El Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, impartió esta mañana su primera predicación de Cuaresma a partir de la frase: “No os conforméis a la mentalidad de este mundo”, que se lee en la Carta de San Pablo a los Romanos (12, 2).
La charla cuaresmal ha tenido lugar esta mañana, 23 de febrero de 2018, a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico . (ZENIT – 23 feb. 2018)
«No os conforméis a la mentalidad de este mundo» (Rom 12,2)
«No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2).
En una sociedad en la que cada uno se siente investido con la tarea de transformar el mundo o la Iglesia, cae esta palabra de Dios que invita a transformarse uno mismo. «No os amoldéis a este mundo»: después de estas palabras habríamos esperado que se nos dijera: «¡Pero transformadlo!»; en cambio nos dice: «¡Sino transformaos!». Transformad, sí, el mundo, pero el mundo que está dentro de vosotros, antes de creer poder transformar el mundo que está fuera de vosotros.
Será esta palabra de Dios, sacada de la Carta a los Romanos, la que nos introduzca este año en el espíritu de la Cuaresma. Como desde hace algunos años, dedicamos la primera meditación a una introducción general a la Cuaresma, sin entrar en el tema específico del programa, también por la ausencia de parte del auditorio ocupado en otro lugar en los Ejercicios Espirituales.
1. Los cristianos y el mundo
Demos primero una mirada a cómo este ideal del apartamiento del mundo ha sido comprendido y vivido desde el Evangelio hasta nuestros días. Conviene tener en cuenta siempre las experiencias del pasado si se quieren comprender las necesidades del presente.
En los evangelios sinópticos la palabra «mundo» (kosmos) casi siempre se entiende en sentido moralmente neutro. Tomado en sentido espacial, mundo indica la tierra y el universo («Id por todo el mundo»); tomado en sentido temporal, indica el tiempo o el «siglo» (aion) presente. Con Pablo, y más aún con Juan, la palabra «mundo», se carga de una relevancia moral y viene a significar, la mayoría de las veces, el mundo como ha llegado a ser tras el pecado y bajo el dominio de Satanás, «el Dios de este mundo» (2 Cor 4,4). De ahí la exhortación de Pablo de la que hemos partido y aquella, casi idéntica, de Juan en su Primera Carta:
«No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo» (1 Jn 2, 15-16).
Todo esto no conduce nunca a perder de vista que el mundo en sí mismo, a pesar de todo, es y seguirá siendo, la realidad buena creada por Dios, que Dios ama y que ha venido a salvar, no a juzgar: «Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
La actitud hacia el mundo que Jesús propone a sus discípulos está encerrada en dos preposiciones: estar en el mundo, pero no ser del mundo: «Ya no voy a estar en el mundo —dice dirigido al Padre—; pero ellos están en el mundo […]. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» (Jn 17,11.16).
Durante los tres primeros siglos, los discípulos se muestran conscientes de esta posición suya única. La Carta a Diogneto, escrito anónimo de final del siglo II, describe así el sentimiento que los cristianos tenían de sí mismos en el mundo:
«Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto. Su sistema doctrinal no ha sido inventado gracias al talento y especulación de hombres estudiosos, ni profesan, como otros, una enseñanza basada en autoridad de hombres. Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho. Viven en la carne, pero no según la carne».
Sinteticemos al máximo la continuación de la historia. Cuando el cristianismo se convierte en religión tolerada y luego muy pronto protegida y favorecida, la tensión entre el cristiano y el mundo tiende inevitablemente a atenuarse, porque el mundo ya se ha convertido, o al menos es considerado, «un mundo cristiano». Se asiste así a un doble fenómeno. Por una parte, los grupos de creyentes deseosos de permanecer como sal de la tierra y no perder el sabor, huyen, también físicamente, del mundo y se retiran al desierto. Nace el monacato teniendo como enseña el lema dirigido al monje Arsenio: «Fuge, tasce, quiesce», «Huye, calla, vive retirado».
Al mismo tiempo, los pastores de la Iglesia y los espíritus más iluminados tratan de adaptar el ideal del apartamiento del mundo a todos los creyentes, proponiendo una huida no material, sino espiritual del mundo. San Basilio en Oriente y san Agustín en Occidente conocen el pensamiento de Platón sobre todo en la versión ascética que había asumido con el discípulo Plotino. En esta atmósfera cultural estaba vivo el ideal de la fuga del mundo. Sin embargo, se trataba de una fuga, por así decirlo, en vertical, no en horizontal, hacia arriba, no hacia el desierto. Consiste en elevarse por encima de la multiplicidad de las cosas materiales y las pasiones humanas, para unirse a lo que es divino, incorruptible y eterno.
Los Padres de la Iglesia —los capadocios en primera línea— proponen una ascética cristiana que responde a esta exigencia religiosa y adopta su lenguaje, sin sacrificar nunca a ella, sin embargo, los valores propios del Evangelio. Para empezar, la fuga del mundo inculcada por ellos es obra de la gracia más que del esfuerzo humano. El acto fundamental no está al final del camino, sino en su comienzo, en el bautismo. Por eso, no está reservada a pocos espíritus cultos, sino abierta a todos. San Ambrosio escribirá un tratadito Sobre la huida del mundo, dirigiéndolo a todos los neófitos. La separación del mundo que él propone es sobre todo afectiva: «La fuga —dice— no consiste en abandonar la tierra, sino, permaneciendo en la tierra, en observar la justicia y la sobriedad, en renunciar a los vicios y no al uso de los alimentos».
Este ideal de desprendimiento y fuga del mundo acompañará, en formas diversas, toda la historia de la espiritualidad cristiana. Una oración de la liturgia lo resume en el lema: «Terrena despicere et amare caelestia», «despreciar las cosas de la tierra y amar las del cielo».
2. La crisis del ideal de la «fuga mundi»
Las cosas han cambiado en la época cercana a nosotros. Nosotros hemos atravesado, a propósito del ideal de la separación del mundo, una fase «crítica», es decir, un período en que dicho ideal fue «criticado» y mirado con sospecha. Esta crisis tiene raíces remotas. Comienza —al menos a nivel teórico— con el humanismo del renacimiento que produce el auge del interés y entusiasmo, a veces de matriz paganizante, por los valores mundanos. Pero el factor determinante de la crisis hay que verlo en el fenómeno de la llamada «secularización», que comenzó con la Ilustración y alcanzó su punto álgido en el siglo XX.
El cambio más evidente se refiere precisamente al concepto de mundo o de siglo. En toda la historia de la espiritualidad cristiana, la palabra saeculum, había tenido una connotación tendencialmente negativa, o al menos ambigua. Indicaba el tiempo presente sometido al pecado, en oposición al siglo futuro o a la eternidad. Con el paso de pocas décadas, cambió de signo, hasta asumir, en los años ‘60 y ‘70, un significado muy positivo. Algunos títulos de libros que salieron en aquellos años, como El significado secular del Evangelio, de Paul van Buren, y La ciudad secular, de Harvey Cox, ponen en evidencia, por sí solos, este significado nuevo, optimista, de «siglo» y de «secular». Nació una «teología de la secularización».
Sin embargo, todo esto ha contribuido a alimentar en algunos un optimismo exagerado respecto del mundo, que no tiene en cuenta suficientemente su otra cara: aquella por la que está «bajo el maligno» y se opone al espíritu de Cristo (cf. Jn 14,17). En un determinado momento nos hemos dado cuenta de que al ideal tradicional de la fuga «del» mundo, se había sustituido, en la mente de muchos (también entre el clero y los religiosos), por el ideal de una fuga «hacia» el mundo, es decir, una mundanización.
En este contexto se escribieron algunas de las cosas más absurdas y delirantes que jamás se han pasado bajo el nombre de «teología». La primera de ellas es la idea de que Dios mismo se seculariza y se mundaniza, cuando se anula como Dios para hacerse hombre. Estamos ante la llamada «Teología de la muerte de Dios». Existe también una sana teología de la secularización en que ésta no es vista como algo opuesto al Evangelio, sino más bien como un producto de él. Pero no es ésa la teología de la que estamos hablando.
Alguien ha hecho notar que las «teologías de la secularización» mencionadas no eran otra cosa que un intento apologético tendente «a proporcionar una justificación ideológica de la indiferencia religiosa del hombre moderno»; eran también «la ideología que las Iglesias necesitaban para justificar su creciente marginación»[1]. Pronto se hizo claro que estábamos en un callejón sin salida; en pocos años no se habló ya casi de teología de la secularización y algunos de sus mismos promotores tomaron distancias.
Como siempre, tocar el fondo de una crisis es la ocasión para volver a interrogar a la Palabra de Dios «viva y eterna». Escuchamos de nuevo, pues, la exhortación de Pablo: «No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto».
Para el Nuevo Testamento, ya sabemos cuál es el mundo al cual no debemos conformarnos: no el mundo creado y amado por Dios, no los hombres del mundo a los cuales, al contrario, debemos ir siempre al encuentro, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. El «mezclarse» con este mundo del sufrimiento y la marginación es paradójicamente el mejor modo de «separarse» del mundo, porque es ir allí, de donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Es separarse del mismo principio que rige el mundo, que es el egoísmo.
Detengámonos más bien en el significado de lo que sigue: transformarse renovando lo íntimo de nuestra mente. Todo en nosotros comienza por la mente, por el pensamiento. Hay una máxima de sabiduría que dice:
Supervisa los pensamientos porque se convierten en palabras.
Supervisa las palabras porque se convierten en acciones.
Supervisa las acciones porque se convierten en costumbres.
Supervisa las costumbres porque se convierten en tu carácter.
Supervisa tu carácter porque se convierte en tu destino.
Antes que en las obras, el cambio debe realizarse, pues, en el modo de pensar, es decir, en la fe. En el origen de la mundanización hay muchas causas, pero la principal es la crisis de fe. En este sentido, la exhortación del Apóstol no hace más que revitalizar la de Cristo al comienzo de su Evangelio: «Convertíos y creed», ¡convertíos, es decir, creed! Cambiad la manera de pensar; dejad de pensar «según los hombres» y comenzad a pensar «según Dios» (cf. Mt 16,23).
Tenía razón san Tomás de Aquino al decir que «la primera conversión se realiza creyendo»: la prima conversio fit per fidem.
La fe es el terreno de enfrentamiento primario entre el cristiano y el mundo. Por la fe el cristiano ya no es «del» mundo. Cuando leo las conclusiones que sacan los científicos no creyentes de la observación del universo, la visión del mundo que nos dan escritores y cineastas, donde, en el mejor de los casos, Dios es reducido a un vago y subjetivo sentido del misterio y Jesucristo ni siquiera es tomado en cuenta, siento que pertenezco, gracias a la fe, a otro mundo. Experimento la verdad de aquellas palabras de Jesús: «Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis» y quedo perplejo al comprobar cómo Jesús ha previsto esta situación y dado anticipadamente su explicación: «Has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a los sencillos» (Lc 10,21-23).
Entendido en sentido moral, el «mundo» es por definición lo que se niega a creer. El pecado, del que Jesús dice que el Paráclito «convencerá al mundo», es no haber creído en Él (cf. Jn 16,8-9). Juan escribe: «Esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4-5). En la carta a los Efesios se lee: «También vosotros estabais muertos por vuestras culpas y vuestros pecados, en los cuales un tiempo vivisteis a la manera de este mundo, siguiendo al príncipe de las potencias del aire, ese Espíritu que ahora obra en los hombres rebeldes» (Ef 2,1-2). El exégeta Heinrich Schlier ha hecho un análisis penetrante de este «espíritu del mundo» considerado por Pablo como el rival directo del «Espíritu de Dios» (1 Cor 2,12). En él desempeña un papel decisivo la opinión pública, hoy también literalmente espíritu «que está en el aire» porque se difunde vía éter.
«Se determinará —escribe— un espíritu de gran intensidad histórica, al que el individuo difícilmente puede sustraerse. Nos atenemos al espíritu general, se considera evidente. Actuar o pensar o decir algo contra él se considera cosa absurda o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no se osa ponerse frente a las cosas y a la situación y sobre todo a la vida de manera diferente a como las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la existencia humana a su manera».
Es lo que llamamos «adaptación al espíritu de los tiempos». Actúa como el vampiro de la leyenda. El vampiro se pega a las personas que duermen y mientras le chupa su sangre, al mismo tiempo inyecta en ellas un líquido soporífero que hace que encuentren aún más dulce el sueño, de modo que aquéllas se sumen cada vez más en el sueño y este puede chupar toda la sangre que quiere. Pero el mundo es peor que el vampiro, porque el vampiro no puede adormecer a la presa, sino que se acerca a los que ya duermen. En cambio, el mundo primero duerme a las personas y luego les chupa todas sus energías espirituales, inyectando también una especie de líquido soporífero que hace encontrar el sueño aún más dulce.
El remedio en esta situación es que alguien nos grite al oído: «¡Despierta!». Es lo que hace la palabra de Dios en muchas ocasiones y que la liturgia de la Iglesia nos hace volver a escuchar puntualmente al inicio de la Cuaresma: «Despierta tú que duermes» (Ef 5,14); «¡Es tiempo de despertarse del sueño!» (Rom 13,11).
3. Pasa la escena de este mundo
Pero interroguémonos por el motivo por el que el cristiano no debe ajustarse al mundo. No es de naturaleza ontológica, sino escatológica. No se deben tomar las distancias del mundo porque la materia es intrínsecamente mala y enemiga del espíritu, como pensaban los platónicos y algunos escritores influenciados por ellos, sino porque, como dice la Escritura, «pasa la escena de este mundo» (1 Cor 7,31); «el mundo pasa con su concupiscencia, pero quien hace la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,17).
Basta detenerse un instante y mirar alrededor para darse cuenta de la verdad de estas palabras. Ocurre en la vida como en la pantalla de televisión: los programas, las llamadas parrillas, se suceden rápidamente y cada uno borra al anterior. La pantalla sigue siendo la misma, pero los programas y las imágenes cambian. Eso sucede con nosotros: el mundo permanece, pero nosotros nos vamos uno detrás de otro. De todos los nombres, los rostros, las noticias que llenan los periódicos y los telediarios de hoy —de todos nosotros— ¿qué quedará de aquí a unos años o décadas? Nada de nada.
Pensemos en qué quedan los mitos de hace 40 años y qué quedará dentro de 40 años de los mitos y las celebridades de hoy. «Sucederá —se lee en Isaías— como cuando un hambriento sueña con comer, como cuando un sediento sueña beber, pero se despierta cansado, con la garganta seca» (Is 29,8). ¿Qué son riquezas, salud, gloria, si no un sueño que se desvanece al despuntar el día? Un pobre, decía san Agustín, una noche tiene un sueño precioso. Sueña que le cae encima una herencia ingente. Durante el sueño se ve revestido de espléndidos vestidos, rodeado de oro y plata, poseedor de campos y viñas; en su orgullo desprecia al propio padre y finge no reconocerlo… Pero se despierta por la mañana y se descubre tal como se había dormido.
«Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré», dice Job (Job 1,21). Ocurrirá lo mismo a los millonarios de hoy con su dinero y a los poderosos que hoy hacen temblar al mundo con su poder. El hombre, visto fuera de la fe, no es más que «un dibujo creado por la ola en la playa del mar a la que borra la ola posterior ».
Hoy hay un nuevo marco en que es particularmente necesario no ajustarse a este mundo: las imágenes. Los antiguos habían acuñado el lema: «Ayunar del mundo» (nesteuein tou kosmou); hoy se debería entender en el sentido de ayunar de las imágenes del mundo. Hubo un tiempo en que el ayuno de alimentos y bebidas era considerado el más eficaz y necesario. Ya no es así. Hoy se ayuna por muchos otros motivos: sobre todo para mantener la línea. Ningún alimento, dice la Escritura, es en sí mismo impuro, mientras que muchas imágenes lo son. Se han convertido en uno de los vehículos privilegiados con los que el mundo difunde su antievangelio. Un himno de la cuaresma exhorta:
Utamur ergo parcius Utilicemos parcamente
Verbis, cibis et potibus, palabras, alimentos y bebidas.
Somno, iocis et arctius sueño y recreo.
Perstemus en custodia. Estemos más atentos en custodiar los sentidos.
A la lista de las cosas que hay que usar parcamente —palabras, alimentos, bebidas y sueño— habría que añadir, las imágenes. Entre las cosas que vienen del mundo y no del Padre, junto a la concupiscencia de la carne y la soberbia de la vida, san Juan pone significativamente «la concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2,16). Recordemos cómo cayó el rey David… lo que le ocurrió mirando en la terraza de la casa de al lado, pasa hoy a menudo abriendo algunos sitios en Internet.
Si en algún momento nos sentimos turbados por imágenes impuras, sea por imprudencia propia, sea por la invasión del mundo que caza a la fuerza sus imágenes en los ojos de la gente, imitemos lo que hicieron en el desierto los judíos que eran mordidos por serpientes. En lugar de perdernos en estériles lamentos, o buscar excusas en nuestra soledad y en la incomprensión de los demás, miremos a un Crucifijo o vayamos ante el Santísimo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,15). Que el remedio pase por donde ha pasado el veneno, es decir por los ojos.
Con estos propósitos sugeridos por la palabra de san Pablo a los Romanos, y sobre todo con la gracia de Dios, comenzamos, Venerables padres, hermanos y hermanas, nuestra preparación a la Santa Pascua. Hacer Pascua, decía san Agustín, significa «pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1), es decir, ¡pasar a lo que no pasa! Es necesario pasar desde el mundo para no pasar con el mundo. Buena y santa Cuaresma.
©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco
Reflexión a las lecturas del segundo domingo de Cuaresma B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 2º de Cuaresma B
El anuncio de la Pasión y Muerte del Señor desencadenó en los discípulos una profunda crisis, que iba a llegar a su punto culminante en aquellos días memorables, en los que aquel anuncio se hizo realidad.
Ellos tropezaron, como nosotros, tantas veces, en la cuestión del sufrimiento: ¿Por qué Jesús, el Maestro, en quien tenían puesta toda su confianza, y por quien lo habían dejado todo, tenía que sufrir y morir para después resucitar? El hecho de que el Mesías tuviera que ser desechado y morir era algo inaceptable, impensable, para cualquier israelita de la época.
Entonces Jesús lleva a tres predilectos, Pedro, Santiago y Juan, a lo alto de una montaña, y se transfigura delante de ellos; es decir, les muestra algo de la gloria que escondía su humanidad. Porque la condición humana de Cristo, revela su grandeza divina, pero también la oculta. S. Marcos nos dice que “sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo”.
