracia de Dios, como le sucedió a Jesús. Él es verdaderamente uno de nosotros: el Hijo de Dios se hace niño, acepta crecer, fortalecerse, está lleno de sabiduría y la gracia de Dios está sobre él. María y José tienen la alegría de ver todo esto en su hijo, y es la misión hacia la cual está orientada la familia: crear las condiciones favorables para el crecimiento armonioso y completo de los niños, para que puedan vivir una vida nueva, digna de Dios y constructiva para el mundo.
Y es el deseo que dirijo a todas las familias, acompañándolas con la invocación a María, Reina de la Familia.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
El Papa Francisco ha presidido el rezo del Ángelus a mediodía, este martes 26 de diciembre de 2017, en la plaza de San Pedro, en la fiesta del primer mártir, San Esteban, en presencia de 20.000 visitantes. (ZENIT)
Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Después de celebrar el nacimiento de Jesús hoy celebramos el nacimiento de San Esteban, el primer mártir del cielo. Aunque a primera vista parezca que no existe un vínculo entre las dos ocurrencias, en realidad sí lo hay, y es un vínculo muy fuerte.
Ayer, en la liturgia de Navidad, escuchamos proclamar: “El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). San Esteban puso en crisis a los líderes de su pueblo, porque estaba “lleno de fe y del Espíritu Santo” (Hechos 6: 5), él creyó firmemente y profesó la nueva presencia de Dios entre los hombres; Él sabía que el verdadero templo de Dios ahora es Jesús, la Palabra eterna que vino a habitar entre nosotros, que fue hecha como nosotros, excepto en el pecado.
Pero Esteban está acusado de predicar la destrucción del templo en Jerusalén. La acusación contra él es decir que “Jesús, el Nazareno, destruirá este lugar y trastornará las costumbres que Moisés nos dio” (Hechos 6:14). De hecho, el mensaje de Jesús es incómodo e inconveniente porque desafía el poder religioso mundano y apela a las conciencias.
Después de su llegada, es necesario convertir, cambiar la mentalidad, dejar de pensar como antes, cambiar, convertir. Esteban permaneció anclado al mensaje de Jesús hasta su muerte Sus últimas oraciones: “Señor Jesús, acepta mi espíritu” y “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hechos 7,59-60), estas dos oraciones son un eco fiel de las que Jesús pronunció en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46) y “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (v. 34). Esas palabras de Esteban fueron posibles solo porque el Hijo de Dios vino a la tierra y murió y resucitó por nosotros; antes de estos eventos eran expresiones humanamente impensables.
Esteban ruega a Jesús que acoja su espíritu. De hecho, el Cristo resucitado es el Señor, y él es el único mediador entre Dios y los hombres, no solo en la hora de nuestra muerte, sino también en cada momento de la vida: sin Él no podemos hacer nada (véase Jn 15, 5).
Por lo tanto, nosotros también, delante del Niño Jesús en la cuna, podemos rezar así: “Señor Jesús, te confiamos nuestro espíritu, te damos la bienvenida”, porque nuestra existencia es realmente una vida buena según el Evangelio.
Jesús es nuestro mediador y nos reconcilia no solo con el Padre, sino también entre nosotros. Él es la fuente del amor, que nos abre a la comunión con nuestros hermanos, a amarnos unos a otros entre nosotros, eliminando todo conflicto y resentimiento. ¡Sabemos que los resentimientos son malas cosas, duelen tanto y duelen tanto! Y Jesús quita todo esto y nos hace amarnos unos a otros. Esto es el milagro de Jesús. Le preguntamos a Jesús, nacido por nosotros, para ayudarnos a asumir esta doble actitud de confianza en el Padre y amor al prójimo; es una actitud que transforma la vida y la hace más hermosa, más fructífera.
A María, Madre del Redentor y Reina de los mártires, elevamos nuestra oración con confianza para ayudarnos a recibir a Jesús como Señor de nuestra vida y para convertirnos en sus valientes testigos, listo para pagar el precio de la fidelidad al Evangelio en persona.
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
© Traducción de ZENIT, Rosa Die Alcolea
Reflexión de José Antonio Pagola en la fiesta de la Epifanía del Señor.
ORIENTARNOS HACIA DIOS
No hay técnicas ni métodos que conduzcan de forma automática hacia Dios. Pero sí hay actitudes y gestos que nos pueden disponer a las personas a prepararnos al encuentro con él. Más aún. Las palabras más bellas y los discursos más brillantes sobre Dios son inútiles si cada uno no nos abrimos él. ¿Cómo?
Lo más importante para orientarnos hacia Dios es invocarlo desde el fondo del corazón, a solas, en la intimidad de la propia conciencia. Es ahí donde uno se abre confiadamente al misterio de Dios o decide vivir solo, de forma atea, sin Dios. Pero ¿se puede invocar a Dios cuando uno no cree en él ni está seguro de nada? Carlos de Foucauld y otros no creyentes iniciaron su búsqueda de Dios con esta invocación: «Dios, si existes, muéstrame tu rostro». Esta invocación humilde y sincera en medio de la oscuridad es, probablemente, uno de los caminos más puros para hacernos sensibles al misterio de Dios.
Para orientarnos hacia Dios también es importante eliminar de la propia vida aquello que nos está impidiendo encontrarnos con él. Si uno, por ejemplo, tiene la pretensión de saberlo todo y de haber comprendido ya el misterio último de la realidad, del ser humano, de la vida y de la muerte, es difícil que busque de verdad a Dios. Si uno vive encogido por diferentes miedos o hundido en la desesperanza, ¿cómo se abrirá con confianza a un Dios que lo ama sin fin? Si alguien se encierra en su propio egoísmo y solo siente desamor e indiferencia hacia los demás, ¿cómo podrá abrirse a un Dios que es solo Amor?
Para orientarnos hacia Dios es importante mantener el deseo, perseverar en la búsqueda, seguir invocando, saber esperar. No hay otra forma de caminar hacia el Misterio de quien es la fuente de la vida. El relato de los magos destaca de muchas formas su actitud ejemplar en la búsqueda del Salvador. Estos hombres saben ponerse en camino hacia el Misterio.
Saben preguntar humildemente,
superar momentos de oscuridad,
perseverar en la búsqueda
y adorar a Dios encarnado en la fragilidad de un ser humano.
José Antonio Pagola
Epifanía del Señor – B (Mateo 2,1-12)
Evangelio del 06 / Ene / 2018