Viernes, 27 de diciembre de 2019

     DOMINGO SAGRADA FAMILIA    

      MONICIONES

 

 PRIMERA LECTURA

En la lectura que ahora escucharemos, la Palabra de Dios recoge la antigua sabiduría popular acerca de la vida de familia. Se trata de un canto y una exhortación a cumplir el cuarto Mandamiento de la Ley de Dios

 

SALMO

El salmo nos recuerda que el secreto del éxito y del bienestar en la vida familiar reside en vivir unidos al Señor y cumplir sus mandatos.

 

SEGUNDA LECTURA

     Las actitudes de los cristianos, en sus relaciones con los demás, es preciso vivirlas, de una manera especial, en la familia. S. Pablo nos ayuda hoy a concretarlas. 

 

TERCERA LECTURA

     La protección de Dios Padre se extiende sobre la familia de Jesús, a pesar de que no siempre le libera de las dificultades. Todo se va entretejiendo bajo la Providencia divina y se va cumpliendo lo que habían anunciado los profetas, como subraya S. Mateo.

Pero, antes de escuchar el Evangelio, aclamemos al Señor con el canto del aleluya. 

 

COMUNIÓN

     En la Comunión recibimos a Jesucristo, el Hijo de María, concebido por obra del Espíritu Santo, y a quien llamaban el hijo del carpintero. Que Él nos ayude a ser en medio de nuestras familias y en medio de la Iglesia, la familia de los hijos de Dios, constructores de paz, concordia, progreso y alegría.


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Reflexión a las lecturas del domingo de la Sagrada Familia A ofrecida por el sacedote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el pígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR".     

La Sagrada Familia

 

Se ha dicho que una imagen vale más que mil palabras. Es lo que sucede este día, primer domingo después de Navidad, en el que celebramos la Fiesta de la  Sagrada Familia. ¡Cuánto nos dice, nos enseña, nos grita, incluso, esta hermosa realidad, que contemplamos! En la oración colecta de la Misa de hoy decimos: “Dios, Padre nuestro, que has propuesto a la Sagrada Familia, como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo…”

Cuánto bien nos hace siempre acercarnos a la Sagrada Familia: en Belén, en su Huida a Egipto, como hacemos este domingo, en Nazaret, donde Jesús “iba creciendo en  sabiduría, en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52), y donde le llamaban “el hijo del carpintero” (Mt 13,55).

Hace mucho tiempo que descubrí el secreto, la clave, de la unidad, armonía, y de un cierto bienestar de la Sagrada Familia de Nazaret: ¡la presencia de Dios en aquella casa! Porque allí no estaba el Hijo de Dios sólo físicamente, sino que estaba también en el corazón de la Virgen Madre y de S. José.

En el Evangelio de este domingo recordamos que el Hijo de Dios no resuelve los problemas y dificultades de su familia “a golpe de milagros”, sino que les ofrece su ayuda para afrontarlos.

Recuerdo cómo se encienden y se agrandan los ojos de los novios, cuando en su preparación para el matrimonio, les digo: “el éxito en el matrimonio no es algo que dependa sólo de que los novios sean buenos y  de que tengan trabajo y una casa propia, ni de que se conozcan bien y se comprendan y se quieran mucho. Todo eso está bien, muy bien. Pero lo fundamental del matrimonio cristiano viene de arriba, de Dios, que, por el Sacramento del Matrimonio, “les capacita” para ser buenos esposos, y buenos padres. “Nuestra capacidad nos viene de Dios”, escribía S. Pablo.

Me impresionó algo que oí hace mucho tiempo: “Un matrimonio en el Nuevo Testamento, de suyo, no puede fracasar”. Lo entendemos perfectamente, cuando nos damos cuenta de lo que significa y supone la presencia y la acción de Dios en el matrimonio cristiano, en virtud del Sacramento.

Aludiendo a estos días de Navidad, podríamos decir que si falta un Niño Jesús no hay Sagrada Familia ni Nacimiento ni nada. De igual modo, sin el Sacramento del Matrimonio, que garantiza la presencia y la acción  de Cristo en el hogar, no puede existir una familia cristiana. Por eso San Pablo pedía que la unión de los esposos se realizara siempre “en el Señor” (1Co 7, 39).

El reto consiste en aprovechar la riqueza, que este Sacramento ofrece, durante toda la vida. Con frecuencia los nuevos esposos “se divorcian de Dios”, y detrás de eso, vienen todos los males, también el divorcio civil, porque “los que se alejan de ti se pierden”, leemos en los salmos (Sal 73, 27). Este sacramento, por el contrario, tiene que ir acompañado de la práctica cristiana constante y del esfuerzo de los esposos por ir construyendo y, a veces, reconstruyendo el edificio de su convivencia matrimonial. Si las cosas marchan así, no es fácil que fracase ningún matrimonio.

Tenemos que fijarnos, sobre todo, en las familias que marchan bien, que son muchas, y descubrir su diferencia, su clave, su secreto. No vale decir: “Eso depende de la suerte, es como una lotería”.

Los consejos que nos da Pablo en la segunda lectura, constituyen una llamada a vivirlos en familia, y son una semilla de paz y bienestar.

Hoy recordamos, además, que todos somos también miembros de otra familia, la Iglesia, la gran Familia de los hijos de Dios. Para todos vale el mismo mensaje.

Para unos y para otros vale lo que hemos proclamado en el salmo responsorial de hoy: “Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos”. Las estrofas nos van presentando el resultado: una familia ideal.                                                                     

                                                                                                     ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 20:27  | Espiritualidad
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S?bado, 21 de diciembre de 2019

Esta mañana en la capilla Redemptoris Mater, en presencia del Papa Francisco, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, ha pronunciado el tercero y último sermón de Adviento sobre el tema: «Encontraron al niño con María su madre» (Mt 2,11). (ZENIT – 20 dic. 2019) 


Los “pasos” que estamos siguiendo sobre las huellas de María corresponden, bastante fielmente, al desarrollo histórico de su vida, como resulta de los Evangelios. La meditación sobre María “llena de fe” nos ha  llevado al misterio de la Anunciación; la del Magnificat al misterio de la Visitación, y ahora la de María “Madre de Dios” a la Navidad. De hecho, fue en la Navidad, en el momento en el cual dio a luz a su hijo primogénito (Lc 2, 7), no antes, que María pasa a ser verdadera y plenamente Madre de Dios.

Al hablar de María, la Escritura destaca constantemente dos elementos, o momentos fundamentales, que corresponden a aquellos que también la experiencia humana común considera esenciales para que haya una maternidad verdadera y plena. Ellos son: concebir y dar a luz. Mira –dice el ángel a María- concebirás y darás a luz un hijo (Lc 1, 31). Estos dos elementos están presentes también en la narración de Mateo: La criatura que ha “concebido” es obra del Espíritu Santo y ella “dará a luz” un hijo (cfr. Mt 1, 20s). La profecía de Isaías, en la cual todo esto había sido preanunciado, lo expresaba del mismo modo: La joven está embarazada y dará a luz un hijo (Is 7, 14). Esta es la razón por la que decía que únicamente en la Navidad, cuando da a luz a Jesús, María se convierte, en sentido pleno, en Madre de Dios.

