Viernes, 29 de marzo de 2019

Reflexión a las lecturas del domingo cuarto de Cuaresma ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

  Domingo 4º de Cuaresma C

 

Nunca reflexionaremos bastante sobre este misterio: Cuando Dios se hace hombre, es criticado porque no anda con los sabios y los buenos, sino con los publicanos y pecadores. Nos parecería más lógico que hubiera sido de la otra manera.

Los fariseos y escribas están disgustados por eso, porque Jesús trata con gente de mala fama. Y a ellos va dirigida la parábola del evangelio de hoy. Quiere explicarles por qué lo hace. Sencillamente, porque actúa como el Padre del Cielo, al que contempla constantemente, y que está representado en el padre de la parábola. El hijo menor representa a los publicanos y pecadores y el hijo mayor, a los escribas y fariseos.

La descripción que se hace del pecado y de la conversión es admirable: El pecado se nos presenta como una ruptura definitiva con el padre y con su casa; como un derroche, como una degradación, como una muerte. La conversión es recapacitar y volver a la casa del Padre, que le recibe no como a “uno de los jornaleros”, sino como a un verdadero hijo: Por eso, dice que hay que vestirle como un hijo y hay que hacer fiesta “porque el hijo estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado”.

Los fariseos y escribas quedan retratados en el hijo mayor. Ellos no tienen el corazón de un verdadero hermano, que se alegraría con la vuelta del que se había marchado, y no entienden a Jesucristo, porque no conocen realmente al Padre del Cielo, que es rico en bondad y misericordia.

Jesucristo ha venido a revelarnos, con obras y palabras, el verdadero rostro y el verdadero corazón del Padre, y, por eso, busca a los que se han alejado y los llama a la conversión. ¡Él es el verdadero hermano mayor!

La parábola va hoy por nosotros. A todos nos enseña algo. Y, en definitiva, ¿quién puede decir que no tiene nada de cada uno de los dos hijos?

En la segunda lectura, S. Pablo nos habla del servicio de la reconciliación con Dios, que la Iglesia ha recibido de los apóstoles, y que no sólo es mensaje y  buena noticia, sino también su realización, una verdadera reconciliación con Dios y con la Iglesia, que se ofrece continuamente a cada cristiano, a través  ministerio apostólico, que han recibido los obispos y los presbíteros. El Tiempo de Cuaresma está especialmente indicado para recibir este sacramento. Ya San León Magno, en el siglo V, hablaba de que “es propio de las fiestas pascuales que toda la Iglesia goce del perdón de los pecados”.

La Iglesia siempre ha manifestado su preocupación por los que se han alejado. Ha sido constante, a lo largo de los siglos, su “oración por los pecadores”, y su esfuerzo por reconciliarles con Dios y con la Iglesia. Hoy la preocupación por los alejados es uno de los signos de los tiempos. El Vaticano II nos enseña que la Iglesia ayuda a los que vuelven “con caridad, ejemplos y oraciones” (L. G. 11).

El domingo pasado acogíamos la llamada a la conversión, que el Señor nos hace siempre, pero, especialmente, en este tiempo de Cuaresma. Por eso, esta parábola nos resulta muy apropiada para este día, como una continuación y complemento de lo que contemplábamos el domingo.

En la comunión con Dios y con los hermanos, que obtenemos por el sacramento de la Reconciliación, tiene su raíz más profunda la alegría cristiana a la que nos invita este domingo de Cuaresma, que, desde antiguo, se llama “Laetare” (Alégrate) porque se acerca ya la Pascua.

Alegrémonos, por tanto, este domingo, porque, en las fiestas de Pascua, el Señor nos espera para mostrarnos y hacernos partícipes a todos de la obra admirable de la Redención, que es más grande que la obra de la Creación y que proceden ambas de su infinita bondad y misericordia.                                                           

                                                                                                 ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 4º DE CUARESMA C

MONICIONES

  

 

PRIMERA LECTURA

            Las lecturas  del Antiguo Testamento nos hacen revivir durante este tiempo cuaresmal,  las grandes intervenciones de Dios a favor de su pueblo Israel. Hoy se nos presenta, por fin, la llegada del pueblo a la tierra prometida y la celebración de la primera Pascua. 

SALMO

            Con la llegada del pueblo de Israel a la tierra prometida, constatamos una vez más, que el Señor es bueno y fiel a sus promesas. Por eso proclamamos en el salmo: "Gustad y ved qué bueno es el Señor". 

SEGUNDA LECTURA

            S. Pablo nos urge a reconciliarnos con Dios a través de la Iglesia, a la que Cristo ha confiado el mensaje de la reconciliación y el servicio de reconciliar. Escuchemos con atención. 

TERCERA LECTURA

            Los fariseos critican a Jesús porque trata con los pecadores y come con ellos. Jesús les responde con varias parábolas, entre ellas, ésta que vamos a escuchar. 

COMUNIÓN

La Eucaristía es el banquete al que el Padre invita a sus hijos, reconciliados con Él,  y donde nos ofrece como comida el verdadero cordero pascual, Cristo, inmolado por nuestra salvación.

            Ojalá que sepamos corresponder siempre a la invitación que el Señor nos hace a participar activa, consciente y fructuosamente en estos santos misterios.                                       


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Jueves, 28 de marzo de 2019

Comentario litúrgico del IV Domingo de Cuaresma por el P.  Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. marzo 26, 2019 (zenit)

CUARTO DOMINGO DE CUARESMA

Ciclo C

Textos: Josué 5, 9a.10-12; 2 Co 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32

Idea principal: Llamada a la conversión y a dejarnos envolver por la misericordia de Dios.

Síntesis del mensaje: El Papa Francisco dice en su carta Misericordiae vultus: “En las parábolas dedicadas a la misericordia, Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un Padre que jamás se da por vencido hasta tanto no haya disuelto el pecado y superado el rechazo con la compasión y la misericordia. Conocemos estas parábolas; tres en particular: la de la oveja perdida y de la moneda extraviada, y la del padre y los dos hijos (cfr Lc 15,1-32). En estas parábolas, Dios es presentado siempre lleno de alegría, sobre todo cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del Evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como la fuerza que todo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el perdón” (n. 9). El hombre que tuvo dos hijos es Dios, que tiene dos pueblos. El hijo mayor es el pueblo judío; el menor, el gentil. La herencia recibida del padre es la inteligencia, la mente, la memoria, el ingenio y todo aquello que Dios nos dio para que lo conociésemos y alabásemos.

Puntos de la idea principal: Saquemos al proscenio de nuestra vida a los personajes de la parábola, bajo la inspiración de algunos santos Padres de la Iglesia.

En primer lugarel hijo menor. Es el pueblo gentil. Se alejó de la casa del Padre hacia una región lejana, para derrochar el tesoro y disipar la herencia que Dios pródigamente le había confiado. Y allá en esa región del pecado se fue oscureciendo la imagen y semejanza que el Creador había impreso en su alma. Quería una libertad sin límites. Se dejó llevar por ilusorios espejismos, tratando de saciar la sed de felicidad que se anidaba en su corazón con los placeres de este mundo.

¿Qué pasó? Cayó en la más profunda degradación espiritual, moral, existencial. Dos elementos fueron fundamentales para la vuelta a casa: la reflexión y el sentido de familia en la formación espiritual de los hijos. Primero, la reflexión. Este hijo menor reflexionó. Dios permite nuestra miseria para que, volviendo sobre nosotros mismos, experimentemos nuestra indigencia, sintamos la nostalgia de la casa del Padre y retornemos al único Bien que puede apagar nuestra sed de infinito. “Nos ha hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (San Agustín, Confesiones I, 1).

Será la reflexión sobre nuestros pasos la que nos permitirá conocernos mejor a la luz de Dios, confesando así nuestra miseria. Santa Teresa de Jesús, maestra del diálogo entre el alma y Dios, decía que el primer paso de la vida de oración era conocerse a sí mismo a la luz de Dios. Y segundoel sentido de familia. Si este hijo menor se decide a volver es porque en la casa de su Padre siente seguridad, el amor y ternura de su Padre, además de las comodidades que le brindaba la vida familiar. ¡Atención a los padres de familia para que rodeen a sus hijos de cariño, calor y abrazos, para que no se dejen llevar de los reclamos de la carne y de los paraísos engañosos de la droga y falsas ideologías! Es en la familia donde se siembran las primeras semillas de la fe y se forman los hábitos que liberan a los hijos de la esclavitud interior.

En segundo lugar, el hijo mayor. Es el pueblo judío cumplidor de la ley, fiel a la Alianza divina, guiado por los Patriarcas y Profetas. Sin embargo, poco a poco, un gusano fue carcomiendo esta fidelidad, el peor de los males, la soberbia. Olvidando que la elección divina era un don gratuito, y no algo que le era debido en justicia, comenzó a despreciara aquellos se habían marchado a regiones lejanas. Perdió el sentido universal de su misión, enterró el talento que le había sido confiado, sin hacerlo producir para bien de todos. Pueblo este inmisericorde y despiadado con quienes no cumplían a la letra lo que ellos consideraban la ley de Dios. Se creía con derechos ante su padre. Se creía justo. A la soberbia y presunción del mérito proprio, se le juntaron el resentimiento, la envidia, la ira, la tristeza interior. ¡Qué pena, pues este hijo mayor vino a romper la sinfonía maravillosa de la casa y no quiso entrar en la fiesta de la misericordia!

Finalmente, el padre misericordioso. Misericordioso con el hijo menor y con el mayor, también. Con los dos usó de su infinita misericordia. Con el hijo menor, misericordia concretizada en estos detalles: le respeta la libertad, sabe esperar con paciencia el tiempo de la maduración de su hijo, lo recibe con júbilo y esplendidez, y lo restituye en su dignidad humana y espiritual. Con el hijo mayor, misericordia concretizada en estos detalles: sale para llamar al hijo, le invita a la fiesta común, soporta la humillación de su hijo al echarle en cara tanta misericordia con el menor, y le dice que en casa no es esclavo, sino hijo, y que puede disponer de los bienes de la familia. Derramó lágrimas de alegría, sí, por la vuelta del hijo menor; pero también de tristeza y pena, por el hijo mayor.

