Viernes, 30 de marzo de 2018

Hora Santa celebrada en la parroquia de Santa Úrsula Mártir de Santa Úrsula en Tenerife el Jueves Santo 2018, realizada por los jóvenes

Hoy no es una noche cualquiera. Ni ésta es una hora como las demás. Un misterio envuelve esta noche de jueves Santo. Es un misterio de fe y de amor vivido trágicamente en Getsemaní tras la Última Cena de Jesús con los discípulos. Evocamos en esta noche aquellos acontecimientos vividos en el monte de los Olivos, donde se consumó el drama de la entrega del Hijo de Dios. Aquella fue la hora de las tinieblas. Densas tinieblas tiñeron de oscuro el corazón de aquellos discípulos que, vencidos por el sueño, por el miedo y por la desesperanza, no fueron capaces de velar ni siquiera una hora. Hora en que la oración desgarrada de Cristo hacia Dios Padre mostraba al Cristo más humano, al que se sintió débil para afrontar la cruz, pero también al Cristo que acometió la voluntad del Padre. Por todo ello queremos estar una hora con Cristo, no tengamos prisas, necesitamos tiempo para estar, para estar en silencio pero sintiendo su presencia. Contemplemos a Cristo sacramentado en el Sagrario, al mismo Cristo de la Última Cena, al mismo que oró desconsolado en Getsemaní, el mismo que dio su vida por nosotros. 

Canto 

Silencio para la reflexión 

Señor Jesús: Venimos hasta ti, en esta noche, a acompañar tu soledad. Danos valor para ponernos a tus pies y olvidarnos de todo los demás, al menos por esta noche. Queremos derramar ante ti nuestro corazón herido, pecador y pobre:

-Por todo lo que nos hace llorar,

-Por todas las veces en que nos sentimos solos y no te hemos buscado estando tan cerca, -Por los momentos de desesperación, de fracaso, de inquietud, de zozobra, de duda, de humillación... y no hemos acudido a ti;

-Por las cosas en las que hemos fallado y ya no podemos cambiar,

-Por todas las heridas que no han llegado a cicatrizar y por las que ya están curadas. Todo. Lo ponemos todo a tus pies. Y, aquí, contemplando tu soledad, míranos y sentiremos que no hay reproche, ni paternalismo, ni indiferencia por tu parte, sino misericordia y amor. Solamente amor.

 

Lectura: Mt 26, 36-46. Jesús ora en Getsemaní

 

Reflexión + silencio meditación 

Getsemaní es el lugar de la duda, de la oración desesperada, de la tormenta. El lugar de la noche atravesada por la indecisión. El lugar del miedo, y de la soledad... En ese huerto Jesús siente debilidad y se pregunta: ¿Entregarse o no? ¿Todo esto ha sido un fracaso? ¿Huir o seguir hasta el final? ¿Qué sentido tiene? En ese huerto vemos a Jesús tan humano, y al tiempo tan pleno... Tan inseguro, y sin embargo capaz de buscar claridad en la oración, para al final afrontar una situación que le desborda. Tan solo... Descubrirle así, temblando, hace que lo veamos tan cercano... Pero también en el Huerto de los odivos Jesús nos mostró que en la debilidad yen la duda u oS se nace presente y nos da fuerzas para seguir en el camino.

 

Y a ti? ¿Qué te impide avanzar en el camino? ¿Cuáles son tus miedos y dudas?

Fe invitamos a que en un momento de silencio reflexiones sobre ello y hagas como Cristo, y las pongas ante Dios Padre. 

Canto

 

Lectura: Juan 12, 24-26.

 

"En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará."

 

Reflexión: texto Cantalamessa

 

El grano de trigo es, ante todo, Jesús mismo. Como un grano de trigo, Él cayó en tierra en su pasión y muerte, ha reaparecido y ha dado fruto con su resurrección. Potencialmente, el "fruto" es toda la humanidad, porque Él murió por todos, todos han sido redimidos por Él, también quien aún no lo sabe. El pasaje evangélico concluye con estas significativas palabras de Jesús: "Yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí".

 

Después de haber hablado de trigo, Jesús añade: "El que ama su vida la pierde; y el que pierde su vida en este mundo la guardará para una vida eterna". Caer en tierra y morir no es, por lo tanto, sólo el camino para dar fruto, sino también para "salvar la propia vida", esto es, ¡para seguir viviendo! ¿Qué ocurre con el grano de trigo que rechaza caer en tierra? O viene algún pájaro y lo picotea, ose seca o enmohece en un rincón húmedo, o bien es molido en harina, comido y ahí termina todo. En cualquier caso, el grano, como tal, no ha continuado. Si en cambio es sembrado, reaparecerá y conocerá una nueva vida, como en esta estación vemos que ha sucedido con los granos de trigo sembrados en otoño.

 

Hay situaciones, ya en esta vida, sobre las cuales la parábola del grano de trigo arroja una luz tranquilizadora. Tienes un proyecto que te importa muchísimo; por él has trabajado, se había convertido en el principal objetivo en la vida, y he aquí que en poco tiempo lo ves como caído en tierra y muerto. Ha fracasado; o tal vez se te ha privado de él y se ha confiado a otro que recoge sus frutos. Acuérdate del grano de trigo y espera. Nuestros mejores proyectos y afectos (a veces el propio matrimonio de los esposos) deben pasar por esta fase de aparente oscuridad y de gélido invierno para renacer purificados y llenos de frutos. Si resisten a la prueba, son como el acero después de que ha sido sumergido en agua helada y ha salido "templado". Como siempre, constatamos que el Evangelio no está lejos, sino muy cerca de nuestra vida. También cuando nos habla con la historia de un pequeño grano de trigo.

 

Entrega símbolo (posible canto breve)

 

Reflexión: parábola del Sembrador por el Papa Francisco

Recordemos la parábola del sembrador. "Los primeros tres terrenos en los que cae la semilla son improductivos: a lo largo del camino, sobre el terreno pedregoso, yen medio de las zarzas. El cuarto tipo de terreno es el terreno bueno, y solamente ahí la semilla germina y da fruto".

"Jesús no se ha limitado a presentar la parábola, también lo ha explicado a sus discípulos. La primera semilla cae sobre el camino indica a cuantos escuchan el anuncio del Reino de Dios pero no lo reciben".

"La segunda es aquella de la semilla que cae sobre las piedras: representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y la reciben enseguida, pero superficialmente, porque no tiene raíces y son inconstantes; y cuando llegan las dificultades y las tribulaciones, estas personas se abaten enseguida".

El tercer caso, "es aquella de la semilla que cae entre las zarzas: Jesús explica que se refiere a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las preocupaciones mundanas y de las seducciones de la riqueza, permanece sofocada. Finalmente, la semilla que cae en terreno fértil representa a cuantos escuchan la Palabra, la reciben, la cuidan y la comprenden, y esa da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen María".

"Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a los oyentes de Jesús dos mil años atrás. Nos recuerda que nosotros somos el terreno donde el Señor echa incansablemente la semilla de su Palabra y de su Amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos preguntarnos: ¿Cómo esta nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece: a un camino, a un pedregal, a unas zarzas o es tierra buena?"

Canto

 

Peticiones

 

Padrenuestro + oración final

 

Que esta noche de Cáliz amargo, desde la Última Cena hasta lo que tuvo que pasar en los días siguientes, os sirva de ejemplo. Sólo les pido que se amen, que se amen unos a otros como yo lo he hecho.

No hacen falta otras leyes ni otros ritos, que se amen unos a otros, que multipliquéis los encuentros, las ternuras, los abrazos y los besos, y que pongáis en común lo que tenéis, lo que sois. Sólo quiero que se quieran, que se regalen gestos como signo de amistad y amor, así como yo hice con vosotros.

Sé que no es fácil, sé que es difícil mirar con limpio amor a aquellos que nos ofenden y nos hacen daño, pero ahí estaré yo para sosteneros cuando no podáis ni andar, para abrazaros cuando el dolor invada vuestros corazones, para escucharos cuando necesitéis desahogo. Ya os lo dije una vez, no temáis pues estaré con vosotros hasta el final de los tiempos.


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Viernes, 23 de marzo de 2018

Reflexión a las leturas del domingo de Ramos B ofrecida por el sacerdote don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo de Ramos  B

 

El Domingo de Ramos, de tanto arraigo entre nosotros, es el pórtico de la Semana Santa. ¡Cuántas gracias debemos dar al Señor, que nos concede el don inmenso de celebrar un año más, los días de la Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo Jesucristo, que culminan en la Pascua!

No sé si habrá en el mundo una fiesta que se celebre tanto: 40 días de preparación,  la Cuaresma,  y 50 de celebración, La Pascua y el Tiempo Pascual. ¡Así es la fiesta principal de los cristianos!

Y ya sabemos que una fiesta que no se prepara, o no se celebra, o sale mal. Por eso, habrá personas que, en esta Semana Santa, lamenten que el clima espiritual no es muy grande, que debería haber más gente en las celebraciones, que la participación tendría que ser mayor, que el compromiso de vida y el testimonio cristiano son un tanto débiles… Es normal, porque mucha gente no ha celebrado la Cuaresma, o no la ha celebrado bien. Con todo, hemos de pedir a Dios, nuestro Padre, el don de aprovechar, al máximo, estos días santos.

No podemos olvidar que ¡las fiestas de los cristianos tienen punto central, en las celebraciones de la Iglesia y en el corazón de los fieles! Por tanto, estos días no podemos contentarnos con ir a esta o aquella Procesión. Y ya está. No, ¡hay que participar también en las celebraciones de nuestras iglesias! Qué necesidad tenemos de que, poco a poco, vayamos comprendiendo el significado de las procesiones, que no tienen sentido sin conexión con los actos de culto, de los cuales proceden, o a los cuales introducen.

Una de las procesiones más hermosas es la del Domingo de Ramos, que forma parte de la Liturgia del día. En ella, no se trata sólo de recordar la Entrada de Jesús en Jerusalén, sino más bien, de actualizarla, revivirla, y de dar testimonio de que Jesús de Nazaret es el Mesías-Rey, descendiente de David, el Hijo del Altísimo, y al que aclamamos diciendo: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. ¡Se trata de mejorar nuestro seguimiento!

Este día, los judíos llevaban a casa el cordero, que se tenía que sacrificar en la Pascua.  Y, precisamente, este domingo, entra en su casa, en Jerusalén, “el Cordero de la Pascua Nueva”, “el que quita el pecado del mundo”.

En todas las celebraciones de hoy se recuerda y se celebra, de algún modo, la Entrada de Jesús en Jerusalén: con la Procesión, en torno a la Misa principal o, de una manera más sencilla, según convenga al mejor servicio de la comunidad, que se reúne. A continuación, tiene lugar “la Misa de Pasión”, cuya lectura más importante es la Pasión del Señor según el evangelista de cada año; éste, la de S. Marcos.

De este modo, el Domingo de Ramos nos centra en la Semana Santa: La Entrada triunfal de Cristo en Jerusalén prefigura su Resurrección gloriosa, que celebraremos, llenos de alegría, el Domingo de Pascua; y la Misa de Pasión nos centra en la Cruz o, mejor, en la Pasión del Señor, que es el centro de la semana.

El Santo Hermano Pedro recordaba que su madre lloraba cuando se leía estos días, en casa, el relato de la Pasión de Jesucristo. Y así sucedía a mucha gente en los siglos pasados. ¡No deberíamos olvidarlo!

Termino con el deseo ferviente de que, ante el don de Dios, que constituye la Semana Santa para todos y cada uno de nosotros, sepamos corresponder acogiendo al Señor en nuestro corazón, especialmente, por la recepción de los sacramentos, y transmitiendo, de un modo o de otro, su mensaje, con un testimonio convincente, de palabra y de vida.                   

 

                                                                         ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!

 


Publicado por verdenaranja @ 18:03  | Espiritualidad
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DOMINGO DE RAMOS EN LA PASIÓN DEL SEÑOR

MONICIONES 

 

 

PRIMERA LECTURA

En la Pasión, Jesús se nos presenta como el Siervo doliente del Padre, como se había profetizado. Es lo que vamos a escuchar en la primera lectura. 

SALMO RESPONSORIAL

El sufrimiento se considera, muchas veces, como un abandono de Dios. Sin embargo, el cristiano le invoca, desde lo profundo de corazón, sabiendo que Él le escucha y le ama, y, después de la dificultad, llegará, de nuevo, la dicha y la alegría. 

SEGUNDA LECTURA

                                Escuchemos ahora, con atención y con fe, una síntesis preciosa de la vida de Cristo, que solemos recordar con frecuencia: Él no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se anonadó tomando la forma de siervo, hasta la muerte. Por lo cual fue exaltado y glorificado por su Resurrección. 

TERCERA LECTURA

En el centro de nuestra celebración de hoy, escuchamos ahora el relato estremecedor de la Pasión de Jesús según San Marcos. ¡Él muere en un acto supremo de amor y de fidelidad! ¡De su Cruz nos viene la salvación y la vida!   

Por eso le aclamamos ahora, disponiéndonos a escuchar y contemplar su entrega. 

COMUNIÓN

En la Comunión recibimos a Jesucristo, al que hemos contemplado hoy, aclamado en la Ciudad Santa de Jerusalén. Abramos las puertas de nuestro corazón al Redentor, pobre, despreciado, crucificado un día, pero resucitado y glorioso ahora.

Pidámosle que nos ayude a aprovechar al máximo esta Semana Santa


Publicado por verdenaranja @ 17:59  | Liturgia
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Comentario litúrgico del Domingo de Ramos por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.(zenit)

DOMINGO DE RAMOS

Ciclo B

Textos: Is 50, 4-7; Fp 2, 6-11; Mc 14, 1 – 15, 47: Pasión según Marcos.

Idea principal: Cruz y gloria van juntos en nuestra vida, como en la vida de Cristo.

Síntesis del mensaje: Entramos hoy en la “Semana Santa” o “Semana Mayor”, que es mitad cuaresma (hasta la Eucaristía del Jueves) y mitad Triduo Pascual (desde esa Eucaristía hasta la Vigilia Pascual y luego todo el domingo). Y entramos envueltos en una paradoja: procesión con hosannas y aplausos victoriosos y la pasión con llantos compartidos.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, la Cruz está ahí pendiente, como espada de Damocles, desde que nacemos hasta que morimos, porque somos seguidores de Cristo y la única señal del cristiano es la santa Cruz. Así aprendimos en el catecismo de nuestra infancia. El lema de los cartujos nos confirma que muchas cosas cambiarán, pero ahí está la Cruz siempre firme:“Stat Crux dum volvitur orbis” (la Cruz está constante y en pie, mientras el mundo cambia). Nuestro mundo es un bosque de cruces morales, físicas, afectivas…., diarias, personales, familiares, sociales, políticas…, nacionales, internacionales, planetarias. Y en cada una, un cristo: el prisionero sin esperanza, el revolucionario fracasado, el condenado por SIDA, el mártir de las estructuras opresoras sin poder revolucionarlas, la madre del drogadicto, el hijo abusado por un pedófilo, el moribundo por falso diagnóstico. Cruces y más cruces: los 15 millones y pico de leprosos; los 800 millones de analfabetos, los 1.500 millones sin derechos humanos, los 3.500 millones de hambrientos en un mundo hoy con 5.800 millones de inquilinos. La terrible historia de la cruz del sufrimiento humano: injusticia, desigualdad, miseria social, enfermedades, culpas, destino ciego, maldad absurda. Oleaje sin fin de sangre, sudor y lágrimas, dolor, tristeza y miedo, abandono, desesperación y muerte. Y, Tú, Cristo, ¿qué nos dices, qué haces? Sólo el Padre responde: “Mira a mi Hijo en la cruz, y atrévete a rezar gritando, pero no a blasfemar”.