De los dos momentos, el título que se usa en la Iglesia latina “Madre de Dios” (Dei Genitrix) resalta el primer momento, el relativo a la concepción; el título Theotókos, que se usa en la Iglesia griega, resalta más el segundo momento, el dar a luz (tikto, de hecho, significa en griego dar a luz). El primer momento, excepto el caso de la Virgen, es común tanto al padre como a la madre, mientras que el segundo, el dar a luz, es exclusivo de la madre.

Madre de Dios: un título que expresa uno de los misterios y, para la razón, una de las paradojas más altas del cristianismo. Madre de Dios es el título dogmático más antiguo e importante de la Virgen, que fue definido por la Iglesia en el Concilio de Éfeso en el 431, como verdad de fe que todos los cristianos deben creer. Es el fundamento de toda la grandeza de María. Es el principio mismo de la mariología; por esto es que María no es, en el cristianismo, sólo objeto de devoción, sino también de teología; es decir, entra en el discurso mismo sobre Dios, porque Dios está directamente implicado en la maternidad divina de María.

Una mirada histórica en la formación del dogma

En el Nuevo Testamento no encontramos explícitamente el título “Madre de Dios” dado a María. Sin embargo, encontramos afirmaciones que ya contienen, como in nuce, tal verdad que se mostrarán después con una reflexión cuidadosa de la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo. Como habíamos visto, de María se dice que concibió y generó un hijo, que es el Hijo del Altísimo, santo e Hijo de Dios (cfr. Lc 1, 31-32.35). Por lo tanto, de los Evangelios resulta que María es la madre de un hijo, del que se sabe que es el Hijo de Dios. De modo corriente, a María se la llama en el Evangelio: la madre de Jesús, la madre del Señor (cfr. Lc 1, 43), o simplemente “la madre” y “su madre” (cfr. Jn 2, 1-3).

Será necesario que la Iglesia, en el desarrollo de su fe, aclare quién es Jesús, antes de saber de quién es madre María. Es cierto que María no empieza a ser Madre de Dios en el concilio de Éfeso en 431, como Jesús no empieza a ser Dios en el concilio de Nicea en 325, que lo define como tal. Ya lo era antes. Este es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.

Este es, en efecto, el momento en el cual la Iglesia, en el desarrollo y explicitación de su fe, bajo la influencia de la herejía, toma plena conciencia de esta verdad y toma posición para resguardarla. Sucede como con el descubrimiento de una nueva estrella: no nace en el momento en el que su luz llega a la tierra y el observador la ve, sino que existía ya de antes, quizás desde miles de años luz antes. La definición conciliar es el momento en el cual la lámpara es puesta sobre el candelabro que es el credo de la Iglesia.

En este proceso que lleva a la proclamación solemne de María Madre de Dios, podemos distinguir tres grandes fases que ahora mencionaré. Al comienzo del período dominado por la lucha contra la herejía gnóstica y docetista, y durante todo este período, la maternidad es vista casi solamente como maternidad física. Estos herejes negaban que Cristo tuviera un verdadero cuerpo humano, o, si lo tenía, que este cuerpo humano hubiera nacido de una mujer, o, si hubiera nacido de una mujer, dudaban que hubiera derivado verdaderamente de la carne y de la sangre de ella. En contra de estas herejías era necesario por lo tanto afirmar con fuerza que Jesús era hijo de María y “fruto de su vientre” (Lc 1, 42), y que María era Madre de Jesús verdadera y natural.

La maternidad de María, en esta fase más antigua, sirve, más que en otra, para demostrar la verdadera humanidad de Jesús. Fue en este período y en este clima que se formó el artículo del credo: “Nacido (o encarnado) del Espíritu Santo y de María Virgen”. Esto, al comienzo, quería decir simplemente que Jesús es Dios y hombre: Dios, en cuanto generado según el Espíritu, es decir de Dios, y es hombre en cuanto generado según la carne, es decir de María.

En esta fase más antigua, hace su primera aparición (ya con Orígenes en tercer siglo) el título de Theotókos. De ahora en más, será justamente el uso de este título que conduzca a la Iglesia al descubrimiento de una maternidad divina más profunda, que podremos llamar maternidad metafísica. Sucede durante la época de las grandes controversias cristológicas del siglo V, cuando el problema central, en torno a Jesús, no era ya el de su verdadera humanidad, sino el de la unidad de su persona. La maternidad de María no es ya vista sólo en referencia a la naturaleza humana de Cristo, sino, como es más justo, en referencia a la única persona del Verbo hecho hombre. Debido a que esta única persona que María genera según la carne no es otra que la persona divina del Hijo, como consecuencia, ella aparece verdadera “Madre de Dios”.

Entre María y Cristo no existe sólo una relación de orden físico, sino también de orden metafísico, y esto la coloca en una altura vertiginosa, creando una relación singular incluso entre ella y el Padre. Con el Concilio de Éfeso, esto pasa a ser para siempre una conquista de la Iglesia: “Si alguno –se lee en un texto aprobado allí- no confiesa que Dios es verdaderamente el Emanuel y que por lo tanto la Santa Virgen, habiendo engendrado según la carne al Verbo de Dios hecho carne, es la Theotókos, sea anatema”[1].

Fue un momento de gran júbilo para todo el pueblo de Éfeso, que esperó a los Padres fuera del aula conciliar y los acompañó, con antorchas y cantos, a sus hogares. Tal proclamación determinó una explosión de veneración hacia la Madre de Dios que no disminuyó más, ni en Oriente ni en Occidente, y que se tradujo en fiestas litúrgicas, íconos, himnos y en la construcción de innumerables iglesias dedicadas a ella.

Sin embargo, esta meta no era definitiva. Había otro nivel para descubrir en la maternidad divina de María, después del físico y metafísico. En las controversias cristológicas, el título de Theotókos era valorado más en función de la persona de Cristo que de la de María, aun siendo un título mariano. De tal título, no se llegaba todavía a las consecuencias lógicas respecto de la persona de María y, en particular, de su santidad única. Se corría el riesgo de que Theotókos se convirtiera en un arma de batalla entre corrientes teológicas opuestas, en lugar de la expresión de la fe y de la piedad de la Iglesia hacia María.

Fue este el gran aporte de los autores latinos y en particular de san Agustín. La maternidad de María es vista tanto como una maternidad en la fe, como maternidad también espiritual. Estamos en la epopeya de la fe de María. A propósito de la palabra de Jesús: Quién es mi Madre…, Agustín responde atribuyendo a María, en grado sumo, la maternidad espiritual que viene de hacer la voluntad del Padre:

“¿Podría ser que la Virgen María no hizo la voluntad del Padre, que por fe creyó, por fe concibió, que fue elegida para que de ella naciera para los hombres la salvación, que fue creada por Cristo, antes de que en ella fuera creado Cristo? Ciertamente que santa María hizo la voluntad del Padre y por eso es que es más grande para María haber sido discípula de Cristo, que Madre de Cristo”[2].