¿Y por qué aparecen en la escena Moisés y Elías conversando con Él? S. Lucas dice que “hablaban de su muerte que se iba a consumar en Jerusalén” (Lc 9, 31).
El Prefacio de la Misa de este domingo, dice que Jesús, “después de anunciar su muerte a los discípulos, les mostró en el monte santo, el esplendor de su gloria, para testimoniar, de acuerdo con la Ley y los profetas, que la Pasión es el camino de la Resurrección”. En efecto, Moisés representa a la Ley, y Elías, a los profetas. Por eso se dice, “de acuerdo con la Ley y los profetas…” Es decir, con todo el Antiguo Testamento.
El día de la Resurrección, por la tarde, Jesús reprocha a los dos discípulos, que caminan hacia Emaús: “¿No sabíais que el Mesías tenía que padecer esto para entrar en su gloria? Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les enseñó lo que se refería a Él en toda la Escritura” (Lc 24, 26-28).
Los discípulos descubren, en lo alto de la montaña, que aquel que va a padecer, morir y resucitar “según las Escrituras”, no es un hombre como los demás. Algo había en Él más grade, más extraordinario. Y, por si fuera poco, se oye, desde la nube, la voz del Padre que les dice: “Éste es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Los discípulos se abren al Misterio pero, entonces, no entendían nada y “discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”. Pero todo esto dejó una huella profunda en el corazón de aquellos predilectos, que no olvidarían nunca aquel acontecimiento. S. Pedro, por ejemplo, en su segunda carta, escribe: "Cuando os dimos a conocer el poder y la última Venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la sublime Gloria le trajo aquella voz: "Este es mi Hijo amado, mi predilecto”. Esta voz, traída del Cielo, la oímos nosotros en la Montaña Sagrada. Esto confirma la palabra de los profetas..."(2 Pe 1, 16-20).
¡Cuantas cosas aprendemos aquí! Pero, hay más. ¿Por qué en este segundo domingo de Cuaresma se nos presentan estos textos y no otros, que tal vez, pudieran parecer, a primera vista, más adecuados? ¿Por qué cada año se pone delante de nosotros, en este domingo, la misma escena de la vida del Señor?
Porque a nosotros, los cristianos, en el tiempo de Cuaresma, se nos van presentando, poco a poco, día a día, en toda su crudeza, las exigencias de la vida cristiana, y, como los discípulos, podemos entrar, también nosotros, en una especie crisis espiritual. Y entonces, necesitamos subir a lo alto de la Montaña para acoger, una vez más, el Mensaje de la Transfiguración, de modo que bajemos del Tabor, con una energía y una ilusión nuevas, para continuar el camino hacia la Pascua.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO II DE CUARESMA B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Siguiendo la lectura de los momentos más importantes de la Historia de la Salvación, recordamos hoy el ejemplo de Abrahán. Es el hombre de la fe y de la confianza absoluta en Dios. Él está dispuesto a desprenderse de su hijo amado, del hijo de la promesa.
Escuchemos la narración dramática del Génesis, que culmina con el gozo desbordante de la promesa.
SEGUNDA LECTURA
Si Abrahán estaba dispuesto a sacrificar a su Hijo, Dios Padre es el que entrega realmente a su Hijo, para nuestra salvación. Esto es lo que nos recuerda ahora S. Pablo.
TERCERA LECTURA
En el Evangelio de la Transfiguración, propio, desde antiguo, del segundo domingo de Cuaresma, se proclama solemnemente que, de acuerdo con la Ley y los Profetas, la Pasión es el camino de la Resurrección.
COMUNIÓN
Nuestra fe en la presencia real de Jesucristo en medio de nosotros, también nos debería hacer exclamar como a Pedro en la cima del Tabor: “Señor, ¡qué bien se está aquí!”.
Que Él nos ayude a seguirle por el camino que nos ha señalado, con la certeza de que experimentaremos, ya en esta vida, la felicidad que anhelamos.
La Santa Sede ha publicado este jueves, 22 de febrero de 2018, el mensaje que el Papa Francisco envía a los jóvenes de todo el mundo con motivo de la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud, que se celebrará en ámbito diocesano el 25 de marzo de 2018, Domingo de Ramos y cuyo tema es No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios (Lc 1,30). (ZENIT – 22 feb. 2018)
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1,30)
Queridos jóvenes:
La Jornada Mundial de la Juventud de 2018 es un paso más en el proceso de preparación de la Jornada internacional, que tendrá lugar en Panamá en enero de 2019. Esta nueva etapa de nuestra peregrinación cae en el mismo año en que se ha convocado la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Es una buena coincidencia. La atención, la oración y la reflexión de la Iglesia estarán puestas en vosotros, los jóvenes, con el deseo de comprender y, sobre todo, de «acoger» el don precioso que representáis para Dios, para la Iglesia y para el mundo.
Como ya sabéis, hemos elegido a María, la joven de Nazaret, a quien Dios escogió como Madre de su Hijo, para que nos acompañe en este viaje con su ejemplo y su intercesión. Ella camina con nosotros hacia el Sínodo y la JMJ de Panamá. Si el año pasado nos sirvieron de guía las palabras de su canto de alabanza: «El Poderoso ha hecho obras grandes en mí» (Lc 1,49), enseñándonos a hacer memoria del pasado, este año tratamos de escuchar con ella la voz de Dios que infunde valor y da la gracia necesaria para responder a su llamada: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30). Son las palabras pronunciadas por el mensajero de Dios, el arcángel Gabriel, a María, una sencilla jovencita de un pequeño pueblo de Galilea.
1. No temas
Es comprensible que la repentina aparición del ángel y su misterioso saludo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28) hayan causado una fuerte turbación en María, sorprendida por esta primera revelación de su identidad y de su vocación, desconocida para ella entonces. María, como otros personajes de las Sagradas Escrituras, tiembla ante el misterio de la llamada de Dios, que en un instante la sitúa ante la inmensidad de su propio designio y le hace sentir toda su pequeñez, como una humilde criatura. El ángel, leyendo en lo más profundo de su corazón, le dice: «¡No temas!». Dios también lee en nuestro corazón. Él conoce bien los desafíos que tenemos que afrontar en la vida, especialmente cuando nos encontramos ante las decisiones fundamentales de las que depende lo que seremos y lo que haremos en este mundo. Es la «emoción» que sentimos frente a las decisiones sobre nuestro futuro, nuestro estado de vida, nuestra vocación. En esos momentos nos sentimos turbados y embargados por tantos miedos.
Y vosotros jóvenes, ¿qué miedos tenéis? ¿Qué es lo que más os preocupa en el fondo? En muchos de vosotros existe un miedo de «fondo» que es el de no ser amados, queridos, de no ser aceptados por lo que sois. Hoy en día, muchos jóvenes se sienten obligados a mostrarse distintos de lo que son en realidad, para intentar adecuarse a estándares a menudo artificiales e inalcanzables. Hacen continuos «retoques fotográficos» de su imagen, escondiéndose detrás de máscaras y falsas identidades, hasta casi convertirse ellos mismos en un «fake». Muchos están obsesionados con recibir el mayor número posible de «me gusta». Y este sentido de inadecuación produce muchos temores e incertidumbres. Otros tienen miedo a no ser capaces de encontrar una seguridad afectiva y quedarse solos. Frente a la precariedad del trabajo, muchos tienen miedo a no poder alcanzar una situación profesional satisfactoria, a no ver cumplidos sus sueños. Se trata de temores que están presentes hoy en muchos jóvenes, tanto creyentes como no creyentes. E incluso aquellos que han abrazado el don de la fe y buscan seriamente su vocación tampoco están exentos de temores. Algunos piensan: quizás Dios me pide o me pedirá demasiado; quizás, yendo por el camino que me ha señalado, no seré realmente feliz, o no estaré a la altura de lo que me pide. Otros se preguntan: si sigo el camino que Dios me indica, ¿quién me garantiza que podré llegar hasta el final? ¿Me desanimaré? ¿Perderé el entusiasmo? ¿Seré capaz de perseverar toda mi vida?
En los momentos en que las dudas y los miedos inundan nuestros corazones, resulta imprescindible el discernimiento. Nos permite poner orden en la confusión de nuestros pensamientos y sentimientos, para actuar de una manera justa y prudente. En este proceso, lo primero que hay que hacer para superar los miedos es identificarlos con claridad, para no perder tiempo y energías con fantasmas que no tienen rostro ni consistencia. Por esto, os invito a mirar dentro de vosotros y «dar un nombre» a vuestros miedos. Preguntaos: hoy, en mi situación concreta, ¿qué es lo que me angustia, qué es lo que más temo? ¿Qué es lo que me bloquea y me impide avanzar? ¿Por qué no tengo el valor para tomar las decisiones importantes que debo tomar? No tengáis miedo de mirar con sinceridad vuestros miedos, reconocerlos con realismo y afrontarlos. La Biblia no niega el sentimiento humano del miedo ni sus muchas causas. Abraham tuvo miedo (cf. Gn 12,10s.), Jacob tuvo miedo (cf. Gn 31,31; 32,8), y también Moisés (cf. Ex 2,14; 17,4), Pedro (cf. Mt 26,69ss.) y los Apóstoles (cf. Mc 4,38-40, Mt 26,56). Jesús mismo, aunque en un nivel incomparable, experimentó el temor y la angustia (Mt 26,37, Lc 22,44).
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4,40). Este reproche de Jesús a sus discípulos nos permite comprender cómo el obstáculo para la fe no es con frecuencia la incredulidad sino el miedo. Así, el esfuerzo de discernimiento, una vez identificados los miedos, nos debe ayudar a superarlos abriéndonos a la vida y afrontando con serenidad los desafíos que nos presenta. Para los cristianos, en concreto, el miedo nunca debe tener la última palabra, sino que nos da la ocasión para realizar un acto de fe en Dios… y también en la vida. Esto significa creer en la bondad fundamental de la existencia que Dios nos ha dado, confiar en que él nos lleva a un buen final a través también de las circunstancias y vicisitudes que a menudo son misteriosas para nosotros. Si por el contrario alimentamos el temor, tenderemos a encerrarnos en nosotros mismos, a levantar una barricada para defendernos de todo y de todos, quedando paralizados. ¡Debemos reaccionar! ¡Nunca cerrarnos! En las Sagradas Escrituras encontramos 365 veces la expresión «no temas», con todas sus variaciones. Como si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del temor.
El discernimiento se vuelve indispensable cuando se trata de encontrar la propia vocación. La mayoría de las veces no está clara o totalmente evidente, pero se comprende poco a poco. El discernimiento, en este caso, no pretende ser un esfuerzo individual de introspección, con el objetivo de aprender más acerca de nuestros mecanismos internos para fortalecernos y lograr un cierto equilibrio. En ese caso, la persona puede llegar a ser más fuerte, pero permanece cerrada en el horizonte limitado de sus posibilidades y de sus puntos de vista. La vocación, en cambio, es una llamada que viene de arriba y el discernimiento consiste sobre todo en abrirse al Otro que llama. Se necesita entonces el silencio de la oración para escuchar la voz de Dios que resuena en la conciencia. Él llama a la puerta de nuestro corazón, como lo hizo con María, con ganas de entablar en amistad con nosotros a través de la oración, de hablarnos a través de las Sagradas Escrituras, de ofrecernos su misericordia en el sacramento de la reconciliación, de ser uno con nosotros en la comunión eucarística.
Pero también es importante hablar y dialogar con otros, hermanos y hermanas nuestros en la fe, que tienen más experiencia y nos ayudan a ver mejor y a escoger entre las diversas opciones. El joven Samuel, cuando oyó la voz del Señor, no lo reconoció inmediatamente y por tres veces fue a Elí, el viejo sacerdote, quien al final le sugirió la respuesta correcta que debería dar a la llamada del Señor: «Si te llama de nuevo, di: “Habla Señor, que tu siervo escucha”» (1 S 3,9). Cuando dudéis, sabed que podéis contar con la Iglesia. Sé que hay buenos sacerdotes, consagrados y consagradas, fieles laicos, muchos de ellos jóvenes a su vez, que pueden acompañaros como hermanos y hermanas mayores en la fe; movidos por el Espíritu Santo, os ayudarán a despejar vuestras dudas y a leer el designio de vuestra vocación personal. El «otro» no es únicamente un guía espiritual, sino también el que nos ayuda a abrirnos a todas las riquezas infinitas de la existencia que Dios nos ha dado. Es necesario que dejemos espacio en nuestras ciudades y comunidades para crecer, soñar, mirar nuevos horizontes. Nunca perdáis el gusto de disfrutar del encuentro, de la amistad, el gusto de soñar juntos, de caminar con los demás. Los cristianos auténticos no tienen miedo de abrirse a los demás, compartir su espacio vital transformándolo en espacio de fraternidad. No dejéis, queridos jóvenes, que el resplandor de la juventud se apague en la oscuridad de una habitación cerrada en la que la única ventana para ver el mundo sea el ordenador y el smartphone. Abrid las puertas de vuestra vida. Que vuestro ambiente y vuestro tiempo estén ocupados por personas concretas, relaciones profundas, con las que podáis compartir experiencias auténticas y reales en vuestra vida cotidiana.
2. María
«Te he llamado por tu nombre» (Is 43,1). El primer motivo para no tener miedo es precisamente el hecho de que Dios nos llama por nuestro nombre. El ángel, mensajero de Dios, llamó a María por su nombre. Poner nombres es propio de Dios. En la obra de la creación, él llama a la existencia a cada criatura por su nombre. Detrás del nombre hay una identidad, algo que es único en cada cosa, en cada persona, esa íntima esencia que sólo Dios conoce en profundidad. Esta prerrogativa divina fue compartida con el hombre, al cual Dios le concedió que diera nombre a los animales, a los pájaros y también a los propios hijos (Gn 2,19-21; 4,1). Muchas culturas comparten esta profunda visión bíblica, reconociendo en el nombre la revelación del misterio más profundo de una vida, el significado de una existencia.
Cuando Dios llama por el nombre a una persona, le revela al mismo tiempo su vocación, su proyecto de santidad y de bien, por el que esa persona llegará a ser alguien único y un don para los demás. Y también cuando el Señor quiere ensanchar los horizontes de una existencia, decide dar a la persona a quien llama un nombre nuevo, como hace con Simón, llamándolo «Pedro». De aquí viene la costumbre de asumir un nuevo nombre cuando se entra en una orden religiosa, para indicar una nueva identidad y una nueva misión. La llamada divina, al ser personal y única, requiere que tengamos el valor de desvincularnos de la presión homogeneizadora de los lugares comunes, para que nuestra vida sea de verdad un don original e irrepetible para Dios, para la Iglesia y para los demás.
Queridos jóvenes: Ser llamados por nuestro nombre es, por lo tanto, signo de la gran dignidad que tenemos a los ojos de Dios, de su predilección por nosotros. Y Dios llama a cada uno de vosotros por vuestro nombre. Vosotros sois el «tú» de Dios, preciosos a sus ojos, dignos de estima y amados (cf. Is 43,4). Acoged con alegría este diálogo que Dios os propone, esta llamada que él os dirige llamándoos por vuestro nombre.
3. Has encontrado gracia ante Dios
El motivo principal por el que María no debe temer es porque ha encontrado gracia ante Dios. La palabra «gracia» nos habla de amor gratuito e inmerecido. Cuánto nos anima saber que no tenemos que conseguir la cercanía y la ayuda de Dios presentando por adelantado un «currículum de excelencia», lleno de méritos y de éxitos. El ángel dice a María que ya ha encontrado gracia ante Dios, no que la conseguirá en el futuro. Y la misma formulación de las palabras del ángel nos da a entender que la gracia divina es continua, no algo pasajero o momentáneo, y por esto nunca faltará. También en el futuro seremos sostenidos siempre por la gracia de Dios, sobre todo en los momentos de prueba y de oscuridad.
La presencia continua de la gracia divina nos anima a abrazar con confianza nuestra vocación, que exige un compromiso de fidelidad que hay que renovar todos los días. De hecho, el camino de la vocación no está libre de cruces: no sólo las dudas iniciales, sino también las frecuentes tentaciones que se encuentran a lo largo del camino. La sensación de no estar a la altura acompaña al discípulo de Cristo hasta el final, pero él sabe que está asistido por la gracia de Dios.
Las palabras del ángel se posan sobre los miedos humanos, disolviéndolos con la fuerza de la buena noticia de la que son portadoras. Nuestra vida no es pura casualidad ni mera lucha por sobrevivir, sino que cada uno de nosotros es una historia amada por Dios. El haber «encontrado gracia ante Dios» significa que el Creador aprecia la belleza única de nuestro ser y tiene un designio extraordinario para nuestra vida. Ser conscientes de esto no resuelve ciertamente todos los problemas y no quita las incertidumbres de la vida, pero tiene el poder de transformarla en profundidad. Lo que el mañana nos deparará, y que no conocemos, no es una amenaza oscura de la que tenemos que sobrevivir, sino que es un tiempo favorable que se nos concede para vivir el carácter único de nuestra vocación personal y compartirlo con nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia y en el mundo.
4. Valentía en el presente
La fuerza para tener valor en el presente nos viene de la convicción de que la gracia de Dios está con nosotros: valor para llevar adelante lo que Dios nos pide aquí y ahora, en cada ámbito de nuestra vida; valor para abrazar la vocación que Dios nos muestra; valor para vivir nuestra fe sin ocultarla o rebajarla.
Sí, cuando nos abrimos a la gracia de Dios, lo imposible se convierte en realidad. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31). La gracia de Dios toca el hoy de vuestra vida, os «aferra» así como sois, con todos vuestros miedos y límites, pero también revela los maravillosos planes de Dios. Vosotros, jóvenes, tenéis necesidad de sentir que alguien confía realmente en vosotros. Sabed que el Papa confía en vosotros, que la Iglesia confía en vosotros. Y vosotros, ¡confiad en la Iglesia!
A María, joven, se le confió una tarea importante, precisamente porque era joven. Vosotros, jóvenes, tenéis fuerza, atravesáis una fase de la vida en la que sin duda no faltan las energías. Usad esa fuerza y esas energías para mejorar el mundo, empezando por la realidad más cercana a vosotros. Deseo que en la Iglesia se os confíen responsabilidades importantes, que se tenga la valentía de daros espacio; y vosotros, preparaos para asumir esta responsabilidad.