En segundo lugar, pero esa Cruz es el Árbol de la Vida, del que pendió Cristo Redentor, Victorioso y Salvador. Cruz para llegar a la Gloria. Hay una cruz ciclópea y gris en California, alzada en las colinas de Los Ángeles: al amanecer por las montañas alarga su sombra sobre las playas mundanales de Malibú y, al marcharse el sol hacia Hawai, Samoa y Pago-Pago, proyecta su sombra perdonadora sobre los chalets de los dioses y diosas de Hollywood. Hay una cruz cobriza, clavada en la cumbre fronteriza de Suiza, Alemania y Austria –en el Zugspitze, 2.960 metros-, que en verano destella al sol y en invierno se abriga de hielo, y que allí señala a los alpinistas de la vida la última cumbre por conquistar: el cielo. El navegante portugués Vasco de Gama en 1498 hincó una cruz roja en las costas de Kenia, y cuando Francisco Javier la vio de camino a la India escribió a sus hermanos jesuitas de Roma: “En verla, sólo Dios sabe cuánta consolación recibimos, conociendo cuán grande es la virtud de la cruz, viéndola así sola y con tanta victoria entre tanta morería”. Sí, la cruz nos trae la victoria de Cristo sobre el pecado, el demonio y la muerte. Por eso podemos cantar “Hosannas”, aunque la cruz penda del techo de nuestra vida, porque la cruz es remedio y medicina, es alivio y consuelo, si la llevamos con Cristo. La cruz vendrá acompañada de Pascua, no lo olvidemos. Así leemos en la monición de entrada hoy, antes de la procesión: “recordando con fe y devoción la entrada triunfal de Jesucristo en la ciudad santa, le acompañemos con nuestros cantos, para que, participando ahora de su cruz, merezcamos un día tener parte en su resurrección y en su vida”. Hosannas cantamos cuando alguien se casa ante el altar del Señor, o una pareja tiene un niño, o ese matrimonio se reconcilia, o ese joven se gradúa con excelente nota o se ordena de sacerdote, o supera una operación complicada, o esa religiosa entra en el convento después de algunas dificultades o hace sus votos solemnes. Hosannas debemos entonar cuando un pecador vuelve a Dios o perdona a su enemigo.

Finalmente, comencemos esta Semana Santa con los mismos sentimientos de Cristo Jesús, como nos recomienda san Pablo en la segunda lectura de hoy: aceptación del plan de Dios con obediencia heroica, amor infinito y misericordioso para con los hombres. Llevemos nuestra cruz mirando de reojo a Cristo, que camina a nuestro lado, compartiendo su cruz con nuestros hermanos que también sufren y llevan su cruz, al igual que nosotros. 

Para reflexionar: ¿Cómo llevo mi cruz? ¿A regañadientes y protestando, con paciencia y resignación, con amor y unida a Cristo?

Para rezar: Te saludo, oh cruz, mi única esperanza. En tu cruz, Señor, quiero poner mis astillas y mis pequeñas cruces, consciente de que a la Gloria llegaré a través de la cruz.

Para cualquier duda o pregunta, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]

 


Publicado por verdenaranja @ 17:53  | Espiritualidad
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El Santo Padre ha celebrado esta mañana, en el primer día de la primavera, 21 de marzo, la Audiencia general, a las 9:30 horas en la Plaza de San Pedro, para miles de peregrinos y fieles de Italia y de todo el mundo. (ZENIT – 21 marzo 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Y hoy es el primer día de la primavera: ¡buena primavera! ¿Pero qué pasa en primavera? Las plantas florecen, los árboles florecen. Os haré algunas preguntas. Un árbol o una planta enfermos, ¿florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que no es regada por la lluvia o artificialmente, ¿puede florecer bien? No. Y un árbol y una planta de la que se han arrancado las raíces o que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero sin raíces, ¿se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en obras de caridad, en hacer el bien. Pero si no tienes raíces, no podrás florecer, y la raíz ¿quién es? Jesús! Si no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera sea una primavera florida para vosotros, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi país: “Lo que el árbol tiene de flor, viene de lo que tiene enterrado”. Nunca cortéis las raíces con Jesús.

Y continuemos ahora con la catequesis de la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, se ordena a la Comunión, es decir a unirnos con Jesús. La comunión sacramental, no la comunión espiritual, que puedes hacer en casa diciendo: “Jesús, yo querría recibirte espiritualmente”. No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la Eucaristía para alimentarnos de Cristo, que se nos da tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a él. Lo dice el Señor mismo: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y Yo en él “(Jn 6:56). Efectivamente, el gesto de Jesús  que dio a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre en la Última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles, invitándolos a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan en el altar sagrado: “Bienaventurados los invitados a la Cena del Señor: este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Inspirado por un paso del Apocalipsis – “Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero” (Ap 19,9): dice “bodas” porque Jesús es el esposo de la Iglesia, – esta invitación nos llama a experimentar la unión íntima con Cristo, fuente de alegría y santidad. Es una invitación que alegra y al mismo tiempo empuja a un examen de conciencia iluminado por la fe. Si, por un lado, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por otra, creemos que su Sangre es “derramada para la remisión de los pecados”. Todos nosotros hemos sido perdonados en el bautismo, y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y ¡no lo olvidéis! Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvífico de esta Sangre, San Ambrosio exclama: “Yo que siempre peco, siempre debo disponer de la medicina” (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446A). En esta fe, también nosotros dirigimos la mirada al Cordero de Dios que quita los pecados del mundo y le invocamos: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”. Esto lo decimos en cada misa.

Si somos nosotros los que vamos en procesión para hacer la Comunión, nosotros vamos en procesión hacia el altar para comulgar, en realidad es Cristo quien viene a nosotros para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús!. Alimentarse de la Eucaristía significa dejarse cambiar en cuanto recibimos. San Agustín nos ayuda a entenderlo, cuando nos habla de la luz que recibió cuando sintió que Cristo le decía: “Yo soy el alimento de los grandes. Crece, y me comerás. Y no serás tú el que me transformará en ti, como el alimento de tu carne; sino que tú serás transformado en mí “(Confesiones VII, 10, 16: PL 32, 742). Cada vez que comulgamos, nos asemejamos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Así como el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre del Señor, del mismo modo los que los reciben con fe se transforman en Eucaristía viviente. Al sacerdote que, cuando distribuye la Eucaristía, te dice: “El Cuerpo de Cristo”, tu respondes: “Amén”, es decir, reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en el Cuerpo de Cristo. Porque cuando tu recibes la Eucaristía te vuelves cuerpo de Cristo. ¡Es hermoso esto; es muy hermoso! Al mismo tiempo que nos une a Cristo, arrancándonos de nuestro egoísmo, la Comunión nos abre y nos une a todos aquellos que son uno en Él. Este es el prodigio de la Comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!

La Iglesia desea fervientemente que los fieles también reciban el Cuerpo del Señor con las hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico es más completo si la santa Comunión se hace bajo las dos especies, aun sabiendo que la doctrina católica enseña que también bajo una sola de las dos especies se recibe a  Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la práctica eclesial, el fiel se acerca a la Eucaristía normalmente en forma de procesión, como hemos dicho, y comulga de pie con devoción, o de rodillas, tal como establece la Conferencia Episcopal, recibiendo el Sacramento en la boca o, donde haya sido concedido, en la mano, según desee (ver OGMR, 160-161). Después de la Comunión, nos ayuda a custodiar en nuestros corazones el don recibido el silencio, la oración silenciosa. Alargar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, así como un salmo o un himno de alabanza (IGMR, 88) que nos ayude a estar con el Señor. (véase IGMR, 88).

La Liturgia Eucarística se concluye con la oración después de la Comunión. En ella, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para agradecerle de habernos hecho invitados suyos y para pedir que lo que se ha recibido transforme nuestra vida. La Eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras y para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que “el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección” (Misal Romano, miércoles de la 5ª semana de Cuaresma). Acerquémonos a la Eucaristía: recibir a Jesús que nos transforma en Él nos hace más fuertes. ¡Qué bueno y qué grande es el Señor!.


Publicado por verdenaranja @ 17:49  | Habla el Papa
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Durante la celebración, el Papa como obispos a tres recién nombrados nuncios apostólicos, elevados a la dignidad de arzobispo: Mons. Waldemar Stanisław Sommertag, polaco, nuncio apostólico en Nicaragua; Mons. Alfred Xuereb, maltés, nuncio apostólico en Corea y Mongolia; Mons. José Avelino Bettencourt, portugués-canadiense, nuncio apostólico en Armenia. (ZENIT – 19 marzo 2018)

Homilía del Papa Francisco

Hermanos e hijos queridísimos:

Nos hará bien reflexionar atentamente a qué alta responsabilidad eclesial son promovidos estos hermanos nuestros. Nuestro Señor Jesucristo enviado por el Padre para redimir a los hombres mandó a su vez al mundo a los doce Apóstoles, para que llenos del poder del Espíritu Santo anunciaran el Evangelio a todos los pueblos y, reuniéndoles bajo un único pastor, les santificaran y les guiaran a la salvación.

Con el fin de perpetuar de generación en generación este ministerio apostólico, los Doce agregaron colaboradores transmitiéndoles, con la imposición de las manos, el don el Espíritu recibido de Cristo, que confería la plenitud del sacramento del Orden. Así, a través de la ininterrumpida sucesión de los obispos en la tradición viva de la Iglesia, se conservó este ministerio primario y la obra del Salvador continúa y se desarrolla hasta nuestros tiempos. En el obispo, circundado por sus presbíteros, está presente en medio de vosotros el mismo Señor Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.

Es Cristo, en efecto, que en el ministerio del obispo sigue predicando el Evangelio de salvación y santificando a los creyentes mediante los sacramentos de la fe. Es Cristo que en la paternidad del obispo acrecienta con nuevos miembros su cuerpo, que es la Iglesia. Es Cristo que en la sabiduría y prudencia del obispo guía al pueblo de Dios en la peregrinación terrena hasta la felicidad eterna.

Acojan, por tanto, con alegría y gratitud a estos hermanos nuestros, que nosotros obispos con la imposición de las manos asociamos hoy al colegio episcopal. Denles el honor que se merecen los ministros de Cristo y los dispensadores de los misterios de Dios, a quienes se les confía el testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Recuerden las palabras de Jesús a los Apóstoles: «Quien a vosotros escucha, a mí me escucha; quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado».

En cuanto a ustedes, hermanos queridos, elegidos por el Señor, piensen que han sido elegidos entre los hombres y para los hombres, han sido constituidos en las cosas que se refieren a Dios. No para otras cosas. No para los negocios, no para la mundanidad, no para la política. «Episcopado», en efecto, es el nombre de un servicio, no de un honor. Porque al obispo le compete más servir que dominar, según el mandamiento del Maestro: «el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve». Huyan de la tentación de convertirse en príncipes.

Anuncien la Palabra en toda ocasión: a tiempo y a destiempo. Adviertan, reprochen, exhorten, con toda magnanimidad y doctrina. Y mediante la oración y el ofrecimiento del sacrificio por su pueblo, tomen de la plenitud de la santidad de Cristo la multiforme riqueza de Dios. La oración del obispo: la primera tarea del obispo. Cuando fueron donde los apóstoles las viudas de los helenistas a lamentarse porque no se preocupaban tanto de ellas, se reunieron y , con la fuerza del Espíritu Santo, inventaron el diaconado. Y Pedro, cuanto explica esto, ¿qué dice? “Ustedes hacen esto, esto y esto; a nosotros, la oración y el anuncio de la Palabra”. La primera tarea del obispo es la oración. Un obispo que no reza no cumple con su deber, no llena su vocación.

En la Iglesia que se les confía, sean fieles custodios y dispensadores de los misterios de Cristo. Puestos por el Padre en la guía de su familia, sigan siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas, ellas le conocen y por ellas no dudó en dar la vida.

Amen con amor de padre y de hermano a todos aquellos que Dios les confía. Ante todo, a los presbíteros y a los diáconos, sus colaboradores en el ministerio. Cercanía a los presbíteros, por favor: que puedan encontrar el obispo el mismo día o máximo al día siguiente en que los buscan. Cercanía a los sacerdotes. Pero también cercanía a los pobres, a los indefensos y a cuantos tienen necesidad de acogida y de ayuda. Exhorten a los fieles a cooperar en el compromiso apostólico y escúchenles de buen grado.

Presten viva atención a cuantos no pertenecen al único rebaño de Cristo, porque ellos también les han sido confiados en el Señor. Recuerden que en la Iglesia católica, reunida en el vínculo de la caridad, están unidos al Colegio de los obispos y deben llevar en ustedes la solicitud por todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las más necesitadas de ayuda.

Y velen: velen con amor por todo el rebaño donde el Espíritu Santo los pone para guiar a la Iglesia de Dios. Y esto háganlo en el nombre del Padre, de quien hacen presente la imagen; en el nombre de Jesucristo, su Hijo, por quien han sido constituidos maestros, sacerdotes y pastores. Y en el nombre del Espíritu Santo que da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.

 


Publicado por verdenaranja @ 17:36  | Habla el Papa
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Palabras del Papa antes del Ángelus (ZENIT – 18 marzo 2018)

¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!.

El Evangelio de hoy (Jn 12, 20-33)  narra un episodio que tuvo lugar en los últimos días de la vida de Jesús. La escena tiene lugar en Jerusalén, donde él se encuentra para la fiesta de la Pascua judía.

Para esta celebración ritual llegaron también algunos griegos, se trata de hombres animados por sentimientos religiosos, atraídos por la fe del pueblo judío, quienes habiendo oído hablar de este gran profeta, se acercan a Felipe, uno de los doce apóstoles, y le dicen, “queremos ver a Jesús” (v. 21). Juan enfatiza esta frase, centrada en el verbo ver, que, en el vocabulario del evangelista significa ir más allá de las apariencias para captar el misterio de una persona. El verbo que utiliza Juan, “ver”, es llegar hasta el corazón, llegar, por la vista, por la comprensión, hasta lo íntimo de la persona, al interior de la persona.

La reacción de Jesús es sorprendente. Él no responde con un “sí” o  un “no”, sino que dice: “La hora ha llegado para el Hijo del hombre de ser glorificado” (v. 23). Estas palabras, que a simple vista, parecen ignorar la cuestión de los griegos, en realidad dan la respuesta verdadera porque quién quiere conocer a Jesús debe mirar al interior de la cruz, dónde se revela su Gloria.

Mirar al interior de la cruz. El Evangelio de hoy nos invita a dirigir nuestra mirada hacia el crucifijo, que no es un objeto ornamental o un accesorio de vestir, del que ¡a veces se abusa!, sino que es un signo religioso al cual contemplar y comprender.

En la imagen de Jesús crucificado se revela el misterio de la muerte del Hijo como supremo acto de amor, fuente de vida y salvación para la humanidad de todos los tiempos. En sus llagas hemos sido curados.

Puedo pensar “¿Cómo miro el crucifijo?, ¿Como una obra de arte para ver si es bello o no? ¿O miro al interior, entro en las llagas de Jesús hasta su corazón? ¿Miro el misterio del Dios aniquilado hasta la muerte, como un esclavo, como un criminal? “no os olvidéis de esto: Mirad el crucifijo, pero mirarlo desde el interior. Está esta bella devoción de rezar un Padre nuestro a cada una de las cinco llaga: Cuando rezamos este Padre nuestro, tratamos de entrar a través de las llagas de Jesús, al interior, precisamente a su corazón.  Y aquí aprenderemos la gran sabiduría del misterio de Cristo, la gran sabiduría de la Cruz.

Y para explicar el significado de su muerte y de su resurrección, Jesús emplea una imagen y dice: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo; pero si muere da mucho fruto”. Quiere hacer comprender que su vivencia extrema, es decir la cruz, muerte y resurrección es un acto de fecundidad, sus llagas nos han curado, una fecundidad que dará fruto para muchos. De esta manera se compara a si mismo con el grano que muere en la tierra y genera vida nueva. Con la encarnación Jesús ha venido a la tierra; pero esto no vasta: Él debe también morir para rescatar a los hombres de la esclavitud del pecado y darles una nueva vida reconciliada en el amor. He dicho: “para rescatar a los hombres”, pero para recatarte a ti, a mí, a cada uno de nosotros, Él ha pagado este precio. Este es el misterio de Cristo. Ve a sus llagas, entra, contempla; mira a Jesús, pero desde el interior.