Para reflexionar: ¿Soy consciente de la lucha y violencia terrible que el demonio y el espíritu del mundo desatan contra la familia, contra la pureza del amor humano tal cual Dios los ha creado y redimido en Cristo, contra la inocencia de los niños despertando en ellos la desconfianza hacia sus padres y hacia toda autoridad legítima, proponiendo “nuevos maestros”, hablando de amor libre, de divorcio, llamando normales a conductas destructivas para la familia, manipulando la vida humana por los abusos de la ingeniería genética? ¿Con cuál de los dos hijos me identifico? ¿Tengo corazón misericordioso como ese padre de la parábola?

Para rezar: Nunca mejor que hoy para rezar el acto de contrición: “¡Señor mío, Jesucristo! Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío; por ser Vos quien sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; también me pesa porque podéis castigarme con las penas del infierno. Ayudado de vuestra divina gracia, propongo firmemente nunca más pecar, confesarme y cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Amen”.

O estas líneas de santa Faustina Kowalska: “Deseo transformarme en tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón y mi alma al prójimo. Ayúdame Señor, a que mis ojos sean misericordiosos para que yo jamás sospeche o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarle. Ayúdame Señor, a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos. Ayúdame Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás critique a mi prójimo, sino que tenga una palabra de consuelo y de perdón para todos.  Ayúdame Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargar sobre mí las tareas más difíciles y penosas. Ayúdame Señor, a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. Mi reposo verdadero está en el servicio a mi prójimo. Ayúdame Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo. A nadie le rehusaré mi corazón. Seré sincera incluso con aquellos de los cuales sé que abusarán de mi bondad. Y yo misma me encerraré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús. Soportaré mis propios sufrimientos en silencio. Que tu misericordia, oh Señor, repose dentro de mí. Jesús mío, transfórmame en Ti porque tú lo puedes todo. Amén” (Diario 163). 

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]

marzo 26, 2019 10:39Espiritualidad y oración

 


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S?bado, 23 de marzo de 2019

Comentario III Domingo de Cuaresma por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. marzo 19, 2019 (zenit)

TERCER DOMINGO DE CUARESMA

Ciclo C

Textos: Ex 3, 1-8a.13-15; 1 Co 10, 1-6.10-12: Lc 13, 1-9

Idea principal: La higuera de nuestra alma está llamada a dar frutos de penitencia y conversión.

Síntesis del mensaje: Sin duda alguna que todos los males que sufrimos a nivel personal, familiar, social, eclesial, mundial…se deben a nuestros pecados. No es que Dios nos castigue. Pero nuestros pecados no quedan impunes. Pagamos las consecuencias de nuestros extravíos. Por eso, urge dar frutos de conversión. Sólo si nos arrepentimos, obtendremos la misericordia de Dios (evangelio) y Él nos llenará de frutos de santidad. Cuaresma es el tiempo de la experiencia de la misericordia y liberación de Dios (1ª lectura). Quien crea que está firme, que cuide para no caer (2ª lectura). 

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, Cristo en esta Cuaresma, y durante nuestra vida toda, nos llama a la conversión y a dar frutos de conversión. Sólo así llegaremos preparados para la Pascua. Somos higueras que Él plantó en el jardín del mundo. Dios nos ha dotado con la capacidad de hacer el bien, de cultivar la justicia y de mantener unas relaciones sanas con  los demás y con Dios mismo. Pero como dueño y Señor de esas higueras que somos nosotros, puede exigirnos y pedirnos cuentas. La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las enseñanzas de Cristo, y la vuelta sincera a Dios. No bastaría el proponernos cambiar de vida, si no hay dolor por las faltas cometidas. La conversión no es sólo hacer penitencia, en el sentido de realizar unas obras de ayuno o de limosna. La palabra griega para penitencia es “metánoia”, que significa cambio de mentalidad. Lo que nos pide Dios en la Cuaresma es un cambio en un nivel bastante más profundo que el de las meras obras exteriores. Una conversión, si es auténtica, “hace daño”, porque significa meter el “dedo en la llaga” y corregir las raíces de nuestros males. Si hay que “operar”, tenemos que estar dispuesto a coger el bisturí y a cortar lo que sea necesario, y no conformarnos con aplicar una pomada suave que no llega a las raíces de nuestro mal. Y lo que tenemos que cortar sin contemplaciones son las causas de nuestros pecados que ofenden a Dios y a nuestros hermanos.

En segundo lugar, Cristo espera frutos concretos de conversión de nuestra higuera (evangelio). Pablo en la segunda lectura a los cristianos de Corinto les echó en cara que algunos de los israelitas que hicieron el camino con Moisés por el desierto no agradaron a Dios, ni fueron fieles a la Alianza, dejándose llevar de las tentaciones de los pueblos vecinos. Se buscaron otros dioses permisivos. Por eso no entraron en la tierra prometida. Para Pablo eso debería servirnos de escarmiento a nosotros. No basta con pertenecer al pueblo de Dios, o con decir unas oraciones o llevar unas medallas o ir de peregrinación a un Santuario. Algo tiene que cambiar en nuestra vida para que nuestra higuera personal dé los frutos que Dios espera. Tenemos que ser sinceros y entrar en nuestra huerta interior y matar todo bicho o plaga que está destruyendo nuestra higuera: egoísmo, indiferencias, protestas, rebeldías interiores, maltrato al prójimo, infidelidad matrimonial o sacerdotal, mentiras y estafas. Si hay que fumigar con abono eficaz la huerta, ¿a qué esperamos? Si hay que regarla con la oración, ¿por qué le damos largas? Si hay que podar, tomemos las tijeras y cortemos sin contemplaciones. La paciencia de Dios puede tener un límite: “Corta esa higuera”.

Finalmente, ¡cuántos siglos viene Dios pidiendo frutos! Pensemos en aquella Europa cristiana[1], que recibió la primera semilla de la fe por boca de los apóstoles mismos, regada con la sangre de innumerables mártires, protegida por santos pastores, civilizada por multitud de monjes, enriquecida con toda clase de dones. Beneficiaria, ella también, de un amor de gran predilección por parte del Señor. ¿Y qué encuentra ese Dueño? Algunos frutos buenos, ¡bendito sea Dios! Pero cuánto fruto malo: ateísmo, agnosticismo, indiferentismo, relativismo, caída de la fe y cierre de iglesias y monasterios, avance de otras religiones fanáticas y blasfemas, como dijo el Papa Francisco, que en nombre de Dios perpetran atentados inhumanos. ¿Dónde están las virtudes cristianas que hicieron posible la edificación de las magníficas catedrales, la creación de las escuelas y universidades, la construcción de una sociedad que tenía por ley el Evangelio, los tesoros del arte, las obras maestras de la literatura cristiana, el gobierno de príncipes santos: san Fernando III de Castilla, santa Margarita de Escocia, san Vladimiro de Kiev, san Luis IX de Francia, san Matilde de Ringelheim, y tantos otros? Oremos por aquellos cristianos fieles que en la vieja Europa, madre de nuestra cultura y de nuestra fe, siguen combatiendo el buen combate, y pidamos con ellos al dueño del campo que le dé a aquella bendita tierra “un año más”, y la gracia de que sus corazones se abran a la penitencia que da frutos de vida eterna.

Para reflexionar:  Nuestro Señor Jesucristo es un Rey misericordioso que perdonará a quienes confiesen humildemente sus pecados; no perdonará a quienes se rehúsen a echarse a sus manos bondadosas. ¡Abramos nuestras almas al regalo de su misericordia! Sólo así podremos dar frutos de conversión, de santidad y de vida eterna. Miremos nuestro corazón, ¿qué frutos estamos dando a nivel personal, a nivel familiar, a nivel laboral, a nivel parroquial?

Para rezarSeñor y Dios nuestro, tenme paciencia, pues quiero dar fruto abundante para mayor gloria tuya. No me maldigas, como maldijiste aquella higuera en la que sólo encontraste hojas (cf. Mt 21, 19). No quiero que me quites tu Reino, para entregarlo a un pueblo que produzca los frutos que esperas (cf. Mt 21, 43). Que tome conciencia, Señor, que tu Padre Dios será glorificado cuando dé mucho fruto y muestre así que soy tu discípulo (cf. Jn 15, 8).

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]

[1]Idea tomada del padre Alfredo Saénz en su libro “Palabra y vida”, Gladius 1994.

marzo 19, 2019 13:51Espiritualidad y oración


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Reflexión a las lecturas del domingo tercero de la Cuaresma ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 3º de Cuaresma C

 

 Ya sabemos que la Cuaresma es tiempo de conversión. ¡En mucho o en poco!, pero todos tenemos que convertirnos para ser capaces de celebrar la Pascua,  en la que se nos pide la mejor prueba de conversión: La renovación de nuestro Bautismo, es decir, de nuestra condición de cristianos, hijos de Dios y miembros de la Iglesia, y, por tanto, de nuestra adhesión a Cristo, de nuestro seguimiento de Él, de nuestra condición de muertos al pecado y vivos sólo para el bien, sólo para Dios (Rom 6, 11).

El Señor comienza su Vida Pública, diciendo: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, convertíos y  creed la Buena Noticia” (Mc 1, 15).

Tenemos que convertirnos porque el Reino de los Cielos, que Jesús viene a inaugurar en la tierra, es completamente distinto de las realidades terrenas. ¡Y tan distinto!

El Evangelio de este domingo es una fuerte llamada a  la conversión: “Os digo que si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. ¡La necesidad y la urgencia de la conversión!

Con todo, hay muchos cristianos que no se sienten llamados a ese cambio  de vida. Dicen que ya hacen el bien, que no tienen pecados. ¡La conversión sería para los otros, para los malos!

Por eso es tan importante la segunda parte del texto, cuando el Señor nos presenta la parábola de la higuera. Ésta no hacía nada malo, sólo que no daba fruto. ¿Qué mayor mal puede haber?

El agricultor es muy paciente, pero también muy exigente. Por eso,  el dueño de la parábola le dice al viñador: “Ya ves: Tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala ¿Para qué va ocupar terreno en balde?”

El Señor nos advierte: “Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador, a todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca, y a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto”   (Jn 15, 1-2). ¡Dar fruto, dar más fruto!

El viñador intercede por la higuera: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás”.

¿Y quién es este viñador? ¿Será Cristo? ¿Será la Iglesia?