Os invito a seguir contemplando el amor de María: un amor atento, dinámico, concreto. Un amor lleno de audacia y completamente proyectado hacia el don de sí misma. Una Iglesia repleta de estas cualidades marianas será siempre Iglesia en salida, que va más allá de sus límites y confines para hacer que se derrame la gracia recibida. Si nos dejamos contagiar por el ejemplo de María, viviremos de manera concreta la caridad que nos urge a amar a Dios más allá de todo y de nosotros mismos, a amar a las personas con quienes compartimos la vida diaria. Y también podremos amar a quien nos resulta poco simpático. Es un amor que se convierte en servicio y dedicación, especialmente hacia los más débiles y pobres, que transforma nuestros rostros y nos llena de alegría.
Quisiera terminar con las hermosas palabras de san Bernardo en su famosa homilía sobre el misterio de la Anunciación, palabras que expresan la expectativa de toda la humanidad ante la respuesta de María: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta. También nosotros esperamos, Señora, esta palabra de misericordia. Por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida. Esto mismo te pide el mundo todo postrado a tus pies. Oh Virgen, da pronto tu respuesta» (Homilía 4, 8-9: Opera Omnia, Ed. Cisterciense, 4 [1966] 53-54).
Queridos jóvenes: el Señor, la Iglesia, el mundo, esperan también vuestra respuesta a esa llamada única que cada uno recibe en esta vida. A medida que se aproxima la JMJ de Panamá, os invito a prepararos para nuestra cita con la alegría y el entusiasmo de quien quiere ser partícipe de una gran aventura. La JMJ es para los valientes, no para jóvenes que sólo buscan comodidad y que retroceden ante las dificultades. ¿Aceptáis el desafío?
Vaticano, 11 de febrero de 2018,
VI Domingo del Tiempo Ordinario,
Memoria de Nuestra Señora de Lourdes
FRANCISCO
Comentario litúrgico 2º Domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, Legionario de Cristo, Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 20 febrero 2018 (zenit)
“¿Qué montes tenemos que subir?”
Segundo Domingo de Cuaresma
Ciclo B
Textos: Gn 22, 1-2.9-13.15-18; Rm 8, 31-34; Mc 9, 2-10
Antonio Rivero, Legionario de Cristo, Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: ¿Por qué Dios nos hace subir tantos montes en la vida? ¿Qué hay detrás o arriba de esos montes?
Síntesis del mensaje: A lo largo de nuestra vida Dios nos hace subir diversos montes. Hoy a Abraham le hizo subir al monte Moria (1ª lectura). Hoy Cristo sube con sus íntimos al monte Tabor (evangelio). Dios hizo subir a su Hijo al Calvario y lo entregó por todos nosotros (2ª lectura). Es bueno que en Cuaresma reflexionemos en el sentido espiritual y teológico de los montes que Dios nos pide subir. En cada monte Dios exige algo y ofrece algo. Veamos.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, veamos algunos de los montes del Antiguo Testamento. A Abraham le hace subir al monte Moria (cf. Gn 22), donde le pide tomar a su hijo único, subir ese monte y sacrificar a ese hijo; le ofrece a cambio, su bendición y la fecundidad en la descendencia. A Moisés, Dios le hizo subir el monte Sinaí (cf. Ex 3 y 4; 19 y 20) donde le pidió quitarse las sandalias, ir al faraón y liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto; y al mismo tiempo, Dios le ofrece la seguridad de su presencia y la promesa de la tierra prometida. Elías sube al monte Carmelo, y ahí Dios le pide echar en cara a quienes se hayan apartado de Dios y sirven a los baales o dioses falsos; también allí Elías pone a prueba y en ridículo a esos dioses falsos y manda matar a esos falsos profetas que los sirven. Dios le ofrece la seguridad en el triunfo y su poder y fuerza.
En segundo lugar, veamos los montes más importantes a los que Jesús nos invita a subir. Hoy Jesús sube al monte Tabor, donde manifiesta su gloria y da aliento a sus íntimos para afrontar el trago amargo de la Pasión y no se escandalicen de Él –a quien ven aquí con el rostro transfigurado- cuando le vean con el rostro desfigurado. Es una pregustación de lo que será el cielo. Y en unos días, el Padre celestial le hará subir a Jesús al monte Calvario para que rescate a la humanidad del pecado y nos conceda una nueva vida, a través de su muerte y resurrección. Y Jesús obedece y ofrece libremente su vida, aunque esto le suponga ver su cuerpo destrozado, su corazón traspasado y sus manos clavadas. Y aquí en este monte Calvario lanza sus siete palabras como último testamento.
Finalmente, en nuestra vida Dios nos hace subir esos montes, sin nosotros planearlo ni pedirlo. En el monte Moria Dios ha sido bien claro con nosotros: “Sacrifícame esos caprichos, esos deseos, esos sueños que tanto acaricias y amas”. En el monte Sinaí nos ha invitado a renovar su Alianza con nosotros una y otra vez para que le tengamos a Él como único Dios y Señor, y no seamos esclavos de nada ni de nadie. En el monte Carmelo nos pide dar muerte a nuestros vicios, malos hábitos, actitudes pecaminosas, afectos secretos e inconfesados, para ofrecerle todo nuestro corazón. En el monte Tabor nos llama a la intimidad con Él, para que entremos en su nube divina, contemplemos su rostro hermoso y nos enamoremos de Él, y escuchemos la voz del Padre. Y en el monte Calvario nos reclama morir con Cristo para resucitar a una vida nueva; ser grano de trigo que cae en tierra y muere para dar buen fruto; hacer la Voluntad de Dios y no la nuestra, y saciar su sed implacable.
Para reflexionar: ¿Qué montes he subido ya? ¿Qué montes me faltan por subir? ¿De cuál de ellos me he bajado porque era muy difícil y he preferido la llanura de la mediocridad y tibieza? ¿Ayudo a mis hermanos a subir estos montes, animándoles y consolándolos?
Para rezar: Señor, dame fuerzas para emprender el camino hacia el monte que Tú me indiques. Quita de mis pies los grilletes que me quieren atar a la llanura de la vida fácil. Renueva durante la subida mi alegría. Y estando en ese monte, doblega mis rodillas para que te adore, te escuche y bese tus manos benditas. Y que baje de ese monte con los ojos purificados, el corazón ardiente y la voluntad decidida a seguirte siempre y a todas partes.
El Papa ha hablado en la Audiencia General, el miércoles, 14 de febrero de 2018, de la profesión de fe de la Iglesia, expresada en el Credo, y de la oración universal, la tercera parte de la Liturgia de la Palabra en la Santa Misa. 14 febrero 2018 (ZENIT – 14 feb. 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Buenos días, aunque el día no sea muy bueno. Pero si el alma está contenta el día es siempre bueno. Así que ¡buenos días! Hoy la audiencia se hará en dos sitios: un pequeño grupo de enfermos está en el Aula, a causa del mal tiempo y nosotros estamos aquí. Pero ellos nos ven y nosotros los vemos en la pantalla gigante. Los saludamos con un aplauso.
Continuamos con la catequesis sobre la misa. La escucha de las lecturas bíblicas, que se prolonga en la homilía, ¿a qué responde? Responde a un derecho: el derecho espiritual del pueblo de Dios a recibir abundantemente el tesoro de la Palabra de Dios (véase la Introducción al Leccionario, 45). Cada uno de nosotros cuando va a misa tiene el derecho de recibir con abundancia la Palabra de Dios, bien leída, bien dicha y luego, bien explicada en la homilía. ¡Es un derecho! Y cuando la Palabra de Dios no se lee bien, no se predica con fervor por el diácono, por el sacerdote o por el obispo se falta a un derecho de los fieles. Nosotros tenemos el derecho de escuchar la Palabra de Dios. El Señor habla para todos, pastores y fieles. Llama al corazón de los que participan en la misa, cada uno en su condición de vida, edad, situación. El Señor consuela, llama, despierta brotes de vida nueva y reconciliada. Y esto, por medio de su Palabra. Su Palabra llama al corazón y cambia los corazones.
Por lo tanto, después de la homilía, un tiempo de silencio permite que la semilla recibida se sedimente en el alma, para que nazcan propósitos de adhesión a lo que el Espíritu ha sugerido a cada uno. El silencio después de la homilía. Hay que guardar un hermoso silencio y cada uno tiene que pensar en lo que ha escuchado.
Después de este silencio, ¿cómo continúa la misa? La respuesta personal de fe se injerta en la profesión de fe de la Iglesia, expresada en el “Credo”. Todos nosotros rezamos el Credo en la misa. Rezado por toda la asamblea, el Símbolo manifiesta la respuesta común a lo que se ha escuchado en la Palabra de Dios (véase Catecismo de la Iglesia Católica, 185-197). Hay un nexo vital entre la escucha y la fe. Están unidos. Esta, -la fe- efectivamente, no nace de las fantasías de mentes humanas sino que, como recuerda San Pablo, “viene de la predicación y la predicación por la Palabra de Cristo” (Rom. 10:17). La fe se alimenta, por lo tanto, de la escucha y conduce al Sacramento . Por lo tanto, el rezo del “Credo “ hace que la asamblea litúrgica “recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía. ” (Instrucción General del Misal Romano, 67). El Símbolo de fe vincula la Eucaristía al Bautismo recibido “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, y nos recuerda que los sacramentos son comprensibles a la luz de la fe de la Iglesia.
La respuesta a la Palabra de Dios recibida con fe se expresa a continuación, en la súplica común, llamada Oración universal, porque abraza las necesidades de la Iglesia y del mundo (ver IGMR, 69-71; Introducción al Leccionario, 30-31). También se llama Oración de los Fieles.
Los Padres del Vaticano II quisieron restaurar esta oración después del Evangelio y de la homilía, especialmente los domingos y días festivos, para que “con la participación del pueblo se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del mundo entero. “(Const. Sacrosanctum Concilium,53, ver 1 Tim 2: 1-2). Por lo tanto, bajo la dirección del sacerdote que introduce y concluye, “el pueblo ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos” (IGMR, 69). Y después de las intenciones individuales, propuestas por el diácono o por un lector, la asamblea une su voz invocando: “Escúchanos, Señor”.
Recordemos, en efecto, lo que el Señor Jesús nos dijo: “Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis” (Jn. 15, 7). “Pero nosotros no creemos en esto porque tenemos poca fe”. Pero si tuviéramos una fe –dice Jesús- como un grano de mostaza, habríamos recibido todo. “Pedid lo que queráis y se os dará”. Y, este momento de la oración universal, después del Credo, es el momento de pedir al Señor las cosas más importantes en la misa, las cosas que necesitamos, lo que queremos. “Se os dará”; de una forma o de otra, pero “se os dará”. “Todo es posible para el que cree”, ha dicho el Señor. ¿Qué respondió el hombre al que el Señor se dirigió para decir esta frase: “Todo es posible para el que cree” ? Dijo : “Creo, Señor. Ayuda a mi poca fe”. Y la oración hay que hacerla con este espíritu de fe. “Creo, Señor, ayuda a mi poca fe”. Las pretensiones de la lógica mundana, en cambio, no despegan hacia el Cielo, así como permanecen sin respuesta las peticiones autorreferenciales (véase St. 4,2-3). Las intenciones por las cuales los fieles son invitados a rezar deben dar voz a las necesidades concretas de la comunidad eclesial y del mundo, evitando el uso de fórmulas convencionales y miopes. La oración “universal”, que concluye la liturgia de la Palabra, nos exhorta a hacer nuestra la mirada de Dios, que cuida de todos sus hijos.
© Librería Editorial Vaticano
Homilía del Papa Francisco, Miércoles de Ceniza. 14 febrero 2018 (ZENIT – 14 feb. 2018)
El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para afinar los acordes disonantes de nuestra vida cristiana y recibir la siempre nueva, alegre y esperanzadora noticia de la Pascua del Señor. La Iglesia en su maternal sabiduría nos propone prestarle especial atención a todo aquello que pueda enfriar y oxidar nuestro corazón creyente.
Las tentaciones a las que estamos expuestos son múltiples. Cada uno de nosotros conoce las dificultades que tiene que enfrentar. Y es triste constatar cómo, frente a las vicisitudes cotidianas, se alzan voces que, aprovechándose del dolor y la incertidumbre, lo único que saben es sembrar desconfianza. Y si el fruto de la fe es la caridad —como le gustaba repetir a la Madre Teresa de Calcuta—, el fruto de la desconfianza es la apatía y la resignación. Desconfianza, apatía y resignación: esos demonios que cauterizan y paralizan el alma del pueblo creyente.
La Cuaresma es tiempo rico para desenmascarar éstas y otras tentaciones y dejar que nuestro corazón vuelva a latir al palpitar del Corazón de Jesús. Toda esta liturgia está impregnada con ese sentir y podríamos decir que se hace eco en tres palabras que se nos ofrecen para volver a «recalentar el corazón creyente»: Detente, mira y vuelve.
Detente un poco de esa agitación, y de correr sin sentido, que llena el alma con la amargura de sentir que nunca se llega a ningún lado. Detente de ese mandamiento de vivir acelerado que dispersa, divide y termina destruyendo el tiempo de la familia, el tiempo de la amistad, el tiempo de los hijos, el tiempo de los abuelos, el tiempo de la gratuidad… el tiempo de Dios.
Detente un poco delante de la necesidad de aparecer y ser visto por todos, de estar continuamente en «cartelera», que hace olvidar el valor de la intimidad y el recogimiento.
Detente un poco ante la mirada altanera, el comentario fugaz y despreciante que nace del olvido de la ternura, de la piedad y la reverencia para encontrar a los otros, especialmente a quienes son vulnerables, heridos e incluso inmersos en el pecado y el error.
Detente un poco ante la compulsión de querer controlar todo, saberlo todo, devastar todo; que nace del olvido de la gratitud frente al don de la vida y a tanto bien recibido.
Detente un poco ante el ruido ensordecedor que atrofia y aturde nuestros oídos y nos hace olvidar del poder fecundo y creador del silencio.
Detente un poco ante la actitud de fomentar sentimientos estériles, infecundos, que brotan del encierro y la auto-compasión y llevan al olvido de ir al encuentro de los otros para compartir las cargas y sufrimientos.
Detente ante la vacuidad de lo instantáneo, momentáneo y fugaz que nos priva de las raíces, de los lazos, del valor de los procesos y de sabernos siempre en camino.
¡Detente para mirar y contemplar!
Mira los signos que impiden apagar la caridad, que mantienen viva la llama de la fe y la esperanza. Rostros vivos de la ternura y la bondad operante de Dios en medio nuestro.
Mira el rostro de nuestras familias que siguen apostando día a día, con mucho esfuerzo para sacar la vida adelante y, entre tantas premuras y penurias, no dejan todos los intentos de hacer de sus hogares una escuela de amor.
Mira el rostro interpelante de nuestros niños y jóvenes cargados de futuro y esperanza, cargados de mañana y posibilidad, que exigen dedicación y protección. Brotes vivientes del amor y de la vida que siempre se abren paso en medio de nuestros cálculos mezquinos y egoístas.
Mira el rostro surcado por el paso del tiempo de nuestros ancianos; rostros portadores de la memoria viva de nuestros pueblos. Rostros de la sabiduría operante de Dios.
Mira el rostro de nuestros enfermos y de tantos que se hacen cargo de ellos; rostros que en su vulnerabilidad y en el servicio nos recuerdan que el valor de cada persona no puede ser jamás reducido a una cuestión de cálculo o de utilidad.
Mira el rostro arrepentido de tantos que intentan revertir sus errores y equivocaciones y, desde sus miserias y dolores, luchan por transformar las situaciones y salir adelante.
Mira y contempla el rostro del Amor crucificado, que hoy desde la cruz sigue siendo portador de esperanza; mano tendida para aquellos que se sienten crucificados, que experimentan en su vida el peso de sus fracasos, desengaños y desilusión.
Mira y contempla el rostro concreto de Cristo crucificado por amor a todos y sin exclusión.
¿A todos? Sí, a todos. Mirar su rostro es la invitación esperanzadora de este tiempo de Cuaresma para vencer los demonios de la desconfianza, la apatía y la resignación. Rostro que nos invita a exclamar: ¡El Reino de Dios es posible!
Detente, mira y vuelve. Vuelve a la casa de tu Padre.
¡Vuelve!, sin miedo, a los brazos anhelantes y expectantes de tu Padre rico en misericordia (cf. Ef 2,4) que te espera.
¡Vuelve!, sin miedo, este es el tiempo oportuno para volver a casa; a la casa del Padre mío y Padre vuestro (cf. Jn 20,17). Este es el tiempo para dejarse tocar el corazón… Permanecer en el camino del mal es sólo fuente de ilusión y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto y nuestro corazón bien lo sabe. Dios no se cansa ni se cansará de tender la mano (cf. Bula Misericordiae vultus, 19).
¡Vuelve!, sin miedo, a participar de la fiesta de los perdonados.
¡Vuelve!, sin miedo, a experimentar la ternura sanadora y reconciliadora de Dios. Deja que el Señor sane las heridas del pecado y cumpla la profecía hecha a nuestros padres: «Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 36,26).
¡Detente, mira y vuelve!
© Librería Editorial Vaticano
Comentario litúrgico del I Domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 13 febrero 2018 (zenit)
rimer Domingo de Cuaresma
Ciclo B
Textos: Gn 9, 8-15; 1 Pe 3, 18-22; Mc 1, 12-15
Idea principal: La Alianza que Dios ha hecho con nosotros es eterna y definitiva.
Síntesis del mensaje: La Alianza que pactó Dios en el Antiguo Testamento con la humanidad es universalista, estable, cósmica (1ª lectura). Con Cristo, esa Alianza será eterna, definitiva, nueva y totalmente purificadora y santificadora, y nos llama a llevar una vida digna (2ª lectura). Por eso, esa Alianza requiere de nosotros una vigilancia constante para ser fieles, pues Satanás estará detrás de nosotros, como hizo con Cristo, para que fallemos a Dios (evangelio).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, la Alianza en el Antiguo Testamento. El mundo de la Biblia, como todo mundo humano, conoce la experiencia del berit, principal término hebreo para decir alianza, relación de solidaridad entre dos contrayentes: individuos (Gén 21,32), cónyuges (Ez 16,8), pueblos (Jos 9), soberanos o súbditos (2Sam 5,3); para resolver disputas de propiedad, de vecindad, de proyectos en contraste entre ellos (Gén 21,32; 31,44; 2Sam 3,12-19). Antes que categoría religiosa, la alianza es una profunda experiencia humana de relación constructiva a muchísimos niveles privados y públicos, individuales y colectivos, no por juego, sino para regir el peso de la vida. Por este motivo tan existencialmente significativo y universal, la alianza no podía dejar de ser asumida por Dios, según el principio de la pedagogía divina, como símbolo y paradigma de su relación con el hombre, obviamente según las características específicas de tal proporción, única en sí misma. ¿Cuáles? Se trata de una relación entre partes infinitamente desiguales (Dios y el hombre); se trata de una relación totalmente no preestablecida, una relación querida con libre elección por parte de Dios, según su lógica de amor (Dt 4,37), donde más que contrato bilateral, es un juramento de Dios de elegirse el pueblo como aliado, por lo que es fácil el paso de alianza a testimonio o testamento de Dios. Última característica: la alianza de Dios se vale de sus servidores o ministros, los cuales, por su parte, se presentan como aliados por excelencia con Dios y a la vez solidarios con el pueblo, testigos ejemplares y creíbles en primera persona de cuanto anuncian a los demás.