Y este dinamismo del grano de trigo, que se cumple en Jesús, debe realizarse también en nosotros, sus discípulos: estamos llamados a hacer nuestra esta ley pascual, de perder la vida para recibir la nueva y también eterna. ¿Y qué significa perder la vida? es decir, ¿Qué significa ser el grano de trigo? Significa pensar menos en sí mismos, en los intereses personales y saber “ver “y salir al encuentro de las necesidades de nuestro prójimo, en especial de los marginados, cumplir con alegría obas de caridad hacia cuantos sufren en el cuerpo y en el espíritu es el modo más auténtico de vivir el Evangelio, es el fundamento necesario para que nuestras comunidades crezcan en la fraternidad y en la acogida recíproca.

Quiero ver a Jesús, pero verlo desde dentro, entra por sus llagas y contempla aquel amor de su corazón, para ti, para mí, para todos.

La Virgen María, que ha tenido siempre la mirada de su corazón fija en su Hijo, desde Belén hasta la cruz del Calvario, nos ayude a encontrarlo y a conocerlo así como Él quiere, para que podamos vivir iluminados por Él, y podamos llevar al mundo frutos de justicia y de paz.

© Traduction de ZENIT, Raquel Anillo

 

 


Publicado por verdenaranja @ 17:32  | Habla el Papa
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El Papa Francisco y los sacerdotes de la Curia Romana asistieron esta mañana, 16 de marzo de 2018, a la 4ª charla del predicador de la Casa Pontificia, en la capilla Redemptoris Mater del Palacio Apostólico. (ZENIT – 16 marzo 2018)

«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»

La obediencia a Dios en la vida cristiana

1. El hilo de lo alto

Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).

A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.

Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.

La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.

La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.

Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.

Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.

Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.

La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.

Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer. 

2. La obediencia de Cristo

Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).

El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!

Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.

La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.

La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».

3. La obediencia como gracia: el bautismo

En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:

«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).

Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».

Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).

De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!

La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.

4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo

En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.

Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).

Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.

El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).

Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?

La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.

Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.

También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.

Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.

5. Una obediencia abierta siempre y a todos

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.

He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).

En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios»[1].

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.

Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).

También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí […]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:

«He aquí que vengo.

En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.

Mi Dios lo quiero,

tu ley está en lo profundo de mi corazón».

Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

[1] S. Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 4, 1.


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Viernes, 16 de marzo de 2018

Reflexión a las lecturas del domingo quinto de Cuaresma B ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Párez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 5º de Cuaresma B

 

No conocemos la identidad de aquellos griegos que quieren ver a Jesús. En aquellos tiempos  existían gentiles que practicaban la religión de Israel; el Evangelio de hoy nos presenta a dos de ellos, que vienen a la fiesta de Pascua. ¡Y quieren ver a Jesús! Y se acercan a un discípulo de nombre griego, Felipe, y Felipe y Andrés, que también tiene nombre griego,  van a decírselo a Jesús. La expresión de S. Juan “queremos ver a Jesús”, apunta a algo más que una simple mirada física”, buscan un encuentro con Él.

     Parece como si San Juan quisiera señalar aquí la universalidad de la salvación, que Cristo nos trae. Pero el texto no nos dice nada de lo que pasó con los griegos, sino que nos presenta este hecho como la señal de que ha llegado la “Hora de Jesús”.

     Hasta entonces, todos los intentos de detener a Jesucristo habían fracasado “porque no había llegado su hora”. De este modo manifiesta su poder sobre los acontecimientos y, sobre todo, que a Él nadie le quita la vida, sino que la entrega libremente (Jn 10,18).  

     Y cuando llega su hora, ya no hay vuelta atrás. Cristo habla del significado profundo de su hora con siete imágenes o pequeñas enseñanzas, que nos presenta el Evangelio.

     Ya sabemos que la hora de Jesús es la llegada de su Pasión, Muerte y Resurrección. Su glorificación comienza en la Cruz, porque la Muerte de Cristo no es el final de todo, un fracaso total, del que se ha presentado como el Mesías esperado, sino que es sólo camino, paso, Pascua, “para entrar en su gloria” como dirá a los discípulos de Emaús.

     Su condición humana “se agita” ante un sufrimiento tan terrible, pero su voluntad se inclina ante la voluntad del Padre, porque para eso ha venido. Y se pone en manos del que lo va a glorificar. Por eso, dice: “Y cuando yo sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”; y también: “Ahora va a ser juzgado el mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser echado fuera”.

     De esta forma, se establece la nueva alianza de Dios con su pueblo, de la que habla la primera lectura. Y cada vez que celebramos la Eucaristía, se actualiza nuestra alianza con el Padre, en la sangre de Cristo; por eso nuestra participación en la Eucaristía tiene que hacernos mejores, pues renovamos nuestro sí a los mandatos del Señor.

     Por todo ello, Jesús compara su entrega, al grano de trigo, que si quiere  convertirse en una preciosa espiga, tiene que morir, ser transformado en el surco. Al mismo tiempo, nos enseña que recibimos el don de la vida para entregarla, de un modo o de otro, por un camino o por otro; no para “quemarla” en la hoguera de nuestro egoísmo.

     ¡Qué fuerza tiene la expresión “Donde esté yo, allí estará también mi servidor”; Y también, “a quien me sirva, el Padre le premiará!”

     A la victoria, a la glorificación de Cristo por su Misterio Pascual, alude también la segunda lectura cuando dice  que Cristo, “a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte;  y, llevado a la consumación, se ha convertido para los que le obedecen en autor de salvación eterna”.

     En esta semana –llamada durante mucho tiempo “de Pasión”- y en la Semana Santa, se nos invita, se nos urge a “mirar” la Cruz del Señor. Ojalá que esta contemplación nos lleve al encuentro con el Cristo vivo de los sacramentos.

     ¡Y no podemos olvidar que, en nuestros días, siguen existiendo muchos “griegos” que quieren ver a Jesús!                                               

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 21:24  | Espiritualidad
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  DOMINGO V DE CUARESMA B

 MONICIONES

 

PRIMERA LECTURA

                Durante los domingos de Cuaresma, la primera lectura nos ha venido presentando distintas alianzas de Dios con los hombres, a través de Noé, Abrahán y Moisés. Vamos a escuchar ahora el anuncio de una alianza nueva, que nos hace el Profeta, y que tendrá su cumplimiento en la Cruz del Señor. 

SEGUNDA LECTURA

                Jesucristo es obediente a la voluntad del Padre hasta la muerte. De esta manera, se ha convertido para todos en “Autor de salvación eterna”. 

TERCERA LECTURA

                Jesús sabe que la entrega y sólo la entrega hasta la muerte, da siempre fruto. Con esta certeza subirá a la Cruz, una Cruz que será Él fuente de glorificación, y, para nosotros, fuente de salvación y de vida. 

COMUNIÓN

                Decir amén al Cuerpo de Cristo en la Comunión, es el punto culminante de la renovación de la Nueva Alianza con Dios, en la Sangre de Cristo, que se actualiza entre nosotros, cada vez que celebramos la Eucaristía.

                Pidámosle que nos ayude a ser fieles, en la vida de cada día, a la alianza, al pacto sagrado, que estamos renovando en el altar.


Publicado por verdenaranja @ 21:19  | Liturgia
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Reflexión de José Antonio Pagola al evangelio del domingo quinto de cuaresma B 

CONFIANZA ABSOLUTA

 

Nuestra vida discurre, por lo general, de manera bastante superficial. Pocas veces nos atrevemos a adentrarnos en nosotros mismos. Nos produce una especie de vértigo asomarnos a nuestra interioridad. ¿Quién es ese ser extraño que descubro dentro de mí, lleno de miedos e interrogantes, hambriento de felicidad y harto de problemas, siempre en búsqueda y siempre insatisfecho?

¿Qué postura adoptar al contemplar en nosotros esa mezcla extraña de nobleza y miseria, de grandeza y pequeñez, de finitud e infinitud? Entendemos el desconcierto de san Agustín, que, cuestionado por la muerte de su mejor amigo, se detiene a reflexionar sobre su vida: «Me he convertido en un gran enigma para mí mismo».

Hay una primera postura posible. Se llama resignación, y consiste en contentarnos con lo que somos. Instalarnos en nuestra pequeña vida de cada día y aceptar nuestra finitud. Naturalmente, para ello hemos de acallar cualquier rumor de trascendencia. Cerrar los ojos a toda señal que nos invite a mirar hacia el infinito. Permanecer sordos a toda llamada proveniente del Misterio.

Hay otra actitud posible ante la encrucijada de la vida. La confianza absoluta. Aceptar en nuestra vida la presencia salvadora del Misterio. Abrirnos a ella desde lo más hondo de nuestro ser. Acoger a Dios como raíz y destino de nuestro ser. Creer en la salvación que se nos ofrece.

Solo desde esa confianza plena en Dios Salvador se entienden esas desconcertantes palabras de Jesús: «Quien vive preocupado por su vida la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella la conservará para la vida eterna». Lo decisivo es abrirnos confiadamente al Misterio de un Dios que es Amor y Bondad insondables. Reconocer y aceptar que somos seres «gravitando en torno a Dios, nuestro Padre. Como decía Paul Tillich, «aceptar ser aceptados por él».

José Antonio Pagola

 

Domingo 5 de Cuaresma – B (Juan 12,20-33)

Evangelio del 18 / Mar / 2018


Publicado por verdenaranja @ 14:11  | Espiritualidad
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Dedicada a la fracción del Pan y a la oración del ‘Padre Nuestro’, Francisco ha ofrecido esta mañana, a las 9:50 horas, la 12ª catequesis del ciclo sobre la Eucaristía, en la Audiencia General, celebrada en la plaza de San Pedro del Vaticano. (ZENIT – 14 marzo 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos la catequesis sobre la santa misa. En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz de vino, y dio gracias a Dios, sabemos que “partió el pan”. A esta acción corresponde, en la Liturgia eucarística de la misa, la fracción del Pan, precedida por la oración que el Señor nos ha enseñado, o sea, el “Padre nuestro”.

Y así comienzan los ritos de Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la Plegaria Eucarística con el rezo comunitario del “Padre Nuestro”. Esta no es una de las tantas oraciones cristianas, sino que es  la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos ha enseñado Jesús. De hecho, dado el día de nuestro bautismo, el “Padre Nuestro” hace que resuenen en nosotros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Cuando rezamos el “Padre nuestro” rezamos como rezaba Jesús. Es la oración que hacía Jesús y nos la enseñó a nosotros; cuando los discípulos le dijeron: “Maestro, enséñanos a rezar como rezas tú”. Y Jesús rezaba así. Es muy bello rezar como Jesús. Formados en su divina enseñanza, nos atrevemos a recurrir a Dios llamándolo “Padre”, porque hemos renacido como hijos suyos a través del agua y del Espíritu Santo (véase Ef. 1: 5). Nadie, en verdad, podría llamarlo familiarmente “Abbá” –Padre- sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña San Pablo (ver Rom 8:15). Tenemos que pensar: ninguno puede llamarlo “Padre” sin la inspiración del Espíritu. ¡Cuántas veces hay gente que dice “Padre nuestro”, pero no sabe lo que dice!. Porque sí, es el Padre, pero ¿tú sientes que cuándo dices “Padre”, Él es el Padre, tu Padre, el Padre de la humanidad, el Padre de Jesucristo? ¿Tú tienes una relación con este Padre? Cuando rezamos el “Padre nuestro” nos unimos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da esta unión, este sentimiento de ser hijos de Dios.

¿Qué mejor oración que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con él? El “Padre Nuestro” se reza, además de en la misa, por la mañana y por la noche en laudes y vísperas; de esta manera, la actitud filial hacia Dios y de  fraternidad con el prójimo contribuyen a dar una forma cristiana a nuestros días.

En la Oración del Señor –en el “Padre nuestro”– pedimos “el pan de cada día”, en el que vemos una referencia específica al Pan eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también “el perdón de nuestras ofensas”, y para que seamos dignos de recibir el perdón nos comprometemos a perdonar a quienes nos han ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: “Señor, enséñame a perdonar como tú me has perdonado”. Es una gracia, con nuestras fuerzas no podemos: perdonar es una gracia del Espíritu Santo. Por lo tanto, mientras abre nuestros corazones a Dios, el “Padre Nuestro” también nos dispone al amor fraterno. Finalmente, pedimos nuevamente a Dios que nos “libre del mal” que nos separa de él y nos divide de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión (ver Instrucción General del Misal Romano, 81).

De hecho, lo que pedimos en el “Padre Nuestro” se prolonga con la oración del sacerdote que, en nombre de todos, suplica: “Líbranos, Señor, de todos los males, concede la paz en nuestros días”. Y después recibe una especie de sello en el rito de la paz: En primer lugar, se invoca de Cristo que el don de su paz (cf. Jn 14,27) –tan diferente de la paz del mundo– haga que la Iglesia crezca en la unidad y la paz según su voluntad; luego, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos “la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental.” (IGMR, 82). En el rito romano, el intercambio del signo de la paz, colocado desde la antigüedad antes de la comunión, se ordena a la comunión eucarística. De acuerdo con la advertencia de San Pablo, no se puede compartir el mismo pan que nos hace un solo cuerpo en Cristo, sin reconocerse pacificados por el amor fraterno (cf. 1 Cor 10,16-17; 11,29). La paz de Cristo no puede echar raíces en un corazón incapaz de vivir la fraternidad y de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a los que nos han ofendido.

El gesto de la paz es seguido por la fracción del Pan, que desde los tiempos apostólicos dio su nombre a toda la celebración de la Eucaristía (cf. IGMR, 83; Catecismo de la Iglesia Católica, 1329). Hecho por Jesús durante la Última Cena, partir el pan es el gesto revelador que hizo que los discípulos lo reconocieran después de su resurrección. Recordemos a los discípulos de Emaús, quienes, hablando del encuentro con el Resucitado, relatan “cómo lo reconocieron al partir el pan” (cf. Lc 24,30-31,35).

La fracción del Pan eucarístico va acompañada de la invocación del “Cordero de Dios”, figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús “al que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). La imagen bíblica del cordero habla de redención (véase Ex 12: 1-14, Is 53: 7, 1 Pt. 1:19, Ap 7:14). En el pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, que es Cristo Redentor, y le ruega: “Ten piedad de nosotros … danos la paz”.

“Ten piedad de nosotros”, “danos  la paz” son invocaciones que, desde la oración del “Padre Nuestro” a la fracción del pan, nos ayudan a prepararnos para participar en el banquete eucarístico, fuente de comunión con Dios y con los hermanos.

No olvidemos la gran oración: la que nos ha enseñado Jesús y que es la oración con que Él rezaba al Padre. Y esta oración nos prepara a la Comunión.

© Librería Editorial Vaticano


Publicado por verdenaranja @ 14:06  | Habla el Papa
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Comentario litúrgico del V Domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, legionario de Cristo, Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. (zenit)

V DOMINGO DE CUARESMA
Ciclo B
Textos: Jr 31, 31-34; Hb 5, 7-9; Jn 12, 20-33

Idea principal: Ya va llegando la Hora de Jesús. 