La maternidad física de María y la metafísica están ahora coronadas por el reconocimiento de una maternidad espiritual, o de fe, que hace de María la primera y la más santa hija de Dios, la primera y la más dócil discípula de Cristo, la creatura que – escribe incluso san Agustín –“por el honor debido al Señor, no se debe ni siquiera mencionar cuando se habla del pecado”[3]. La maternidad física o real de María, con la relación única y excepcional que crea entre ella y Jesús y entre ella y la Trinidad toda entera, es, y permanece, desde un punto de vista objetivo, la cosa más grande y el privilegio inigualable. Es así porque encuentra una comparación subjetiva en la fe humilde de María. Para Eva constituía ciertamente un privilegio único ser la “madre de todos los vivientes”; sin embargo, como no tenía fe, esto no la benefició en nada y, en lugar de santa, se vuelve desafortunada.

¡Hija de su Hijo!

María es la única, en el universo, que puede decir, dirigiéndose a Jesús, lo que le dice a él el Padre celeste: “¡Tú eres mi hijo; yo te he engendrado!” (cfr. Sal 2, 7; Heb 1, 5). San Ignacio de Antioquía dice, con toda simpleza, casi sin darse cuenta en qué dimensión está proyectando una creatura, que Jesús es “de Dios y de María”[4]. Casi como nosotros decimos de un hombre que es hijo de tal y de tal. Dante Alighieri ha contenido la doble paradoja de María que es “Virgen y Madre” y “madre e hija”, en un solo verso: “¡Virgen Madre, hija de tu Hijo!”[5].

El título “Madre de Dios” basta por sí solo para fundar la grandeza de María y para justificar el honor a ella tributado. Se reprenderá a veces a los católicos por exagerar en el honor y en la importancia atribuida a María y a veces es necesario reconocer que esto era justificado, al menos por el modo con el cual esto sucedía. Sin embargo, no se piensa nunca en lo que ha hecho Dios. Dios se ha adelantado completamente en el hecho de honrar a María haciéndola Madre de Dios, que nadie puede decir nada más, aunque tuviera –dice el mismo Lutero- tantas lenguas como hojas de hierba hay”[6].

El título de “Madre de Dios” es incluso hoy el punto de encuentro y la base común a todos los cristianos, desde la cual retomar para reencontrar el acuerdo entorno al lugar de María en la fe. Éste es el único título ecuménico, no sólo de derecho, porque fue definido en un Concilio ecuménico, pero también de hecho por que es reconocido por todas las Iglesias.

Hemos escuchado lo que pensaba Lutero. En otra ocasión, él escribió: “El artículo que afirma que María es Madre de Dios está vigente en la Iglesia desde los inicios y el Concilio de Éfeso no lo definió como nuevo, porque es ya una verdad sostenida en el Evangelio y en la Sagrada Escritura… Estas palabras [es decir Lc 1, 32) y Gal 4, 4] sostienen con mucha firmeza que María es verdaderamente la Madre de Dios”[7]. Otro impulsor de la Reforma escribe: “María es justamente llamada, a mi juicio, Madre de Dios, Theotókos”, y en otro lugar llama a María “la divina Theotókos”, elegida incluso antes de tener la fe”[8]. A su vez, Calvino escribe: “La Escritura nos declara explícitamente que aquel que deberá nacer de la Virgen María será llamado Hijo de Dios (Lc 1, 32) y que la Virgen misma es Madre de nuestro Señor”[9].

Madre de Dios, Theotókos, es por lo tanto el título al cual es necesario regresar siempre, distinguiéndolo, como hicieron justamente los ortodoxos, de toda la serie infinita de otros nombres y títulos marianos. Si eso hubiera sido tomado en serio por todas las Iglesias y valorizado de hecho, más allá que reconocido de derecho en sede dogmática, bastaría para crear una unidad fundamental en torno a María y ella, en lugar de ser ocasión de división entre los cristianos, se convertiría, después del Espíritu Santo, en el factor más importante de unidad ecuménica, la que ayuda maternalmente a “reunir a los hijos de Dios que están dispersos” (cfr. Jn 11, 52).

“Madre de Cristo”: la imitación de la Madre de Dios

Nuestro modo de proceder, en este camino sobre las huellas de María, consiste en contemplar los “pasos” individuales realizados por ella para después imitarlos en nuestra vida. ¿Pero cómo se puede imitar esta característica de la Virgen de ser Madre de Dios? ¿Puede María ser “figura de la Iglesia”, es decir su modelo, incluso en este punto? No sólo esto es posible, sino que ha habido hombres, como Orígenes, san Agustín, san Bernardo, que llegaron a decir que, sin esta imitación, el título de María sería inútil para mí: “¿En qué me beneficia –decían- que Cristo haya nacido una vez de María en Belén, si no nace también por fe en mi alma?”[10].

Debemos recordar que la maternidad  divina de María se realiza sobre dos planos: sobre un plano físico y sobre un plano espiritual. María es Madre de Dios no sólo porque lo ha llevado físicamente en su seno, sino también porque lo concibió primero en el corazón con la fe. Naturalmente, no podemos imitar a María en el primer sentido, generando de nuevo a Cristo, pero podemos imitarla en el segundo sentido, que es el de la fe.

El mismo Jesús inició en la Iglesia este uso del título de “Madre de Cristo”, cuando declaró: Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica.[11]En la tradición, esta verdad conoció dos niveles de aplicación complementarios entre ellos. En un caso se ve realizada esta maternidad, en la Iglesia en su conjunto, en cuanto “sacramento universal de salvación”; en el otro, tal maternidad se ve realizada en casa persona o alma individual que cree. El Concilio Vaticano II se coloca en la primera perspectiva cuando escribe:

“La Iglesia… se vuelve ella también madre, porque con la predicación y con el bautismo engendra una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios”[12].

Sin embargo todavía más clara, en la tradición, es la aplicación personal a cada alma: “Cada alma que cree, concibe y engendra al Verbo de Dios… Si según la carne una sola es la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas generan a Cristo cuando acogen la palabra de Dios”[13]. Otro Padre se hace eco del Oriente: “Cristo nace siempre místicamente en el alma, tomando la carne de aquellos que son salvados y haciendo del alma que lo engendra una madre virgen”[14].