En segundo lugar, la Alianza en el Nuevo Testamento realizada en Cristo y por Cristo. Por medio está la muerte sacrificial y victoriosa de Jesús, en cuyo contexto, durante la Última Cena, Jesús pronuncia por primera y última vez el término alianza: «Tomad y bebed… Este cáliz es la nueva Alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20). La referencia está netamente relacionada con la sangre de la alianza sinaítica (cf Ex 24,8). Pero con el matiz fundamental de que se trata de una alianza verdaderamente nueva, o sea, correspondiente al designio de Dios. De tal novedad, en estrecha e iluminadora confrontación con la antigua alianza, se mueve sobre todo la Carta a los hebreos, que usa el término 17 veces. Jesús es la alianza personificada: en Él se expresa la fidelidad de Dios y al mismo tiempo la fidelidad del hombre, para siempre. Gracias a Él el hombre recibe el corazón de una nueva criatura y el don del Espíritu (cf. Heb 8,10). También en la Última Cena Jesús afirma: «Os aseguro que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el día en que beba un vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Con estas palabras revela que la nueva alianza no es un acontecimiento estático, sino que viene a ser una incesante oferta que interpela a toda persona, aun a aquellas que no lo saben, hasta que el Reino llegue en plenitud. Entonces llegará a puerto esta singular relación de Dios con el hombre, sembrada en la creación, hecha visible en el pueblo de Israel, debilitada y rota por el pecado y finalmente, en Cristo, convertida en el gran proyecto realizado (cf. Ef 1,4-6).
Finalmente, nosotros entramos a formar parte de esa Alianza de Cristo el día de nuestro bautismo. Y toda la liturgia, todos los sacramentos, especialmente la eucaristía y el matrimonio, los demás signos sacramentales (el canto, los lugares de culto, el pan y el vino, el altar, otros símbolos…) son relacionados y contemplados dentro del misterio de la alianza sellada con la sangre de Cristo. Esta alianza nos exige una vida santa y una lucha contra el pecado.
Para reflexionar: ¿Vivo mi vida cristiana en clave de Alianza con Dios? ¿Mi matrimonio, mi consagración a Dios en la vida religiosa o sacerdotal…los vivo en clave de Alianza con Dios? ¿Qué hago para defender esa Alianza con Dios?
Para rezar: Señor, hazme fiel a tu Alianza. Perdona mis negligencias. Dame fuerzas para corresponder a esta tu Alianza de amor.
Email del padre Antonio Rivero, [email protected]
Reflexión a las lecturas del domingo primero de Cuaresma B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuell Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 1º de Cuaresma B
Estos días se nos hace un anuncio muy importante y alegre: ¡Dentro de 40 días celebraremos la Pascua! Y ya sabemos que esta es la fiesta más grande e importante de los cristianos. Y, si es la más importante, será la que más y mejor tenemos que preparar.
¿Y cómo prepararla? Las fiestas de la Iglesia están centradas en las celebraciones litúrgicas y en el corazón de los fieles. Se trata, por tanto, de una preparación, fundamentalmente, interior.
Para ello seguimos el ejemplo de Jesucristo, que, al comienzo de su Vida Pública, “fue empujado por el Espíritu” al desierto, donde se deja tentar por el diablo, como leemos en el Evangelio de hoy. Allí se prepara para la misión, que, inmediatamente, va a comenzar, y que tiene enormes dificultades, hasta terminar en la Cruz.
Como los grandes personajes de la Historia Santa, Jesús vendrá del desierto. ¡Siempre ha sido el desierto un punto de referencia en la Historia de la Salvación y en vida de la Iglesia! Muchos cristianos, en los primeros siglos, se retiraban al desierto, y allí se dedicaban a la oración y a la penitencia. ¡Y todos necesitamos esa experiencia! Y, si no podemos ir al desierto, de algún modo, tenemos que hacer desierto en nuestra vida, incluso en nuestra propia casa. ¡Por aquí se comienza a entrar en la Cuaresma! En efecto, sin un encuentro con Dios, que nos llama y nos habla, no hay Cuaresma posible. Y sin Cuaresma, es decir, sin preparación, no habrá una Semana Santa verdadera ni unas buenas Fiestas de Pascua.
Y esta experiencia importante de la Cuaresma nos servirá de punto de referencia para el resto del año, porque siempre necesitamos algunos espacios de desierto en nuestra vida.
Antes, hacíamos referencia a que el Evangelio de hoy nos dice que Jesús “se deja tentar” por Satanás. Y la tentación es real: Jesús se siente verdaderamente tentado; pero vence al enemigo, triunfa en la tentación. ¡Y esta victoria de Cristo prefigura su triunfo definitivo por su Resurrección, para cuya celebración nos preparamos!
Cuando comenzamos nuestro itinerario cuaresmal, también con sus tentaciones y dificultades, ¡cuánto nos ayuda y cuánto nos anima contemplar la figura de Cristo Vencedor!
Me impresiona cada año ver cómo el Papa y toda la Curia Romana, se retiran a practicar los Ejercicios Espirituales, en la primera semana de Cuaresma. ¡Eso es tomar la Cuaresma en serio!
La primera lectura de hoy nos presenta la alianza del Señor con Noé, al terminar el Diluvio; y en la segunda, S. Pedro nos dice que aquello prefiguraba el Bautismo, en el que el hombre consigue del Señor “una conciencia pura”.
Con relación a este sacramento, la Cuaresma se celebra de dos formas distintas: Los adultos, que van a ser bautizados la Noche Santa de la Pascua, intensificando su preparación para el Bautismo y los demás sacramentos de Iniciación Cristiana; los que estamos ya bautizados, preparándonos para renovar en serio, en la Noche de la Pascua, nuestro Bautismo, como si comenzáramos de nuevo a ser cristianos. De un modo o de otro, la Cuaresma hay que celebrarla siempre en clave bautismal.
Y el Evangelio de hoy nos da la clave fundamental para todo este tiempo. Es lo que anuncia Jesús en Galilea: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios. Convertíos y creed la Buena Noticia”.
Y si alguien me preguntara: “¿Qué me aconseja para este tiempo de Cuaresma?”, le contestaría, sin ninguna duda: “Seguir fielmente la Liturgia de cada día”.
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
PRIMER DOMINGO CUARESMA B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Durante estas semanas de Cuaresma, escucharemos, en la primera lectura, diversos pasajes del Antiguo Testamento, que nos muestran los momentos más importantes de la Historia de la Salvación; esa historia que culmina en la Muerte y Resurrección de Jesucristo, es decir, en la Pascua. Hoy se nos narra la alianza que Dios establece con Noé al terminar del Diluvio.
Escuchemos con atención y con fe.
SEGUNDA LECTURA
Las aguas del Diluvio, nos dirá S. Pedro, en esta segunda lectura, prefiguraban las aguas del Bautismo. Una misma agua puso fin al pecado y dio origen a una humanidad nueva.
El Bautismo es punto fundamental de referencia constante en el tiempo de Cuaresma.
TERCERA LECTURA
El Evangelio nos muestra a Jesús, tentado en el desierto, y predicando la conversión en Galilea.
Acojamos su Palabra con alegría y esperanza.
COMUNIÓN
La Eucaristía tiene un relieve especial en el tiempo de Cuaresma.
La Palabra de Dios, que escuchamos, nos llama a la conversión. El Cuerpo del Señor, que recibimos nos da fuerza sobreabundante para conse-guirlo.
Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo segundo de Cuaresma B
ENTRE CONFLICTOS
Y TENTACIONES
Antes de comenzar a narrar la actividad profética de Jesús, Marcos nos dice que el Espíritu lo impulsó hacia el desierto. Se quedó allí cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas y los ángeles le servían. Estas breves líneas son un resumen de las tentaciones o pruebas básicas vividas por Jesús hasta su ejecución en la cruz.
Jesús no ha conocido una vida fácil ni tranquila. Ha vivido impulsado por el Espíritu, pero ha sentido en su propia carne las fuerzas del mal. Su entrega apasionada al proyecto de Dios le ha llevado a vivir una existencia desgarrada por conflictos y tensiones. De él hemos de aprender sus seguidores a vivir en tiempos de prueba.
«El Espíritu empuja a Jesús hacia el desierto»
No lo conduce a una vida cómoda. Lo lleva por caminos de pruebas, riesgos y tentaciones. Buscar el reino de Dios y su justicia, anunciar a Dios sin falsearlo, trabajar por un mundo más humano es siempre arriesgado. Lo fue para Jesús y lo será para sus seguidores.
«Se quedó en el desierto cuarenta días»
El desierto será el escenario por el que transcurrirá la vida de Jesús. Este lugar inhóspito y nada acogedor es símbolo de pruebas y dificultades. El mejor lugar para aprender a vivir de lo esencial, pero también el más peligroso para quien queda abandonado a sus propias fuerzas.
«Tentado por Satanás»
Satanás significa «el adversario, la fuerza hostil a Dios y a quienes trabajan por su reinado. En la tentación se descubre qué hay en nosotros de verdad o de mentira, de luz o de tinieblas, de fidelidad a Dios o de complicidad con la injusticia.
A lo largo de su vida, Jesús se mantendrá vigilante para descubrir a «Satanás» en las circunstancias más inesperadas. Un día rechazará a Pedro con estas palabras: «Apártate de mí, Satanás, porque tus pensamientos no son los de Dios». Los tiempos de prueba los hemos de vivir, como él, atentos a lo que nos puede desviar de Dios.
«Vivía entre alimañas y los ángeles le servían»
Las fieras, lo seres más violentos de la tierra, evocan los peligros que amenazarán a Jesús. Los ángeles, los seres más buenos de la creación, sugieren la cercanía de Dios, que lo bendice, cuida y sostiene. Así vivirá Jesús: defendiéndose de Antipas, al que llama «zorro», y buscando en la oración de la noche la fuerza del Padre.
Hemos de vivir estos tiempos difíciles con los ojos fijos en Jesús. Es el Espíritu de Dios el que nos está empujando hacia el desierto. De esta crisis saldrá un día una Iglesia más humana y más fiel a su Señor.
José Antonio Pagola
Domingo 1 Cuaresma – B (Marcos 1,12-15)
Evangelio del 18 / Feb / 2018
Publicado el 12/ Feb/ 2018
por Coordinador - Mario González Jurado
“si quieres puedes purificarme”. Esta es la invitación del Papa Francisco en el Ángelus de este domingo 11 de febrero de 2018, Día Mundial de los Enfermos. (ZENIT – 11 febrero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, el Evangelio, según San Marcos, nos muestra a Jesús sanando todo tipo de enfermos. En este contexto, se sitúa la Jornada Mundial del enfermo, que se celebra hoy 11 de febrero, memoria de la Santa Virgen María de Lourdes. Por lo tanto, con el corazón vuelto a la gruta de Massabielle, contemplamos a Jesús como verdadero médico del cuerpo y del alma, que Dios Padre ha enviado al mundo para curar a la humanidad, marcada por el pecado y sus consecuencias.
El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Mc 1,40-45) nos presenta la curación de un hombre enfermo de lepra, patología que en el Antiguo Testamento era considerada como una grave impureza y comportaba la separación del leproso de la comunidad: vivían solos. Su condición era verdaderamente penosa, porque la mentalidad de la época los hacía sentirse impuro no solo delante de los hombres sino también ante Dios, por eso el leproso del Evangelio suplica a Jesús con estas palabras: “Si quieres, puedes purificarme” (v. 40).
Al oír esto Jesús siente compasión (v. 41). Es muy importante fijar la atención sobre esta resonancia interior de Jesús, como hemos hecho a lo largo del Jubileo de la Misericordia. No se entiende la obra de Jesús, no se entiende a Cristo mismo, sino se entra en su corazón lleno de compasión y de misericordia. Esto es lo que le impulsa a extender la mano hacía aquel hombre enfermo de lepra, a tocarlo y decirle: “¡Quiero, queda purificado!” (v. 40). El hecho más sorprendente, es que Jesús toca al leproso, porque esto estaba absolutamente prohibido por la ley de Moisés. Tocar a un leproso significaba ser contagiado también dentro, en el espíritu, es decir, hacerse impuro. Pero en este caso el influjo no va del leproso a Jesús para transmitir el contagio, sino de Jesús al leproso para darle la purificación.
En esta curación, nosotros admiramos más allá de la compasión y de la misericordia, también la audacia de Jesús, que no se preocupa ni del contagio ni de las prescripciones, sino que está motivado por la voluntad de liberar a este hombre de la maldición que lo oprime.
Ninguna enfermedad es causa de impureza; la enfermedad ciertamente involucra a toda la persona, pero en ningún modo impide o prohíbe su relación con Dios. Al contrario, una persona enferma puede estar más unida a Dios. En cambio el pecado, esto sí nos hace impuros, el egoísmo, la soberbia, el entrar en el mundo de la corrupción, estas son enfermedades del corazón del cual se necesita ser purificado, dirigiéndonos a Jesús como el leproso: “¡Si quieres, puedes purificarme!”.
Y ahora, hagamos un momento de silencio y cada uno de nosotros – vosotros, todos, yo – podemos pensar y ver en su corazón, ver dentro de sí y ver las propias impurezas, los propios pecados, cada uno de nosotros, en silencio, con la voz del corazón, decir a Jesús: “¡Si quieres, puedes purificarme!”. Hagámoslo todos en silencio.
“¡Si quieres, puedes purificarme!”
“¡Si quieres, puedes purificarme!”
Y cada vez que nos dirigimos al sacramento de la Reconciliación con el corazón arrepentido, el Señor nos repite también a nosotros: “¡Quiero, queda purificado!”. Así la lepra del pecado desaparece, volvemos a vivir con alegría nuestra relación filial con Dios y somos admitidos plenamente en la comunidad.
Por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre Inmaculada, pidamos al Señor, que ha traído a los enfermos la salud, sanar también nuestras heridas interiores con su infinita misericordia, para darnos así la esperanza y la paz del corazón.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Miércoles de Ceniza
Ciclo C
Textos: Joel 2, 12-18; Sal 50, 3-6.12-14-17; 2 Co 5, 20-6,2; Mt 6, 1-6.16-18
Idea principal: Conversión para avanzar en el camino de la santidad que nos conduce al Cristo Pascual.
Síntesis del mensaje: la ceniza que ahora nos será impuesta nos debe recordar que somos poca cosa, que no podemos sentirnos orgullosos, ni tener odios, ni egoísmos… y de esta manera alcancemos “por medio de las prácticas cuaresmales, el perdón de los pecados; y alcancemos, a imagen de tu Hijo resucitado, la vida nueva de tu reino”.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, un poco de historia. En los siglos VIII y IX la imposición de la ceniza se unía, en el contexto litúrgico, a la penitencia pública. Aquel día se mandaba salir a los “penitentes” de la iglesia. Y este gesto repetía, de alguna manera, aquél otro de Dios arrojando a Adán y Eva, pecadores, del paraíso… En esta perspectiva se colocan las palabras del Génesis que se refieren precisamente a este episodio: “Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo volverás… Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén, para que labrase el suelo de donde lo había sacado” (Gn 3,19s). Sólo más tarde la imposición de la ceniza tomó un simbolismo distinto: el de la fragilidad y brevedad de la vida. El recuerdo de la muerte. La referencia a la tumba. Me parece, sin embargo, que es válido, sobre todo, el significado primitivo, que expresa penitencia, expiación por el pecado. “El hombre-polvo” quiere decir el hombre que se ha alejado de Dios, que ha rehusado el diálogo, que ha sido echado de su casa, que ha rechazado el dinamismo del amor para caminar siguiendo una trayectoria de desilusión y de muerte. “El hombre-polvo” es el hombre que se opone a Dios, da la espalda a su propio ser y se condena a la nada. Pero en este dramático itinerario de alejamiento y visitación, existe la posibilidad del retorno. Retorno al origen. En lugar de precipitarse hacia la tumba, es posible cambiar de dirección -¡he ahí la conversión¡- y volver a la fuente. “Acuérdate que eres polvo y como polvo volverás… a Dios”. Con tal que lo quieras. Ya, en este momento.
En segundo lugar, y Dios, ¿qué espera de nosotros? ¡Conversión, cambio de vida, vuelta a comenzar! Me vuelvo tierra y me confío al Constructor para que me rehaga del todo. Me he equivocado. He perdido el camino de la vida. He perdido el reino. He comprometido incluso a los otros en mi pecado (todo pecado es un pecado “público” con consecuencias desastrosas para toda la comunidad eclesial). Es justo que se me ponga a la puerta. Pero, a la vuelta de la esquina, vuelvo a condición de… polvo. O sea, de materia prima. Y él se inclinará aún sobre este polvo para darle el aliento de vida. Así mi “nada” es tocada por la plenitud divina. De la ceniza salta una chispa de vida. Y ahora la sutil capa de polvo ya no puede ocultar el esplendor del rostro de un hijo de Dios. Todo, pues, comienza de nuevo. Puede ser “nuevo” si acepto no el… fin, sino el principio. No el montoncito de ceniza de la tumba. Sino el puñado de tierra en las manos del Artífice. El poco de tierra dispuesta a recibir el “aliento”. Y convertirse así, de nuevo, en un “viviente”. La cita, pues, con la ceniza es fundamentalmente la cita con la Vida. ¡La ceniza me recuerda la cuna, no la tumba!