Síntesis del mensaje: En tres domingos sucesivos la liturgia nos presenta unos símbolos para entender mejor el misterio de la Pascua del Señor, la Hora de Jesús: el templo que Él reedificará en tres días (domingo 3), la serpiente levantada que cura a quien la mira con fe (domingo 4) y hoy el grano de trigo. Misterio pascual que implica muerte y resurrección.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, hace más de 2.000 años le llegó la Hora a Dios: “Ha llegado la hora…me siento agitado. ¿Le pido al Padre que pare el reloj del Plan de salvación?” (evangelio). Gritó, lloró (segunda lectura). Pero el Padre no movió el dedo, no paró el reloj, no adelantó las manecillas. Simplemente, dejó que se cumpliera la Hora. Y el Hijo fue detenido, procesado, condenado, ejecutado. Así se cumplió la Hora de la salvación del género humano. No es la hora del calendario civil. Es la Hora en lengua bíblica, es decir, el designio de Dios, el plan de Dios, en una palabra, la voluntad de Dios. Y Jesús afrontó esa Hora con decisión, con valentía, con obediencia, con amor, pero sin ahorrar dolor y sufrimiento en el cuerpo, en el alma, en el espíritu.

En segundo lugar, muchos de nuestros hermanos están atravesando en este momento la Hora amarga: sufrimientos personales, familiares, sociales, políticos, económicos, nacionales, internacionales, planetarios. Hora permitida por Dios, pero muchas veces querida por hombres sin escrúpulos y sin el santo temor. Ya apuntó el Papa Francisco algunas de esas espinas en su exhortación “Evangelii gaudium”: economía de la exclusión, idolatría del dinero, dinero que gobierna en vez de servir, inequidad que genera violencia, persecución de cristianos, indiferencia relativista, familias destruidas y frágiles en sus vínculos. Otras cruces duras que son el pan nuestro de cada día. ¿Qué le digo yo a una viuda de corazón enlutado, al padre de cinco hijos condenado a muerte de cáncer, a la muchachita a quien el muy galán dejó al pie del altar vestida y alborotada, a la familia con hijo drogadicto o en la cárcel, al…? No bastan consejitos analgésicos y euforizantes. Mis hermanos y yo, querríamos que esa Hora pasase ya. Pero, ¿lo querrá Dios? Nuestro Padre Dios en respuesta a este deseo envía a su Hijo al sufrimiento; llegó el Hijo y cargó con la cruz sin rechistar, pues era la Hora del Padre para salvarnos. El cristiano aprendió así el sentido que el Hijo dio al sufrimiento: purificador de los pecados propios, redentor de las almas, colaboradores con Él en la salvación de los hombres. Por tanto, la Hora del sufrimiento es, en efecto, la hora de la verdad, de esas grandes verdades.

Finalmente, también a nosotros tarde o temprano nos llega la Hora. Cada quien piense cuál es su Hora, si está bien la manecilla del propio reloj que marcará la Hora de Dios, qué color tiene el reloj que marcará esa Hora de Dios. Cada quién piense si algún Vesubio ha explotado o está a punto de explotar en su vida o en la vida de su familia, lanzando al cielo rocas como aeróstatos de fuego, como aquel Vesubio del 24 de agosto del año 79 d.C. en Nápoles, cuyos aeróstatos caían a plomo sobre los campos como bombas de napalm, y donde la torrentera de lava entró invasora por las calles, plazas y casas de Satabiae –las termas placenteras-, Pompeia –las salas de fiesta- y Herculanum –el comercio-; y donde “trenes” de nubes cargadas de cenizas descargaron sobre esas tres ciudades, las sepultaron bajo seis metros de pavesas y por 1.600 años desaparecieron de la memoria de los hombres. Sí, la Hora de Dios es terrible, incomprensible, pero necesaria y debe cumplirse. El sufrimiento y la muerte son un trámite para la resurrección, la eternidad y la gloria. Por tanto, la Hora de Dios es la Hora del Padre lleno de ternura y misericordia que busca la oveja perdida y salva a la pecadora arrepentida. 

Para reflexionar: ¿Cómo reacciono ante la Hora de Dios en mi vida: con amor y obediencia como Jesús; o con rebeldía y disgusto? ¿Dejo a Dios Padre que marque la Hora en mi vida o le impongo la hora que yo quiero?

Para rezar: Señor, que se cumpla en mí tu Hora, cuando tú quieras, donde tú quieras, como tú quieras y el tiempo que tú quieras. Quiero parecerme a tu Hijo Jesús y a tantos de tus amigos, los santos y santas. Amén.

Para comunicarse con el padre Antonio, [email protected]


Publicado por verdenaranja @ 14:00  | Espiritualidad
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Palabras del Papa Francisco antes del Ángelus (ZENIT – 11 marzo 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En este cuarto domingo de Cuaresma llamado domingo laetare, o sea “alégrate”, la antífona de entrada de la liturgia eucarística nos invita a la alegría: “Alégrate Jerusalén, alegraos y  regocijaos los que estáis tristes”. Así comienza la misa. ¿Cuál es el motivo de esta alegría? Es el gran amor de Dios por la humanidad, como nos lo indica el Evangelio de hoy: “Porque tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el que crea en él, no perezca sino que tenga vida eterna”. (Jn 3, 16). Estas palabras, pronunciadas por Jesús durante su diálogo con Nicodemo,  sintetizan un tema que es el centro del anuncio cristiano: incluso cuando la situación parece desesperada, Dios interviene, ofreciendo al hombre la salvación y la alegría.

Dios en efecto, no se quedará apartado, sino más bien entra en la historia de la humanidad para animarla con su gracia y salvarla.

Estamos llamados a escuchar este anuncio, rechazando la tentación de estar seguros de nosotros mismos, de querer prescindir de Dios, de reclamar la libertad absoluta de Él y su Palabra. Cuando encontramos el coraje de reconocernos tal como somos, nos damos cuenta que estamos llamados a lidiar con nuestra fragilidad y nuestros límites y es necesario tener mucho coraje.

Entonces puede pasar que nos agobie la angustia, la ansiedad por el mañana, el miedo a la enfermedad y a la muerte. Esto explica por qué muchas personas, en busca de una salida, a veces toman atajos peligrosos como el túnel de las drogas o de supersticiones o de rituales ruinosos de magia. Es bueno conocer los propios límites, las propias fragilidades, no para desesperar, sino para ofrecerlas al Señor; Él nos ayuda en el camino de la curación y nos lleva de la mano, nunca nos deja solos y por esto nos alegramos hoy, porque Dios está con nosotros.

Tenemos la verdadera y gran esperanza en Dios Padre rico en misericordia, que nos ha dado a su Hijo para salvarnos, y esa es nuestra alegría. También tenemos muchas tristezas, pero cuando somos verdaderos cristianos, existe esta esperanza que es una pequeña alegría que crece y te da seguridad. No debemos desanimarnos cuando vemos nuestros límites, nuestros pecados, nuestras debilidades: Dios está allí, próximo, cercano, Jesús está en la cruz para curarnos. Es el amor de Dios. Mira el crucifijo y di: “Dios me ama”. Es cierto, que existen estos límites, estas debilidades, estos pecados, pero Él es mayor que los límites, que las debilidades y los pecados. No olvidéis esto: Dios es mayor que nuestras debilidades, que nuestras infidelidades, que nuestros pecados. Y tomemos al Señor de la mano, miremos al Crucifijo y avancemos.

Que María Madre de la Misericordia nos ponga en el corazón la certeza de que somos amados por Dios. Que ella esté cerca de nosotros en los momentos en los cuales nos sentimos solos, cuando estamos tentados de capitular ante las dificultades de la vida. Que ella nos comunique los sentimientos de su Hijo Jesús, para que nuestro camino de cuaresma se convierta en una experiencia de perdón, de acogida y de caridad.

Traducción de Zenit, Raquel Anillo

 


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Ofrecemos la tercera predicación de Cuaresma del Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, pronunciada ayer, 9 de marzo de 2018. (ZENIT)

«No os hagáis una idea demasiado alta de vosotros mismos»

La humildad cristiana 

La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente, omitiendo lo que hay en medio, suenan así:

«No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16).

No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad.

Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo.

1. La humildad como sobriedad

En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del «alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizante estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la presunción de la mente como la ambición de la voluntad.

Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios» (sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la arrogancia humana, la hybris.

El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira.

Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes, no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.

Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-verdad es la palabra sobriedad o sabiduría (sophrosyne). Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.

Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la verdad»[1].

2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?

El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de la verdad.

Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál 6,3).

La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis “hacer” nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más que cuando se usa en los demás.

De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!

Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que el pecado habita en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno mismo.

Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia. Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva. Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente inalcanzable.

Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel»[2]. La misma santa exhortaba a sus hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.

Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se comprende cómo puede haber sido posible a los santos.

Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera letal para la persona humana: el narcisismo.

En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante, todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!»[3].

El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por «humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres delos que se habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis) significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad.

Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse «humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del hombre-Dios.

¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha podido mover.

En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que no se elevó por encima del menor hombre de la tierra […]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación, sino que, como si no viese, permanece en el camino correcto»[4].

La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y «elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es verdaderamente la obra maestra de la gracia divina.

3. Humildad y humillaciones

No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros defectos»[5].

Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso sinceramente— todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera humildad y a la verdad humilde.

Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).

Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de disipar dichos pensamientos.

La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier «clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus».

«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me leen»[6].

La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo.

En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7).

Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra presunción.

A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6).

La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad.

Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad:

Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad.

Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí.
(Sal 130).

©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

[1] Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, 6ª morada., cap. 10.

[2] Il libro della Beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 734.Trad. esp. SAnta Angela de Foligno, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca 1991)].

[3] Apophtegmata Patrum, 7 (PG 65, 77).

[4] M. Lutero, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat seguido de «Método sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].

[5] Imitación de Cristo, II,2.

[6] B. Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.


Publicado por verdenaranja @ 13:49  | Espiritualidad
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A las 11:15 horas, en el Aula Pablo VI, el Santo Padre Francisco ha recibido en audiencia a los participantes en el XXIX curso sobre el Fuero Interno, que tiene lugar en Roma, en el Palacio de la Cancillería, del 5 al 9 de marzo de 2018. (ZENIT – 9 marzo 2018)

Queridos hermanos, ¡buenos días!

Os saludo cordialmente, comenzando por el cardenal Mauro Piacenza, a quien agradezco sus palabras. Saludo a toda la familia de la Penitenciaría Apostólica y a los participantes en el curso sobre el Fuero Interno, que este año, teniendo en cuenta el próximo Sínodo sobre los jóvenes, se ha centrado en la relación entre la confesión sacramental y el discernimiento vocacional. Se trata de un tema muy apropiado que merece algunas reflexiones que deseo compartir con vosotros.

Vosotros, los confesores, especialmente vosotros, los futuros confesores, tenéis la ventaja – por así decirlo – de ser jóvenes, y por lo tanto de poder vivir el sacramento de la Reconciliación como “jóvenes entre los jóvenes”; y, no pocas veces, la proximidad en la edad favorece incluso el diálogo sacramental, por una afinidad natural del lenguaje. Esto puede facilitar las cosas y es una circunstancia que hay que vivir adecuadamente para construir la auténtica personalidades cristianas. Sin embargo, es una condición que no está exenta de limitaciones e incluso de riesgos, porque estáis empezando vuestro  ministerio y, por lo tanto, todavía tenéis que adquirir todo ese bagaje de experiencia que un “confesor consumado” tiene después de décadas de escucha de los penitentes.

¿Cómo vivir, entonces, esta circunstancia? ¿Qué atención prestar durante la escucha de las confesiones sacramentales, especialmente de los jóvenes, también de cara a un posible discernimiento vocacional?

Antes que nada, diría que siempre es necesario redescubrir, como afirma Santo Tomás de Aquino, la dimensión instrumental de nuestro ministerio. El sacerdote confesor no es la fuente de la Misericordia ni de la Gracia: ciertamente es el instrumento indispensable, ¡pero siempre es solo un instrumento! Y cuando el sacerdote se apropia de esto, impide que Dios actué en los corazones. Esta toma de conciencia debe hacer que se vigile atentamente sobre el riesgo de convertirse en “los amos de las conciencias”, sobre todo en la relación con los jóvenes, cuya personalidad todavía está en formación y, por lo tanto, es influenciable con mucha más facilidad. Recordar ser y deber ser solo los instrumentos de la Reconciliación, es el primer requisito para asumir una actitud de escucha humilde del Espíritu Santo, que garantiza un esfuerzo genuino de discernimiento. Ser instrumentos no es una disminución del  ministerio, sino, por el contrario, es su realización plena, porque en la medida en que el sacerdote desaparece y aparece más claramente Cristo sumo y eterno Sacerdote, se cumple nuestra vocación de “siervos inútiles”.

En segundo lugar, es necesario saber escuchar las preguntas antes de ofrecer las respuestas. Dar respuestas, sin preocuparse por escuchar las preguntas de los jóvenes y, allí donde sea necesario, sin haber intentado  suscitar preguntas auténticas, sería una actitud equivocada. El confesor está llamado a ser un hombre de escucha: escucha humana del  penitente y escucha divina del Espíritu Santo. Escuchando realmente al hermano en el coloquio sacramental, escuchamos a Jesús mismo, pobre y humilde; escuchando al Espíritu Santo estamos en obediencia atenta, nos hacemos oyentes de la Palabra y, por lo tanto, ofrecemos el servicio más grande a nuestros jóvenes penitentes: los ponemos en contacto con Jesús mismo.

Cuando se dan estos dos elementos, el diálogo sacramental puede abrirse realmente a ese camino prudente y de oración que es el discernimiento vocacional. Toda persona joven debería poder oir la voz de Dios tanto en su propia conciencia como escuchando la Palabra. Y en ese camino es importante que esté sostenido por el acompañamiento sabio del confesor, que a veces también puede llegar a ser – a petición de los propios jóvenes y nunca proponiéndose él mismo – padre espiritual. El discernimiento vocacional es, ante todo, una lectura de lo signos que Dios mismo ha puesto en la vida del joven, a través de sus cualidades e inclinaciones personales, a través de los encuentros y a través de la oración: una oración prolongada, en la que repetir, con sencillez, las palabras de Samuel: “Habla Señor, porque tu siervo está escuchando” (1 Sam 3,9).

El coloquio de la confesión sacramental se convierte así en una oportunidad privilegiada de encuentro, para ponerse ambos -penitente y confesor-, a la escucha de la voluntad de Dios, descubriendo cual  podría ser su proyecto, independientemente de la forma de la vocación. De hecho, la vocación no coincide, ni puede coincidir nunca, con una forma. ¡Esto llevaría al formalismo! La vocación es la relación misma con Jesús: relación vital e imprescindible.

Las categorías que definen al confesor corresponden a la realidad: “médico y juez”, “pastor y padre”, “maestro y educador”. Pero especialmente para los más jóvenes, el confesor está llamado a ser, ante todo, un testigo. Testigo en el sentido de “mártir”, llamado a com-padecer por los pecados de los hermanos, como el Señor Jesús; y luego testigo de la misericordia, de ese corazón del Evangelio, que es el abrazo del Padre al hijo pródigo que vuelve a casa. El confesor-testigo hace que la experiencia de la misericordia sea más efectiva, abriendo a los fieles un horizonte nuevo y grande que solo Dios puede dar al hombre.

Queridos jóvenes sacerdotes, futuros sacerdotes y queridos Penitenciarios, sed testigos de la misericordia, sed oyentes humildes de los jóvenes y de la voluntad de Dios para ellos, sed siempre respetuosos de la conciencia y de  la libertad de los que se acercan al confesionario, porque Dios mismo ama su libertad . Y encomendad a los penitentes a aquella, que es el Refugio de los pecadores y la Madre de la misericordia.