Nos concentramos sobre la aplicación del título Madre de Dios que nos concierne particularmente. Buscamos ver cómo se pasa a ser, en concreto, madre de Jesús. ¿Cómo nos dice Jesús que se pasa a ser su madre? A través de dos operaciones: escuchando la Palabra y poniéndola en práctica. Para entender, volvemos a pensar cómo se convierte en madre María: concibiendo a Jesús y dándolo a luz. Existen dos maternidades incompletas o dos tipos de interrupciones de maternidad. Una es la del aborto, antigua y conocida. Ésta sucede cuando se concibe una vida pero no se da a luz, porque, en el transcurso, ya sea por causas naturales o por el pecado de los hombres, el feto muere. Hasta hace poco este era el único caso que se conocía de maternidad incompleta. En la actualidad se conoce otro que consiste, por el contrario, en dar a luz un hijo sin haberlo concebido. Así sucede en el caso de los hijos concebidos en probeta e implantados, en un segundo momento, en el seno de una mujer, y en el caso triste y funesto del útero dado en préstamo para hospedar, a veces mediante pago, vidas humanas concebidas en otro lado. En esto caso, lo que la mujer da a luz, no viene de ella, no es concebido “primero en el corazón y después en el cuerpo”.

Desafortunadamente, también en el plano espiritual existen estas dos tristes posibilidades. “Hay almas –dice san Ambrosio – quienes antes de dar a la luz hacen abortar al Verbo… Son muchos los que han concebido a Cristo, pero que nunca lo han dado a la luz”[15]. Engendra a Jesús sin darlo a luz quien acoge la Palabra, sin ponerla en práctica, quien hace un aborto espiritual uno tras otro, formulando propósitos de conversión que sistemáticamente después se olvidan y abandonan a mitad de camino; quien se comporta hacia la Palabra como observador impaciente que mira su rostro en el espejo y después se va olvidando rápidamente de cómo era (cfr. San 1, 23-24). En resumen, quien tiene la fe pero no tiene las obras.

Por el contrario, da a luz a Cristo sin concebirlo quien hace tantas obras, incluso buenas, pero que no vienen del corazón, del amor por Dios y de una recta intención, sino de la costumbre, de la hipocresía, de la búsqueda de la satisfacción que da el hacer. En resumen, quien tiene las obras pero no tiene la fe.

Dos fiestas del Niño Jesús

Hemos considerado el caso negativo de la maternidad incompleta por falta de fe o por falta de obras. Consideramos ahora el caso positivo de una maternidad verdadera y completa que nos hace parecer a María. San Francisco de Asís tiene una palabra que resume bien lo que me apremia resaltar:

“Somos madres de Cristo –dice- cuando lo llevamos en el corazón y en el cuerpo nuestro por medio del divino amor y de la pura y sincera conciencia; lo engendramos a través de las obras santas, que deben resplandecer a los otros en ejemplo… ¡Oh, cómo es santo y cómo es querido, agradable, humilde, pacífico, dulce, amable y deseable por sobre cada cosa, tener un hermano y un hijo semejante, el Señor Nuestro Jesucristo[16]!

Nosotros –dice el santo- concebimos a Cristo cuando lo amamos con sinceridad de corazón y con rectitud de conciencia y lo damos a la luz cuando cumplimos obras santas que lo manifiestan al mundo. Es un eco de las palabras de Jesús: Brille igualmente la luz de ustedes ante los hombres, de modo que cuando ellos vean sus buenas obras, glorifiquen al Padre de ustedes que está en el cielo (Mt 5, 16).

San Buenaventura, discípulo e hijo del Pobre de Asís, desarrolló este pensamiento en un librito titulado “Las cinco fiestas del Niño Jesús”. En ello explica como el alma devota, por gracia del Espíritu Santo y el poder del Altísimo, puede concebir espiritualmente el bendito Verbo e Hijo Unigénito del Padre, dar a luz, darle el nombre, buscar adorarlo con los Magos y presentarlo felizmente a Dios Padre en su templo[17].

De estas cinco fiestas del Niño Jesús que el alma debe revivir, nos interesan sobre todo las primeras dos: la concepción y el nacimiento. Para san Buenaventura, el alma concibe a Jesús cuando, insatisfecha con la vida que lleva, estimulada por santas inspiraciones y encendiéndose de santo ardor, en fin alejándose con resolución de sus viejas costumbres y defectos, es fecundada espiritualmente por la gracia del Espíritu Santo y concibe el propósito de una vita nueva. ¡Sucede la concepción de Cristo! Una vez concebido, el bendito Hijo de Dios nace en el corazón, cuando, después de haber hecho un sano discernimiento, pedido consejo oportuno, invocado la ayuda de Dios, el alma pone inmediatamente en obra su santo propósito, comenzando a realizar lo que desde hacía un tiempo estaba madurando, pero que siempre había pospuesto por miedo de no ser capaz.

Sin embargo es necesario insistir sobre una cosa: este propósito de vida nueva debe traducirse, sin demora, en algo concreto, en un cambio, posiblemente también externo y visible, en nuestra vida y en nuestras costumbres. Si no se pone en acto el propósito, se concibe a Jesús pero no se lo da a luz. Es uno de los abortos espirituales. ¡No se celebrará nunca “la segunda fiesta” del Niño Jesús que es la Navidad! Es una de las tantas prórrogas que han marcado nuestra vida y que son una de las razones principales por la cual tan pocos se hacen santos.

Si decides cambiar el estilo de vida y comenzar a ser parte de la categoría de los pobres y humildes que como María buscan sólo encontrar gracia junto a Dios, sin buscar gustarles a los hombres, entonces debes armarte de coraje, porque será necesario. Deberás enfrentar dos tipos de tentaciones. Dice san Buenaventura que se te presentarán primero los hombres carnales de tu ambiente a decirte: “Es muy arduo lo que emprendes; no lo lograrás nunca, te faltarán las fuerzas, tendrás problemas de salud; estas cosas no se corresponden a tu estado, compromete tu buen nombre y la dignidad de tu carga…”

Superado este obstáculo, se presentarán otros que tienen fama de ser y, quizás lo son también de hecho, personas pías religiosas, pero que no creen verdaderamente en el poder de Dios y de su Espíritu. Estas te dirán que, si comienzas a vivir de este modo –dando tanto espacio a la oración, evitando las charlatanerías inútiles, haciendo obras de caridad-, serás considerado rápidamente un santo, un hombre devoto, espiritual, y porque tú sabes muy bien que todavía no lo eres, terminarás engañando a la gente y siendo un hipócrita, atrayendo sobre ti la ira de Dios que escudriña los corazones. A todas estas tentaciones, es necesario responder con fe: ¡la mano del Señor no se queda corta para salvar! (Is 59, 1) y casi enojándose con sí mismo, exclamar con Agustín en la vigilia de su conversión: “¿Si estos lo hicieron por qué no también yo? Si isti et istae, cur non ego?”[18].