¿Quién no ve aquí, en esta parábola, una imagen de nuestra vida cristiana; incluso, del Tiempo de Cuaresma? ¿Nos esforzaremos, entonces, por dar fruto, por dar más fruto? ¿No será éste el mayor y mejor exponente de nuestra verdadera conversión?

En concreto, tenemos que preguntarnos en esta Cuaresma, ¿qué fruto estoy  dando yo? Y también, ¿por qué no doy más fruto? Y hemos de retener la idea de que siempre, cada día que pasa, se nos exige una mayor y mejor conversión, es decir, dar más fruto.

¿Y dónde encontraré yo toda la ayuda necesaria para conseguirlo? No hay duda, en la oración, en los sacramentos, especialmente, en la Eucaristía, en la Palabra Dios y en la práctica de la vida cristiana.

S. Agustín decía: “Temo a Dios que pase y que no vuelva”. ¡No podemos olvidar que ésta será la última Cuaresma para muchos cristianos! Muchos serán llamados por el Señor, en el curso de este año, para que, a través de la puerta semioscura de la muerte, pasen a vivir siempre con Él y con los hermanos, que están en el Cielo. ¡Es la fiesta que dura eternamente. ¡No hay fiesta como esta!

Pero no tenemos que agobiarnos  porque la conversión es un don de Dios. Por eso en la Sagrada Escritura  encontramos este texto: “Conviértenos, Señor, y nos convertiremos a ti” (Lm 5, 21).     

          ¡Hay que pedirlo! ¡Y hay que acogerlo cuando Dios lo concede!    

 

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO III DE CUARESMA C

 MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

Durante los domingos de Cuaresma recordamos, en la primera lectura, los grandes acontecimientos de la Historia del pueblo de Israel. Hoy se nos narra cómo Dios elige a Moisés para salvar a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Escuchemos con atención.

 

 

SALMO

            El salmo 102 es un canto de acción de gracias por los favores divinos. Esta es hoy nuestra respuesta a la Palabra del Señor, que nos llama a la libertad y a la vida, como llamó a los israelitas para sacarlos de la esclavitud de Egipto.

 

 

SEGUNDA LECTURA

            S. Pablo nos pone el ejemplo del pueblo de Israel, peregrino en el desierto, para prevenirnos del peligro de desagradar al Señor y no dar fruto.  

 

 

TERCERA LECTURA

En el Evangelio Jesús nos urge a la conversión y a dar fruto abundante. Acojamos fe y devoción sus palabras.

 

 

COMUNIÓN

            Sin alimentarnos no podemos dar fruto pero, al mismo tiempo, ¡alimentarnos es una exigencia de dar más fruto! Esto es lo que debemos pensar y pedir en este momento, en que Jesucristo, el Señor, se nos ofrece como comida nuestra en este camino de conversión hacia las fiestas de Pascua.


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Viernes, 15 de marzo de 2019

Esta mañana, a las 9 horas, en la Capilla Redemptoris Mater, el Predicador de la Casa Pontificia, el reverendo padre Raniero Cantalamessa, franciscano capuchino, ha pronunciado el primer Sermón de Cuaresma. (ZENIT – 15 marzo 2019)

El tema de las meditaciones de Cuaresma es el siguiente: In te ipsum redi (Entra dentro de ti, San Agustín).

«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios»

Continuando la reflexión iniciada en Adviento sobre el versículo del salmo: «Mi alma tiene sed del Dios vivo» (Sal 42,2), en esta primera predicación cuaresmal, quisiera meditar con vosotros sobre la condición esencial para «ver» a Dios. Según Jesús, es la pureza de corazón: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8), dice en una de sus bienaventuranzas.

Sabemos que puro y pureza tienen en la Biblia, como, por lo demás, en el lenguaje común, una amplia gama de significados. El Evangelio insiste en dos ámbitos en particular: la rectitud de las intenciones y la pureza de costumbres. A la pureza de las intenciones se opone la hipocresía, a la pureza de costumbres el abuso de la sexualidad.

En el ámbito moral, con la palabra «pureza» se designa comúnmente un cierto comportamiento en la esfera de la sexualidad, orientado al respeto de la voluntad del Creador y de la finalidad intrínseca de la misma sexualidad. No podemos entrar en contacto con Dios, que es espíritu, de otro modo que mediante nuestro espíritu. Pero el desorden o, peor aún, las aberraciones en este campo tienen el efecto, comprobado por todos, de oscurecer la mente. Es como cuando se agitan los pies en un estanque: el barro, desde el fondo, asciende y enturbia toda el agua. Dios es luz y una persona así «aborrece la luz».

El pecado impuro no deja ver el rostro de Dios, o, si lo deja ver, lo deja ver todo deformado. Hace de él, no el amigo, el aliado y el padre, sino el oponente, el enemigo. El hombre carnal está lleno de concupiscencias, desea las cosas ajenas y la mujer de los otros. En esta situación Dios se le aparece como aquel que cierra el paso a sus malos deseos con esos  conminatorios suyos: «¡Tú debes!», «¡Tú no debes!». El pecado suscita, en el corazón del hombre, un sordo rencor contra Dios, hasta el  punto de que, si dependiera de él, querría que Dios no existiera en absoluto.

En esta ocasión, sin embargo, más que sobre la pureza de las costumbres, querría insistir sobre el otro significado de la expresión «puros de corazón», es decir, sobre la pureza o rectitud de las intenciones,  prácticamente sobre la virtud contraria a la hipocresía. Nos orienta en este sentido también el tiempo litúrgico que estamos viviendo. Hemos empezado la Cuaresma, el Miércoles de Ceniza, escuchando de nuevo las advertencias martilleantes de Jesús:

«Cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas… Cuando oréis, no seáis como los hipócritas… Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas» (Mt 6,1-18).

Es sorprendente lo poco que entra el pecado de hipocresía —el más denunciado por Jesús en los Evangelios—, en nuestros exámenes de conciencia ordinarios. Al no haber encontrado en ninguno de ellos la pregunta: «¿He sido hipócrita?», he tenido que introducirla por mi cuenta, y rara vez he podido pasar indemne a la pregunta siguiente. El más grande acto de hipocresía sería esconder la propia hipocresía. Esconderla a uno mismo y a otros, porque a Dios no es posible. La hipocresía se vence,  en gran parte, en el momento que es reconocida. Y es lo que nos proponemos hacer en esta meditación: reconocer la parte de hipocresía, más o menos consciente, que hay en nuestras acciones.

El hombre —escribió Pascal— tiene dos vidas: una es la vida verdadera; la otra, la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente. Nosotros trabajamos sin descanso para embellecer y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos damos prisa en hacerlo saber, en un modo u otro, para enriquecer con tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos incluso a prescindir de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, a pesar de parecer valientes y en dar incluso la vida, con tal de que la gente hable de ello[1].

Tratamos de descubrir el origen y el significado del término hipocresía. La palabra deriva del lenguaje teatral. Al principio significaba simplemente recitar, representar en el escenario. A los antiguos no se les escapaba el elemento intrínseco de mentira que hay en toda representación escénica, a pesar del alto valor moral y artístico que se le reconoce. De aquí el juicio negativo que se llevaba sobre el oficio del actor, reservado, en ciertos períodos, a los esclavos y prohibido incluso por los apologetas  cristianos. El dolor y la alegría representados allí y enfatizados no son verdadero dolor y verdadera alegría, sino apariencia, afectación. A las palabras y a las actitudes exteriores no corresponde la íntima realidad de los sentimientos. Lo que hay en la cara no es lo que hay en el corazón.

Nosotros utilizamos la palabra fiction en sentido neutral o incluso positivo (¡es un género literario y de espectáculo muy en boga en nuestros días!); los antiguos le daban el sentido que ella tiene en realidad: el de ficción. Lo que había de negativo en la ficción escénica ha pasado a la palabra hipocresía. De palabra originalmente neutra, se ha convertido en palabra exclusivamente negativa, una de las pocas palabras con significados  solo negativos. Hay quien se jacta de ser orgulloso o libertino, nadie de ser hipócrita.

El origen del término nos pone sobre la pista para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona para convertirse en personaje. El personaje no es otra cosa que la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje una máscara. La persona es desnudez radical, el personaje es todo vestimenta. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a sus convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y torpe.

Esta tendencia innata del hombre se acrecienta enormemente con la cultura actual, dominada por la imagen. Películas, televisión, Internet: todo se basa ahora principalmente en la imagen. Descartes dijo: «Cogito ergo sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo por «parezco, luego soy». Un famoso moralista ha definido la hipocresía como «el tributo que el vicio paga a la virtud»[2]. Acecha principalmente a las personas piadosas y religiosas. Un rabino del tiempo de Cristo, decía que el 90% de la hipocresía del mundo se encontraba en Jerusalén[3]. El motivo es simple: donde más fuerte es la estima de los valores del espíritu, de la piedad y de la virtud, allí es más fuerte la tentación de aparentarlos para no parecer que se carece de ellos.

Un peligro viene también de la multitud de ritos que las personas piadosas suelen realizar y de las prescripciones que se han comprometido a cumplir. Si no están acompañados por un continuo esfuerzo de poner en ellos un alma, mediante el amor a Dios y al prójimo, se convierten en cáscaras vacías. «Estas cosas —dice san Pablo hablando de ciertos ritos y prescripciones exteriores— tienen una apariencia de sabiduría, con su aparente religiosidad, humildad y austeridad respecto del cuerpo, pero en realidad no sirven que para satisfacer la carne » (Col 2,23). En este caso, las personas conservan, dice el Apóstol, «la apariencia de la piedad, mientras que han renegado de su fuerza interior» (2 Tm 3,5).

Cuando la hipocresía se hace crónica crea, en el matrimonio y en la vida consagrada, la situación de «doble vida»: una pública, evidente, la otra oculta; a menudo una diurna, la otra nocturna. Es el estado espiritual más peligroso para el alma, del cual es muy difícil salir, a menos que intervenga algo desde el exterior rompiendo el muro dentro del cual uno se ha encerrado. Es el estado que Jesús describe con la imagen de los sepulcros blanqueados:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que os parecéis a los sepulcros blanqueados! Por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre; lo mismo vosotros: por fuera parecéis justos, pero por dentro estáis repletos de hipocresía y crueldad(Mt 23,27-28).