© Librería Editorial Vaticano

 


Publicado por verdenaranja @ 13:42  | Habla el Papa
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El Papa Francisco ha presidido esta tarde, 9 de marzo de 2018, a las 17 horas, en la Basílica del Vaticano, la celebración penitencial con la que se ha iniciado la jornada “24 horas para el Señor”. (ZENIT – 9 marzo 2018

Queridos hermanos y hermanas:

Cuánta alegría y consuelo nos dan las palabras de san Juan que hemos escuchado: es tal el amor que Dios nos tiene, que nos hizo sus hijos, y, cuando podamos verlo cara a cara, descubriremos aún más la grandeza de su amor (cf. 1 Jn 3,1-10.19-22). No sólo eso. El amor de Dios es siempre más grande de lo que podemos imaginar, y se extiende incluso más allá de cualquier pecado que nuestra conciencia pueda reprocharnos. Es un amor que no conoce límites ni fronteras; no tiene esos obstáculos que nosotros, por el contrario, solemos poner a una persona, por temor a que nos quite nuestra libertad.

Sabemos que la condición de pecado tiene como consecuencia el alejamiento de Dios. De hecho, el pecado es una de las maneras con que nosotros nos alejamos de Él. Pero esto no significa que él se aleje de nosotros. La condición de debilidad y confusión en la que el pecado nos sitúa, constituye una razón más para que Dios permanezca cerca de nosotros. Esta certeza debe acompañarnos siempre en la vida. Las palabras del Apóstol son un motivo que impulsa a nuestro corazón a tener una fe inquebrantable en el amor del Padre: «En caso de que nos condene nuestro corazón, [pues] Dios es mayor que nuestro corazón» (v. 20).

Su gracia continúa trabajando en nosotros para fortalecer cada vez más la esperanza de que nunca seremos privados de su amor, a pesar de cualquier pecado que hayamos cometido, rechazando su presencia en nuestras vidas.

Esta esperanza es la que nos empuja a tomar conciencia de la desorientación que a menudo se apodera de nuestra vida, como le sucedió a Pedro, en el pasaje del Evangelio que hemos escuchado: «Y enseguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: “Antes de que cante el gallo me negarás tres veces”. Y saliendo afuera, lloró amargamente» (Mt 26,74-75). El evangelista es extremadamente sobrio. El canto del gallo sorprende a un hombre que todavía está confundido, después recuerda las palabras de Jesús y por último se rompe el velo, y Pedro comienza a vislumbrar, a través de las lágrimas, que Dios se revela en ese Cristo abofeteado, insultado, renegado por él, pero que va a morir por él. Pedro, que habría querido morir por Jesús, comprende ahora que debe dejar que muera por él. Pedro quería enseñar a su Maestro, quería adelantársele, en cambio, es Jesús quien va a morir por Pedro; y esto Pedro no lo había entendido, no lo había querido entender.

Pedro se encuentra ahora con la caridad del Señor y entiende por fin que él lo ama y le pide que se deje amar. Pedro se da cuenta de que siempre se había negado a dejarse amar, se había negado a dejarse salvar plenamente por Jesús y, por lo tanto, no quería que Jesús lo amara por totalmente.

¡Qué difícil es dejarse amar verdaderamente! Siempre nos gustaría que algo de nosotros no esté obligado a la gratitud, cuando en realidad estamos en deuda por todo, porque Dios es el primero y nos salva completamente, con amor.

Pidamos ahora al Señor la gracia de conocer la grandeza de su amor, que borra todos nuestros pecados.

Dejémonos purificar por el amor para reconocer el amor verdadero.

© Librería Editorial Vaticano

 


Publicado por verdenaranja @ 13:29  | Habla el Papa
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Viernes, 09 de marzo de 2018

Reflexión a las lecturas del domingo cuarto de la Cuaresma ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe  "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo IV de Cuaresma B

 

              San Juan XXIII llamó a la Iglesia “Madre y Maestra” en un documento memorable. Y eso lo constatamos en este tiempo de Cuaresma: ¡Con cuánta preocupación, con cuánto cuidado, con cuánto acierto, nos prepara la Iglesia, día a día, para la celebrar la Pascua!

              Este domingo nos invita a la alegría, porque esta gran solemnidad se acerca. Es el domingo que, desde antiguo, se llama “Laetare”, “alegraos”. Y la alegría se multiplica hoy a la luz de la Palabra de Dios, que trata de poner delante de nuestros ojos, el amor inmenso, infinito, que Dios nos tiene.

              Cuando uno lee despacio la Sagrada Escritura, siente verdadero asombro al contemplar el afán, el interés, tan grande de Dios por salvar al hombre, porque nos vaya bien, porque seamos felices… Hasta llegar a darnos a su Hijo Unigénito, no “para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”, como escuchamos en el Evangelio de hoy.

              Éste es el último eslabón y el más importante, de esa preciosa cadena de amor con la que el Señor nos “ata a su lado”. S. Alfonso pone en labios de Dios esta expresión: “Desde que existo, te amo”.

              En la primera lectura contemplamos cómo, en medio de las infidelidades del pueblo, Dios le envía avisos por medio de sus mensajeros, los profetas, “porque tenía compasión de su pueblo y de su morada”; hasta que no hubo más remedio, y llega la dura experiencia del destierro de Babilonia; Incluso, nos impresiona cómo Dios se vale de un rey pagano, Ciro, para liberarlo, y para animarle a reconstruir el templo de Jerusalén.

              S. Pablo resume la historia del amor de Dios, diciendo que Él, “rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia estáis salvados-, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el Cielo con Él”. 

              En otro lugar, el mismo Apóstol nos dice: “La prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5, 8). Y este es el tema de aquella conversación memorable de Jesús con Nicodemo, que nos presenta el Evangelio de este domingo.

               En ella, Jesús le dice:  “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en Él, tenga vida eterna”. Se trata de acoger “la vida eterna” que, iniciada en el tiempo, no termina jamás.

              ¡A esa grandeza, a esa dicha inmensa, nos ha llamado el Señor! Pero eso, ¡no se impone a la fuerza! Ya decía S. Agustín: “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

              En concreto, se trata de hacer opción por la luz y no por las tinieblas, como nos advierte el Señor en este texto. Y la historia de cada hombre es una lucha constante entre la luz y las tinieblas, que tiene repercusiones eternas.

              El Señor nos advierte que no se trata sólo de pensar rectamente, sino que la propia conducta influye en nuestro modo de pensar y actuar: “Todo el que obra mal detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

              En este sentido, recuerdo que, cuando iba a visitar las escuelas de la parroquia, entre los parvulitos, había algunos niños, que se acercaban, contentos, a enseñarme algún dibujo... ¡Es que pensaban que les había salido bien! ¡Y buscaban la luz del reconocimiento!

              Por eso hoy, al leer y comentar este texto, me acuerdo de aquellos parvulitos.

                                                                      


Publicado por verdenaranja @ 20:38  | Espiritualidad
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DOMINGO IV DE CUARESMA B

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

         En estos domingos de Cuaresma, seguimos recordando las etapas principales del Antiguo Testamento. Hoy se nos recuerda las circunstancias que rodearon el destierro de los judíos a Babilonia, y el retorno a la tierra de Israel, en tiempos de Ciro, rey de Persia. 

 

SALMO RESPONSORIAL

         El salmo es un bello cántico de lamentación en el destierro, lleno de añoranza por la patria que se ha dejado. 

 

SEGUNDA LECTURA

         San Pablo nos expone una de sus páginas-síntesis del cristianismo: Dios nos ama y nos salva por Jesucristo, no por nuestros méritos, sino por su gran misericordia. Es necesario que practiquemos las buenas obras que Él nos ha enseñado. 

 

TERCERA LECTURA

         En la conversación con Nicodemo, Jesús le habla del amor inmenso del Padre, que nos ha dado a su Hijo, para que el mundo se salve por medio de Él. 

 

COMUNIÓN

         Nos acercamos a comulgar con la conciencia viva de que Dios nos ama: Él ha llegado  a enviarnos a su Hijo, que murió en la Cruz, para salvarnos.

         Los que participamos  ahora en la Santa Misa,  en el Misterio de su Muerte y Resurrección, hemos de sentirnos especialmente llamados a intensificar nuestra preparación para la Pascua.

        


Publicado por verdenaranja @ 20:34  | Liturgia
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Esta mañana, 7 de marzo de 2018, se ha celebrado la Audiencia General a las 9:30 horas, en el Aula Pablo VI, donde el Santo Padre Francisco ha encontrado grupos de peregrinos y fieles de Italia y de todo el mundo. (ZENIT – 7 marzo 2018) 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos la catequesis sobre la santa misa y con esta catequesis nos centramos en la Plegaria Eucarística. Cuando finaliza el rito de la presentación del pan y del vino comienza la Plegaria Eucarística que califica la celebración de la Misa y constituye su momento central, ordenado a la santa Comunión. Corresponde a lo que hizo el mismo Jesús en la mesa con los apóstoles en la Última Cena, cuando “dio gracias” sobre el pan y luego sobre la copa de vino (cf. Mt 26,27; Mc 14:23; Lc 22,17.19; 1 Cor11,24): su acción de gracias revive en cada Eucaristía nuestra, asociándonos con su sacrificio de salvación.

Y en esta solemne plegaria – la plegaria eucarística es solemne – la Iglesia expresa lo que cumple cuándo celebra la Eucaristía y el motivo por el que la celebra, es decir hacer comunión con Cristo realmente presente en el pan y en el vino consagrados. Después de invitar al pueblo a elevar sus corazones al Señor y a darle  gracias, el sacerdote pronuncia la Plegaria en voz alta, en nombre de todos los presentes, dirigiéndose al Padre a través de Jesucristo en el Espíritu Santo. “El sentido de esta oración es que toda la asamblea de los fieles se una con Cristo en la confesión de las maravillas de Dios y en la ofrenda del sacrificio”. (Instrucción General del Misal Romano, 78). Y para unirse debe comprenderlo. Por esta razón, la Iglesia ha querido celebrar la misa en la lengua que la gente entiende, para que todos puedan unirse a esta alabanza y a esta gran plegaria  con el sacerdote. En verdad, “el sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son un único sacrificio” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1367).

En el Misal hay varias fórmulas de Plegaria eucarística, todas constituidas por elementos característicos, que quisiera ahora recordar (ver IGMR, 79; CCC, 1352-1354). Todas son hermosas. Ante todo está el Prefacio, que es una acción de gracias por los dones de Dios, especialmente por haber enviado  a su Hijo como Salvador. El Prefacio termina con la aclamación del “Santo”, normalmente cantado. Es hermoso cantar el “Santo”: “Santo, Santo, Santo es el Señor”. Es bonito cantarlo. Toda la asamblea une su propia voz con la de los ángeles y los santos para alabar y glorificar a Dios.

Luego está la invocación del Espíritu, para que con su potencia consagre el pan y el vino. Invocamos al Espíritu para que venga y en el pan y en el vino esté Jesús. La acción del Espíritu Santo y la eficacia de las mismas palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote, hacen realmente presente, bajo las especies del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre, su sacrificio ofrecido en la cruz una vez por todas (Cf. CCC, 1375). Jesús fue muy claro en esto. Hemos escuchado cómo San Pablo al principio dice las palabras de Jesús: “Este es mi cuerpo, esta es mi sangre”. “Esta es mi sangre, este es mi cuerpo”. Es el mismo Jesús quien dijo esto. No debemos pensar cosas raras: “Pero, ¿cómo algo que es …?”. Es el cuerpo de Jesús: ¡Ya está!. La fe: la fe viene en nuestra ayuda; con un acto de fe creemos que es el cuerpo y la sangre de Jesús. Es el “misterio de la fe”, como decimos después de la consagración. El sacerdote dice: “Misterio de la fe” y respondemos con una aclamación. Celebrando el memorial de la muerte y resurrección del Señor, a la espera de su retorno glorioso, la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio que reconcilia el cielo y la tierra: ofrece el sacrificio pascual de Cristo, ofreciéndose con Él y pidiendo, a través del Espíritu Santo, que nos convirtamos “en Cristo en un solo cuerpo y un sólo espíritu” (Pleg. Euc.  III, véase Sacrosanctum Concilium, 48, OGMR, 79f). La Iglesia quiere unirnos a Cristo y convertirnos con el Señor  en un solo cuerpo y un solo espíritu. Esta es la gracia y el fruto de la Comunión sacramental: nos nutrimos con el Cuerpo de Cristo para convertirnos, nosotros que lo comemos, en su Cuerpo viviente hoy en el mundo.

Misterio de comunión es éste;  la Iglesia se une a la ofrenda de Cristo, y a su intercesión, y así se entiende que, “en las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres. “(CCC, 1368). La Iglesia que reza, que ora. Es bueno pensar que la Iglesia reza, ora. Hay un pasaje en el Libro de los Hechos de los Apóstoles que dice que cuando Pedro estaba en prisión, la comunidad cristiana: “Oraba incesantemente por él”. La Iglesia que reza, la Iglesia orante. Y cuando vamos a Misa es para hacer esto: ser una Iglesia orante.

La Plegaria eucarística pide a Dios que reúna a todos sus hijos en la perfección del amor en unión con el Papa y el obispo, mencionados por su nombre, una señal de que celebramos en comunión con la Iglesia universal y con la Iglesia particular. La súplica, como la ofrenda, se presenta a Dios por todos los miembros de la Iglesia, vivos y muertos, en la bendita esperanza de compartir la herencia eterna del cielo, con la Virgen María (cf CCC, 1369-1371). Ninguno y nada son olvidados en la Plegaria eucarística, sino que todo se reconduce a Dios, como lo recuerda la doxología que la concluye. Ninguno es olvidado. Y si tengo alguna persona, parientes, amigos, que están necesitados o que han pasado de este mundo al otro, puedo nombrarlos en ese momento, interna y silenciosamente, o escribir para que se pronuncie su nombre. “Padre, ¿cuánto tengo que pagar para que digan ese nombre allí?” – “Nada”. ¿Lo habéis entendido? ¡Nada! La misa no se paga. La misa es el sacrificio de Cristo, que es gratuito. La redención es gratuita. Si quieres hacer una oferta, hazla, pero no se paga. Es importante entender esto.

Esta fórmula codificada de oración, tal vez nos suene algo lejana, -es verdad, es una fórmula antigua-, pero, si entendemos bien su significado, entonces seguramente participaremos mejor. De hecho, expresa todo lo que cumplimos en la celebración eucarística; y también nos enseña a cultivar tres actitudes que no tendrían que faltar nunca en los discípulos de Jesús. Las tres actitudes: la primera, aprender a “dar gracias siempre y en todo lugar “, y no sólo en algunas ocasiones, cuando todo va bien; la segunda, hacer de nuestra vida un don de amor, libre y gratuito; la tercera, construir la  comunión concreta, en la Iglesia y con todos. Por lo tanto, esta Plegaria  central de la Misa nos educa, poco a poco, para hacer de toda nuestra vida una “Eucaristía”, es decir, una acción de gracias.

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Publicado por verdenaranja @ 20:31  | Habla el Papa
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Comentario litúrgico del 4º Domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. (zenit)

Cuarto Domingo de Cuaresma

Ciclo B
Textos: 2 Cro 36, 14-16.19-23; Ef 2, 4-10; Jn 3, 14-21

Idea principal: El pecado, nuestro pecado, además de romper la Alianza con Dios, es la causa de todas las desgracias personales, sociales, estructurales, eclesiales, familiares y mundiales. Pero la misericordia de Dios es más grande que nuestro pecado. 