Hemos intentado en las tres meditaciones de Adviento de prepararnos a Navidad a la escuela de la Madre de Dios. Ahora que hemos llegados al final no nos queda que unirnos a ella en una contemplación silenciosa y adoradora del Dios hecho hombre por nosotros. La liturgia bizantina en la víspera de Navidad contiene una oración llena de santo orgullo, que podemos hacer nuestra frente al pesebre:

¿Qué podemos ofrecerte como regalo, oh Cristo nuestro Dios, por haber aparecido en la tierra asumiendo nuestra propia humanidad? Cada una de las criaturas moldeadas por tus manos te ofrece algo para darte gracias: los ángeles te ofrecen su canción, los cielos la estrella, los magos sus dones, los pastores su maravilla, la tierra una cueva, el desierto un pesebre. ¡Pero te ofrecemos una Madre virgen!

 

[1] S. Cirilo Alejandrino, Anatematismo I contra Nestorio, en Enchiridion Symbolorum, nr. 252.

[2] S. Agustín, Discursos 72 A (=Denis 25), 7 (Miscelánea Agustiniana, I, p. 162).

[3] S. Agustín, Naturaleza y gracia 36, 42 (CSEL 60, p. 263 s).

[4] S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Éfesos 7, 2.

[5] Dante Alighieri, Paraíso XXXIII, 1.

[6] Lutero, Comentario al Magnificat (ed. Weimar 7, p. 572 s).

[7] Lutero, De los concilios de la Iglesia (ed. Weimar, 50, p. 591 s).

[8] H. Zwingli, Expositio fidei, en ZWINGLI Hauptschriften, der Theologe III, Zurigo 1948, p. 319.

[9] Calvino, Instituciones de la religión cristiana II, 14, 4 .

[10] Cfr. Orígenes, Comentario al Evangelio de Lucas 22, 3 (Sch 87, p. 302).

[11] Lc 8, 21; cfr. Mc 3, 31 s; Mt 12, 49

[12] Lumen gentium 64.

[13] S. Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas II, 26 (CSEL 32, 4, p. 55).

[14] S. Máximo Confesor, Comentario al Padrenuestro (PG 90, 889).

[15] S. Ambrosio, Exposición del Evangelio según Lucas, X , 24-25.

[16]  S. Francisco de Asís, Carta a los fieles 1 (Fuentes Franciscanas nr. 178).

[17] S. Buenaventura, Las cinco fiestas del Niño Jesús, prólogo (ed. Quaracchi 1949, pp. 207 ss).

[18] S. Agustín, Confesiones VIII, 8, 19


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Viernes, 20 de diciembre de 2019

Reflexión a las lecturas del domingo cuarto de Adviento ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajoel epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

Domingo 4º de Adviento A

 

Durante el Tiempo de Adviento, que va a terminar, diversos personajes han surgido en medio de nuestras celebraciones, para guiar nuestra preparación para la Navidad. En primer lugar, los profetas, especialmente, Isaías, que nos han anunciado los tiempos del Mesías; Juan el Bautista, que nos ha señalado la conversión y las buenas obras como camino de preparación para la Navidad, y la Virgen María, que es el  “icono principal” del Adviento. En ella descubrimos la forma concreta de prepararnos,  de modo que el Señor Jesús pueda venir a cada uno de nosotros, a nuestro corazón y a nuestra vida. Lo contemplábamos, especialmente, en la Solemnidad de la Inmaculada Concepción, que este año hemos celebrado el 2º Domingo de Adviento: ¡limpios de pecado y llenos de gracia!

En el cuarto Domingo, surge, cada año, en medio de nuestra celebración, la figura entrañable, luminosa y ejemplar, de la Virgen Madre. Con qué delicadeza y claridad nos presenta el evangelista S. Mateo la fe de la Iglesia en el misterio inefable de la Maternidad virginal de María.

 Nos dice el evangelista que la Virgen María va a tener un hijo, pero que aún no convivía con José su esposo. ¡Será sin concurso de varón, por obra del Espíritu Santo! San José no conoce todavía “el misterio”, y decide “repudiarla en secreto”, en lugar de denunciarla. En sueños, un ángel le descubre aquella realidad misteriosa, y él la acoge y la lleva a su casa.

Pero la realidad de la virginidad de María no significa desprecio o menosprecio de la sexualidad y de la maternidad humanas. ¡Dios no actúa así! Lo que nos enseña es que aquel Niño que viene, no es un niño como los demás; es el Hijo de Dios que viene a salvarnos.

Nos enseña, además, y esto es importante, que la salvación que Él nos trae, viene toda de Dios. ¡El hombre no puede salvarse a sí mismo! La salvación no viene de la capacidad y del poder de José ni de ningún hombre sino de Dios. Incluso, el parto en Belén será distinto, será un parto virginal:  Nos dice San Lucas que la Madre del Señor da a luz al Niño, lo envuelve en pañales, y ella misma lo reclina en el pesebre. El Hijo de Dios ha querido llegar así hasta nosotros. ¡Y Dios no hace milagros sin necesidad! De este modo, la virginidad después del parto se nos presenta como una consecuencia elemental de la consagración exclusiva de María  por la concepción y el parto del Hijo de Dios  y por su matrimonio virginal con José (Lc 1, 34).

¡La virginidad de la Madre del Señor es, por tanto, una verdad fundamental de la doctrina cristiana!

Es impresionante pensar hasta qué punto la Virgen se fía de Dios. ¡Si podrían haberla apedreado! También José, a través de aquel mensajero celestial, también se fía de Dios en la “noche de la fe”.  Él va a hacer “las veces de padre” de un niño que no procede de él. Su esposa ha sido elegida por Dios para el Misterio de la Encarnación y, en ese Misterio, Dios le ha colocado para hacer las veces de padre. Por eso el ángel le dice: “Y tú le pondrás por nombre “Jesús”.

La Virgen, llevando en su seno al Hijo de Dios, es “la señal” de la presencia de Dios en el mundo, de la que nos habla la primera lectura de hoy.  Ella es la respuesta de Dios al hombre, que esperaba un Salvador; ella, la señal luminosa y espléndida del cumplimiento de las promesas del Señor al pueblo de Israel; En ella convergen los anhelos, las ilusiones y las esperanzas de todos los pueblos de la tierra, que, de un modo u otro, andan buscando también “un mesías”, “un salvador”.

¡Dichosos nosotros si acertamos a cogernos de la mano de la Virgen María a la hora de iniciar el camino del Tiempo de Navidad que se acerca!

“¡Va a entrar el Señor. Él es el Rey de la Gloria!”, repetimos este domingo en el salmo responsorial. ¡Dichosos los que estamos preparados para salir a su encuentro!

 

                                                                                                     ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 16:53  | Espiritualidad
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CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO A 

MONICIONES

 

  

PRIMERA LECTURA

            “Mirad la Virgen concebirá”.

 Bajo una falsa religiosidad, el rey Acaz oculta una absoluta falta de fe. Confía más en el rey de Asiria que en Dios. El profeta le ofrece un signo: El nacimiento de un niño de una madre virgen. Esta profecía alcanza su cumplimiento pleno en el nacimiento de Jesús de María Virgen. 

 

SEGUNDA LECTURA

“Jesucristo, de la estirpe de David e Hijo de Dios”.