Si nos preguntamos por qué la hipocresía es tan abominada por Dios, la respuesta es clara. La hipocresía es mentira. Es ocultar la verdad. Además, en la hipocresía, el hombre degrada a Dios, lo pone en el segundo puesto, colocando en primer lugar a las criaturas, al público. Es como si en presencia del rey, uno le diera  la espalda para dirigir su atención únicamente a los siervos. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (1 Sam 16,7): cultivar la apariencia más que el corazón, significa automáticamente dar más importancia al hombre que a Dios.

La hipocresía es, pues, esencialmente falta de fe, una forma de idolatría en cuanto que pone las criaturas en el lugar del Creador. Jesús hace derivar de ella la incapacidad de sus enemigos de creer en él: «¿Cómo podéis creer vosotros, que tomáis la gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene solo de Dios?» (Jn 5,44). La hipocresía también carece de caridad hacia el prójimo, porque tiende a reducir a los otros a admiradores. No reconoce su dignidad propia, sino que los ve solo en función de la propia imagen. Números de audiencia y nada más.

Una forma derivada de la hipocresía es la duplicidad o la no sinceridad. Con la hipocresía se trata de mentir a Dios; con la duplicidad en el pensar y en el hablar se trata de mentir a los hombres. Duplicidad es decir una cosa y pensar otra; decir bien de una persona en su presencia y hablar mal de ella apenas se ha dado la espalda.

El juicio de Cristo sobre la hipocresía es como una espada en llamas: «Receperunt mercedem suam»: «recibieron su recompensa». Firmaron un recibo, no pueden esperar otra cosa. Una recompensa, además, ilusoria y contraproducente también en el plano humano, porque es muy cierto el dicho de que «la gloria huye de quien la persigue y persigue a quien la huye».

Está claro que nuestra victoria sobre la hipocresía no será nunca una victoria a primera vista. A menos de haber llegado a un nivel altísimo de perfección, no podemos evitar sentir instintivamente el deseo de que nos pongan bien, de quedar bien, de agradar a los demás. Nuestra arma es la rectificación de la intención. A la recta intención se llega mediante la rectificación constante, diaria, de nuestra intención. La intención de la voluntad, no el sentimiento natural, es lo que hace la diferencia a los ojos de Dios

Si la hipocresía consiste en mostrar también el bien que no se hace, un remedio eficaz para contrarrestar esta tendencia es ocultar incluso el bien que se hace. Privilegiar esos gestos ocultos que no serán estropeados por ninguna mirada terrena y conservarán todo su perfume para Dios. «A Dios —dice san Juan de la Cruz—, le agrada más una acción, por pequeña que sea, hecha a escondidas y sin el deseo de que sea conocida, que mil otras realizadas con el deseo de que sean vistas por los hombres». Y también: «Una acción hecha entera y puramente por Dios, con corazón puro, crea todo un reino para quien la hace»[4].

Jesús recomienda con insistencia este ejercicio: «Reza en lo secreto, ayuna en lo secreto, haz limosna en lo secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (cf. Mt 6,4-18). Son delicadezas respecto de Dios que tonifican el alma. No se trata de hacer de esto una regla fija. Jesús dice también: «Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5,16). Se trata de distinguir cuándo es bueno que los demás vean y cuándo es mejor que no vean.

Lo peor que se puede hacer, al término de una descripción de la hipocresía, es utilizarla para juzgar a los otros, para denunciar la hipocresía que existe en torno a nosotros. Jesús aplica a esos precisamente el título de hipócritas: «¡Hipócrita, quita primero la viga de tu ojo y luego verás bien para quitar la paja del ojo de tu hermano!» (Mt 7,5). Aquí es realmente el caso de decir: «Quien de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra» (Jn 8,7). ¿Quién puede decir que está del todo exento de alguna forma de hipocresía? ¿No es un poco también él un sepulcro blanqueado, distinto dentro de lo que aparece en el exterior? Quizá sólo Jesús y la Virgen estuvieron libres, de manera estable y absoluta, de toda forma de hipocresía. El hecho consolador es que apenas uno dice: «He sido un hipócrita», su hipocresía es vencida.

«Si tu ojo es sencillo»

La Palabra de Dios no se limita a condenar el vicio de la hipocresía; nos impulsa también a cultivar la virtud opuesta que es la sencillez. «La lámpara del cuerpo es el ojo; por eso, si tu ojo es sencillo, todo tu cuerpo será luminoso» (Mt 6,22). La palabra «sencillez» puede tener —y también hoy lo tiene—  el sentido negativo de candidez, ingenuidad, superficialidad e imprudencia. Jesús se preocupa de excluir este sentido; a la recomendación: «Sed sencillos como palomas», sigue la invitación a ser también «prudentes como serpientes» (Mt 10,16).

San Pablo retoma y aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza evangélica sobre la sencillez. En la carta a los Romanos escribe: «Quien da, que lo haga con sencillez» (Rom 12,8). Se refiere, en primer lugar, a aquellos que en la comunidad se dedican a obras de caridad, pero la recomendación se aplica a todos: no sólo a quien da de su dinero, sino también a quien da de su tiempo, de su trabajo. El sentido es no hacer pesar lo que se hace por los demás o en el propio oficio. Alessandro Manzoni, que en su novela «Los novios» encarnó tan bien el espíritu del Evangelio, tiene una escena delicadísima a este respecto. El buen sastre del pueblo.

«interrumpió su discurso, como sorprendido por un pensamiento. Se detuvo un momento; luego puso juntos un plato de viandas que había sobre la mesa, y le añadió un pan, puso el plato en una servilleta y tomada ésta para las cuatro puntas, dijo a su niña mayor: —Coge aquí—. Le dio en la otra mano una cantimplora de vino, y añadió: —Ve a casa de María la viuda; deja estas cosas, y dile que es para estar un poco más alegre con sus niños. Pero ve de buena forma; que no parezca que le das limosna»[5].

El apóstol Pablo habla de sencillez también en otro contexto que nos interesa especialmente porque afecta a la Pascua. Escribiendo a los Corintios dice:

«Barred la levadura vieja para ser una masa nueva, ya que sois panes ácimos. Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo. Así, pues, celebremos la Pascua, no con levadura vieja (levadura de corrupción y de maldad), sino con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad»(1 Cor 5,7-8).

La fiesta que el Apóstol invita a celebrar no es una fiesta cualquiera, sino la fiesta por excelencia, la única fiesta que el cristianismo conoce y celebra en los tres primeros siglos de su historia, es decir, la Pascua. La vigilia de la Pascua, el 13 de Nisán, el ritual judío ordenaba que la dueña de casa explorara toda la casa  a la luz de la vela, rebuscando en cada esquina, para hacer desaparecer cualquier pequeño vestigio de pan fermentado y celebrar así, al día siguiente, la Pascua solo con pan ázimo. El fermento, en efecto, era para los hebreos sinónimo de corrupción y el pan ázimo, símbolo de pureza, novedad e integridad. En este sentido Jesús llama a la hipocresía fermento, «el fermento de los fariseos» (Lc 12,1).

San Pablo ve en la práctica ritual judía una grandiosa metáfora de la vida cristiana. Cristo fue inmolado; él es la verdadera Pascua de la que la antigua era una espera; es necesario, pues, explorar la casa interior, el corazón, despojarse de todo lo que es viejo y corrupto, para ser «una masa nueva»; hacer, también dentro de nosotros, la gran limpieza primaveral. La palabra griega heilikrineia que se traduce como «sinceridad» contiene la idea de esplendor solar (helios) y de prueba o juicio (krino) y significa, por eso, una transparencia solar, algo que ha sido probado a la luz y encontrado puro.

La virtud de la sencillez tiene el modelo más sublime que se pueda pensar: Dios mismo. San Agustín escribió: «Dios es trino, pero no es triple»[6]. Él es la simplicidad misma. La Trinidad no destruye la simplicidad de Dios, porque la sencillez se refiere a la naturaleza y la naturaleza de Dios es una y simple. Santo Tomás recoge fielmente esta herencia, haciendo de la sencillez, el primero de los atributos de Dios[7].

La Biblia expresa esta misma verdad de manera concreta, por medio de imágenes: «Dios es luz y en él no hay tinieblas» (1 Jn 1,5). La ausencia de toda mezcla es también uno de los múltiples significados del título divino Qadosh, Santo. Pura plenitud, pura simplicidad. La gran mística santa Catalina de Génova designa este aspecto de la naturaleza divina, de la que estaba enamorada, con neto un término que indica, a la vez, pureza e integridad, plenitud y homogeneidad absoluta. Dios es un «todo de una pieza». La simplicidad de Dios es «pura plenitud»; a él, dice la Escritura, «nada se le puede añadir ni quitar» (Sir 42,21). En cuanto es suma plenitud, nada se le puede añadir; en cuanto que es suma pureza, nada se le debe quitar. En nosotros las dos cosas nunca están unidas; la una contradice a la otra. Nuestra pureza se obtiene siempre quitando algo, purificándonos, «quitando el mal de nuestras acciones» (cf. Is 1,16).

Cualquier acción, aunque sea pequeña, si se realiza con intención pura y simple, nos hace ser «a imagen y semejanza de Dios». La intención pura y simple recoge las fuerzas dispersas del alma, prepara el espíritu y lo une a Dios. Es principio, fin y adorno de todas las virtudes. Tendiendo a Dios solo y juzgando las cosas en relación a él, la sencillez rechaza y vence la ficción, la hipocresía y cualquier duplicidad. Esta intención pura y recta es ese ojo simple del que habla Jesús en el Evangelio, que ilumina todo el cuerpo, es decir, toda la vida y los actos del  hombre y los preserva inmunes del pecado.

La sencillez es una de las conquistas más arduas y más bellas del camino espiritual. La sencillez es propia de quien ha sido purificado por una verdadera penitencia, porque es fruto de un total desprendimiento de sí mismo y de un amor desinteresado hacia Cristo. Se alcanza poco a poco, sin desanimarse por las caídas, sino con firme determinación de buscar a Dios por él mismo y no por nosotros mismos.