Síntesis del mensaje: Estamos prácticamente a mitad de la Cuaresma. Es bueno que también nosotros, débiles y volubles tal vez como los israelitas, nos espejemos en su historia para decidirnos a una seria conversión y enmienda de nuestros pecados para poder participar plenamente en la Pascua del Señor.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, somos pecadores. Ahí está la primera lectura de hoy donde Dios nos echa en cara con el látigo de su misericordia, como dijo el Papa Francisco comentando este evangelio, para que volvamos al buen camino y corrijamos nuestras infidelidades, nuestra vida mundana, nuestros desmanes, nuestras burlas a los mensajeros y profetas que Él nos manda continuamente a través de su Palabra, del Papa, nuestro confesor, familiares, amigos. Cuaresma es tiempo de chequeo espiritual, de hacernos una resonancia magnética del alma y de nuestros afectos más íntimos para ver si no tenemos algún inicio de cáncer, diabetes, mal colesterol. Aún estamos a tiempo de tomar las medicinas y antibióticos necesarios para curarnos, de ponernos las vacunas que nos prevengan de fiebres altas y peligrosas. ¿Qué pecados acosan más nuestra vida? ¿Soberbia y sus crías: egoísmo, vanidad, orgullo, amor propio, dureza de juicio, impaciencia, autosuficiencia, rencor, deseo de venganza, imponer nuestras ideas, desaliento, juicios temerarios, indiferencia ante las necesidades de los demás, envidia, racionalismo, espíritu calculista, respeto humano, fariseísmo y mentira, rebeldía, caprichos y manías, individualismo? ¿O por el contrario, me acosa la sensualidad y sus crías: comodidad, flojera, sentimentalismo, búsqueda de lo fácil y placentero, abuso y descontrol de los sentidos, impureza y lujuria consentida y alimentada, glotonería, sueños mundanos, pusilanimidad, ociosidad, inconstancia, tibieza, apatía, abandono de la oración, falta de puntualidad a nuestros trabajos, pesimismo, insatisfacción, huida del sacrificio, gula, avaricia? Hagamos un serio chequeo y obremos en consecuencia, si queremos llegar preparados a la Pascua del Señor.

En segundo lugar, pecadores, sí, pero también redimidos, pues la misericordia, la generosidad y el amor de Dios son infinitos (2ª lectura). Esta redención no es mérito nuestro, sino pura gracia divina. El amor que Dios nos tiene en Cristo Jesús es previo a todos nuestros méritos y superior a todos nuestros deméritos. Ya en el Antiguo Testamento manifestó este amor, incluso cuando tuvo que castigar y corregir a su pueblo, y le sacó de la esclavitud de Egipto y más tarde le hizo volver de la cautividad. En la primera lectura escuchamos cómo Dios movió el corazón del rey Ciro -¿también moverá el de nuestros reyes, y presidentes y jefes de Estado?-, que permitió a los israelitas volver a Jerusalén para reedificar su nación y su Templo -¿también nuestros jefes de Estado respetarán nuestra religión y nos permitirán dar culto a Dios siempre y en todas partes y enseñar la ley de Dios y de la Iglesia en las escuelas, sin inmiscuirse en las cuestiones que a ellos no les competen y apoyando siempre lo que dignifica a la persona humana?-. Pero es sobre todo en el Nuevo Testamento donde Dios nos hizo experimentar su ternura y misericordia, pues “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” y así todos se salven (evangelio).

Finalmente, redimidos, sí, pero en continua conversión, pues el tentador nos acecha día y noche para que volvamos al pecado. Tenemos que mirar a Cristo en la cruz para curarnos de las picaduras de las serpientes venenosas que nos atacarán día y noche (evangelio). Mirando la cabeza de Cristo en la cruz, coronada de espinas, sanarán y se purificarán nuestros malos pensamientos. Mirando el rostro desfigurado y abofeteado de Cristo en la cruz, sanarán nuestros deseos de vanidad ridícula. Mirando los ojos hinchados de Cristo en la cruz, nuestros ojos se cerrarán a indecencias. Mirando la boca reseca de Cristo, sabremos dominar nuestra gula y no empuñaremos la espada de los chismes y murmuraciones. Mirando las manos perforadas de Cristo en la cruz, desaparecerán nuestras ambiciones y deseos de tener y poseer. Mirando el costado perforado de Cristo en la cruz, nuestros odios se convertirán en perdón. Mirando las rodillas taladradas de Cristo en la cruz, crecerá nuestro deseo de arrodillarnos y orar sin cesar. Mirando los pies de Cristo clavados en la cruz, podremos reparar nuestros pecados por haber caminado por veredas de muerte. Mirando, en fin, todo el cuerpo de Cristo magullado y azotado, se nos quitarán las ganas de vivir en confort, comodidad, placeres y lujos. 

Para reflexionar: ¿Qué pecados desfiguran la imagen de Dios en mi alma? ¿Me acercaré a la confesión antes de entrar en la Semana Santa, para pedir perdón a Dios por mis pecados?

Para rezar: Señor, piedad y misericordia: he pecado contra Ti. Señor, dame la gracia de la conversión. Señor, hazme partícipe de tu Pascua.

Para cualquier duda o pregunta, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]

 


Publicado por verdenaranja @ 20:26  | Espiritualidad
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El sábado, 3 de marzo de 2018, el Papa recibió en audiencia a las 11:45 horas, en el Aula Pablo VI, a los miembros de la Federación de Colegios de Enfermería Profesionales, Asistentes de Sanidad, Asistentes de la Infancia (IPASVI), con casi 450 mil miembros. (ZENIT – 5 marzo 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Me alegra encontraros y, en primer lugar, me gustaría expresar mi gratitud y mi estima por el trabajo tan valioso que lleváis a cabo para muchas personas y para el bien de toda la sociedad. ¡Gracias, muchas gracias!

Saludo cordialmente a la Presidenta y a toda la Federación Nacional de los Colegios de las Profesiones de Enfermería  que vosotros representáis hoy aquí. Aunque proviene de una larga tradición asociativa, esta Federación se podría decir  “recién nacida” y ahora está dando sus primeros pasos. Su constitución, confirmada por el Parlamento italiano hace unos días, destaca el valor de las profesiones de enfermería y garantiza que se valorice más vuestro profesionalidad. Con casi 450 mil miembros, sois la asociación profesional italiana más grande y representáis una referencia también para otras categorías de profesionales. Vuestro camino común hace posible no solamente que tengáis una sola voz y una mayor fuerza contractual, sino, sobre todo, que compartáis los valores e intenciones que subyacen a vuestro trabajo.

Es verdaderamente irremplazable el papel de los enfermeros en la asistencia de los pacientes. Como ningún otro, el enfermero tiene una relación directa y continua con los pacientes, los cuida todos los días, escucha sus necesidades y entra en contacto con su cuerpo, que cuida. Es peculiar vuestro enfoque de los cuidados, ya que os hacéis cargo de las necesidades integrales de las personas, con esa atención característica que  reconocen los pacientes, y que es una parte fundamental del proceso de restablecimiento y curación.

El Código deontológico internacional de enfermería,  en el que también se inspira el  italiano, identifica cuatro tareas fundamentales de vuestra profesión: “promover la salud, prevenir la enfermedad, restablecer la salud y aliviar el sufrimiento” (Introducción). Se trata de funciones complejas y múltiples, que afectan a todas las áreas de las curas, y que se llevan a cabo en colaboración con otros profesionales del sector. El carácter tanto curativo como preventivo, rehabilitador y paliativo de vuestra acción requiere de vosotros un alto nivel de profesionalidad, lo cual lleva aparejado la  especialización y la actualización, debido a la evolución constante de la tecnología y de las curas.

Sin embargo, esta profesionalidad  no solo se manifiesta en la esfera técnica, sino también, y quizás aún más, en el ámbito de las relaciones humanas. Al estar en contacto con los médicos y familiares, así como con los enfermos, os convertís, en los hospitales, en las clínicas y en los hogares, en el cruce de caminos de miles de relaciones que requieren atención, experiencia y conforto. Y es precisamente en esta síntesis de habilidades técnicas y sensibilidad humana donde se manifiesta plenamente el valor y el carácter precioso de vuestro trabajo.

Al cuidar a mujeres y hombres, niños y ancianos, en todas las etapas de su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, participáis en una escucha continua, encaminada a comprender cuáles son las necesidades de ese enfermo, en la etapa que está atravesando. De hecho, frente a la singularidad de cada situación, nunca es suficiente seguir una fórmula, sino que se requiere un continuo -¡y fatigoso! – esfuerzo de discernimiento y atención a la persona individual. Todo esto hace de vuestra profesión una misión verdadera y propia, y de vosotros “expertos en humanidad”, llamados a realizar una tarea irremplazable de humanización en una sociedad distraída, que demasiado a menudo deja en sus márgenes a las personas más débiles, y se interesa solamente de los que “valen” o cumplen con los criterios de eficiencia o de ganancia.
¡Qué la sensibilidad que adquirís estando día a día en contacto con los pacientes haga de vosotros promotores de la vida y la dignidad de las personas! Sed capaces de reconocer los límites correctos de la técnica, que nunca pueden convertirse en un absoluto y relegar la dignidad humana a un segundo plano. Prestad atención al deseo, que a veces no se expresa, de espiritualidad y asistencia religiosa, que representa para muchos pacientes un elemento esencial de sentido y de serenidad de la vida, aún más urgente en la fragilidad debida a la enfermedad.

Para la Iglesia los enfermos son personas en las que está presente de manera especial Jesús que se identifica con ellos cuando dice: “Estaba enfermo y me visitasteis”. En todo su ministerio Jesús estuvo cerca de los enfermos, se acercó a ellos con amor y curó a tantos. Cuando se encuentra con el leproso que le pide que lo cure, tiende la mano y lo toca (cfr. Mt 8 2-3). No debemos dejar que se nos escape la importancia fundamental de este sencillo gesto: la ley mosaica prohibía que se tocase a los leprosos y les impedía que se acercasen a los lugares habitados. Jesús, sin embargo, va al corazón de la ley, que encuentra su compendio en el amor al prójimo y, tocando al leproso, reduce la distancia con él para que no esté separado de la comunidad de los hombres y perciba, a través de un gesto sencillo, la cercanía de Dios mismo. Así, la curación que Jesús le da, no es solamente física, sino que llegue al corazón, porque el leproso no solo fue curado sino que también se sintió amado. No os olvidéis de la “medicina de las caricias”: ¡es muy importante!. Una caricia, una sonrisa, están llenas de significado para el enfermo. Es un gesto simple, pero lo anima, hace que se sienta acompañado, siente que la curación se acerca, se siente persona, no un número. No os olvidéis.

Estando con los enfermos y ejerciendo vuestra profesión, vosotros mismos tocáis a los enfermos y, más que cualquier otro, cuidáis su cuerpo. Cuando lo hagáis acordados de cómo Jesús tocó al leproso: de una manera que no fue distraída, indiferente o molesta, sino atenta y amorosa, que le hizo sentirse respetado y cuidado. Haciendo así, el contacto que se establece con los pacientes les da como una reverberación de la cercanía de Dios Padre, de su ternura por cada uno de sus hijos. Precisamente la ternura: la ternura es la “clave” para entender a los enfermos. Con la dureza no se entiende al enfermo. La ternura es la clave para entenderlos y también es una medicina preciosa para su curación. Y la ternura pasa del corazón a las manos, pasa por un “tocar” las heridas lleno de respeto y amor.

Hace años, un religioso me dijo que la frase más conmovedora que le habían dirigido en su vida era la de un paciente que él había asistido en la fase terminal de su enfermedad. “Gracias, padre”, le había dicho, “porque  siempre me ha hablado de Dios, incluso sin mencionarlo”: la ternura hace esto. Aquí está la grandeza del amor que dirigimos a los demás, que lleva escondido en sí, aunque no lo pensemos, el mismo amor de Dios.

Nunca os canséis de estar cerca de las personas con este estilo humano y fraterno, encontrando siempre la motivación y el impulso para llevar a cabo vuestra tarea. Tened cuidado, sin embargo, de no gastaros casi hasta consumiros, como sucede si se está involucrado en la relación con los pacientes hasta el punto de hacerse absorber, viviendo en primera persona todo lo que les sucede. El vuestro es un trabajo cansado, además de estar expuesto a riesgos, y el involucrarse excesivamente, junto con la dureza de las tareas y los turnos, podría haceros perder la frescura y la serenidad que necesitáis. ¡Tened cuidado! Otro elemento que hace que desempeñar vuestra profesión sea oneroso y en ocasiones insostenible es la falta de personal, que no ayuda a mejorar los servicios ofrecidos, y que una buena administración no puede considerar  en modo alguno como una fuente de ahorro.

Consciente de la exigente tarea que lleváis a cabo, aprovecho esta oportunidad para exhortar a los pacientes a que nunca den por descontado lo que reciben de vosotros. También vosotros, enfermos, prestad atención a la humanidad de los enfermeros que os asisten. Pedid sin exigir; no esperéis solo una sonrisa, sino ofrecedla también  a quienes se dedican a vosotros. En este sentido, una anciana me dijo que, cuando va al hospital para las curas que necesita, está tan agradecida a los médicos y a los enfermeros por su trabajo, que trata de ponerse elegante y guapa para devolverles a su vez algo. Nadie, pues, de por sentado lo que los enfermeros hacen por él o ella, sino que alimente siempre por vosotros el sentido de respeto y gratitud que se os debe. Y con vuestro permiso, me gustaría rendir homenaje a una enfermera que me salvó la vida. Era una monja enfermera: una monja italiana, dominica, a la que mandaron a Grecia como profesora, muy culta… Pero siempre como enfermera vino después a Argentina. Y cuando yo, con veinte años, estaba a punto de morir, fue ella la que dijo a los médicos, también discutiendo con ellos: “No, esto no va, hay que darle más”. Y gracias a estas cosas, sobreviví. ¡Se lo agradezco tanto! Se lo agradezco. Y quisiera mencionarla aquí, ante vosotros: Sor Cornelia Caraglio. Una mujer buena, valiente, hasta llegar a contradecir a los médicos. Humilde, pero segura de lo que hacía. ¡ Y tantas vidas se salvan gracias a vosotros! Porque estáis todo el día allí, y veis lo que le pasa al enfermo. Gracias por todo esto.

Mientras os saludo, expreso mi esperanza de que el Congreso, que celebraréis en los próximos días, sea una fructífera ocasión para reflexionar, confrontar y compartir. Invoco la bendición de Dios sobre todos vosotros; y vosotros también, por favor, rezad por mí.

Y ahora, en silencio, porque sois de diversas confesiones religiosas, en silencio recemos a Dios, Padre de todos nosotros, para que nos bendiga.

¡El Señor bendiga a todos vosotros y a los enfermos a los que cuidáis!

¡Gracias!

© Librería Editorial Vaticano


Publicado por verdenaranja @ 20:22  | Habla el Papa
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Domingo, 04 de marzo de 2018

El Papa ha comentado, antes del Ángelus de este tercer domingo de Cuaresma, 4 de marzo de 2018, el Evangelio de San Juan que cuenta la purificación del Templo de Jerusalen: Jesús echó a los mercaderes del Templo. (ZENIT – 4 marzo de 2017)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan el episodio en el que Jesús echaba a los vendedores del templo de Jerusalén (Jn 2, 13-25) Él realizó este gesto ayudándose con un látigo de cuerdas, volcó las mesas y dijo: “no conviertan en un mercado la casa de mi Padre” (v. 16). Esta acción decisiva, llevada a cabo al acercarse la Pascua, suscitó gran impresión en la muchedumbre y despertó la hostilidad de las autoridades religiosas y de aquellos que se sintieron amenazados por sus intereses económicos. Pero ¿Cómo debemos interpretarlo? Ciertamente no era una reacción violenta, por lo que no provocó la intervención de los representantes del orden público, la policía. ¡No! Pero fue entendida como una acción típica de los profetas, quienes con frecuencia denunciaban en nombre de Dios, abusos y excesos. La cuestión que se planteó era la de la autoridad. De hecho, los judíos le preguntaron a Jesús ¿Qué signos nos muestras para obrar así? (v.18), es decir ¿Qué autoridad tienes para hacer esto? Como pidiéndole la demostración de que él obraba verdaderamente en nombre de Dios.

Para interpretar el gesto de Jesús para purificar la casa de Dios, sus discípulos se sirvieron de un texto bíblico tomado del Salmo 69: “El celo por tu casa me consumirá”, (v.17). El salmo dice esto: “El celo por tu casa me devorará”, este salmo es una invocación de ayuda en una situación de un peligro extremo a causa del odio de los enemigos: una situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz, el suyo es el celo del amor que conduce al sacrificio de sí mismo, no ese falso (celo) que pretende servir a Dios mediante la violencia. En efecto, el “signo” que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección “Destruid este templo, dice, y en tres días lo levantaré” (v.19). Y el evangelista señala: “Él hablaba del templo de su cuerpo” (v.21). Con la Pascua de Jesús un culto nuevo comienza, el culto del amor, y un templo nuevo que es Él mismo.