La segunda lectura de hoy nos manifiesta la condición divina y humana del Señor, que ha venido hasta nosotros y nos da un don y una misión: Ser mensajeros del Evangelio. 

 

TERCERA LECTURA  

            “Jesús nacerá de María Virgen, desposada con José, de la estirpe de David”.

            El evangelio que vamos a escuchar nos presenta la Encarnación del Señor, envuelta en circunstancias misteriosas. De este modo, se manifiesta la grandeza y cercanía del Hijo de Dios, que trae la salvación a todos los hombres.

            Aclamémosle ahora con el canto del aleluya. 

 

COMUNIÓN

            En la Comunión experimentamos la cercanía de Dios, que ha venido hasta nosotros como Salvador.

            Que Él disponga nuestros corazones para que lo recibamos en esta Navidad como la Virgen María lo recibió.


Publicado por verdenaranja @ 16:49  | Liturgia
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Martes, 17 de diciembre de 2019

Comentario litúrgico al IV Domingo de Adviento por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. DICIEMBRE 17, 2019 (zenit)

Ciclo A

Textos: Isaías 7,10-14; Romanos 1, 1-7; Mateo 1,18-24

Idea principal: ese Dios que nace es Dios-con-nosotros, Emmanu-El. Hagámosle un lugar en nuestro corazón, como María, como José, como los pastores, como los Magos.

Resumen del mensaje: Después de habernos invitado a despertar (primer domingo de adviento), a convertirnos (segundo domingo), a alegrarnos (tercer domingo), hoy Dios nos invita a mirar a María, pues por Ella nos vino el Enmanuel (primera lectura y evangelio), para renovar nuestro mundo y nuestros corazones, cegados por tanto pecado (segunda lectura) y a acoger a su Hijo Jesús en nuestro corazón.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, ese Dios que viene a través de María no sólo es “el Dios que es…el que está…el que ve el dolor de su pueblo” sino que es el “Dios con nosotros que nos salva” (primera lectura y evangelio). Dios hecho hombre, de la estirpe de David (segunda lectura), cuyo último eslabón será José.  Es Emmanu-El. Jesús es “Emmanu”, es decir, “con nosotros”; es uno de nosotros, nuestro hermano. Pero Jesús también es “El”, es decir, Dios. Si fuera sólo “con nosotros”, pero no fuera “Dios”, no podría salvarnos. Si fuera sólo “Dios”, pero no “con nosotros”, su salvación no nos interesaría; él también habría quedado como un Dios desconocido, lejos de las esperanzas del hombre.  Don gratuito de Dios a María y a la humanidad. Esto ha sido posible “por obra del Espíritu Santo”, lo cual significa que está en marcha una “nueva creación”. Este es el misterio teológico y profundo de la Navidad: de Dios Altísimo se ha vuelto un Dios próximo, un Dios para los hombres. En la primera creación, Dios nos hablaba a distancia, por los profetas. Ahora, en la nueva creación, es un Dios que nos habla al corazón por su Hijo.

En segundo lugar, fijemos la mirada en María, de quien nos vino el Emmanuel. Se dejó invadir por el Espíritu y por el misterio. Embarazada de Dios, sin perder la virginidad. Ese Emmanuel fue creciendo en María, gracias a su fe, esperanza y caridad. Ella llevaba a ese Emmanuel en su mente, en su corazón, en su afecto y en su voluntad. Nunca se separó de Él.

Finalmente, si Dios está con nosotros y es el Emmanu-El, nada ni nadie puede separarnos de Él. Eso sí, nosotros podemos volverle la espalda, vivir como si Él nunca hubiera venido, como si no hubiese hablado (segunda lectura). No nos sirve de nada ni siquiera que Dios esté con nosotros, si nos negamos a estar con Él, de su parte. Por eso, la Navidad es una ocasión para volver a sentir la necesidad de este Salvador. Y esta salvación nos la ofrece en cada Eucaristía y en la confesión.

Para reflexionar: Dejar a este Emmanu-El que nazca en nuestra alma y que esté con nosotros en casa, en nuestro trabajo, en nuestras empresas, en nuestros proyectos. Sólo en Él está la salvación y la auténtica liberación. Y con Él alcanzaremos la santidad, la gracia y la paz (segunda lectura). El Espíritu Santo hizo posible este milagro. ¿Cómo es mi relación con el Espíritu Santo?

Para rezarQuédate con nosotros, Señor, esta noche. Te he hecho lugar en mi corazón, lo he limpiado. Quédate para adorar, alabar y dar gracias al Padre por nosotros, mientras dormimos; que baje del cielo tu Misericordia sobre el mundo. Sé nuestro Emmanuel eterno desde el silencio del Sagrario, y nada temeremos. Sálvanos, Señor, y danos tu amor. Amén.

Les comparto la famosa poesía del poeta español José María Pemán (1897-1981) sobre el Posadero de Belén:

¡He!, Tú, ¡posadero!
¿No habrá una habitación para esta noche?
– 
Ninguna cama libre. Todo lleno.
Y Dios pasó de largo, qué pena posadero.

Todo hubiera sido de otro modo:
las estrellas columpiándose por tus aleros;
los ángeles cantando en tus balcones;
los Reyes magos perfumando tu patio con incienso,
y en tu fonda, el divino alumbramiento.
Pero: 
“No queda sitio, ni una cama; lo tengo todo lleno”.
Y Dios pasó de largo, ¡Qué pena, posadero!

Hubieras liquidado, por cierre, tu negocio.
No hay sitio para huéspedes, cuando Dios está dentro.
Dios va ocupando habitación tras habitación,
hasta invadir el corazón entero.
Cerrarías la fonda, pues Dios te reclamaba
toda tu casa para el Evangelio.
Pero: 
“No queda sitio, ni una cama; lo tengo todo lleno”.
Y Dios pasó de largo, ¡Qué pena, posadero!

El Evangelio empieza ante la puerta
de una fonda en Belén. Y un posadero.
Y el Evangelio sigue reclamando hospedaje:
– “Sólo para esta noche”.
– 
“No hay sitio: todo lleno”
¿Será mía la fonda? ¿seré yo el posadero?
La mano que llamaba a mi puerta, ¿no sería la estrella
de Belén con aserrín de carpintero?
Si ya no tengo sitio. Y si está todo lleno.
Si Dios pasó de largo ¡Qué pena posadero!

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, [email protected]


Publicado por verdenaranja @ 20:02  | Espiritualidad
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Viernes, 13 de diciembre de 2019

Reflexión a las lecturas del domingo tercero de Adviento A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DIA DEL SEÑOR"

Domingo 3º de Adviento A

 

                        El Domingo 3º de Adviento nos invita a la alegría, porque se acerca ya la Navidad. Desde antiguo, se llama “Domingo Gaudete”, un término latino -la liturgia se celebraba en latín- que se traduce por “estad alegres” o “alegraos”.