Si puedo permitirme sugerir un propósito al final de esta meditación, hay que buscar en el salterio, o en la liturgia de las Horas, el salmo 139; recitarlo lenta y repetidamente, como si lo leyéramos por primera vez, más aún, como si lo estuviéramos componiendo nosotros mismos o fuéramos los primeros en pronunciarlo. Si la hipocresía y la doblez consisten en buscar la mirada de los hombres más que la de Dios, aquí encontramos el remedio más eficaz. Rezar este salmo es como someterse a una especie de radiografía, como exponerse a los rayos X. Uno se siente atravesado de un lado a otro por la mirada de Dios. Recuerdo siempre la impresión cuando lo recité por primera vez en el modo que he dicho. Comienza así:

 

«Señor, tú me sondeas y me conoces.

Me conoces cuando me siento o me levanto,

de lejos penetras mis pensamientos;

distingues mi camino y mi descanso,

todas mis sendas te son familiares.

No ha llegado la palabra a mi lengua,

y ya, Señor, te la sabes toda…

¿Adónde iré lejos de tu aliento,

adónde escaparé de tu mirada?

Si escalo el cielo, allí estás tú;

si me acuesto en el abismo, allí te encuentro;

si vuelo hasta el margen de la aurora,

si emigro hasta el confín del mar,

allí me alcanzará tu izquierda,

me agarrará tu derecha.

Si digo: «Que al menos la tiniebla me encubra,

que la luz se haga noche en torno a mí»,

ni la tiniebla es oscura para ti,

la noche es clara como el día,

la tiniebla es como luz para ti».

Lo maravilloso es que esta toma de conciencia de estar bajo la mirada de Dios no crea un sentimiento de vergüenza o de malestar, como quien se siente observado y descubierto en sus pensamientos más secretos; al contrario, da alegría porque se entiende que es la mirada de un padre que nos ama y nos quiere perfectos como él es perfecto. El salmista termina, de hecho, su oración con el grito exultante:

«Sondéame, oh Dios,y conoce mi corazón,

ponme a prueba y conoce mis sentimientos,

mira si mi camino se desvía,

guíame por el camino eterno».

Sí, mira, Señor, si seguimos un camino de mentira y guíanos, en esta Cuaresma, por la vía de la sencillez y de la transparencia. Amén.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

 

[1] Cf. B. Pascal, Pensamientos, 147 Br.

[2]  La Rochefoucauld, Máximas, 218.

[3] Cf. Strack-Billerbeck, I, 718.

[4]  S. Juan de la Cruz, Máximas, 20 y 21.

[5] Alessandro Manzoni, I promessi sposi, cap. XXIV [trad. esp. Los novios(Rialp, Madrid 2001].

[6]  S. Agustín, De Trinitate, VI, 7.

[7] S. Tomás de Aquino, S.Th., I,3,7

marzo 15, 2019 18:07Espiritualidad y oración


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Reflexión a las lecturas del domingo segundo de Cuaresma C ofrecida por el sacerdote Don juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 2º de Cuaresma C

 

Cuando Jesucristo habla a los discípulos de que tiene que padecer y morir para después resucitar, es lógico que no lo entiendan, que Pedro se lo lleve aparte para increparlo y que estén entristecidos, como en crisis... ¿Quién, en todo Israel, iba a aceptar que esa fuera la suerte del Mesías? Ellos esperaban todo lo contrario: Un Mesías glorioso, triunfador, que les liberara de la opresión de los romanos y les llevara a un reino jamás soñado.

Y Jesús trata de acercar el misterio de la Pasión a los discípulos, de modo que puedan captar, por lo menos, algo de su sentido. Por eso, unos días después, se lleva a los tres predilectos a una montaña alta para orar. Es Lucas el que nos hace esta precisión. “Y mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos”. ¡Es la Transfiguración!

“De repente, dos hombres conversaban con Él: Eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria; hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén”. Es otra precisión de  Lucas: Lo que hablaban.

¿Y por qué aparecen estos dos personajes en la montaña?

         Porque los dos representan todo lo escrito en el Antiguo Testamento: Moisés, los libros de la Ley, Elías, los de los profetas.

           Como dice el prefacio de la Misa de hoy, se trata de dar testimonio de que todo estaba anunciado  en el Antiguo Testamento. Y que, por tanto, “de acuerdo con la Ley y los profetas, la Pasión es el camino de la Resurrección”.

Por eso, el día de la Resurrección Jesús reprocha a los discípulos de Emaús: “¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria? Y, comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó todo lo que se refería a Él en toda la Escritura” (Lc 24, 25-33).

Continúa diciéndonos el Evangelio, que viene una nube que los cubre. Ellos se asustan al entrar en la nube. Ésta era una señal de la presencia de Dios. Y se oye la voz del Padre: “Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadlo”.

De este modo, ellos pueden comprender que Jesús no es un hombre como los demás, sino el Hijo del Dios vivo, como había dicho Pedro (Mt 16, 16). ¡Y que el Padre y el Hijo están de acuerdo en el camino que el Mesías tiene que recorrer!

¡Por tanto, ellos tienen que escucharle y seguirle! ¡No hay alternativa!

¿Y, conociendo las disposiciones de los discípulos, aquello les habrá servido de algo?

Pedro, uno de los testigos, nos dice en su segunda carta: "Cuando os dimos a conocer el poder y la última venida de nuestro Señor Jesucristo, no nos fundábamos en fábulas fantásticas, sino que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. Él recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando la sublime Gloria le trajo aquella voz: `Este es mi Hijo amado, mi predilecto´. Esta voz, traída del Cielo, la oímos nosotros en la montaña sagrada. Esto confirma la palabra de los profetas..." (2 Pe 1, 16 ss.).

También nosotros, peregrinos hacia la Pascua por el camino de la Cuaresma, salpicado de luchas y dificultades, necesitamos la experiencia de la Montaña santa, para que comprendamos, para que recordemos cómo tenía que ser el camino de Jesucristo, que es nuestro camino, y para que seamos capaces de llegar hasta el final.

La Transfiguración de Jesucristo prefigura el acontecimiento grande y glorioso  de su Resurrección. No en vano ésta se representa como la aparición de una luz muy grande, un torrente de una luz inmensa, que ilumina, que inunda al mundo entero, a toda la Creación, que gime y espera participar en la gloria de los hijos de Dios, cuando Cristo venga de nuevo y llegue a su punto culminante, su victoria sobre el pecado, el mal y la muerte (Rom 8, 19).  

El día del Seminario, que celebramos este domingo, es una invitación urgente a orar  y trabajar para que no falten a la Iglesia, especialmente, a nuestra Diócesis, los sacerdotes que necesitamos, para que nos ayuden a progresar por el camino de Cristo, que se ratifica y se confirma hoy en la Montaña sagrada, y podamos vivir y morir con aquella esperanza    

 

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 2º DE CUARESMA C 

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

            Durante los domingos de Cuaresma, recordamos, en la primera lectura, los grandes acontecimientos de la Historia del pueblo de Israel. Hoy se nos narra la alianza que el Señor hace con Abrahán.  

 

SEGUNDA LECTURA

            Escuchemos ahora el texto de una carta de San Pablo. En ella el apóstol nos advierte de nuestra dignidad y grandeza de cristianos, frente a los que viven de una manera desordenada, como enemigos de la cruz de Cristo. 

 

TERCERA LECTURA

El Evangelio del segundo domingo de Cuaresma nos pone en contacto, cada año, con el acontecimiento de la Transfiguración del Señor. Él nos muestra su gloria y quiere hacernos partícipes de ella, por el camino de la Cruz.  

 

COMUNIÓN

            En la Comunión Jesucristo, nuestro Salvador, nos ofrece la luz y la fuerza que necesitamos para seguirle por el camino de la cruz,  a la dicha a la que nos  llama, ahora en el tiempo y después, en la eternidad.

 

 

 


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Martes, 12 de marzo de 2019

Carta para el Día del Seminario de 2019 del obispo de Tenerife Don Bernardo Álvarez Afonso

«El Seminario,misión de todos».

 

Queridos diocesanos:

De nuevo, ante nosotros, la celebración del Día del Seminario. Como siempre en torno al día de San José, concretamente en este año el día 17 de marzo. En esta ocasión se nos propone como lema para la reflexión: «El Seminario,misión de todos». Con ello se nos quiere indicar que, si bien la vocación al ministerio sacerdotal es un regalo de Dios a la Iglesia, el cuidado y desarrollo de esa vocación requiere la participación activa de todos los cristianos comomiembros del Cuerpo de Cristo. Cristianos que, al mismo tiempo, son los beneficiarios del servicio que prestan los sacerdotes.

Cuando hablamos del "Seminario" nos estamos refiriendo a la institución diocesana encargada de la preparación de los futuros sacerdotes. Para ello contamos con un edificio, el equipo de formadores, el claustro de profesores, el personal auxiliar y, sobre todo, con los seminaristas, académicamente agrupados en el Seminario Menor para la etapa de estudios de la ESO y Bachillerato, y el Seminario Mayor para la etapa de Licenciatura de Estudios Eclesiásticos que son los que preparan específicamente para el sacerdocio.

Pero, el Seminario, no es sólo un centro de estudios para la formación intelectual, es también un ámbito de maduración humana y cristiana. Por eso, además de lo académico, se cuida la formación cristiana integral, poniendo especial cuidado en el desarrollo de la formación humana, así con en el cultivo de vida espiritual y comunitaria, todo ello necesario para el pleno desarrollo de la "vocación sacerdotal" de cada uno de los seminaristas. En la historia de la vocación de cada sacerdote, la etapa del Seminario es un tiempo de discernimiento y maduración que le permita responder libre, consciente y responsablemente a la llamada del Señor. La razón de ser del Seminario es la formación de sacerdotes que sean auténticos servidores del Pueblo de Dios a imagen de Cristo "el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas".

Para resaltar la importancia del Seminario, el Concilio Vaticano II lo llama: "el corazón de la Diócesis". Con esta comparación se quiere dar a entender que la vitalidad de la Diócesis depende de esta institución en la que crecen los futuros sacerdotes. La realidad de nuestro Seminario por el número de seminaristas y por la calidad de su formación es, por un lado, el termómetro del grado de madurez cristiana de nuestras comunidades y de nuestras familias; y, al mismo tiempo, del Seminario depende, en gran medida, el futuro de la fe y la vida cristiana de los bautizados, de las familias y de las comunidades cristianas; así como, el futuro de toda nuestra Iglesia Diocesana en el cumplimiento de su misión evangelizadora. No lo olvidemos, sin sacerdotes, sin ministerio ordenado, no hay Eucaristía, no hay Iglesia.