La actitud de Jesús relatada en el pasaje evangélico de hoy, nos exhorta a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestros beneficios e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Estamos llamados a tener siempre presentes estas palabras fuertes de Jesús.

“No hagáis de la casa de mi Padre un mercado” (v. 26), es muy feo cuando la Iglesia se pone en esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado. Estas palabras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer de nuestra alma, que es morada de Dios, un lugar de mercado viviendo en la búsqueda continua de nuestro interés en lugar del amor generoso y solidario. Esta enseñanza de Jesús es siempre actual, no solo para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos; para las comunidades civiles y para la sociedad. En efecto, es común la tentación de aprovecharse de las actividades buenas, a veces necesarias, para cultivar intereses privados, incluso ilícitos. Es un grave peligro, especialmente cuando se instrumentaliza a Dios y al culto debido a Él o al servicio al hombre y su imagen. Por eso Jesús usa a veces modos bruscos para sacudir de este peligro mortal.

Que la Virgen María nos sostenga en nuestro compromiso para hacer de la Cuaresma una buena ocasión de reconocer a Dios como el único Señor de nuestra vida, y quitando de nuestro corazón y de nuestras obras toda forma de idolatría.

Palabras del Papa Francisco después del Ángelus

Queridos hermanos y hermanas:

Os saludo a todos, venidos de Roma, de Italia y de diferentes países, en particular a los peregrinos de las diócesis de Granada, Málaga y Córdoba en España.

Saludo a los numerosos grupos parroquiales, los fieles venidos de Spinaceto, Milán y Nápoles, lo mismo que a los jóvenes de Azzano Mella y a los confirmandos de la diócesis de Vicence, a los que animo a testimoniar con la alegría del Evangelio, sobre todo entre los suyos.

Os deseo a todos un buen domingo. Y por favor no os olvidéis de orar por mi. ¡Buen provecho y hasta luego!.

© Traducción de ZENIT, Raquel Anillo


Publicado por verdenaranja @ 20:48  | Habla el Papa
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El padre capuchino, predicador de la Casa Pontificia, ha ofrecido hoy, viernes, 2 de marzo de 2018, la segunda predicación de Cuaresma al Papa Francisco y a los sacerdotes de la Curia Romana. (ZENIT – 2 marzo 2018)

 

«La caridad no tenga ficciones»
El amor cristiano

  1. En las fuentes de la santidad cristiana 

Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:

«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).

Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?— también a la visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos[1].

Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio— en la «perfecta unión con Cristo».

La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:

«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).

Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).

A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y pureza.

  1. Un amor sincero

El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:

«Que vuestro amor no sea fingido […];

amaos cordialmente unos a otros,

cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).

Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el «sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el secreto de la caridad.

El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —dice— consiste en amarse intensamente «de corazón».

San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado, repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace (Mt 15,19).

Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la beneficencia.

Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.

Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.

Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad, sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el fundamento de todo.

Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!

Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos, sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, si no la de un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).

¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle; pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.

  1. Caridad con los de fuera

Después de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el mundo externo:

«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis […].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia […]. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber […]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).

Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético, y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio.  Lo que hace todo esto particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.

La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos extraños en una sociedad evolucionada y emancipada.

La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.

Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del Monte Athos. Él decía:

«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por él, quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia»[2].

En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3).

  1. La caridad ad intra

El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta.

El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom 15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles.

Las exigencias de la caridad que el Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son las mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.

Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:

«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).

El tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo:

«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo […] procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19).

Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol:

«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9).

Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende en cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y la tradición.

Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal 2,20], y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).

En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14). Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).

La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo—Pablo habla a los gálatas como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla  a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha.

Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la condena sobre sí» (Rom 13,1-2).

Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).

[1] Cf. Le cause dei santi. Sussidio per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos) (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 32014) 13-81.

[2] Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.

© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco


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Viernes, 02 de marzo de 2018

Reflexión a las lecturas del domingo tercero de Cuaresma ofrecida por el sacerdote don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 3º de Cuaresma B

 

¡Uno de los signos de la llegada del Mesías era la purificación del templo!

Los responsables del templo habían permitido que los peregrinos que venían a Jerusalén, tuvieran a su alcance animales para los sacrificios y las ofrendas, y la posibilidad de cambiar sus monedas por las únicas que se admitían allí, “las monedas del templo”. Cuando Jesús llegó a Jerusalén y se encontró con esa situación, hizo un azote de cordeles y “los echó a todos del templo”.

Con frecuencia, no captamos la significación profunda que tiene este acontecimiento, que siempre nos impresiona y nos sobrecoge. Veamos:

Jesús sabía que aquel culto, con todas sus circunstancias, no era agradable al Padre y estaba a punto de terminar. Va a comenzar el culto nuevo, “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Y quiere profetizarlo con este hecho.

Es lógico que, enseguida, las autoridades del templo, le pidieran un signo,  que le autorizara a obrar así. Jesús no se intimida ni se echa para atrás, sino que les señala el signo más importante de todos, el que lo ratifica y autentifica todo: Su Muerte y Resurrección. Por eso les dice: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Y el evangelista nos aclara que “Él hablaba del templo de su cuerpo”. Y cuando resucitó, los discípulos se acordaron de aquel signo profético, “y dieron fe a la Escritura y a la palabra de Jesús”.

Los judíos esperaban que el Mesías construyera un templo nuevo. Helo aquí: la Humanidad Santísima del Señor Resucitado. El culto nuevo, por tanto, no estará centrado ya en el templo de Jerusalén, sino en el Cuerpo de Cristo, muerto y resucitado.  Jesucristo es, por tanto, el lugar de acceso seguro a la Divinidad. En este culto, el mismo Jesucristo es “Sacerdote, Víctima y Altar”. (Pr. Pasc. V). Con su Sangre queda ratificada la Nueva Alianza, que  la Antigua prefiguraba, y de la que nos habla la primera lectura de hoy.

Y, en su ausencia visible, este culto será realizado a través de la Iglesia, que es su Cuerpo, y, por lo mismo, templo del Dios vivo. Ahora ella, “columna y funda-mento de la verdad” (1Tim 3, 23), es el único lugar de acceso al Padre, por Jesucristo, en el Espíritu Santo.

Por eso, no se puede decir tan ligeramente: “Cristo sí, Iglesia, no”. Ni tampo-co podemos ir buscando una Iglesia perfecta, casi celestial, como si la Iglesia que conocemos, y a la que tenemos la dicha de pertenecer, hubiera perdido su autenticidad y su capacidad de santificar.  Ya el Vaticano II nos advirtió que esta Iglesia es santa, y, al mismo tiempo, necesitada siempre de renovación y reforma     (L. G. 8), que tiene que comenzar por cada uno de nosotros. Es lo que han hecho siempre los mejores hijos de la Iglesia, los santos. ¡Es este un tema apasionante!

Por tanto, en adelante, el culto externo, si quiere ser auténtico, tiene que ser expresión y alimento del culto interior, del culto que radica, por un lado, en el Misterio Pascual, y, por otro,  en el corazón del hombre, que sólo Cristo conoce, porque sólo Él sabe “lo que hay dentro de cada  hombre”, como dice el Evangelio de este domingo.

En este tiempo de Cuaresma nos preparamos para celebrar la Pascua, que es el grandioso acontecimiento de la destrucción-construcción del verdadero Templo del Dios vivo.                                

                                                                    ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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 DOMINGO III DE CUARESMA B

 MONICIONES

 

 

PRIMERA LECTURA

                En el monte Sinaí, Dios hace alianza con su pueblo, liberado de la esclavitud de Egipto. El cumplimiento de los diez mandamientos es la garantía de su libertad y de su bienestar. Escuchemos la promulgación solemne de los diez mandamientos de la Ley de Dios.

 SALMO

Proclamemos en el salmo las grandezas de la Ley del Señor: “Sus mandatos son rectos y alegran el corazón”.

 SEGUNDA LECTURA

                Frente a los judíos que exigen signos, y a los griegos que buscan sabiduría, San Pablo predica a Jesucristo crucificado, fuerza y sabiduría de Dios, para los que creen en Él.

                Escuchemos.

 TERCERA LECTURA

                Después de expulsar a los mercaderes del templo, Jesucristo anuncia proféticamente su Muerte y Resurrección, con la imagen de un templo, destruido y reconstruido. Será el comienzo de un Culto nuevo, en espíritu y verdad.

Acojamos al Señor cantando.

 COMUNIÓN

                En la Comunión recibimos a Jesucristo, que ha muerto y ha resucitado por nosotros, y en la santa Misa actualiza este Misterio de muerte y de vida, de cruz y de resurrección

                Pidámosle que nos ayude a vivir siempre unidos a Él, mediante el cumplimiento fiel de sus mandatos.


Publicado por verdenaranja @ 12:29  | Liturgia
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La Congregación pontificia ha publicado una carta, el 1 de marzo de 2018, dirigida a los obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy “pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales”, indican en el mismo texto. (ZENIT – 1 marzo 2018)

I. Introducción

1. «Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 P 1, 4). […] Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación»[1]. La enseñanza sobre la salvación en Cristo requiere siempre ser profundizada nuevamente. Manteniendo fija la mirada en el Señor Jesús, la Iglesia se dirige con amor materno a todos los hombres, para anunciarles todo el designio de la Alianza del Padre que, a través del Espíritu Santo, quiere «recapitular en Cristo todas las cosas» (cf. Ef 1,1 0). La presente Carta pretende resaltar, en el surco de la gran tradición de la fe y con particular referencia a la enseñanza del Papa Francisco, algunos aspectos de la salvación cristiana que hoy pueden ser difíciles de comprender debido a las recientes transformaciones culturales.

II. El impacto de las transformaciones culturales de hoy en el significado de la salvación cristiana

2. El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de toda el hombre y de toda la humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2, 4-5; Tt 2, 11-15).[2] Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza.[3] En esta visión, la figura de Cristo corresponde más a un modelo que inspira acciones generosas, con sus palabras y gestos, que a Aquel que transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5, 19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana, asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación.

3. El Santo Padre Francisco, en su magisterio ordinario, se ha referido a menudo a dos tendencias que representan las dos desviaciones que acabamos de mencionar y que en algunos aspectos se asemejan a dos antiguas herejías: el pelagianismo y el gnosticismo.[4] En nuestros tiempos, prolifera una especia de neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo, pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más profundo de su ser, de Dios y de los demás. La salvación es entonces confiada a las fuerzas del individuo, o las estructuras puramente humanas, incapaces de acoger la novedad del Espíritu de Dios.[5] Un cierto neo-gnosticismo, por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo,[6] que consiste en elevarse «con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida».[7] Se pretende, de esta forma, liberar a la persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano providente del Creador, sino que ve sólo una realidad sin sentido, ajena de la identidad última de la persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre.[8] Por otro lado, está claro que la comparación con las herejías pelagiana y gnóstica solo se refiere a rasgos generales comunes, sin entrar en juicios sobre la naturaleza exacta de los antiguos errores. De hecho, la diferencia entre el contexto histórico secularizado de hoy y el de los primeros siglos cristianos, en el que nacieron estas herejías, es grande[9]. Sin embargo, en la medida en que el gnosticismo y el pelagianismo son peligros perennes de una errada comprensión de la fe bíblica, es posible encontrar cierta familiaridad con los movimientos contemporáneos apenas descritos.

4. Tanto el individualismo neo-pelagiano como el desprecio neo-gnóstico del cuerpo deforman la confesión de fe en Cristo, el Salvador único y universal. ¿Cómo podría Cristo mediar en la Alianza de toda la familia humana, si el hombre fuera un individuo aislado, que se autorrealiza con sus propias fuerzas, como lo propone el neo-pelagianismo? ¿Y cómo podría llegar la salvación a través de la Encarnación de Jesús, su vida, muerte y resurrección en su verdadero cuerpo, si lo que importa solamente es liberar la interioridad del hombre de las limitaciones del cuerpo y la materia, según la nueva visión neo-gnóstica? Frente a estas tendencias, la presente Carta desea reafirmar que la salvación consiste en nuestra unión con Cristo, quien, con su Encarnación, vida, muerte y resurrección, ha generado un nuevo orden de relaciones con el Padre y entre los hombres, y nos ha introducido en este orden gracias al don de su Espíritu, para que podamos unirnos al Padre como hijos en el Hijo, y convertirnos en un solo cuerpo en el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29).

III. Aspiración humana a la salvación

5. El hombre se percibe a sí mismo, directa o indirectamente, como un enigma: ¿Quién soy yo que existo, pero no tengo en mí el principio de mi existir? Cada persona, a su modo, busca la felicidad, e intenta alcanzarla recurriendo a los recursos que tiene a disposición. Sin embargo, esta aspiración universal no necesariamente se expresa o se declara; más bien, es más secreta y oculta de lo que parece, y está lista para revelarse en situaciones particulares. Muy a menudo coincide con la esperanza de la salud física, a veces toma la forma de ansiedad por un mayor bienestar económico, se expresa ampliamente a través de la necesidad de una paz interior y una convivencia serena con el prójimo. Por otro lado, si bien la cuestión de la salvación se presenta como un compromiso por un bien mayor, también conserva el carácter de resistencia y superación del dolor. A la lucha para conquistar el bien, se une la lucha para defenderse del mal: de la ignorancia y el error, de la fragilidad y la debilidad, de la enfermedad y la muerte.

6. Con respecto a estas aspiraciones, la fe en Cristo nos enseña, rechazando cualquier pretensión de autorrealización, que solo se pueden realizar plenamente si Dios mismo lo hace posible, atrayéndonos hacia Él mismo. La salvación completa de la persona no consiste en las cosas que el hombre podría obtener por sí mismo, como la posesión o el bienestar material, la ciencia o la técnica, el poder o la influencia sobre los demás, la buena reputación o la autocomplacencia.[10] Nada creado puede satisfacer al hombre por completo, porque Dios nos ha destinado a la comunión con Él y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Él.[11] «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina».[12] La revelación, de esta manera, no se limita a anunciar la salvación como una respuesta a la expectativa contemporánea. «Si la redención, por el contrario, hubiera de ser juzgada o medida por la necesidad existencial de los seres humanos, ¿cómo podríamos soslayar la sospecha de haber simplemente creado un Dios Redentor a imagen de nuestra propia necesidad?».[13]

7. Además es necesario afirmar que, de acuerdo con la fe bíblica, el origen del mal no se encuentra en el mundo material y corpóreo, experimentada como un límite o como una prisión de la que debemos ser salvados. Por el contrario, la fe proclama que todo el cosmos es bueno, en cuanto creado por Dios (cf. Gn 1, 31; Sb 1, 13-14; 1 Tm 4 4), y que el mal que más daña al hombre es el que procede de su corazón (cf. Mt 15, 18-19; Gn 3, 1-19). Pecando, el hombre ha abandonado la fuente del amor y se ha perdido en formas espurias de amor, que lo encierran cada vez más en sí mismo. Esta separación de Dios – de Aquel que es fuente de comunión y de vida – que conduce a la pérdida de la armonía entre los hombres y de los hombres con el mundo, introduciendo el dominio de la disgregación y de la muerte (cf. Rm 5, 12). En consecuencia, la salvación que la fe nos anuncia no concierne solo a nuestra interioridad, sino a nuestro ser integral. Es la persona completa, de hecho, en cuerpo y alma, que ha sido creada por el amor de Dios a su imagen y semejanza, y está llamada a vivir en comunión con Él.