                        La oración colecta nos resume siempre el contenido de la celebración. La de este domingo es, particularmente, significativa: “Oh Dios, que contemplas cómo tu pueblo  espera con fidelidad la fiesta del nacimiento del Señor, concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante. ¡Preciosa!

                        En la Navidad hay “muchos motivos” de  alegría: la familia que se reúne, el adorno de la casa, las felicitaciones, los regalos, los villancicos, el mismo ambiente navideño… Pero la oración señala “el motivo”; y dice: “concédenos llegar a la alegría de tan gran acontecimiento de salvación…”

                        Y la salvación no es algo que hemos de esperar sólo para después de la muerte, sino que es una realidad, ante la cual, hemos de tomar partido, en el ahora de nuestra vida de cada día. Y eso comienza en el Bautismo que recibimos recién nacidos, y que hemos de hacer cada vez más nuestro.

                        La salvación es el motivo de la Venida del Señor como se nos anuncia y se nos recuerda ahora constantemente, en las distintas celebraciones de Adviento y de Navidad: Jesucristo viene como Redentor y nos salva por su Pasión, Muerte y Resurrección. Y la llegada de la salvación, de algún modo, “sucede”, se hace presente, en las fiestas que se acercan. En el salmo responsorial de este domingo, repetimos: “Ven, Señor, a salvarnos”.

                        La salvación que nos trae Jesús tiene un doble contenido: ¡Liberación del pecado y del mal y sobreabundancia de bienes, hasta llegar a hacernos de nosotros ser hijos de Dios! Y esa doble realidad es, como decíamos,  “el motivo” de la alegría de  estas fiestas, y que se expresa y se alimenta con las manifestaciones externas ya tradicionales entre nosotros.

                        Suelo poner dos ejemplos: La alegría que hay cuando se libera a un secuestrado; y secuestrados estábamos por el pecado y el diablo; y la alegría que hay cuando se saca uno la lotería. ¡Cuántos bienes, cuántos dones nos trae el Señor! ¡Sería imposible enumerarlos todos! Dice S. Pablo: “¡El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros...!” (Cfr. Ef 1, 1- 10).

                        Cuando esto se conoce y se vive, sólo hay una forma de celebrar la Navidad: “con júbilo desbordante”, como dice la oración de este domingo. ¡Sea cual sea la situación en que cada uno se encuentre! El Papa S. León Magno decía: “No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida” y también “nadie debe sentirse excluido de la participación en tan gran gozo!

                        El Evangelio de hoy nos confirma la llegada de la salvación. Dice Jesús: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia. ¡Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí!”

                        ¡Son éstos “los signos mesiánicos” que anunciaron los profetas! ¡Lo hemos escuchado en la primera lectura!

                        ¡Ha llegado, pues, el Mesías! ¡Ha llegado el que tenía que venir! “¡No tenemos que esperar a otro!”  ¡El Redentor está ya en medio de nosotros!

                        Y si esto es así, ¡ha llegado la salvación! Y entonces, ¿no hay motivo para la alegría desbordante? ¿Puede haber una alegría más grande que esta? ¡Sí, alegría inmensa, casi infinita, de disfrutarla para siempre!

                                                                                                          ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 17:34  | Espiritualidad
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DOMINGO III DE ADVIENTO A

MONICIONES

 

 

PRIMERA LECTURA

    “Dios vendrá y nos salvará”.

      La vuelta del destierro de Babilonia la describe el profeta como una gran renovación: lo árido se hace hermoso y fértil, el enfermo sana, el cobarde cobra vigor. Pero la profecía halla su pleno cumplimiento en Cristo, el Mesías, el que tenía que venir… Y llegará a su culminación con su Vuelta gloriosa. 

SEGUNDA LECTURA

      “Manteneos firmes porque la venida del Señor está cerca”

       Los cristianos a los que se dirige Santiago afrontan momentos difíciles. El apóstol les exhorta a la paciencia, la fortaleza y el amor mutuo, mientras esperan la Venida del Señor. 

TERCERA LECTURA

      “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”

       Es posible que Juan el Bautista tuviera que afrontar también la actuación inesperada del Mesías. Pero, en un caso o en otro, el cumplimiento de las profecías acredita a Jesús como “el que tenía que venir”, “el Mesías de Dios”. 

COMUNIÓN

       En la Comunión recibimos a Jesucristo, al que acogemos como Salvador en la Navidad. Que Él nos ayude a prepararnos para celebrar su Venida, de modo que se cumpla en nosotros la Palabra que hemos escuchado: "Y dichoso el que no se sienta defraudado por mí".


Publicado por verdenaranja @ 17:31  | Liturgia
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Jueves, 12 de diciembre de 2019

Comnetario litúrgico al III Domingo de Adviento por el P. Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos. DICIEMBRE 10, 2019 (zenit)

 TERCER DOMINGO DE ADVIENTO Ciclo A

Textos: Isaías 35,1-6.10; Santiago 5, 7-10; Mateo 11,2-11

Idea principal: Abrirnos a la alegría mesiánica que nos trae Cristo en la Navidad.

Resumen del mensaje: el primer domingo de Adviento Dios nos invitaba a despertar. En el segundo a convertirnos. Hoy nos invita a la alegría, a la alegría mesiánicaa la verdadera alegría, no a la alegría superficial, sensual, consumista y postiza, a la que nos invita las trompetas de este mundo. Es el domingo del “Gaudete”, es decir, “Alegraos”. La vida cristiana tiene que ser vivida desde la alegría, aun en medio de dificultades y desiertos de la vida (primera lectura), porque la tenemos fundamentada en Cristo, como Juan Bautista (evangelio). Alegría que tenemos que regar, abonar, cuidar (segunda lectura) y transmitir a nuestro alrededor.

Puntos de la idea principal:

En primer lugar, este Cristo Salvador que viene en Navidad nos llenará de su alegría, pues Él es la alegre noticia del Padre, y por eso “el desierto y el yermo (de nuestro corazón) se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa” (primera lectura). Sí, habrá descalabros, calamidades, quebraderos de cabeza, pero el cristiano hoy debe escuchar la voz profética que le invita a la esperanza y a la alegría, porque Dios entró y entra en nuestra historia, en nuestra vida. Y Él es fiel (salmo). Hará que los cojos caminen, que los mudos hablen, que el desierto se convierta en jardín, que los cobardes se vuelvan valientes. ¿Soy un cristiano de esperanza gozosa o un cristiano triste y pesimista? Dice el Papa Francisco: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Evangelii gaudium, n. 2)

En segundo lugar, esta alegría recibida por Cristo el día de su Encarnación tiene que ser cultivada, regada, abonada con la oración, el esfuerzo y la paciencia, para que dé fruto precioso (segunda lectura), como hace el buen labrador. De lo contrario, se agosta y fenece. No tengamos miedo a las escarchas, a las nieves, a los vientos y la lluvia; todo es necesario para que florezca nuestra vida, pues lo permite Dios. ¿Nuestra vida florece o está seca? ¿Si está seca, no será que hemos abandonado el riego y el abono? ¿Tal vez no arrancamos las malas hierbas de nuestro corazón y se están comiendo esa alegría de la salvación que Jesús sembró en nuestro corazón? “Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría” (Evangelii gaudium, n. 1).