Finalmente, los medios que Dios pone en nuestras manos en esta cuaresma para llevar a cabo nuestra conversión son los que Jesús nos recomienda en el evangelio de hoy: oración, limosna o caridad y ayuno. Oración: Intensificar nuestros espacios de oración. Pero sobre todo orar mejor. Ayuno: Ayunar de las muchas cosas que empequeñecen nuestra vida cristiana. Limosna: la llamamos también “caridad”: amor. El amor al hermano, sobre todo al necesitado, en quien Cristo se hace más presente, pasa por el socorro material suficiente y digno, no mezquino. Todo eso se convierte entonces en un gran empuje para avanzar, para caminar. Jesús, en el evangelio, nos ha hablado de este camino. Nos ha dicho que tenemos que dar de lo nuestro a los que lo necesitan; nos ha dicho que tenemos que orar, que tenemos que acercarnos a Dios con todo nuestro ser; nos ha dicho que tenemos que ayunar, que tenemos que renunciar a tantas cosas (comida, televisión, diversión, lo que sea) para dedicarnos con más ahínco al Evangelio. Y nos ha dicho que todo eso lo tenemos que hacer no para que nos vean y nos feliciten, sino por fe, por amor, por deseo de fidelidad. En este tiempo de Cuaresma hemos de vivir intensamente este empuje para avanzar. Cada uno de nosotros tenemos que proponernos hacer de esta Cuaresma un verdadero paso adelante en la vida cristiana. Reconociendo el propio pecado, poniendo toda nuestra confianza en Dios, esforzándonos de verdad en el seguimiento de Jesucristo. Para llegar llenos de gozo a la Pascua.
Para reflexionar: la llamada sigue siendo la misma: ¿das de verdad limosna, sí o no? Y esto quiere decir: ¿compartes con los otros y vas a compartir más aún durante esta cuaresma?; ¿rezas o no rezas, y estás dispuesto a rezar más durante esta cuaresma?; ¿aceptarás una vida más ascética para salir de la comodidad… y también para poder compartir un poco más? No hay nada que nos impida escoger otros esfuerzos, otros progresos; no faltan sugerencias para ello en el evangelio. Lo que debe animarnos y hasta entusiasmarnos es que una cuaresma tomada así, en serio, puede marcar profundamente nuestra vida.
Para rezar: Recemos con el salmo 50, 9-11:
Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de tu presencia, y no quites de mí tu santo Espíritu.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Palabras del Papa antes del Ángelus (ZENIT – 4 febrero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo continúa la descripción de una jornada de Jesús en Cafarnaúm, un sábado, fiesta semanal para los judíos (cf. Mc 1,21-39). Esta vez el evangelista Marcos pone de relieve la relación entre la actividad taumatúrgica de Jesús y el despertar de la fe en las personas que encuentra. En efecto, con los signos de curación que cumple en los enfermos de todo tipo, el Señor quiere suscitar como respuesta la fe.
La jornada de Jesús en Cafarnaúm comienza por la curación de la suegra de Pedro y termina con la escena de toda la ciudad que se agolpa delante de la casa donde él se alojaba, para llevarle a todos los enfermos (cf. V. 33). La gente, marcada por sufrimientos físicos y miserias espirituales, constituye, por así decir, “el ambiente vital” en el que se cumple la misión de Jesús, hechos de palabras y de gestos que sanan y consuelan. Jesús no ha venido a traer la salvación en un laboratorio; no predica en un laboratorio, separado de la gente: ¡está en medio de la multitud en medio del pueblo! Pensad que la mayor parte de la vida pública de Jesús la ha pasado en el camino, para estar con la gente, para predicar el Evangelio, para curar las heridas físicas y espirituales. Es una humanidad marcada por los sufrimientos, que Jesús quiere acercar a esa pobre humanidad la acción poderosa, liberadora, y renovadora de Jesús está dirigida hacia esta pobre humanidad. Así, en medio de la gente hasta el anochecer, se concluye ese sábado. ¿Y qué hace Jesús después?.
Antes del alba del día siguiente, sale de incógnito por la puerta de la ciudad y se retira a un lugar apartado para orar. Jesús ora. De esta manera, aleja su persona y su misión a una visión triunfalista, que malinterpreta el sentido de los milagros y de su poder carismático. Los milagros, en efecto, son “signos” que invitan a la respuesta de la fe; signos que están siempre acompañados por la palabra, que les ilumina; y juntos, signos y palabras, provocan la fe y la conversión por la fuerza divina de la gracia de Dios.
La conclusión del pasaje evangélico de hoy (vv.35-39) indica que el anuncio del Reino de Dios por parte de Jesús encuentra su lugar propio en el camino. A los discípulos que le buscan para llevarle a la ciudad – los discípulos han ido a buscarle al lugar donde oraba, querían llevarle a la ciudad – ¿qué responde Jesús? “Vamos a otra parte a las aldeas cercanas para que también allí yo proclame el Evangelio” (v. 38). Este ha sido el camino del Hijo de Dios y este será el camino de sus discípulos. Y este deberá ser el camino de todo cristiano. El camino, como lugar del anuncio gozoso del Evangelio, coloca la misión de la Iglesia bajo el signo del “ír”, la Iglesia en camino, bajo el signo de “movimiento” y nunca de la inmovilidad.
Que la Virgen María nos ayude a estar abiertos a la voz del Espíritu Santo, que impulsa a la Iglesia a dirigir siempre más su tienda en medio de la gente, para llevar a todos la palabra de curación de Jesús, médico de las almas y de los cuerpos.
© Traducción para ZENIT, Raquel Anillo
Reflexión a las lecturas del Miércoles de Ceniza ofrecida por el scerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epigrafe "ECOS DEL DÍA DE SEÑOR"
MIÉRCOLES DE CENIZA
El Miércoles de Ceniza se nos hace un anuncio muy importante y alegre: ¡Dentro de cuarenta días, celebraremos la Pascua!
Ésta es, como sabemos, la fiesta más importante y gozosa del año. ¡Y hay que prepararla bien! Una fiesta que no se prepara, o no se celebra, o se celebra mal. Y eso es lo que sucede con frecuencia con las celebraciones de la Semana Santa y, en concreto, con la Pascua. ¡Que no estamos preparados!
Me parece que hoy deberíamos realizar una doble mirada: a la Pascua y a nosotros mismos. Al mirar a la Pascua, contemplamos el Misterio central de nuestra fe, la Muerte y la Resurrección del Señor. Al mirarnos a nosotros mismos, nos vemos partícipes del Misterio Pascual, por el Bautismo y los demás sacramentos, y por el Misterio mismo de la Iglesia, que nace de la Pascua.
Entonces, enseguida, constatamos la necesidad de la conversión, de un cambio en nuestra vida. ¿Quién puede decir que todo esto lo vive con perfección, en plenitud?
Necesitamos mejorar nuestra condición de bautizados, de partícipes de los sacramentos y de la vida de la Iglesia. ¡Necesitamos prepararnos para celebrar, de la mejor manera, la Pascua! El tiempo de Cuaresma nos ayudará, sobre todo, a ser capaces de renovar, la Noche Santa de la Pascua, nuestro Bautismo; y no de cualquier manera, sino como si esa Noche comenzáramos de nuevo a ser cristianos. ¡Es muy exigente para nosotros todo esto! ¡No sólo necesitamos entrar en la Cuaresma, sino que hemos de recorrer, de la mejor forma posible, este camino!
Por todo ello, en la oración de la Misa de este día le pedimos al Señor, mantenernos en “espíritu de conversión”, que es más que una simple conversión rutinaria, para “cumplir con la Cuaresma”. Por eso, se nos dice, en una de las fórmulas de la imposición de la ceniza, “Convertíos y creed el Evangelio”.
Con este anhelo de conversión, comenzamos, nos adentramos en este santo tiempo, “vistiéndonos de saco y ceniza”, como hemos aprendido en la Iglesia. Hay devoción entre la gente de recibir hoy la ceniza. Y hay que ayudarles a comprender que, sin espíritu de conversión, no tiene sentido.
La primera lectura llama a la conversión a todo el pueblo de Dios: “Tocad la trompeta en Sión, proclamad el ayuno, convocad la reunión, congregad al pueblo, santificad la asamblea, reunid a los ancianos, congregad a los muchachos y niños de pecho…”
Escuchando a S. Pablo, en la segunda lectura, recordamos que el Tiempo de Cuaresma es un gran don de Dios. Y “no podemos echar en saco roto la gracia de Dios”, porque “ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación”. Y, además, somos también, de alguna forma, “embajadores de Dios”, para anunciar la alegre noticia de “la Reconciliación con Dios y con la Iglesia”, a la que también ofendemos con nuestros pecados.
El Evangelio nos presenta la conversión en positivo. Y responde a esta pregunta fundamental: ¿Qué tenemos que hacer en la Cuaresma? “La práctica de la justicia”, que se expresa, en concreto, en “la limosna, la oración y el ayuno”, siguiendo el orden del texto. Son prácticas que tenemos que hacer de cara a Dios, no para que las vea la gente; de lo contrario, nos dice el Señor: “ya han recibido su paga”.
¡Y porque la Cuaresma es todo esto, es un Tiempo de alegría y de esperanza!
¡BUENA CUARESMA!
MIERCOLES DE CENIZA
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
Escuchemos ahora la voz del profeta, que convoca al pueblo de Dios a la conversión y a la penitencia: "Rasgad los corazones, no las vestiduras”,
SEGUNDA LECTURA
La exhortación que nos hace el apóstol S. Pablo, podemos aplicarla a este tiempo de Cuaresma, que comenzamos: "No echéis en saco roto la gracia de Dios...""Os lo pedimos por Cristo: Dejaos reconciliar con Dios".
TERCERA LECTURA
El Señor nos habla ahora del espíritu con que hemos de realizar las prácticas cuaresmales, para que sea gratas al Padre del Cielo, y provechosas para nosotros.
Escuchemos con atención.
COMUNIÓN
En la Comunión nos encontramos con Jesucristo, el Señor, que, con su palabra y su ejemplo, nos señala el camino de la Cuaresma. Que Él mueva nuestros corazones y nos ayude a prepararnos debidamente para la celebración de la Pascua.
Mensaje del papa Francisco para la Cuaresma 2018 (AICA)
Queridos hermanos y hermanas:
Una vez más nos sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de nuestra conversión»,(1) que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (24,12).
Esta frase se encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los falsos profetas
Escuchemos este pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?
Son como «encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen presa de la soledad.
Otros falsos profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44), presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato, superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven para nuestro bien.
Un corazón frío
Dante Alighieri, en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de hielo;(2) su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces: ¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?
Lo que apaga la caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm 6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos.(3) Todo esto se transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a nuestras expectativas.
También la creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés; los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover instrumentos de muerte.
El amor se enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor. estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo misionero.(4)
¿Qué podemos hacer?
Si vemos dentro de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia, nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y el ayuno.
El hecho de dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos,(5) para buscar finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la vida.
El ejercicio de la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por nadie en generosidad?(6)
El ayuno, por último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que sacia nuestra hambre.
Querría que mi voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como ayuda para nuestros hermanos.
El fuego de la Pascua
Invito especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo, inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»,(7) para que todos podamos vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano, 1 de noviembre de 2017
Solemnidad de Todos los Santos
Francisco
(1) Misal Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
(2) «Salía el soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
(3) «Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).
(4) Núms. 76-109.
(5) Cf. Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.
(6) Cf. Pío XII, Enc. Fidei donum, III.
(7) Misal Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.
Reflexión a las lecturas del domingo sexto del Tiempo Ordinario B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 6º del T. Ordinario B
La situación de aquel hombre que se acerca a Jesucristo, era terrible. ¡Se trata de un leproso! En la primera lectura escuchamos lo que decía la Ley de Moisés acerca de estos enfermos. ¡El leproso era un hombre maldito ante Dios y ante los demás! Tenía que vivir “fuera del campamento”. Y tenía que estar gritando: “¡Impuro, impuro!”. Era una enfermedad contagiosa e incurable hasta hace relativamente poco tiempo. Alguna vez he tenido la ocasión de ver la película “Molokay, la Isla Maldita”. Se refería a San Damián, “el apóstol de los leprosos”. Con ella nos podíamos hacer una idea de la vida de los leprosos hace unos siglos.
El hecho es que aquel hombre tiene la suerte de poder acercarse a Jesús y, estando muy cerca de Él, suplicarle: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Y ¿cómo puede aquel leproso acercarse tanto a Jesús? ¿Y cómo llegó al convencimiento de que Jesús podía curarle? No lo sabemos. Dice el Evangelio que Jesús siente lástima de aquel hombre, extiende su mano, y lo toca diciéndole: “Quiero, queda limpio”.
Tocar a un leproso estaba prohibido por la Ley de Moisés; pero a Cristo no le importa quedar impuro ante la Ley. Él ha venido a traernos la Ley Nueva, la del amor.
Tenemos que sentir lástima ante las dificultades de los demás, no acostumbrarnos a ver sufrir a la gente. Como se reza en la Liturgia de las Horas, “que el corazón no se me quede desentendidamente frío”. Hoy lo decimos, especialmente, pensando en la Jornada de Manos Unidas contra el hambre en el mundo.
El Evangelio continúa diciendo que Jesús le encarga severamente: “No se lo digas a nadie”. S. Marcos recoge con frecuencia expresiones como ésta, por el temor que tenía Jesucristo de que la gente entendiera mal su condición de Mesías. Pero ¡qué difícil es no hablar de Jesucristo cuando hemos sido “tocados”, curados por Él! Por eso, aquel hombre, “cuando se fue, comenzó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo”.
Cuando vemos que se tambalea la práctica cristiana de mucha gente, cuando es tibio o frío el espíritu de tantos, cuando la dimensión apostólica de la vida cristiana está prácticamente ausente en muchos lugares, ¿será que no nos hemos sentido “tocados” por el Señor, curados por Él?
¿Y por qué le dice que vaya a presentarse al sacerdote? Sencillamente, porque el sacerdote era el encargado de comprobar si se trataba de una verdadera curación, e integrarle o no, en la comunidad. Y aquel sacerdote tendrá que reconocer que Cristo, el “Profeta de Nazaret”, era capaz de curar la lepra. ¡Qué impresionante nos resulta todo!
¿Y ahora? Ya Los Santos Padres nos enseñaban que aquel poder extraordinario con el que Jesús realizaba tantas obras prodigiosas, ha pasado ahora a los sacramentos. Y en efecto, ¿qué es más difícil curar a un leproso, o limpiar de todo pecado, por el sacramento de la Reconciliación, a una persona que lleva 30 años sin confesarse, y que ha hecho de todo en la vida?
Jesús decía que el que creyera, haría “las mismas obras que Él hacía, y aún mayores” (Jn 14, 12). ¡Y Cristo “es el mismo ayer, hoy y siempre!” (Hb 13, 8). Es necesario que nos acerquemos a Él, como el leproso. Con su misma fe, con su mismo convencimiento, para que cure nuestra lepra, la que sea, cada uno conoce la suya.
El problema del hambre en el mundo, que hoy se nos recuerda y se nos urge una vez más, es un reto continuo a nuestra condición de cristianos, que tenemos que amar “no sólo de palabra y de boca, sino de verdad y con obras” (1 Jn 3, 18).
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 6º DEL T. ORDINARIO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
La situación de los leprosos, en la época de Jesús, era terrible. Escuchémoslo en la primera lectura de hoy. De este modo nos preparamos para escuchar y entender el Evangelio.
SALMO
La lepra se considera una imagen del hombre frágil, enfermo, pecador. Cantemos ahora con el salmo al Señor, que nos acoge y nos perdona.
SEGUNDA LECTURA
S. Pablo nos resume hoy, en la segunda lectura, las actitudes básicas que deben mover la vida de un cristiano, hasta el punto de poder decir: “Seguid mi ejemplo como yo sigo el de Cristo”.
Escuchemos.
TERCERA LECTURA
Frente a aquellas leyes tan duras, que regulaban la situación de los leprosos, como escuchábamos en la primera lectura, vamos a contemplar cómo actúa Jesús ante uno de aquellos enfermos. ¡También Él tiene poder sobre la lepra!
Aclamémosle ahora cantando el aleluya.
COMUNIÓN
La Comunión es un encuentro con Jesús, que siente lástima de aquel leproso. En esta Jornada de Manos Unidas, también nosotros, debemos sentir lástima de tantos hombres y mujeres, que viven en las peores situaciones materiales y espirituales.
Ojalá que podamos acercarnos hoy a Él y decirle con la fe del leproso: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Comentario litúrgico del 6º Domingo del Tiempo Ordinario por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 6 febrero 2018 (zenit)
Domingo 6º del Tiempo Ordinario
Ciclo B
Textos: Lev 13, 1-2.44-46; 1 Co 10, 31-11,1; Mc 1, 40-45
Idea principal: La peor lepra en nuestra vida es la lepra del pecado que carcome nuestra alma, nos aparta de Dios, nos margina de los hombres y mata nuestras más nobles aspiraciones.
Síntesis del mensaje: Si no hubiera venido Cristo, todos seguiríamos leprosos. Y con la lepra la maldición. Y con la maldición, la condenación. Pero Cristo nos curó y nos cura mediante los sacramentos que realizan lo que significan. Y con Cristo, la salvación.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, en el tiempo bíblico la lepra –parece que llamaban así prácticamente a todas las enfermedades de la piel- era la enfermedad más temida y la que más reacción contraria producía. Causaba desfiguraciones y mutilaciones repulsivas. El Levítico por higiene y también porque atribuían este mal a los pecados de la persona, prescribía una marginación realmente dura. En tiempos de Jesús, al leproso se le echaba de casa a la calle, de la ciudad al campo y de la sociedad al sepulcro. Se le obligaba por ley a andar andrajoso y greñudo, alertar a gritos a los transeúntes y a morar en los sepulcros vacíos. Y todo porque era un enfermo de alto riesgo, que contagiaba al que tocaba, y un impuro legal sin derechos a la comunidad de culto, porque volvía impuro todo lo que tocaba. Un gran cristiano de nuestro tiempo, Raúl Follereau, luchó titánicamente por su erradicación, y aún ahora la Fundación Anesvad insiste incansable en concienciarnos sobre ella. Héroe indiscutible de esta enfermedad fue el Beato Damián, de Molokai, misionero contagiado de lepra cuidando a los leprosos. El bacilo de la lepra, conocido por el nombre de su descubridor, “Hansen”, no ha sido descubierto hasta 1874. Pero ha sido una monja francesa, Sor María Zuzanne, la que encontró el suero eficaz para combatirlo, que lleva el nombre de su descubridora, “Microbacterium Marianum”. Hoy la lepra está más controlada. Pero tiene como compañía otros males parecidos, como el sida, que invade grandes regiones del mundo.