IV. Cristo, Salvador y Salvación

8. En ningún momento del camino del hombre, Dios ha dejado de ofrecer su salvación a los hijos de Adán (cf. Gn 3, 15), estableciendo una alianza con todos los hombres en Noé (cf. Gn 9, 9) y, más tarde, con Abraham y su descendencia (cf. Gn 15, 18). La salvación divina asume así el orden creativo compartido por todos los hombres y recorre su camino concreto a través de la historia. Eligiéndose un pueblo, a quien ha ofrecido los medios para luchar contra el pecado y acercarse a Él, Dios ha preparado la venida de «un poderoso Salvador en la casa de David, su servidor» (Lc 1, 69). En la plenitud de los tiempos, el Padre ha enviado a su Hijo al mundo, quien anunció el reino de Dios, curando todo tipo de enfermedades (cf. Mt 4, 23). Las curaciones realizadas por Jesús, en las cuales se hacía presente la providencia de Dios, eran un signo que se refería a su persona, a Aquel que se ha revelado plenamente como el Señor de la vida y la muerte en su evento pascual. Según el Evangelio, la salvación para todos los pueblos comienza con la aceptación de Jesús: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa» (Lc 19, 9). La buena noticia de la salvación tienen nombre y rostro: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador. «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva».[14]

9. La fe cristiana, a través de su tradición centenaria, ha ilustrado, a través de muchas figuras, esta obra salvadora del Hijo encarnado. Lo ha hecho sin nunca separar el aspecto curativo de la salvación, por el que Cristo nos rescata del pecado, del aspecto edificante, por el cual Él nos hace hijos de Dios, partícipes de su naturaleza divina (cf. 2 P 1, 4). Teniendo en cuenta la perspectiva salvífica que desciende (de Dios que viene a rescatar a los hombres), Jesús es iluminador y revelador, redentor y liberador, el que diviniza al hombre y lo justifica. Asumiendo la perspectiva ascendiente (desde los hombres que acuden a Dios), Él es el que, como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, ofrece al Padre, en el nombre de los hombres, el culto perfecto: se sacrifica, expía los pecados y permanece siempre vivo para interceder a nuestro favor. De esta manera aparece, en la vida de Jesús, una admirable sinergia de la acción divina con la acción humana, que muestra la falta de fundamento de la perspectiva individualista. Por un lado, de hecho, el sentido descendiente testimonia la primacía absoluta de la acción gratuita de Dios; la humildad para recibir los dones de Dios, antes de cualquier acción nuestra, es esencial para poder responder a su amor salvífico. Por otra parte, el sentido ascendiente nos recuerda que, por la acción humana plenamente de su Hijo, el Padre ha querido regenerar nuestras acciones, de modo que, asimilados a Cristo, podamos hacer «buenas obras, que Dios preparó de antemano para que las practicáramos» (Ef 2, 10).

10. Está claro, además, que la salvación que Jesús ha traído en su propia persona no ocurre solo de manera interior. De hecho, para poder comunicar a cada persona la comunión salvífica con Dios, el Hijo se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14). Es precisamente asumiendo la carne (cf. Rm 8, 3; Hb 2, 14: 1 Jn 4, 2), naciendo de una mujer (cf. Ga 4, 4), que «se hizo el Hijo de Dios Hijo del Hombre»[15] y nuestro hermano (cf. Hb 2, 14). Así, en la medida en que Él ha entrado a formar parte de la familia humana, «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre»[16] y ha establecido un nuevo orden de relaciones con Dios, su Padre, y con todos los hombres, en quienes podemos ser incorporado para participar a su propia vida. En consecuencia, la asunción de la carne, lejos de limitar la acción salvadora de Cristo, le permite mediar concretamente la salvación de Dios para todos los hijos de Adán.

11. En conclusión, para responder, tanto al reduccionismo individualista de tendencia pelagiana, como al reduccionismo neo-gnóstico que promete una liberación meramente interior, es necesario recordar la forma en que Jesús es Salvador. No se ha limitado a mostrarnos el camino para encontrar a Dios, un camino que podríamos seguir por nuestra cuenta, obedeciendo sus palabras e imitando su ejemplo. Cristo, más bien, para abrirnos la puerta de la liberación, se ha convertido Él mismo en el camino: «Yo soy el camino» (Jn 14, 6).[17] Además, este camino no es un camino meramente interno, al margen de nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Por el contrario, Jesús nos ha dado un «camino nuevo y viviente que él nos abrió a través del velo del Templo, que es su carne» (Hb 10, 20). En resumen, Cristo es Salvador porque ha asumido nuestra humanidad integral y vivió una vida humana plena, en comunión con el Padre y con los hermanos. La salvación consiste en incorporarnos a nosotros mismos en su vida, recibiendo su Espíritu (cf. 1 Jn 4, 13). Así se ha convirtió «en cierto modo, en el principio de toda gracia según la humanidad».[18] Él es, al mismo tiempo, el Salvador y la Salvación.

V. La Salvación en la Iglesia, cuerpo de Cristo

12. El lugar donde recibimos la salvación traída por Jesús es la Iglesia, comunidad de aquellos que, habiendo sido incorporados al nuevo orden de relaciones inaugurado por Cristo, pueden recibir la plenitud del Espíritu de Cristo (Rm 8, 9). Comprender esta mediación salvífica de la Iglesia es una ayuda esencial para superar cualquier tendencia reduccionista. La salvación que Dios nos ofrece, de hecho, no se consigue sólo con las fuerzas individuales, como indica el neo-pelagianismo, sino a través de las relaciones que surgen del Hijo de Dios encarnado y que forman la comunión de la Iglesia. Además, dado que la gracia que Cristo nos da no es, como pretende la visión neo-gnóstica, una salvación puramente interior, sino que nos introduce en las relaciones concretas que Él mismo vivió, la Iglesia es una comunidad visible: en ella tocamos el carne de Jesús, singularmente en los hermanos más pobres y más sufridos. En resumen, la mediación salvífica de la Iglesia, «sacramento universal de salvación»,[19] nos asegura que la salvación no consiste en la autorrealización del individuo aislado, ni tampoco en su fusión interior con el divino, sino en la incorporación en una comunión de personas que participa en la comunión de la Trinidad.

13. Tanto la visión individualista como la meramente interior de la salvación contradicen también la economía sacramental a través de la cual Dios ha querido salvar a la persona humana. La participación, en la Iglesia, al nuevo orden de relaciones inaugurado por Jesús sucede a través de los sacramentos, entre los cuales el bautismo es la puerta,[20] y la Eucaristía, la fuente y cumbre.[21] Así vemos, por un lado, la inconsistencia de las pretensiones de auto-salvación, que solo cuentan con las fuerzas humanas. La fe confiesa, por el contrario, que somos salvados por el bautismo, que nos da el carácter indeleble de pertenencia a Cristo y a la Iglesia, del cual deriva la transformación de nuestro modo concreto de vivir las relaciones con Dios, con los hombres y con la creación (cf. Mt 28, 19). Así, limpiados del pecado original y de todo pecado, estamos llamados a una vida nueva existencia conforme a Cristo (cf. Rm 6, 4). Con la gracia de los siete sacramentos, los creyentes crecen y se regeneran continuamente, especialmente cuando el camino se vuelve más difícil y no faltan las caídas. Cuando, pecando, abandonan su amor a Cristo, pueden ser reintroducidos, a través del sacramento de la Penitencia, en el orden de las relaciones inaugurado por Jesús, para caminar como ha caminado Él (cf. 1 Jn 2, 6). De esta manera, miramos con esperanza el juicio final, en el que se juzgará a cada persona en la realidad de su amor (cf. Rm 13, 8-10), especialmente para los más débiles (cf. Mt 25, 31-46).

14. La economía salvífica sacramental también se opone a las tendencias que proponen una salvación meramente interior. El gnosticismo, de hecho, se asocia con una mirada negativa en el orden creado, comprendido como limitación de la libertad absoluta del espíritu humano. Como consecuencia, la salvación es vista como la liberación del cuerpo y de las relaciones concretas en las que vive la persona. En cuanto somos salvados, en cambio, «por la oblación del cuerpo de Jesucristo» (Hb 10, 10; cf. Col 1, 22), la verdadera salvación, lejos de ser liberación del cuerpo, también incluye su santificación (cf. Ro 12, 1). El cuerpo humano ha sido modelado por Dios, quien ha inscrito en él un lenguaje que invita a la persona humana a reconocer los dones del Creador y a vivir en comunión con los hermanos.[22] El Salvador ha restablecido y renovado, con su Encarnación y su misterio pascual, este lenguaje originario y nos lo ha comunicado en la economía corporal de los sacramentos. Gracias a los sacramentos, los cristianos pueden vivir en fidelidad a la carne de Cristo y, en consecuencia, en fidelidad al orden concreto de relaciones que Él nos ha dado. Este orden de relaciones requiere, de manera especial, el cuidado de la humanidad sufriente de todos los hombres, a través de las obras de misericordia corporales y espirituales.[23]

VI. Conclusión: comunicar la fe, esperando al Salvador

15. La conciencia de la vida plena en la que Jesús Salvador nos introduce empuja a los cristianos a la misión, para anunciar a todos los hombres el gozo y la luz del Evangelio.[24] En este esfuerzo también estarán listos para establecer un diálogo sincero y constructivo con creyentes de otras religiones, en la confianza de que Dios puede conducir a la salvación en Cristo a «todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia».[25] Mientras se dedica con todas sus fuerzas a la evangelización, la Iglesia continúa a invocar la venida definitiva del Salvador, ya que «en esperanza estamos salvados» (Rm 8, 24). La salvación del hombre se realizará solamente cuando, después de haber conquistado al último enemigo, la muerte (cf. 1 Co 15, 26), participaremos plenamente en la gloria de Jesús resucitado, que llevará a plenitud nuestra relación con Dios, con los hermanos y con toda la creación. La salvación integral del alma y del cuerpo es el destino final al que Dios llama a todos los hombres. Fundados en la fe, sostenidos por la esperanza, trabajando en la caridad, siguiendo el ejemplo de María, la Madre del Salvador y la primera de los salvados, estamos seguros de que «somos ciudadanos del cielo, y esperamos ardientemente que venga de allí como Salvador el Señor Jesucristo. El transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, con el poder que tiene para poner todas las cosas bajo su dominio» (Flp 3, 20-21).

El Sumo Pontífice Francisco, en la Audiencia concedida el día 16 de febrero de 2018. Ha aprobado esta Carta, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación el 24 de enero de 2018, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 22 de febrero de 2018, Fiesta de la Cátedra de San Pedro.

X Luis F. Ladaria, S.I.

Arzobispo titular de Thibica

Prefecto

X Giacomo Morandi

Arzobispo titular de Cerveteri

Secretario

© Librería Editorial Vaticano


En la mañana del miércoles, 28 de febrero de 2018, el Papa ha ofrecido una catequesis sobre la liturgia eucarística, es decir, la preparación de los dones y la oración de la ofrenda. Se trata de la 10ª catequesis que el Santo Padre dedica a la Santa Misa en la Audiencia General. (ZENIT – 28 feb. 2018)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la liturgia de la Palabra —sobre la que me he detenido en las pasadas catequesis— sigue otra parte constitutiva de la misa, que es la liturgia eucarística. En ella, a través de los santos signos, la Iglesia hace continuamente presente el Sacrificio de la nueva alianza sellada por Jesús sobre el altar de la Cruz (cf. Concilio Vaticano II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47). Fue el primer altar cristiano, el de la Cruz, y cuando nosotros nos acercamos al altar para celebrar la misa, nuestra memoria va al altar de la Cruz, donde se hizo el primer sacrificio. El sacerdote, que en la misa representa a Cristo, cumple lo que el Señor mismo hizo y confió a los discípulos en la Última Cena: tomó el pan y el cáliz, dio gracias, los pasó a sus discípulos diciendo: «Tomad, comed… bebed: esto es mi cuerpo… este es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mía».

Obediente al mandamiento de Jesús, la Iglesia ha dispuesto en la liturgia eucarística el momento que corresponde a las palabras y a los gestos cumplidos por Él en la vigilia de su Pasión. Así, en la preparación de los dones. son llevados al altar el pan y el vino, es decir los elementos que Cristo tomó en sus manos. En la Oración eucarística damos gracias a Dios por la obra de la redención y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. Siguen la fracción del Pan y la Comunión, mediante la cual revivimos la experiencia de los Apóstoles que recibieron los dones eucarísticos de las manos de Cristo mismo (cf. Instrucción General del Misal Romano, 72).

Al primer gesto de Jesús: «tomó el pan y el cáliz del vino», corresponde por tanto la preparación de los dones. Es la primera parte de la Liturgia eucarística. Está bien que sean los fieles los que presenten el pan y el vino, porque estos representan la ofrenda espiritual de la Iglesia ahí recogida para la eucaristía. Es bonito que sean los propios fieles los que llevan al altar el pan y el vino. Aunque hoy «los fieles ya no traigan, de los suyos, el pan y el vino destinados para la liturgia, como se hacía antiguamente, sin embargo el rito de presentarlos conserva su fuerza y su significado espiritual» (ibíd., 73). Y al respecto es significativo que, al ordenar un nuevo presbítero, el obispo, cuando le entrega el pan y el vino dice: «Recibe las ofrendas del pueblo santo para el sacrificio eucarístico» (Pontifical Romano – Ordenación de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos). ¡El Pueblo de Dios que lleva la ofrenda, el pan y el vino, la gran ofrenda para la misa! Por tanto, en los signos del pan y del vino el pueblo fiel pone la propia ofrenda en las manos del sacerdote, el cual la depone en el altar o mesa del Señor, «que es el centro de toda la Liturgia Eucarística» (igmr, 73).

Es decir, el centro de la misa es el altar, y el altar es Cristo; siempre es necesario mirar el altar que es el centro de la misa. En el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre», se ofrece por tanto el compromiso de los fieles a hacer de sí mismos, obedientes a la divina Palabra, «sacrificio agradable a Dios, Padre todopoderoso», «por el bien de toda su santa Iglesia». Así «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1368).

Ciertamente, nuestra ofrenda es poca cosa, pero Cristo necesita de este poco. Nos pide poco, el Señor, y nos da tanto. Nos pide poco. Nos pide, en la vida ordinaria, buena voluntad; nos pide corazón abierto; nos pide ganas de ser mejores para acogerle a Él que se ofrece a sí mismo a nosotros en la eucaristía; nos pide estas ofrendas simbólicas que después se convertirán en su cuerpo y su sangre. Una imagen de este movimiento oblativo de oración se representa en el incienso que, consumido en el fuego, libera un humo perfumado que sube hacia lo alto: incensar las ofrendas, como se hace en los días de fiesta, incensar la cruz, el altar, el sacerdote y el pueblo sacerdotal manifiesta visiblemente el vínculo del ofertorio que une todas estas realidades al sacrificio de Cristo (cf. igmr, 75). Y no olvidar: está el altar que es Cristo, pero siempre en referencia al primer altar que es la Cruz, y sobre el altar que es Cristo llevamos lo poco de nuestros dones, el pan y el vino que después se convertirán en el tanto: Jesús mismo que se da a nosotros.

Y todo esto es cuanto expresa también la oración sobre las ofrendas. En ella el sacerdote pide a Dios aceptar los dones que la Iglesia les ofrece, invocando el fruto del admirable intercambio entre nuestra pobreza y su riqueza. En el pan y  el vino le presentamos la ofrenda de nuestra vida, para que sea transformada por el Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo y se convierta con Él en una sola ofrenda espiritual agradable al Padre. Mientras se concluye así la preparación de los dones, nos dispones a la Oración eucarística (cf. ibíd., 77).

Que la espiritualidad del don de sí, que este momento de la misa nos enseña, pueda iluminar nuestras jornadas, las relaciones con los otros, las cosas que hacemos, los sufrimientos que encontramos, ayudándonos a construir la ciudad terrena a la luz del Evangelio.

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Publicado por verdenaranja @ 12:17  | Habla el Papa
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