Descuidar el nacimiento y maduración de las vocaciones sacerdotales es señal de la debilidad de nuestra fe y del poco sentido de Iglesia que tenemos. Dice el Papa Francisco: «En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma ni suscita atractivo» (EG 107). Y, el Concilio Vaticano II nos dice que "el deber de fomentar las vocaciones afecta a toda la comunidad cristiana, la cual ha de procurarlo, ante todo, con una vida plenamente cristiana" (PO 2).

Es una especie de círculo vicioso del que tenemos que salir. Si no tenemos un Seminario en el que se formen muchos y buenos sacerdotes, la vitalidad cristiana de la Diócesis corre peligro; y, a su vez, la falta de comunidades cristianas vivas impide que surjan vocaciones y que los fieles colaboren con el Seminario. La salida nos la ofrece el Papa Francisco cuando nos dice: «Es la vida fraterna y fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si, esa comunidad viva, ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial consagración» (EG 107).

Se comprende así mejor el lema para la campaña del Seminario de este año: «El Seminario,misión de todos». Toda la comunidad eclesial, todos los miembros de la Iglesia, sin excluir ninguno, tienen la responsabilidad de cuidar las vocaciones de especial consagración, y de modo particular las vocaciones sacerdotales. Esto implica, no sólo trabajar por el nacimiento de la vocación sino, también, colaborar con el Seminario para su desarrollo y maduración. Sí, queridos diocesanos, la madurez de nuestra fe se manifiesta, también, en sentir y hacer nuestro el "problema de la escases de vocaciones sacerdotales" y, en consecuencia poner manos a la obra. Como nos decía San Juan Pablo II: «Al tratarse de "un problema vital que está en el corazón mismo de la Iglesia", debe hallarse en el centro del amor que todo cristiano tiene a la misma» (PDV 41).

Muchas veces se nos han transmitido las palabras de Jesús que se leen en el Evangelio de San Mateo: "Rogad al dueño de la mies que mande obreros a su mies". Es bueno situarnos en el contexto de este mandato de Jesús: «Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, "como ovejas que no tienen pastor". Entonces dice a sus discípulos: "La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies"».

El texto nos habla de la preocupación de Jesús por la situación de muchedumbres de personas "extenuadas", "abandonadas"… que necesitan quien se ocupe de ellos. Y, al decirnos que pidamos a Dios que mande personas que les atiendan, nos está diciendo que Dios quiere servirse de nosotros, que quiere contar con personas que le digan: Sí, estoy dispuesto cuenta conmigo para llevar delante de proyecto de salvación para todos.

"Rogad, pues, al Dueño de la mies" quiere decir, también, que no podemos "producir" vocaciones; éstas deben venir de Dios, es Él quien elige y llama. No podemos reclutar personas, como sucede tal vez en otras profesiones, por medio de una propaganda bien pensada, por decirlo así, mediante estrategias adecuadas. La llamada, que parte del corazón de Dios, siempre debe encontrar la senda que lleva al corazón del hombre. Nosotros sentimos la necesidad, deseamos contar con sacerdotes según el corazón de Dios, sacerdotes de calidad como el mismo nos ha prometido: «Os daré pastores, según mi corazón, que os apacienten con ciencia y experiencia» (Jer. 3,15).

Por eso, confiadamente le suplicamos que lo haga, que nos mande obreros "según su corazón", que encienda en muchos niños, adolescentes, jóvenes y adultos la llamada al sacerdocio y suscite en ellos la disponibilidad a dar su "sí" para trabajar en favor de las muchedumbres nuestro tiempo. Pero, no se trata solo de rezar para que Dios se valga de otros, sino que nosotros mismos quedamos involucrados en la súplica, porque Dios quiere servirse de nosotros para realizar lo que le pedimos.

Por eso, también, debemos atrevernos a pedirle, "Señor, danos un corazón semejante al suyo", para que, "al ver las muchedumbres", tengamos por ellas la compasión que tú les tienes. Si se lo pedimos de todo corazón y con fe, deseando de verdad que sea así en cada uno de nosotros, seguro que nos tomaremos muy en serio lo de orar, promover y cuidar las vocaciones sacerdotales.

El Seminario Diocesano tiene una misión: Preparar nuestros futuros sacerdotes, los futuros pastores, maestros, sacerdotes y guías de nuestras parroquias y comunidades. Pero, como indica el lema, «El Seminario, es misión de todos». En efecto, el Seminario lo hacemos entre todos. El Seminario no nos puede ser indiferente. Todos los diocesanos debemos sentir el seminario como algo muy nuestro, conocerlo, quererlo y apoyarlo en todos los sentidos: con nuestra cercanía física y espiritual, con nuestra oración personal y comunitaria y con nuestro apoyo económico.

Así, todos contribuimos para tener buenos y santos sacerdotes, entregados y generosos, disponibles y serviciales, bien formados y cercanos a las necesidades de todos, verdaderos hombres de Dios, pastores de la comunidad en nombre y representación de Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia. 

Deseando que el Señor pueda contar con nosotros para ello, de corazón les bendice, 

† Bernardo Álvarez Afonso

Obispo Nivariense


Viernes, 08 de marzo de 2019

Reflexión a las lecturas del primer domingo de Cuaresma C ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 1º de Cuaresma C

 

        Me parece que sería conveniente comenzar nuestra reflexión de este domingo,  haciendo una profesión de fe sobre la existencia del espíritu del mal, del diablo;  porque la mayor parte de la gente piensa que no existe, que se trata de restos de un pasado oscurantista y poco científico, de explicaciones poco acertadas acerca del origen y de la existencia del mal y de la muerte, de una imagen que representa el mal y el pecado en el mundo, de una representación del dios malo, origen de todo mal, frente a la realidad del Dios de la bondad y del bien…

        Lo que más le interesa a cualquier enemigo es dar la sensación de que no está; y se esconde y se camufla, hasta que llega el momento más oportuno, para presentar batalla.

      El diablo no sólo existe, sino que tiene un conocimiento, casi perfecto, de la identidad de Cristo, de su misión y de su poder. Lo contemplamos, por ejemplo, al comienzo de su Vida Pública (Mc 1,23-28). ¡Pero es el espíritu del mal!

     Y también existe el otro espíritu, el Espíritu del bien, el Espíritu Santo, que ha descendido sobre Jesucristo en su Bautismo, y se ha quedado con Él, y que ahora le asiste y lo va “llevando por el desierto, mientras es tentado por el diablo”.

       Ese Espíritu está también con nosotros, y quiere conducirnos, por el desierto de la Cuaresma, para llegar, bien dispuestos, a las Fiestas de Pascua.

      ¿Y por qué todos los años, el mismo tema -las tentaciones del desierto- en el primer domingo de Cuaresma?

        Porque cada año necesitamos recordar y revivir esta experiencia. Es fundamental para nosotros, que caminamos hacia la Pascua, en medio de las tentaciones y dificultades de nuestro propio desierto cuaresmal.

        Hay un himno de este Tiempo, que dice: “La Cuaresma es combate, las armas, oración, limosnas y vigilias por el Reino de Dios”. Y si esto es así, cuánto nos ayuda, al comenzar la Cuaresma, acercarnos al combate de Cristo y a su victoria sobre las tentaciones del demonio.

        Se suelen hacer muchos comentarios sobre cada una de ellas; pero a mí me gusta señalar “la tentación fundamental”, que subyace en las tres tentaciones.

      Me parece que el demonio trata de conseguir que el Mesías cambie de camino. Frente a la voluntad del Padre, que ha trazado a Jesucristo un camino concreto, que incluye todo tipo de adversidades, la Pasión y la Cruz, Satanás trata de desviarle por completo presentándole, en las tentaciones del desierto, un mesianismo diverso: Espectacular, glorioso, triunfador, como  el que esperaban los judíos y sus mismos discípulos; Un Mesías que fuera capaz de convertir las piedras en pan, de  tirarse por el alero del templo, y caer en manos de los ángeles, y hasta de pactar con el diablo, si fuera  necesario, para conseguir sus objetivos.

      ¿No te parece importante esta tentación, que subyace debajo de aquellas tentaciones?

        Es la misma tentación del principio de la Creación. “Seréis como dioses” (Gen 3, 5). Pero Jesucristo es el nuevo Adán, que sale vencedor en su combate terrible del desierto, y que, por su Misterio Pascual, realiza la Redención, que es una Nueva Creación.

      ¿Y nosotros? Como, acabamos de ver, el demonio no se anda con rodeos, va a lo fundamental, a la misma condición mesiánica de Cristo; y en nosotros va a la raíz de nuestra existencia cristiana. A muchos cristianos no nos podrá convencer de que dejemos de serlo, pero tratará de conseguir, por lo menos, que no lo tomemos muy en serio.

        Hace falta, por tanto, la ayuda del Espíritu del Señor, que nos conduce y nos impulsa en esta Cuaresma, a la victoria sobre el enemigo, sellada en la Noche Santa de la Pascua, con la renovación de nuestro Bautismo.

        La victoria de Jesucristo en el desierto prefigura su otra victoria, la que obtiene por su Cruz y por su Resurrección, que es su Pascua y principio y garantía de la nuestra. Y para esta gran solemnidad, tratamos de prepararnos, con el mejor espíritu, en este Tiempo de gracia.

 

                                                                                                     ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!   


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DOMINGO 1º DE CUARESMA C 

MONICIONES 

 

PRIMERA LECTURA

        Durante los domingos de Cuaresma recordamos, en la primera lectura, los grandes acontecimientos de la Historia del pueblo de Israel. Hoy escuchamos una síntesis de todos ellos, que el israelita recitaba en el momento de ofrecer al Señor las primicias de los frutos de la tierra.

 

SALMO

       El camino de la Cuaresma y el de toda nuestra vida se halla bajo la protección de Dios. Cantemos ahora, en el salmo, nuestra confianza y nuestra necesidad de Él. 

 

SEGUNDA LECTURA

        La lectura apostólica de hoy es una síntesis de la fe cristiana: El que crea de verdad en Jesucristo, el Señor Resucitado, se salvará.

        Escuchemos con atención y con fe. 