En segundo lugar, en la Edad Media, el sacerdote se colgaba la estola al cuello, empuñaba el crucifijo en alto, metía al leproso en el templo y le celebraba el oficio de difuntos. Entonces los arquitectos de templos y catedrales dejaban unos orificios en las paredes, las mirillas de los leprosos, para que éstos pudieran asistir a la misa sin entrar en la iglesia. Luego, terminando la misa, se lo recluía en los lazaretos, hospitales inmundos donde pudieran tranquilamente morirse de asco. Y en la Edad Posmoderna, que es la nuestra, ¿qué hacemos con los leprosos de ayer que son los contagiados de sida hoy? El sida se contagia sólo de sangre a sangre: por las relaciones sexuales, por las trasfusiones, por las agujas de drogadictos contagiados y por la gestación de la madre al hijo. El sida comenzó sus andanzas por las naciones en 1981. En 1987 teníamos 5 millones de sidatas en el mundo; al año siguiente ya eran 10 millones. ¿Y hoy? Tenebroso y escalofriante. El sida es la peste negra al día, la que en 1384 vació los conventos de Marseille y Carcassone, diezmó a Europa, destruyó dos generaciones y dejó por terminar las torres de las catedrales de Colonia y Estrasburgo. El enfermo de sida de hoy es el leproso de ayer.
Finalmente, la peor lepra es la del pecado. Necesitamos que Cristo nos toque. Jesús ha tocado al leproso, que hacía muchos años que no había experimentado ni un solo contacto, desde que su madre le acariciaba cuando era niño. Ahora está sintiendo el cálido afecto del tacto de la mano todo bondad y ternura de Jesús, mientras toda una oleada de vida electrizó todo su cuerpo. Y se han cambiado los papeles: el leproso ha quedado limpio y Jesús, según la ley del Levítico, impuro: “El que toca al impuro queda contaminado, porque el impuro le transmite su impureza”(1,5). San Pablo relaciona la lepra con el pecado, y nos lo dice así: “Al que no conoció pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que seamos justicia de Dios en El” (2 Cor 5, 21). Sí, la peor lepra es la del pecado. Lepra de mente, cuando pensamos cosas indignas. Lepra de los ojos, cuando miramos lo que no debemos. Lepra del corazón, cuando odiamos y deseamos el mal, o la mujer o el varón que no nos corresponde. Lepra de las manos, cuando nos peleamos o cuando no compartimos. Lepra de los pies, cuando transitamos por lugares tenebrosos. Y con esta lepra del pecado vienen todas las consecuencias: nos apartamos de Dios, nos alejamos de los hombres, matamos nuestra alma, y los demás males del mundo. ¿Y por qué Dios no manda de nuevo el Diluvio (Gn 6) o hace caer fuego sobre las nuevas Sodomas y Gomorras (Gn 19)? Tanto ama el Padre al mundo que hace a su Hijo leproso, para que los hombres sientan la calidez y la ternura de Dios en sus carnes.
Para reflexionar: ¿Qué lepra invade mi vida? ¿A qué espero para acercarme a Cristo para gritarle que me cure en la confesión? ¿Por qué no ayudo a otros hermanos leprosos para que se acerquen a Cristo?
Para rezar: Señor, si tú quieres, puedes limpiarme. Y si me curas, se lo contaré a todos los que me rodean, tenlo por seguro, Señor.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Monseñor Bernardo Álcarez Afonso ha enviado carta a sus diocesanos con motivo de la "Campaña de Manos Unidas 2018" con el título "COMPARTE LO QUE IMPORTA"
MANOS UNIDAS: CAMPAÑA 59 CONTRA EL HAMBRE
Queridos hermanos:
La realidad del hambre y la pobreza continúa siendo un azote permanente para millones de personas en todo el mundo. Durante mucho tiempo se ha querido atribuir este fenómeno a la escasez de recursos alimentarios, insuficientes –se decía- para satisfacer las necesidades básicas de la población mundial.
Hoy decimos que es un problema de distribución: Producimos alimentos más que suficientes para satisfacer al conjunto del planeta, pero la injusta distribución de los recursos de producción y consumo condena al hambre a más de 800 millones de personas.
Hay que decirlo abiertamente: Las causas del hambre se encuentran, principalmente, en nuestro sistema socio-económico, en nuestro comportamiento y actitudes. A eso se añaden la inestabilidad política, los conflictos bélicos y el cambio climático, todo ello causado por los seres humanos. Coyunturalmente, en algunas zonas, las catástrofes naturales, también pueden generar situaciones de hambre y empobrecimiento.
La FAO [Organización de la ONU para la Alimentación y Agricultura], aporta estos datos:
Además, no podemos olvidar que el hambre no es sólo un problema de alimentos. Si consideramos, también, el hambre de salud, de educación, de libertad, etc., tirando por lo bajo, las cifras anteriores se multiplican por cuatro. Todo lo que atenta contra los Derechos Humanos fundamentales genera pobreza y sufrimiento.
Como nos recordaba el Papa Francisco, en su Mensaje con motivo de la 1ª Jornada Mundial de los Pobres, "la pobreza nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada" (n. 5).
¿Qué podemos hacer? En medio de esta dramática realidad, una primera impresión puede ser que no hay solución posible, como si el hambre fuera una fatalidad o un destino irreparable para muchas personas. Además, ante las dimensiones del problema, tenemos la tentación de pensar que, como no está en mi mano resolverlo todo, no puedo hacer nada.
Sin embargo, es mucho lo que podemos hacer y MANOS UNIDAS es una prueba de ello. A lo largo de 59 años, esta ONG de la Iglesia Católica, con recursos aportados por los fieles cristianos y otras personas de buena voluntad, año tras año, mediante proyectos concretos de promoción humana, en los países en vías de desarrollo, ha contribuido a que millones de seres humanos hayan mejorado sus condiciones de vida.
Como se suele decir, "muchos pocos, hacen mucho". El anhelo de una justicia universal, en la que todos los bienes de la tierra estén equitativamente distribuidos entre todos los hombres, es una aspiración legítima por la que tenemos que luchar. La cuestión está en cómo conseguirlo. Hay quienes menosprecian el ejercicio de la caridad y de la limosna, que consideran como un "tapar heridas sin curarlas", y apuestan por la justicia, como si fueran cosas contrapuestas. Se olvida que la caridad y la limosna implican "desprendimiento" de si mismo y preocupación por los demás, y nos empuja a luchar por su dignidad y sus derechos.
MANOS UNIDAS lucha por la justicia y la igualdad de todos los seres humanos. Como se suele decir, no se limita a "dar pescado" a quien lo necesita, sino que pone en sus manos una caña y le enseña a pescar. Sus proyectos de ayuda, son proyectos de promoción de los derechos humanos allí donde están conculcados. Y eso es luchar por la justicia, pero una justicia que, en este caso, se hace con la generosa colaboración económica –caridad y limosna- de mucha gente así como por la prestación personal de quienes desinteresadamente comparten su tiempo y su saber en diversas acciones encaminadas en la misma dirección.
En la campaña de este año, con el lema "COMPARTE LO QUE IMPORTA", Manos Unidas nos invita a poner en común nuestra vida, nuestros bienes y nuestro compromiso por un mundo mejor, en el que los derechos humanos sean respetados y donde cada persona pueda disponer de los medios necesarios para vivir con dignidad.
"COMPARTE LO QUE IMPORTA" es una invitación a seguir colaborando, con aportaciones económicas o mediante el voluntariado. Es una invitación a compartir lo más importante para acabar con el hambre en el mundo, respondiendo así a la imperiosa necesidad de humanizar la vida de millones de seres humanos que siguen subsistiendo en condiciones inaceptables. Información completa en: http://www.manosunidas.org/
Las palabras de San Juan, "no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3,18), son un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. En esta línea, en su mensaje de Cuaresma para este año 2018, el Papa Francisco nos dice a los católicos: «El ejercicio de la limosna nos libera del ansia de poseer y nos ayuda a descubrir que el otro es mi hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida».
La Palabra de Dios es clara en este sentido y no podemos ignorarla: «Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que ves desnudo, y no te cierres a tus propios intereses […] Cuando destierres de ti la opresión, el gesto amenazador y la maledicencia, cuando partas tu pan con el hambriento y sacies al alma afligida, brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía» (Is. 58,7.9-10)
Sí, la generosidad tiene unos efectos que no se pueden conseguir por otros medios, pues no solo favorece al que recibe, sino al que da, porque "hay más alegría en dar que en recibir" (Hech. 20,35).
Prueben y verán que es verdad. Es una experiencia que podemos vivir, colaborando con los proyectos de MANOS UNIDAS.
† Bernardo Álvarez Afonso
Obispo Nivariense
Reflexión a las lectruras del domingo quinto del Tiempo Ordinario B ofrecida por el sacerdote Don juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 5º del T. Ordinario B
¡Qué bien nos presenta S. Marcos la figura de Jesucristo! Cuánto nos enseña a nosotros, hombres y mujeres de esta época de la Nueva Evangelización, en la que tenemos que presentar a Jesucristo con “nuevo ardor, nuevos métodos, nueva expresión”. Cuando tantos se van de la Casa del Señor, de la Iglesia, cuando tantos se alejan de Él, S. Marcos nos dice hoy que Pedro y sus compañeros, al encontrarle orando, le dijeron: “Todo el mundo te busca”.
¿A qué se debe esta enorme diferencia? Aquella gente había llegado a una doble conclusión: La primera es que tienen necesidad de muchas cosas, son pobres y enfermos muchos de ellos; la segunda es que están convencidos de que Jesucristo, y sólo Él, puede ayudarles. ¡A Él no se le resiste ningún mal! Por eso le buscan, le escuchan, le siguen. “Al anochecer, cuando se puso el sol, dice el Evangelio, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta”. Es la dura realidad del sufrimiento humano, que nos presenta hoy el Libro de Job, en la primera lectura, pero que en Cristo, se abre a la esperanza.
Sin embargo, al hombre de nuestro tiempo se le hace muy difícil comprender la relación que existe entre la práctica religiosa y el progreso y el bienestar del hombre y de la sociedad, más aún, de toda la humanidad, y piensa, está convencido de ello, de que es capaz, por sí mismo, de edificar la ciudad terrena, de organizar, sólo con sus medios y sus fuerzas, la vida de la sociedad en sus diversas dimensiones. Los falsos postulados del marxismo no desaparecieron del todo con la caída del Muro, porque, como escribía el Cardenal Ratzinger, aquello no fue el resultado de “una conversión”, sino “la constatación de un fracaso”.
Por aquel camino, se llega a pensar que Dios no hace falta; más todavía, que estorba; que no vale para resolver los problemas, tantas veces graves y angustiosos, que afligen a la humanidad. Incluso, se piensa y se dice, que la religión distrae a la gente de lo real, que es la lucha por su progreso y su bienestar; y, además, que nos agobia y hasta nos paraliza con sus pretensiones éticas y con su reproche moral.
Por todo ello, uno de los objetivos fundamentales de la Nueva Evangelización, consiste en ayudar a descubrir al hombre de nuestro tiempo, más allá de toda duda, su “radical necesidad de Dios”.
Cuando el Vaticano II nos habla de los desequilibrios del mundo moderno, nos enseña que éstos hunden sus raíces en otro desequilibrio más profundo, que está situado en el corazón del hombre (G. Spes, 10); y nos advierte que “el porvenir de la humanidad está en manos de aquellos, que sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar” (G. et Spes, 31). Y por aquí se comienza a comprender la necesidad de Dios. Ya el Libro de los Salmos nos advierte: “Los que se alejan de ti se pierden” (73,27). ¡Y cuántas realidades humanas se van perdiendo en nuestros días, en que al hombre se le ha ocurrido alejarse de Dios! Más todavía, ¿no es la sociedad, la humanidad misma, la que está, tantas veces, en peligro de perderse? El mismo Libro de los Salmos nos advierte también que si “el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas” (127,1); y que tantas cosas, que nos preocupan e, incluso, nos agobian, Dios las “da a sus amigos mientras duermen” (127,2).
¡Que Dios vuelva a ocupar su puesto en el mundo y en la Historia fue el gran empeño del Papa Benedicto XVI! Por eso, el slogan de su último viaje a Alemania era: “¡Donde está Dios, allí hay futuro!”.
En resumen, se trata estudiar y decidir, con sumo cuidado, cómo debe construirse el presente y el futuro del hombre y de la sociedad, “no vaya a ser que se repita el error de quién, queriendo construir un mundo sin Dios, sólo ha conseguido construir una sociedad contra el hombre" (Juan Pablo II. Mensaje Obispos de Europa).
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!
DOMINGO 5º DEL TIEMPO ORDINARIO B
MONICIONES
PRIMERA LECTURA
En la primera lectura escuchamos el lamento angustiado de Job, abatido por el sufrimiento, y que nos recuerda el de tantos enfermos que acuden a Jesús, para ser curados por Él, según escucharemos después en el Evangelio.
SALMO
El salmo de hoy es un canto de alabanza al Señor, que no quiere el dolor ni el sufrimiento; que lucha con nosotros contra el mal, y nos sostiene en nuestras dificultades.
SEGUNDA LECTURA
Siguiendo la carta a los corintios, se nos presentan hoy los esfuerzos de San Pablo por ganar nuevos hermanos para Cristo; y también, aquella famosa expresión que debería hacernos reflexionar: “Ay de mí si no anuncio el Evangelio”.
TERCERA LECTURA
El Evangelio nos presenta a Jesucristo curando toda enfermedad y dolencia del pueblo, y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Todos le buscan, porque lo necesitan.
COMUNIÓN
Venimos a la santa Misa porque sentimos necesidad de Dios, el único Salvador, el único que tiene palabras de vida eterna.
Ahora, bien dispuestos y preparados, nos acercamos a recibirle como verdadero Pan del Cielo, que nos alimenta y fortalece para poder seguirle siempre con fidelidad.
Sigue la catequesis completa del Santo Padre, pronunciada esta mañana en italiano, en la Audiencia General, y traducida al español por la Oficina de Prensa de la Santa Sede. (ZENIT – 31 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Después de hablar sobre los ritos de introducción consideramos ahora la Liturgia de la Palabra, que es una parte constitutiva porque nos reunimos para escuchar lo que Dios ha hecho y todavía tiene la intención de hacer por nosotros. Es una experiencia que tiene lugar “en vivo” y no de oídas, porque “cuando se leen las sagradas Escrituras en la Iglesia, Dios mismo habla a su pueblo, y Cristo, presente en la palabra, anuncia el Evangelio.” (Instrucción General del Misal Romano, 29, ver Const. Sacrosanctum Concilium, 7; 33). Y cuántas veces mientras se lee la Palabra de Dios, se charla: “Mira ése, mira ésa, mira el sombrero que se ha puesto aquella: es ridículo”. Y se empieza a comentar. ¿No es verdad? ¿Hay que hacer comentarios mientras se lee la Palabra de Dios? (responden: “¡No!). No, porque si charlas con la gente no escuchas la Palabra de Dios. Cuando se lee la Palabra de Dios en la Biblia –la primera lectura, la segunda, el salmo responsorial y el evangelio- tenemos que escuchar, abrir el corazón, porque es Dios mismo quien nos habla y no tenemos que pensar en otras cosas o decir otras cosas ¿De acuerdo? Os explicaré que pasa en esta Liturgia de la Palabra.
Las páginas de la Biblia dejan de ser un escrito para convertirse en palabra viva, pronunciada por Dios. Es Dios que, a través de la persona que lee, nos habla y nos interpela a nosotros, que lo escuchamos con fe. El Espíritu, “que habló a través de los profetas” (Credo) e inspiró a los autores sagrados, hace que “la Palabra de Dios realice efectivamente en los corazones lo que suena en los oídos” (Leccionario, Introd., 9). Pero para escuchar la Palabra de Dios también hay que tener el corazón abierto para recibir la palabra en el corazón. Dios habla y nosotros lo escuchamos, para después poner en práctica lo que hemos escuchado. Es muy importante escuchar. A veces, quizás, no entendemos del todo porque hay algunas lecturas un poco difíciles. Pero Dios nos habla igual de otra manera. (Hay que estar) en silencio y escuchar la Palabra de Dios. No lo olvidéis. En misa, cuando empiezan las lecturas, escuchamos la Palabra de Dios.
¡Necesitamos escucharlo! Es, efectivamente, una cuestión de vida, como bien recuerda la certera frase “no solo de pan vive el hombre, sino de cada palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4, 4). La vida que nos da la Palabra de Dios. En este sentido, hablamos de la Liturgia de la Palabra como de la “mesa” que el Señor prepara para alimentar nuestra vida espiritual. La mesa litúrgica es una mesa abundante, servida en gran parte con los tesoros de la Biblia (véase SC, 51), tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento porque en ellos la Iglesia anuncia el único e idéntico misterio de Cristo (véase Leccionario, Introd., 5). Pensemos en la riqueza de las lecturas bíblicas presentes en los tres ciclos dominicales que, a la luz de los Evangelios sinópticos, nos acompañan durante el año litúrgico: una gran riqueza. Aquí también deseo recordar la importancia del Salmo responsorial, cuya función es favorecer la meditación sobre lo que se ha escuchado en la lectura que lo precede. Es bueno que el salmo se valorice cantando al menos en la respuesta (véase OGMR, 61; Leccionario, Introd., 19-22).
La proclamación litúrgica de dichas lecturas, con los cantos procedentes de la Sagrada Escritura, expresa y fomenta la comunión eclesial, acompañando el camino de todos y cada uno de nosotros. Así se entiende porqué algunas decisiones subjetivas, como la omisión de las lecturas o su sustitución por textos no bíblicos, estén prohibidas. He oído que alguno, si hay una noticia, lee el periódico porque es la noticia del día. ¡No! ¡La Palabra de Dios es la Palabra de Dios!. El periódico se puede leer después. Pero allí se lee la Palabra de Dios. Es el Señor quien nos habla. Sustituir esa Palabra con otras cosas empobrece y compromete el diálogo entre Dios y su pueblo en oración. Por el contrario, (se requiere) la dignidad del ambón y el uso del Leccionario, la disponibilidad de buenos lectores y salmistas. Pero hay que buscar buenos lectores, que sepan leer, no esos que leen (tragándose las palabras) y no se entiende nada. Es así. Buenos lectores. Tienen que ensayar antes de misa para leer bien. Y así se crea un clima de silencio receptivo.