 

TERCERA LECTURA

        Las tentaciones del desierto tratan de desviar al Mesías de su verdadero camino, el que el Padre le había señalado. Tratan de conducirle por un camino distinto, hacia otro mesianismo más fácil y espectacular.

        Aclamemos a Cristo, Vencedor en la tentación, antes de escuchar el Evangelio. 

 

COMUNIÓN

        En la Comunión recibimos a Cristo, el Vencedor en las tentaciones del desierto. Él se nos ofrece en la Comunión como el Pan vivo y verdadero, que nos fortalece y nos ayuda en nuestra lucha contra el pecado y contra el enemigo, parra lleguemos, debidamente preparados, a la celebración del Misterio Pascual.


Publicado por verdenaranja @ 16:42  | Liturgia
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Comentario litúrgico: “¿Qué tenemos que convertir a Dios?” - MIÉRCOLES DE CENIZA - por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. (zenit)

Ciclo C

Textos: Joel 2, 12-18; Sal 50, 3-6.12-14-17; 2 Co 5, 20-6,2; Mt 6, 1-6.16-18

Idea principal: Conversión para avanzar en el camino de la santidad que nos conduce al Cristo Pascual.

Síntesis del mensaje: La ceniza que ahora nos será impuesta nos debe recordar que somos poca cosa, que no podemos sentirnos orgullosos, ni tener odios, ni egoísmos… y de esta manera alcancemos “por medio de las prácticas cuaresmales, el perdón de los pecados; y alcancemos, a imagen de tu Hijo resucitado, la vida nueva de tu reino”.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar,un poco de historia. En los siglos VIII y IX la imposición de la ceniza se unía, en el contexto litúrgico, a la penitencia pública. Aquel día se mandaba salir a los “penitentes” de la iglesia. Y este gesto repetía, de alguna manera, aquél otro de Dios arrojando a Adán y Eva, pecadores, del paraíso…

En esta perspectiva se colocan las palabras del Génesis que se refieren precisamente a este episodio: “Con el sudor de tu frente comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; pues eres polvo y al polvo volverás… Y el Señor Dios lo expulsó del jardín del Edén, para que labrase el suelo de donde lo había sacado” (Gn 3,19s). Sólo más tarde la imposición de la ceniza tomó un simbolismo distinto: el de la fragilidad y brevedad de la vida. El recuerdo de la muerte. La referencia a la tumba.

Me parece, sin embargo, que es válido, sobre todo, el significado primitivo, que expresa penitencia, expiación por el pecado. “El hombre-polvo” quiere decir el hombre que se ha alejado de Dios, que ha rehusado el diálogo, que ha sido echado de su casa, que ha rechazado el dinamismo del amor para caminar siguiendo una trayectoria de desilusión y de muerte.

“El hombre-polvo” es el hombre que se opone a Dios, da la espalda a su propio ser y se condena a la nada. Pero en este dramático itinerario de alejamiento y visitación, existe la posibilidad del retorno. Retorno al origen. En lugar de precipitarse hacia la tumba, es posible cambiar de dirección -¡he ahí la conversión¡- y volver a la fuente. “Acuérdate que eres polvo y como polvo volverás… a Dios”. Con tal que lo quieras. Ya, en este momento.

En segundo lugar, y Dios, ¿qué espera de nosotros? ¡Conversión, cambio de vida, vuelta a comenzar! Me vuelvo tierra y me confío al Constructor para que me rehaga del todo. Me he equivocado. He perdido el camino de la vida. He perdido el reino. He comprometido incluso a los otros en mi pecado (todo pecado es un pecado “público” con consecuencias desastrosas para toda la comunidad eclesial). Es justo que se me ponga a la puerta. Pero, a la vuelta de la esquina, vuelvo a condición de… polvo. O sea, de materia prima. Y él se inclinará aún sobre este polvo para darle el aliento de vida. Así mi “nada” es tocada por la plenitud divina. De la ceniza salta una chispa de vida. Y ahora la sutil capa de polvo ya no puede ocultar el esplendor del rostro de un hijo de Dios.

Todo, pues, comienza de nuevo. Puede ser “nuevo” si acepto no el… fin, sino el principio. No el montoncito de ceniza de la tumba. Sino el puñado de tierra en las manos del Artífice. El poco de tierra dispuesta a recibir el “aliento”. Y convertirse así, de nuevo, en un “viviente”. La cita, pues, con la ceniza es fundamentalmente la cita con la Vida. ¡La ceniza me recuerda la cuna, no la tumba!

Finalmente, los medios que Dios pone en nuestras manos en esta cuaresma para llevar a cabo nuestra conversiónson los que Jesús nos recomienda en el evangelio de hoy: oración, limosna o caridad y ayuno. Oración: Intensificar nuestros espacios de oración. Pero sobre todo orar mejor. Ayuno: Ayunar de las muchas cosas que empequeñecen nuestra vida cristiana. Limosna: la llamamos también “caridad”: amor. El amor al hermano, sobre todo al necesitado, en quien Cristo se hace más presente, pasa por el socorro material suficiente y digno, no mezquino.

Todo eso se convierte entonces en un gran empuje para avanzar, para caminar. Jesús, en el evangelio, nos ha hablado de este camino. Nos ha dicho que tenemos que dar de lo nuestro a los que lo necesitan; nos ha dicho que tenemos que orar, que tenemos que acercarnos a Dios con todo nuestro ser; nos ha dicho que tenemos que ayunar, que tenemos que renunciar a tantas cosas (comida, televisión, diversión, lo que sea) para dedicarnos con más ahínco al Evangelio. Y nos ha dicho que todo eso lo tenemos que hacer no para que nos vean y nos feliciten, sino por fe, por amor, por deseo de fidelidad.

En este tiempo de Cuaresma hemos de vivir intensamente este empuje para avanzar. Cada uno de nosotros tenemos que proponernos hacer de esta Cuaresma un verdadero paso adelante en la vida cristiana. Reconociendo el propio pecado, poniendo toda nuestra confianza en Dios, esforzándonos de verdad en el seguimiento de Jesucristo. Para llegar llenos de gozo a la Pascua.

Para reflexionar: La llamada sigue siendo la misma: ¿das de verdad limosna, sí o no? Y esto quiere decir: ¿compartes con los otros y vas a compartir más aún durante esta cuaresma?; ¿rezas o no rezas, y estás dispuesto a rezar más durante esta cuaresma?; ¿aceptarás una vida más ascética para salir de la comodidad… y también para poder compartir un poco más? No hay nada que nos impida escoger otros esfuerzos, otros progresos; no faltan sugerencias para ello en el evangelio. Lo que debe animarnos y hasta entusiasmarnos es que una cuaresma tomada así, en serio, puede marcar profundamente nuestra vida.

Para rezar: Recemos con el salmo 50, 9-11: Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de tu presencia, y no quites de mí tu santo Espíritu.

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]

marzo 05, 2019 14:03Espiritualidad y oración

 


Publicado por verdenaranja @ 16:35  | Espiritualidad
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Martes, 05 de marzo de 2019

Esta mañana, martes, 26 de febrero de 2019, se ha presentado en la Oficina de Prensa de la Santa Sede el texto de este mensaje que el Pontífice lanza a los fieles católicos para vivir mejor la Cuaresma de 2019. (ZENIT – 26 febrero 2019) 

Queridos hermanos y hermanas:

Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24). Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.

1. La redención de la creación

La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.

Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación, cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.

2. La fuerza destructiva del pecado

Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.

Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.

Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.

3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón

Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co5,17). En efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1). Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.

Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.

Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.

Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.

Vaticano, 4 de octubre de 2018

Fiesta de san Francisco de Asís

 


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Viernes, 01 de marzo de 2019

Refleción a las lecturas deldomingo octavo del Tiempo Ordinario C ofrecida por el sacerdot Don Juan Manue Pérez Piñero bajo el pígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 8º del T. Ordinario C

 

         ¡Cuántas cosas nos enseña el Evangelio de hoy!

         Quisiera centrar mi reflexión de este domingo en la necesidad de ser un árbol bueno que dé buenos frutos. Porque, a la hora de la verdad, es lo fundamental; porque no se queda todo en meras ilusiones, en grandes programas de vida, en buenos propósitos, en simples palabras. El fruto está ahí: ¡se ve, se toca, se aprovecha! ¡Y esto es lo que más se necesita en la Iglesia, y en la sociedad!

         Siempre digo que el agricultor es paciente, pero también, muy exigente. Recuerdo unos lugares donde estuve de párroco, donde la mayor parte de la gente, que cultivaba la tierra, se había ido a otro lugar. Necesitaban algo más rentable, más seguro…, algo  que garantizara la subsistencia de la familia y las demás necesidades. El fin de semana iban para allá y atendían, en la medida de lo posible, la agricultura.

         Nos dice el Evangelio que lo fundamental para el Señor, celestial agricultor, es que demos fruto: “Yo os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure”          (Jn 15, 16). Y también: “Yo soy la vid verdadera y el Padre es el viñador; a todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca y a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto (Jn 15, 5). Por tanto, no se trata de dar fruto,  sino de dar más fruto, el máximo fruto.

          Y nos dice el Señor que hay árboles que dan frutos malos. Es la situación de aquellos que se dedican, especialmente, a fijarse en lo que hacen los demás. Y, a veces, los juzgan duramente, los desprecian, los señalan. Se fijan en la mota que tiene el hermano en su ojo y no se dan cuenta de la viga que llevan en el suyo, como nos advierte el Evangelio de hoy.

Por este camino es fácil que se conviertan en “guías ciegos” de los demás. Y lo que hablan es malo, porque dice el Señor que “de lo que rebosa del corazón, habla la boca”.

         Está claro que tenemos que cuidar al máximo nuestro corazón, de hacer todos los esfuerzos y buscar la ayuda de Dios, para que tengamos un corazón bueno, de verdad. Entonces nuestra vida cristiana quedará garantizada. Dará siempre frutos buenos, los mejores frutos.

          Jesucristo, el Señor, es aquel que ha dado más fruto, el mejor fruto. A la Virgen le decimos “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Los santos nos muestran cada día, de mil formas distintas, hasta qué punto un cristiano puede dar fruto, y así, presentan el mejor rostro de la Iglesia.

         Y, además, en la vida de la Iglesia es importante contar con buenos guías, que no sólo no sean ciegos, sino llenos de luz y de vida, para que ayuden a los/as hermanos/as, con su palabra y su testimonio de vida, a dar fruto abundante. Es la dirección espiritual o el acompañamiento espiritual. La Iglesia valora mucho este ministerio. Cada día podemos comprobar su importancia, su eficacia, su belleza. Sin embargo, hay personas que no lo entienden, que huyen de todo lo que suponga compartir con otra persona, aunque sea sacerdote, su situación espiritual.

         En estos tiempos de Misión en nuestra Diócesis y en otros muchos lugares, se ha revalorizado mucho la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa San Pablo VI, “Evangelii Nuntiandi”        (8-12-1975). Nos viene muy bien ahora recordar lo que el Papa escribía en el núm. 41: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan —decíamos recientemente a un grupo de seglares—, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio", es decir, que dan fruto, que lo concretan todo en obras.

        ¡Qué bien nos viene el Tiempo de Cuaresma, que va a comenzar, para avanzar en lo que San Lucas nos presenta, en estos tres últimos domingos, en el llamado Sermón de la Llanura!

          ¿Y qué es la Cuaresma sino un tiempo de gracia, que nos anima a dar fruto? Se trata de extraer el mayor y el mejor fruto de la Celebración de la Pascua, fundamentalmente, renovando, reviviendo, los Sacramentos de Iniciación Cristiana, especialmente, el Bautismo.

         Con el deseo de que siempre seamos árboles que dan frutos buenos, les deseo una buena Cuaresma, la mejor Cuaresma.

¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


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DOMINGO 8º DEL TIEMPO ORDINARIO C

MONICIONES 

 

 

PRIMERA LECTURA

         La lectura que vamos a escuchar es un pequeño fragmento de un libro del Antiguo Testamento. En él se nos enseña que la palabra revela el interior del hombre, que es siempre un misterio en sí mismo.

 

SEGUNDA LECTURA

         Concluye hoy la enseñanza de S. Pablo acerca de la resurrección de los muertos, que hemos venido escuchando los últimos domingos, con un canto triunfal a la victoria definitiva del cristiano sobre la muerte.

 

TERCERA LECTURA

         El Evangelio recoge tres breves comparaciones de Jesucristo, que orientan nuestro comportamiento cristiano, y la primacía de lo interior sobre lo exterior. “De lo que rebosa el corazón habla la boca.                 

 

COMUNIÓN

        En la Comunión recibimos al Señor, nuestro Maestro. Él es el árbol bueno, por excelencia, el que ha dado más fruto, el mejor fruto.

         Que Él nos dé un corazón bueno de donde salga siempre el bien, nunca el mal. Que nuestro modo de hablar indique siempre a todos que nuestro corazón rebosa de amor a Dios y a los hermanos.    

 


Publicado por verdenaranja @ 16:52  | Liturgia
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Octavo Domingo del Tiempo Ordinario por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. febrero 27, 2019 (zenit)

Ciclo C

Textos: Eclesiástico 27, 4-7; 1 Co 15, 54-58; Lc 6, 39-45

Idea principal: Dejemos la hipocresía de nuestra vida.

Síntesis del mensaje:Hoy Cristo nos quiere curar de la hipocresía. Nos alerta para que evitemos ese gran defecto en nuestras vidas. La hipocresía es mentira, falsedad, truco, máscara, falseamiento. El hipócrita finge un sentimiento, creencia u opinión. A la hipocresía se le contrapone la transparencia o la honestidad, cuando una persona es totalmente coherente entre sus pensamientos y sus acciones y no tiene “dobles discursos”.

Puntos de la idea principal:

En primer lugarsomos hipócritas cuando queremos guiar a los otros, siendo nosotros ciegos por la soberbia, el orgullo y la prepotencia. Es la hipocresía del liderazgo, que quiere llevar la voz cantante, pero su testimonio y conducta desdicen sus palabras y orientaciones. Líder político hipócrita es aquel que en vez de buscar el bien común sólo busca su propio provecho, esquilmando a sus ciudadanos súbditos y jugando la carta del oportunismo, clientelismo, favoritismo.

Líder social hipócrita es aquel que en vez de tener las competencias, habilidades y destrezas para conducir un proyecto, para invitar a otros con dicho proyecto, de formar nuevos líderes para que lancen sus proyectos en bien de la sociedad, sólo mira su propio provecho y corta las alas a otros, por envidia de transferir lo que está haciendo para que otros líderes en otras situaciones puedan ejercer un nuevo liderazgo. Líder religioso hipócrita es aquel que predica pero no cumple, exige a los demás pero es indulgente consigo mismo, condena pero él tiene una vida doble.

Líder comunitario hipócrita es aquel que utiliza la relación con Dios como objeto de vanagloria personal; busca los mejores puestos para él y pone la zancadilla al otro, tal vez más cualificado que él. Cristo fue muy duro con esos que eran los maestros y jefes de su tiempo. Y de ellos dijo:Guardaos de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay encubierto que no haya de ser descubierto ni oculto que no haya de saberse”  (Lucas 12, 1-3). Alguien también dijo: “La hipocresía es el homenaje que el vicio tributa a la virtud” (François De La Rochefoucauld, Pensamientos). Miremos a Cristo modelo de líder auténtico e íntegro que nos conduce a la eternidad, a nosotros que somos ciegos.

En segundo lugar, somos hipócritas cuando queremos quitar la mota del ojo del hermano, cuando tenemos una viga en el nuestro. Es la hipocresía de la caridad sin misericordia ni comprensión. Los seres humanos, hombres y mujeres de toda clase y condición, tenemos una inclinación malsana y persistente, a criticar a los otros. Vemos con mucha facilidad, tal vez más de la que quisiéramos, los defectos y las malas acciones que quienes están a nuestro alrededor tienen y realizan, y ello nos lleva a criticarlos – en nuestro corazón y de viva voz -, por una razón o por otra, la mayoría de las veces con gran dureza.

Olvidamos por completo que también nosotros tenemos defectos, y que nuestras fallas pueden ser incluso más graves que las de quienes criticamos. Entonces nos erigimos en jueces que juzgan y condenan sin piedad a todo el que se nos pone delante, a la vez que nos hacemos “los de la vista gorda” con nuestra propia conducta, o buscamos el modo de justificarla para que sea aceptada sin más.Criticar a los demás, por una razón o por otra, en un sentido o en otro, es fácil, muy fácil. No exige mayor esfuerzo de nuestra parte, y siempre habrá para nosotros un motivo que lo “justifique”, una razón que lo respalde, al menos en apariencia. Pero la vida cristiana auténtica, el seguimiento fiel de Jesús como discípulos suyos, no busca lo que es fácil o lo que nos queda cómodo, sino lo que es bueno, lo que se ajusta a la voluntad de Dios, que nos ama a todos como hijos y quiere que vivamos como verdaderos hermanos, en el amor y el respeto mutuos. Que en este año de la misericordia nuestro corazón se dilate por la caridad.

Finalmente, somos hipócritas cuando aparentamos dar buenos frutos, cuando en realidad son frutos podridos o a punto de pudrirse. Es la hipocresía de la humildad, que aparenta lo que no es, y cuando se escarba un poco nos encontramos con frutos engusanados. A la mayoría de las personas no les interesa lo que se es, sino como le ven; les interesa la imagen más que la realidad. Y así, el hombre de la sociedad se lanza a participar en la carrera de las apariencias, es el típico juego de quién causa mejor impresión. El mundo es un inmenso estadio en el que el orgullo de la vida juega el gran mach de las etiquetas, formas sociales, exhibición económica, para competir por la imagen social. Combate en el que a los hombres no les interesa ser ni siquiera tener sino aparecer.

La mayoría de las tristezas del hombre nacen a causa de esa imagen que quiere proyectar a los demás. Su imagen está a tal punto identificada con su persona, que si su imagen se ve amenazada sienten una verdadera angustia, porque muerta su imagen, ellos tendrán la sensación de haber muerto. Frecuentemente, antes de que nadie diga nada ya están dando explicaciones sobre su conducta para preservar su efigie. Tienen pavor a la crítica, los reparos que se hacen contra sus ideas ellos la interpretan como un ataque contra sus personas. Si son heridos en su figura se sienten amenazados en toda su existencia.

No es posible la paz interior ni el amor fraterno en tales circunstancias. Gran parte de nuestras energías son quemadas en el altar de los sueños irreales. Porque lo importante para la mayoría de las personas no es el realizarse, sino el que me vean realizado, que la opinión pública me considere triunfante y campeón. Y así, subidos al potro de la mentira vamos galopando sobre mundos irreales temerosos y ansiosos. Todo lo aquí dicho son frutos podridos, de los que habla Jesús en el evangelio de hoy. Nos iría bien un espejo limpio para mirarnos la cara. Ese espejo es la Palabra de Dios, que nos va orientando día tras día y nos enseña cuáles son los caminos del Señor. Si ejercitamos esta autocrítica con nosotros mismos, seguro que seremos más benignos y misericordiosos con los demás.

Para reflexionar: ¿Qué manifestaciones de hipocresía se asoman en mi vida? ¿Cómo debo reaccionar ante esto? ¿Soy consciente de que las palabras más duras de Jesús fueron dirigidas justamente a personas hipócritas? ¿Qué gano con la hipocresía a nivel personal, familiar, profesional? 

Para rezar: aprovechemos esta oración de Martha Fernández-Sardina, católica de Estados Unidos

De la ceguera espiritual, líbrame Señor.
De duplicidades e hipocresía, líbrame Señor.
De descuidar lo imprescindible por lo prescindible, líbrame Señor.
De descuidar el derecho, la compasión y la sinceridad, líbrame Señor.
De la falta de humanidad, líbrame Señor.
De negar a otros tu misericordia, líbrame Señor.
De no vivir en la verdad, líbrame Señor.
De mentirme, mentirte y mentirles a otros, líbrame Señor.
De guardar apariencias, líbrame Señor.
De aparentar ser quien no soy, de creer ser quien no soy, de querer ser quien no soy, líbrame Señor.
De la hipocresía en sus múltiples y variadas manifestaciones, líbrame Señor.
De no honrarte a Ti y a mi prójimo con mi vida, líbrame Señor.
Por Cristo nuestro Señor. Amén.

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]


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