Sabemos que la palabra del Señor es una ayuda indispensable para no perdernos, como reconoce el salmista que, dirigiéndose al Señor, confiesa: «Lámpara para mis pasos es tu palabra, luz en mi camino» (Sal 119,105). ¿Cómo podríamos enfrentar nuestra peregrinación terrena, con sus fatigas y sus pruebas, sin ser nutridos e iluminados regularmente por la Palabra de Dios que resuena en la liturgia?
Ciertamente, no es suficiente escuchar con los oídos, sin recibir la semilla de la Palabra divina en el corazón, para que dé fruto. Recordemos la parábola del sembrador y los diferentes resultados según los diferentes tipos de terreno (véase Mc 4, 14-20). La acción del Espíritu, que hace eficaz la respuesta, necesita corazones que se dejen cultivar y trabajar, para que lo que se escucha en la misa pase a la vida cotidiana, según la admonición del apóstol Santiago: “Poned por obra la Palabra y no os contentéis solo con oírla, engañándoos a vosotros mismos” (Santiago 1:22). La Palabra de Dios se abre camino dentro de nosotros. La escuchamos con los oídos y pasa al corazón; no se queda en los oídos; tiene que llegar al corazón y del corazón pasa a las manos, a las buenas obras. Este es el recorrido de la Palabra de Dios: de los oídos al corazón y a las manos. Aprendamos estas cosas. ¡Gracias!
© Librería Editorial Vaticano
Comentario litúrgico 5º Domingo del Tiempo Ordinario por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. 30 enero 2018
Domingo 5º del Tiempo Ordinario
Ciclo B
Textos: Job 7, 1-4.6-7; 1 Co 9, 16-19.22-23; Mc 1, 29-39
Idea principal: Un día en la vida de Jesús de Nazaret profeta, misionero y apóstol.
Síntesis del mensaje: Cristo delante de todas las miserias materiales y espirituales del hombre se compadece, se acerca y trata de solucionarlas, si así es la voluntad de su Padre. En vez de deprimirse por tanto dolor y lágrima, Él se refugia en la oración, de donde saca la fuerza para salir al paso de todo sufrimiento humano (1ª lectura y evangelio) y darle sentido con su predicación (2ª lectura). Su horario diario era: oración a su Padre, predicación y curación de las personas, convivencia con sus seres queridos y terminaba el día con la oración.
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, de mañana rezaba. Hombre de oración. Prioridad en su vida: Dios su Padre. ¿Qué hacía en la oración? ¿Por qué y para qué rezaba? ¿A quién rezaba? ¿Cómo rezaba? Su intimidad con Dios, su amante identificación con su Padre es la fuente de la compasión y compromiso con los demás. Por ser una persona contemplativa también es una persona compasiva y misionera. En la oración Jesús abría su corazón a su Padre, le contaba los avances del Reino, le pedía fuerza y ternura para después derramarla por doquier. Allí en la oración solazaba su corazón herido por las ingratitudes de tantos hombres, cerrados a su Palabra y obstinados en el mal. A veces su oración era delicia, otras amargura, también desolación; pero siempre terminaba en luz y fuerza para el cumplimiento de su misión redentora.
En segundo lugar, después descansaba y crecía en sus lazos humanos y afectivos en la casa de Pedro, que también era la casa de Jesús. Hombre muy humano. Antes de salir a la predicación, comía y alimentaba sus afectos en casa de sus amigos íntimos. Con qué cariño y ternura trataría a la suegra de Pedro, que en ese día estaba enferma con fiebre. Cómo abriría su corazón a sus amigos, como lo hacía en la casa de Betania. Ahí reponía sus fuerzas físicas y psicológicas, pues era hombre al fin. Qué lejos está de Jesús ese comportamiento huraño, antisocial, avinagrado, escurridizo. Jesús era rico en afectos humanos, pero al mismo tiempo se sentía libre en su corazón y a su alrededor, y no atado a criaturas que tanto paz nos quitan, cuando a ellas nos apegamos.
Finalmente, en la tarde, predicaba en la sinagoga, curaba y expulsaba demonios, pues todos le buscaban. Hombre Dios, apóstol y médico. Jesús aparece como la respuesta de Dios a los males de este mundo, al dolor de estos corazones destrozados. Hoy cura a la suegra de Pedro y a otros varios enfermos, y libera de sus espíritus malignos a los posesos. ¡Cuánto tiempo emplea Jesús, a lo largo del evangelio, atendiendo a las personas que buscan, que sufren, que están desesperadas! Quiere una liberación integral y total, que incluye la curación de males físicos, psíquicos y espirituales. Es Maestro y Misionero, pero también Médico. Ahora bien, no acepta ser monopolizado por un grupo de personas, un pueblo, un área. Su misión es predicar el Reino más allá y en todas partes. “Sigamos a las villas vecinas para que pueda proclamar la Buena Nueva allá también”.
Para reflexionar: ¿Cuál de estos rasgos de la personalidad de Jesús me gustan más? ¿Mi vida se parece en algo a la de Jesús? ¿En qué? ¿Tengo compasión para acercarme al hermano que sufre y trato de curarlo? ¿O paso de largo, insensible e indiferente? ¿Comienzo y termino el día de rodillas en oración?
Para rezar: Señor, que sepa dar prioridad en mi vida a la oración, y de ahí, salga a remediar los males de mis hermanos. Que me haga cercano, próximo a mi hermano con afecto sincero, la ayuda desinteresada, una mano tendida, una cara acogedora, una palabra oportuna. Que me haga solidario de todos y que sepa acompañarlos en su via-crucis, sea cual sea. Amén.
Cualquier sugerencia o duda pueden comunicarse con el padre Antonio a este email: [email protected]
Desde la Delegación Diocesana de Pastoral de la Salud nos envían el siguiente recurso litúrgico para la celebración de la Jornada Mundial del Enfermo que en nuestra diócesis de Tenrife se celebrará el 18 de Febrero 2018.
JORNADA MUNDIAL DEL ENFERMO
CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
18 de febrero de 2018
MONICIÓN DE ENTRADA
Queridos hermanos:
En este día la Iglesia nos invita a celebrar la Jornada Mundial del Enfermo. Una celebración que, en España da inicio a la Campaña que discurrirá hasta la Pascua del enfermo el VI domingo de Pascua.
El tema de esta Jornada es “Acompañar a la familia en la enfermedad”. Todos vivimos en el marco de una familia y cuando uno enferma, enferma toda la familia.
En la dura experiencia de la enfermedad, la Iglesia tiene que estar volcada con la familia que la sufre, tratando de acompañar, aliviar y crear las condiciones para que esta situación le afecte lo menos posible.
Que María, madre, nos impulse en esta preciosa misión.
ENVÍO DE AGENTES DE PASTORAL DE LA SALUD
La misión de atender a los enfermos forma parte indispensable de la tarea encomendada por Jesús a su Iglesia, como cauce por el cual llega hasta ellos la Buena Noticia del Evangelio. Para llevar a cabo esta tarea, el Señor elige a miembros de su pueblo y los envía con esta misión a confortar, consolar y acompañar a quienes atraviesan por la circunstancia de la enfermedad propia o de un ser querido.
Vamos a proceder a continuación a la presentación y envío de los miembros de nuestra parroquia que se sienten llamados por Dios a desempeñar este valioso servicio.
(A continuación se nombra a los miembros del equipo de Pastoral de la Salud y se van colocando delante del altar)
Queridos hermanos: el vuestro es un servicio que nos corresponde realizar a todos los discípulos de Jesucristo, que hemos de descubrir la presencia del Señor en toda persona que sufre en su cuerpo o en su espíritu.
Sin embargo, vosotros, como miembros del equipo parroquial de Pastoral de la Salud, asumís este compromiso con una exigencia mayor. Vais a prestar una valiosa colaboración a la misión caritativa de la Iglesia y, en consecuencia, vais a trabajar en su nombre, abriendo a todos los hombres los caminos del amor cristiano y de la fraternidad universal.
Cuando realicéis vuestra tarea, procurad actuar siempre movidos por el Espíritu del Señor, es decir, por un verdadero amor de caridad sobrenatural. De este modo seréis reconocidos como auténticos discípulos de Cristo.
(El sacerdote, con las manos extendidas sobre ellos, pronuncia la siguiente oración de bendición)
Oremos:
Oh Dios, que derramas en nuestros corazones, por el Espíritu Santo, el don de la caridad, bendice + a estos hermanos nuestros, para que, practicando la caridad en la visita y atención de los enfermos, contribuyan a hacer presente a tu Iglesia en el mundo, como un sacramento de unidad y de salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
Ahora, queridos hermanos, para mostrar vuestra disponibilidad a prestar este servicio en nuestra comunidad parroquial, os invito a recitar juntos esta oración que tenéis en vuestras manos, pidiendo la ayuda de Dios para llevar a cabo la misión que habéis recibido.
(Todos juntos recitan en voz alta la siguiente oración)
Señor, en mi vida me pregunto muchas veces
cómo actuarías Tú.
Te veo junto a los enfermos, cómo les ayudas
y cómo afrontas Tú el sufrimiento.
¡Cuánto me falta para parecerme a Ti!
Dame tu Espíritu, Señor.
Dame un corazón misericordioso como el tuyo.
Llénalo de esperanza cuando estoy enfermo
o cuando acompaño a quien lo está.
Ilumina mi mirada
para acercarme a los enfermos y sus familias
descubriendo sus necesidades,
pero también sus riquezas y recursos.
Y tú, María, que guardabas
todos los misterios de la vida en el corazón,
haz que yo guarde en el mío
las preciosas -y a veces dolorosas- experiencias
compartidas en medio del dolor y las transforme en vida.
(Terminada la oración, se retiran a su lugar y continúa la celebración con el Credo y la oración de los fieles)
ORACIÓN DE LOS FIELES
Elevemos nuestra oración a Dios Padre, en quien ponemos nuestra confianza. Lo hacemos por mediación de María, Salud de los enfermos, respondiendo:
R. Padre, en Ti confiamos.
— Por la Iglesia: para que asuma su vocación maternal y así acoja en su seno a todas las familias y a sus enfermos, siendo una verdadera familia para los que carecen de ella. Oremos.
— Por nuestras familias, marcadas por el sufrimiento a causa de la enfermedad: para que descubran en el Cristo de la cruz un modelo para afrontar las dificultades. Oremos.
— Por nuestros hermanos enfermos: para que, experimentando el misterio del dolor, sientan también la presencia cercana y maternal de la Virgen. Oremos.
— Por las familias de los enfermos, los profesionales, los voluntarios y todos aquellos que les atienden y cuidan, para que reciban la fuerza de María y se conviertan para nosotros en un ejemplo de acompañamiento. Oremos.
— Por todos los religiosos y religiosas consagrados al servicio de los enfermos y pobres: para que su dedicación y entrega sea reflejo del rostro misericordioso del Padre para quien los necesite. Oremos.
— Por nuestra comunidad cristiana: para que se muestre siempre cercana a las necesidades de las familias con miembros enfermos y sea un verdadero hogar de acogida, acompañamiento y servicio para ellas. Oremos.
Escucha, Padre, nuestra oración y danos un corazón compasivo como el de María, para que nos mostremos siempre atentos a las necesidades de nuestros hermanos que sufren y nos comprometamos, sin miedo, a acompañarles. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(Antes de terminar la celebración, después de la comunión, si se estima oportuno, se puede rezar la oración por las familias de los enfermos que viene a continuación)
ORACIÓN POR LAS FAMILIAS DE LOS ENFERMOS
Señor, Tú nos bendices con el don de la familia.
Te damos gracias por el amor, la fuerza y el consuelo que las familias dan al enfermo. Vuelve hacia ellas tu mirada y protégelas cada día.
Haz que este momento doloroso sirva para unirlas, para que sus miembros se preocupen más unos de otros y sean capaces de manifestar más abiertamente su amor mutuo y su fe en Ti.
Señor, acompáñalas en su camino y bendícelas con tu gracia para que sientan tu cercanía y tu ayuda mientras cuidan a sus enfermos, y sufren y gozan con ellos. Amén.
Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus (ZENIT – 28 enero 2018)
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf.Mc.1,21-28), forma parte de una narración más amplia designada como el “día de Cafarnaúm”. En el centro del relato de hoy, hay un acontecimiento del exorcismo, por el cual Jesús está presente como un poderoso profeta en palabras y en obras.
Entra en la Sinagoga de Cafarnaúm el sábado, y comienza a enseñar. La gente se impresiona con sus palabras, porque no son palabras ordinarias, no se parecen a las que escuchan habitualmente. De hecho, los escribas enseñan pero sin tener una autoridad personal; se fundan en las tradición, en lo que Moisés y los profetas dijeron antes que ellos. Y Jesús enseña con autoridad. Jesús al contrario enseña como alguien que tiene autoridad, revelándose así como el Enviado de Dios, y no como un simple hombre que debe fundar sus enseñanzas en las tradiciones anteriores. Jesús tiene plena autoridad. Su doctrina es nueva: “Una nueva enseñanza dada con autoridad” (v.27)
Al mismo tiempo, Jesús se revela poderoso también en obras. En la Sinagoga de Cafarnaúm, hay un hombre poseído por un espíritu impuro que se manifiesta gritando estas palabras: “¿Qué quieres de nosotros Jesús de Nazaret? ¿Has venido para destruirnos? Yo sé que eres el Santo de Dios!” (v. 24). El diablo dice una verdad: Jesús ha venido para vencer al diablo, para la pérdida del demonio, para vencerlo. Este espíritu inmundo conoce el poder de Jesús y proclama también su santidad. Jesús le reprende diciendo: “¡Cállate! Sal de él” (V.25). Estas pocas palabras de Jesús son suficientes para obtener la victoria sobre satanás que sale de este hombre “sacudiéndolo y gritando fuerte” (v. 26).
Este hecho impresiona mucho a los presentes y todos quedan presos del temor y se preguntan: “¿qué significa esto? […..] Él ordena a los espíritus inmundos, y le obedecen” (v.27). El poder de Jesús confirma la autoridad de su enseñanza. Él no solo dice palabras sino que actúa. Manifiesta así el proyecto de Dios por las palabras y por el poder de sus obras. En efecto, en el Evangelio, vemos que Jesús, en su misión terrenal, revela el amor de Dios sea por la predicación sea por los innumerables gestos de atención y de ayuda a los enfermos, los necesitados, los niños, los pecadores.
Jesús es nuestro Maestro, poderoso en palabras y obras. Jesús nos comunica toda la luz que ilumina los caminos, a veces oscuros de nuestra existencia. Nos comunica también la fuerza necesaria para superar las dificultades, las pruebas, las tentaciones. ¡Pensemos en esta gran gracia que es para nosotros el hecho de haber conocido este Dios tan poderoso y tan bueno!. Un maestro y un amigo que nos indica el camino y que nos cuida, especialmente cuando lo necesitamos.
Que la Virgen María, mujer de la escucha, nos ayude a hacer silencio alrededor nuestro y en nosotros, para escuchar, en el fragor de los mensajes del mundo, la palabra que tiene más autoridad: la de su Hijo Jesús, que anuncia el sentido de nuestra existencia y nos libera de toda esclavitud, incluso la del Maligno.
© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo
Mensaje del Papa Francisco para la 52ª Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales. 24 enero 2018 (ZENIT)
Queridos hermanos y hermanas:
En el proyecto de Dios, la comunicación humana es una modalidad esencial para vivir la comunión. El ser humano, imagen y semejanza del Creador, es capaz de expresar y compartir la verdad, el bien, la belleza. Es capaz de contar su propia experiencia y describir el mundo, y de construir así la memoria y la comprensión de los acontecimientos.
Pero el hombre, si sigue su propio egoísmo orgulloso, puede también hacer un mal uso de la facultad de comunicar, como muestran desde el principio los episodios bíblicos de Caín y Abel, y de la Torre de Babel (cf. Gn 4,1-16; 11,1-9). La alteración de la verdad es el síntoma típico de tal distorsión, tanto en el plano individual como en el colectivo. Por el contrario, en la fidelidad a la lógica de Dios, la comunicación se convierte en lugar para expresar la propia responsabilidad en la búsqueda de la verdad y en la construcción del bien.
Hoy, en un contexto de comunicación cada vez más veloz e inmersos dentro de un sistema digital, asistimos al fenómeno de las noticias falsas, las llamadas «fake news». Dicho fenómeno nos llama a la reflexión; por eso he dedicado este mensaje al tema de la verdad, como ya hicieron en diversas ocasiones mis predecesores a partir de Pablo VI (cf. Mensaje de 1972: «Los instrumentos de comunicación social al servicio de la verdad»). Quisiera ofrecer de este modo una aportación al esfuerzo común para prevenir la difusión de las noticias falsas, y para redescubrir el valor de la profesión periodística y la responsabilidad personal de cada uno en la comunicación de la verdad.
«Fake news» es un término discutido y también objeto de debate. Generalmente alude a la desinformación difundida online o en los medios de comunicación tradicionales. Esta expresión se refiere, por tanto, a informaciones infundadas, basadas en datos inexistentes o distorsionados, que tienen como finalidad engañar o incluso manipular al lector para alcanzar determinados objetivos, influenciar las decisiones políticas u obtener ganancias económicas.
La eficacia de las fake news se debe, en primer lugar, a su naturaleza mimética, es decir, a su capacidad de aparecer como plausibles. En segundo lugar, estas noticias, falsas pero verosímiles, son capciosas, en el sentido de que son hábiles para capturar la atención de los destinatarios poniendo el acento en estereotipos y prejuicios extendidos dentro de un tejido social, y se apoyan en emociones fáciles de suscitar, como el ansia, el desprecio, la rabia y la frustración. Su difusión puede contar con el uso manipulador de las redes sociales y de las lógicas que garantizan su funcionamiento. De este modo, los contenidos, a pesar de carecer de fundamento, obtienen una visibilidad tal que incluso los desmentidos oficiales difícilmente consiguen contener los daños que producen.
La dificultad para desenmascarar y erradicar las fake news se debe asimismo al hecho de que las personas a menudo interactúan dentro de ambientes digitales homogéneos e impermeables a perspectivas y opiniones divergentes. El resultado de esta lógica de la desinformación es que, en lugar de realizar una sana comparación con otras fuentes de información, lo que podría poner en discusión positivamente los prejuicios y abrir un diálogo constructivo, se corre el riesgo de convertirse en actores involuntarios de la difusión de opiniones sectarias e infundadas. El drama de la desinformación es el desacreditar al otro, el presentarlo como enemigo, hasta llegar a la demonización que favorece los conflictos. Las noticias falsas revelan así la presencia de actitudes intolerantes e hipersensibles al mismo tiempo, con el único resultado de extender el peligro de la arrogancia y el odio. A esto conduce, en último análisis, la falsedad.
Ninguno de nosotros puede eximirse de la responsabilidad de hacer frente a estas falsedades. No es tarea fácil, porque la desinformación se basa frecuentemente en discursos heterogéneos, intencionadamente evasivos y sutilmente engañosos, y se sirve a veces de mecanismos refinados.
Por eso son loables las iniciativas educativas que permiten aprender a leer y valorar el contexto comunicativo, y enseñan a no ser divulgadores inconscientes de la desinformación, sino activos en su desvelamiento. Son asimismo encomiables las iniciativas institucionales y jurídicas encaminadas a concretar normas que se opongan a este fenómeno, así como las que han puesto en marcha las compañías tecnológicas y de medios de comunicación, dirigidas a definir nuevos criterios para la verificación de las identidades personales que se esconden detrás de millones de perfiles digitales.
Pero la prevención y la identificación de los mecanismos de la desinformación requieren también un discernimiento atento y profundo. En efecto, se ha de desenmascarar la que se podría definir como la «lógica de la serpiente», capaz de camuflarse en todas partes y morder. Se trata de la estrategia utilizada por la «serpiente astuta» de la que habla el Libro del Génesis, la cual, en los albores de la humanidad, fue la artífice de la primera fake news (cf. Gn 3,1-15), que llevó a las trágicas consecuencias del pecado, y que se concretizaron luego en el primer fratricidio (cf. Gn 4) y en otras innumerables formas de mal contra Dios, el prójimo, la sociedad y la creación.
La estrategia de este hábil «padre de la mentira» (Jn 8,44) es la mímesis, una insidiosa y peligrosa seducción que se abre camino en el corazón del hombre con argumentaciones falsas y atrayentes. En la narración del pecado original, el tentador, efectivamente, se acerca a la mujer fingiendo ser su amigo e interesarse por su bien, y comienza su discurso con una afirmación verdadera, pero sólo en parte: «¿Conque Dios os ha dicho que no comáis de ningún árbol del jardín?» (Gn 3,1). En realidad, lo que Dios había dicho a Adán no era que no comieran de ningún árbol, sino tan solo de un árbol: «Del árbol del conocimiento del bien y el mal no comerás» (Gn 2,17). La mujer, respondiendo, se lo explica a la serpiente, pero se deja atraer por su provocación:
«Podemos comer los frutos de los árboles del jardín; pero del fruto del árbol que está en mitad del jardín nos ha dicho Dios: “No comáis de él ni lo toquéis, de lo contrario moriréis”» (Gn 3,2). Esta respuesta tiene un sabor legalista y pesimista: habiendo dado credibilidad al falsario y dejándose seducir por su versión de los hechos, la mujer se deja engañar. Por eso, enseguida presta atención cuando le asegura: «No, no moriréis» (v. 4). Luego, la deconstrucción del tentador asume una apariencia creíble: «Dios sabe que el día en que comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y el mal» (v. 5). Finalmente, se llega a desacreditar la recomendación paternal de Dios, que estaba dirigida al bien, para seguir la seductora incitación del enemigo: «La mujer se dio cuenta de que el árbol era bueno de comer, atrayente a los ojos y deseable» (v. 6). Este episodio bíblico revela por tanto un hecho esencial para nuestro razonamiento: ninguna desinformación es inocua; por el contrario, fiarse de lo que es falso produce consecuencias nefastas. Incluso una distorsión de la verdad aparentemente leve puede tener efectos peligrosos.
De lo que se trata, de hecho, es de nuestra codicia. Las fake news se convierten a menudo en virales, es decir, se difunden de modo veloz y difícilmente manejable, no a causa de la lógica de compartir que caracteriza a las redes sociales, sino más bien por la codicia insaciable que se enciende fácilmente en el ser humano.
Las mismas motivaciones económicas y oportunistas de la desinformación tienen su raíz en la sed de poder, de tener y de gozar que en último término nos hace víctimas de un engaño mucho más trágico que el de sus manifestaciones individuales: el del mal que se mueve de falsedad en falsedad para robarnos la libertad del corazón. He aquí porqué educar en la verdad significa educar para saber discernir, valorar y ponderar los deseos y las inclinaciones que se mueven dentro de nosotros, para no encontrarnos privados del bien «cayendo» en cada tentación.
La continua contaminación a través de un lenguaje engañoso termina por ofuscar la interioridad de la persona. Dostoyevski escribió algo interesante en este sentido: «Quien se miente a sí mismo y escucha sus propias mentiras, llega al punto de no poder distinguir la verdad, ni dentro de sí mismo ni en torno a sí, y de este modo comienza a perder el respeto a sí mismo y a los demás.
Luego, como ya no estima a nadie, deja también de amar, y para distraer el tedio que produce la falta de cariño y ocuparse en algo, se entrega a las pasiones y a los placeres más bajos; y por culpa de sus vicios, se hace como una bestia. Y todo esto deriva del continuo mentir a los demás y a sí mismo» (Los hermanos Karamazov, II,2).
Entonces, ¿cómo defendernos? El antídoto más eficaz contra el virus de la falsedad es dejarse purificar por la verdad. En la visión cristiana, la verdad no es sólo una realidad conceptual que se refiere al juicio sobre las cosas, definiéndolas como verdaderas o falsas. La verdad no es solamente el sacar a la luz cosas oscuras, «desvelar la realidad», como lleva a pensar el antiguo término griego que la designa, aletheia (de a-lethès, «no escondido»). La verdad tiene que ver con la vida entera. En la Biblia tiene el significado de apoyo, solidez, confianza, como da a entender la raíz ‘aman, de la cual procede también el Amén litúrgico. La verdad es aquello sobre lo que uno se puede apoyar para no caer. En este sentido relacional, el único verdaderamente fiable y digno de confianza, sobre el que se puede contar siempre, es decir, «verdadero», es el Dios vivo. He aquí la afirmación de Jesús: «Yo soy la verdad» (Jn 14,6). El hombre, por tanto, descubre y redescubre la verdad cuando la experimenta en sí mismo como fidelidad y fiabilidad de quien lo ama. Sólo esto libera al hombre: «La verdad os hará libres» (Jn 8,32).
Liberación de la falsedad y búsqueda de la relación: he aquí los dos ingredientes que no pueden faltar para que nuestras palabras y nuestros gestos sean verdaderos, auténticos, dignos de confianza. Para discernir la verdad es preciso distinguir lo que favorece la comunión y promueve el bien, y lo que, por el contrario, tiende a aislar, dividir y contraponer. La verdad, por tanto, no se alcanza realmente cuando se impone como algo extrínseco e impersonal; en cambio, brota de relaciones libres entre las personas, en la escucha recíproca. Además, nunca se deja de buscar la verdad, porque siempre está al acecho la falsedad, también cuando se dicen cosas verdaderas. Una argumentación impecable puede apoyarse sobre hechos innegables, pero si se utiliza para herir a otro y desacreditarlo a los ojos de los demás, por más que parezca justa, no contiene en sí la verdad.
Por sus frutos podemos distinguir la verdad de los enunciados: si suscitan polémica, fomentan divisiones, infunden resignación; o si, por el contrario, llevan a la reflexión consciente y madura, al diálogo constructivo, a una laboriosidad provechosa.
El mejor antídoto contra las falsedades no son las estrategias, sino las personas, personas que, libres de la codicia, están dispuestas a escuchar, y permiten que la verdad emerja a través de la fatiga de un diálogo sincero; personas que, atraídas por el bien, se responsabilizan en el uso del lenguaje. Si el camino para evitar la expansión de la desinformación es la responsabilidad, quien tiene un compromiso especial es el que por su oficio tiene la responsabilidad de informar, es decir: el periodista, custodio de las noticias.
Este, en el mundo contemporáneo, no realiza sólo un trabajo, sino una verdadera y propia misión. Tiene la tarea, en el frenesí de las noticias y en el torbellino de las primicias, de recordar que en el centro de la noticia no está la velocidad en darla y el impacto sobre las cifras de audiencia, sino las personas. Informar es formar, es involucrarse en la vida de las personas. Por eso la verificación de las fuentes y la custodia de la comunicación son verdaderos y propios procesos de desarrollo del bien que generan confianza y abren caminos de comunión y de paz.
Por lo tanto, deseo dirigir un llamamiento a promover un periodismo de paz, sin entender con esta expresión un periodismo «buenista» que niegue la existencia de problemas graves y asuma tonos empalagosos. Me refiero, por el contrario, a un periodismo sin fingimientos, hostil a las falsedades, a eslóganes efectistas y a declaraciones altisonantes; un periodismo hecho por personas para personas, y que se comprende como servicio a todos, especialmente a aquellos – y son la mayoría en el mundo– que no tienen voz; un periodismo que no queme las noticias, sino que se esfuerce en buscar las causas reales de los conflictos, para favorecer la comprensión de sus raíces y su superación a través de la puesta en marcha de procesos virtuosos; un periodismo empeñado en indicar soluciones alternativas a la escalada del clamor y de la violencia verbal.
Por eso, inspirándonos en una oración franciscana, podríamos dirigirnos a la Verdad en persona de la siguiente manera:
Señor, haznos instrumentos de tu paz.
Haznos reconocer el mal que se insinúa en una comunicación que no crea comunión.
Haznos capaces de quitar el veneno de nuestros juicios.
Ayúdanos a hablar de los otros como de hermanos y hermanas.
Tú eres fiel y digno de confianza; haz que nuestras palabras sean semillas de bien para el mundo:
donde hay ruido, haz que practiquemos la escucha;
donde hay confusión, haz que inspiremos armonía;
donde hay ambigüedad, haz que llevemos claridad;
donde hay exclusión, haz que llevemos el compartir;
donde hay sensacionalismo, haz que usemos la sobriedad;
donde hay superficialidad, haz que planteemos interrogantes verdaderos;
donde hay prejuicio, haz que suscitemos confianza;
donde hay agresividad, haz que llevemos respeto;
donde hay falsedad, haz que llevemos verdad.
Amén.
Vaticano, 24 de enero de 2018, fiesta de san Francisco de Sales
FRANCISCO
© Librería Editorial Vaticano
El Santo Padre ha compartido con los fieles en la Audiencia General, este miércoles 24 de enero de 2018, su experiencia en Chile y en Perú, viaje que realizó del 15 al 21 de enero de 2018, “dos pueblos buenos, buenos…”, ha señalado. (ZENIT – 24 enero 2018)
Queridos hermanos y hermanas, buenos días.
Esta catequesis se desarrolla en dos lugares conectados: vosotros aquí, en la Plaza y un grupo de niños, algo enfermos, que están en el Aula. Ellos os verán y vosotros los veréis; así estamos conectados, Saludemos a los niños que están en el Aula: era mejor que no se resfriasen, y por eso están allí.
Hace dos días regrese del viaje apostólico a Chile y Perú. ¡Un aplauso para Chile y Perú! Dos pueblos buenos, buenos… Doy gracias al Señor porque todo ha salido bien: pude encontrar al Pueblo de Dios en camino por esas tierras, -también a los que no están en camino, están algo parados… pero son buena gente- y alentar el desarrollo social de esos países. Renuevo mi gratitud a las autoridades civiles y a los obispos, que me recibieron con tanto cariño y generosidad; así como a todos los colaboradores y voluntarios. Pensad que en cada uno de los dos países había más de 20.000 voluntarios: 20.000 y algunos más en Chile, 20.000 en Perú. Gente buena, la mayoría jóvenes.
Mi llegada a Chile estuvo precedida por varias manifestaciones de protesta por varios motivos, como habéis leído en los periódicos. Y esto hizo que el lema de mi visita fuera aún más actual y vivo: “Mi paz os doy”. Son las palabras que Jesús dirigió a los discípulos, que repetimos en cada Misa: el don de la paz, que solo Jesús muerto y resucitado puede dar a quienes se confían a él. No solamente cada uno de nosotros necesita la paz, también el mundo hoy, en esta tercera guerra mundial a trozos… ¡Por favor, recemos por la paz!
En el encuentro con las autoridades políticas y civiles del país, alenté el camino de la democracia chilena, como un espacio de encuentro solidario y capaz de incluir la diversidad; para ese fin indiqué como método el camino de la escucha: en particular la escucha de los pobres, de los jóvenes y de los ancianos, de los inmigrantes, y también la escucha de la tierra.
En la primera eucaristía, celebrada por la paz y la justicia, resonaron las Bienaventuranzas, especialmente “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). Una bendición para testimoniar con el estilo de la proximidad, de la cercanía, del compartir, reforzando así, con la gracia de Cristo, el tejido de la comunidad eclesial y de toda la sociedad.
En este estilo de proximidad cuentan más los gestos que las palabras, y un gesto importante que pude hacer fue visitar el penitenciario femenino en Santiago: los rostros de esas mujeres, muchas de ellas madres jóvenes, con sus pequeños en brazos, expresaban, a pesar de todo, tanta esperanza. Las animé a exigir, de ellas mismas y de las instituciones, un serio camino de preparación para la reinserción, como un horizonte que da sentido a la pena diaria. No podemos imaginar una cárcel, cualquier cárcel, sin esta dimensión de la reinserción, porque sin esta esperanza de reinserción social la cárcel es una tortura infinita. En cambio, cuando se trabaja para la reinserción –también los condenados a cadena perpetua pueden reinsertarse- mediante el trabajo de la cárcel a la sociedad, se abre un diálogo. Pero siempre una cárcel debe tener esta dimensión de la reinserción, siempre.
Con los sacerdotes y personas consagradas y con los obispos de Chile, viví dos encuentros muy intensos, todavía más fecundos por el sufrimiento compartido de algunas heridas que afligen a la Iglesia en ese país. En particular, confirmé a mis hermanos en el rechazo de cualquier compromiso con el abuso sexual de menores, y al mismo tiempo en la confianza en Dios, que a través de esta dura prueba purifica y renueva a sus ministros.
Las otras dos misas en Chile se celebraron una en el sur y otra en el norte. La del sur, en Araucanía, la tierra donde viven los indios mapuches, transformó en alegría los dramas y las fatigas de este pueblo, lanzando un llamamiento a una paz que sea armonía de la diversidad y al repudio de toda violencia. La del norte, en Iquique, entre el océano y el desierto, fue un himno al encuentro entre los pueblos, que se expresa de manera singular en la religiosidad popular.
Los encuentros con los jóvenes y con la Universidad Católica de Chile respondieron al desafío crucial de ofrecer un sentido grande a la vida de las nuevas generaciones. Dejé la palabra programática de San Alberto Hurtado a los jóvenes: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Y en la Universidad propuse un modelo de formación integral, que traduce la identidad católica en la capacidad de participar en la construcción de sociedades unidas y plurales, donde los conflictos no se ocultan sino que se gestionan con el diálogo. Siempre hay conflictos: también en casa, siempre los hay. Pero, tratar mal los conflictos es todavía peor. No hay que esconder los conflictos debajo de la cama: los conflictos que salen a la luz, se enfrentan y se resuelven con el diálogo. Pensad en los pequeños conflictos que hay seguramente en vuestra casa: no hay que esconderlos, sino enfrentarlos. Buscad la ocasión y se habla: el conflicto se resuelve así, con el diálogo.
En Perú, el lema de la visita fue: “Unidos por la esperanza”. Unidos no en una uniformidad estéril, todos iguales: esa no es unión; sino en toda la riqueza de las diferencias que heredamos de la historia y la cultura. Un testimonio emblemático de ello fue el encuentro con los pueblos de la Amazonía peruana, que también puso en marcha el itinerario del Sínodo Pan-Amazónico convocado para octubre de 2019, como también lo atestiguan los momentos vividos con la gente de Puerto Maldonado y con los niños del Hogar “El Principito”. Juntos dijimos “no” a la colonización económica y a la colonización ideológica.
Hablando a las autoridades políticas y civiles de Perú, manifesté mi aprecio por el patrimonio ambiental, cultural y espiritual de ese país y me centré en las dos realidades que más lo amenazan: la degradación ecológico-social y la corrupción. No sé si vosotros habéis oído hablar de corrupción… no lo sé… No existe solamente allí. Aquí también y es más peligrosa que la gripe. Se mezcla y arruina los corazones. La corrupción arruina los corazones. Por favor, no a la corrupción. Subrayé que nadie está exento de responsabilidad frente a estas dos plagas y que el compromiso de contrarrestarlas concierne a todos.
Celebré la primera misa pública en Perú en la orilla del océano, cerca de la ciudad de Trujillo, donde la tormenta llamada “Niño costero” golpeó duramente a la población el año pasado. Por eso la alenté a reaccionar frente a ella, pero también ante otras tormentas como el hampa, la falta de educación, de trabajo y vivienda segura. También en Trujillo también conocí a los sacerdotes y consagrados del norte del Perú, compartiendo con ellos la alegría de la llamada y de la misión, y la responsabilidad de la comunión en la Iglesia. Les exhorté a ser ricos de memoria y fieles a sus raíces. Y entre estas raíces está la devoción popular a la Virgen María. Siempre en Trujillo tuvo lugar la celebración mariana en la que coroné a la Virgen de la Puerta, proclamándola “Madre de la Misericordia y la Esperanza”.
El último día del viaje, el domingo pasado, se desarrolló en Lima, con un fuerte acento espiritual y eclesial. En el santuario más famoso de Perú, donde se venera el cuadro de la Crucifixión llamado “Señor de los Milagros”, encontré a unas 500 religiosas de clausura, de vida contemplativa: un verdadero “pulmón” de fe y oración para la Iglesia y para toda la sociedad. En la catedral recé una oración especial por la intercesión de los santos peruanos, a la que siguió el encuentro con los obispos del país, a quienes propuse la figura ejemplar de San Toribio di Mogrovejo.
Asimismo señalé a los jóvenes peruanos a los santos como hombres y mujeres que no perdieron el tiempo en “maquillar” su propia imagen, sino que siguieron a Cristo, que los miró con esperanza. Como siempre, la palabra de Jesús le da pleno significado a todo y así también el Evangelio de la última celebración eucarística resumió el mensaje de Dios a su pueblo en Chile y Perú: “Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1:15). ). Así – parecía decir el Señor -: recibiréis la paz que os doy y estaréis unidos en mi esperanza. Este es, más o menos, el resumen de este viaje. Oremos por estas dos naciones hermanas, Chile y Perú, para que el Señor las bendiga.
© Librería Editorial Vaticano