Finalmente, la alegría de Juan Bautista, ¿en qué y en quién se basaba? (evangelio). Él estaba en la cárcel, porque su predicación era clara e invitaba al rey Herodes a convertirse, pues vivía en adulterio. No era para estar alegre en la prisión. Tampoco su alegría consistía en cosas, pues vivía en austeridad y pobreza. La alegría de Juan Bautista se basaba en haberse encontrado y aceptado a Cristo en su vida, y por eso daba testimonio valiente de Cristo. ¿En dónde está nuestra alegría? ¿Qué hacemos por llevar esa alegría de Cristo a nuestra casa, a nuestro puesto de trabajo, entre nuestros amigos, en nuestras parroquias y comunidades?

Para reflexionar: revisemos en este domingo de la alegría a quién estamos transmitiendo esa alegría de nuestro corazón. Y en el caso de que esa alegría haya muerto por el pecado, acerquémonos a la confesión en estos días para recuperar la alegría de la salvación. Será la mejor manera de acercarnos a la Navidad. “¿Por qué no entrar también nosotros en ese río de alegría?” (Evangelii gaudium, n. 5).

Para rezar:

Dame, Señor, el don de la alegría,

que canta sin reservas,

la belleza del mundo,

la grandeza del hombre,

la bondad de su Dios.

Dame, Señor, el don de la alegría,

que me haga siempre joven,

aunque los años pasen;

la alegría que llena de luz el corazón.

Dame, Señor, el don de la alegría,

que colma de sonrisas,

de abrazos y de besos,

el encuentro de amigos, la vida y el amor.

Dame, Señor, el don de la alegría,

que me una contigo,

el Dios siempre presente,

en quien todo converge y en quien todo se inspira.

Dame, Señor, el don de la alegría,

que alienta el corazón

y nos muestra un futuro

lleno de bendiciones, a pesar del dolor.

Amén.

Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el e-mail del padre Antonio, [email protected]


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Martes, 10 de diciembre de 2019

Primera Predicación de Adviento 2019:  “¡Dichosa tú que creíste!” . Por el Padre Raniero Cantalamessa.-   diciembre 08, 2019 (ZENIT – 8 dic. 2019)

 

Cada año  la liturgia nos prepara a Navidad con tres guías: Isaías, Juan Bautista y María: el profeta, el precursor y la madre. El primero lo anunció desde lejos, el secundo lo señaló presente en el mundo, la madre lo llevó en su seno. Por esto Adviento 2019 he pensado de confiarnos enteramente a la Madre de Dios. Nadie mejor que ella puede  predisponernos  a celebrar con fruto el nacimiento de Jesús. Ella no ha celebrado el Adviento, sino que lo ha vivido en su carne. Como cada mujer embarazada, ella sabe qué significa estar “en la espera” y puede ayudarnos a esperar, en sentido fuerte y existencial, la venida del Redentor. Contemplaremos la Madre de Dios en los tres momentos en los cuales la misma Escritura la presenta en el centro de los acontecimientos: la Anunciación, la Visitación y Navidad.

  1. “Heme aquí, yo soy la esclava del Señor…”

Empiézanos contemplando Maria en la Anunciación. Cuando María llega a la casa de Isabel, ésta la acoge con gran alegría y, “llena del Espíritu Santo”, exclamó: ¡Dichosa tú que creíste! Porque se cumplirá lo que el Señor te anunció. (Lc 1, 45). El evangelista Lucas se sirve del episodio de la Visitación como medio para mostrar lo que se había cumplido en el secreto de Nazaret y que sólo en el diálogo con una interlocutora podía manifestarse y asumir un carácter objetivo y público.

Lo grandioso que había ocurrido en Nazaret, después del saludo del ángel, es que María “ha creído” y así se convirtió en “Madre del Señor”. No hay dudas de que este haber creído se refería a la respuesta de María al ángel: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra (Lc 1, 38). Con estas simples y pocas palabras se consumó el acto de fe más grande y decisivo en la historia del mundo. Esta palabra de María representa “el vértice de todo comportamiento religioso delante de Dios, porque ella expresa, de la manera más elevada, la disponibilidad pasiva unida a la prontitud activa, el vacío más profundo que se acompaña con la más plenitud más grande”[1]. Con esta respuesta –escribe Orígenes- es como si María dijera a Dios: “Heme aquí, soy una tablilla para escribir: que el Escritor escriba lo que desea, que el Señor haga en mí lo que él quiera”[2]. Él compara a María con una tablilla encerada que se usaba, en su tiempo, para escribir. Hoy diríamos que María se ofrece a Dios como una página en blanco, sobre la cual él puede escribir lo que quiera.

“En un instante que no se desvanece nunca más y que permanece válido para toda la eternidad, la palabra de María fue la palabra de la humanidad y su “sí”, el amén de toda la creación al “sí” de Dios” (K. Rahner). En él es como si Dios interpelara de nuevo la libertad creada, ofreciéndole una posibilidad de redención. Es este el sentido profundo del paralelismo: Eva-María, querido a los Padres y a toda la tradición. “Lo que Eva unió con su incredulidad, María lo deshizo con su fe”[3].

De las palabras de Isabel: “Dichosa tú que creíste”, se ve cómo ya en el Evangelio, la maternidad divina de María no es entendida sólo como maternidad física, sino mucho más como maternidad espiritual, fundada en la fe. En eso se basa san Agustín cuando escribe: “La Virgen María dio a luz creyendo, lo que había concebido creyendo… Después de que el ángel hubiera hablado, ella, llena de fe (fide plena), concibiendo a Cristo primero en el corazón que en el seno, respondió: Yo soy la esclava del Señor: que se cumpla en mí tu palabra[4]. A la plenitud de la gracia por parte de Dios, corresponde la plenitud de la fe de parte de María; al “gracia plena”, la “fe plena”.

Sola con Dios

A primera vista, lo de María fue un acto de fe fácil e incluso descontado. Convertirse en madre de un rey que reinaría eternamente sobre la casa de Jacob, ¡madre del Mesías! ¿No era lo que toda jovencita hebrea soñaba ser? Sin embargo, esto es un modo de razonar humano y carnal. La verdadera fe no es un privilegio o un honor, sino que es siempre un morir un poco, y así fue sobre todo la fe de María en este momento. Primero que nada, Dios no engaña nunca, no tironea nunca a las creaturas a un consenso solapadamente, escondiéndole las consecuencias, lo que van a encontrar.

Lo vemos en todas los grandes llamados de Dios. A Jeremías preanuncia: Lucharán contra ti (Jer 1, 19) y sobre Saulo, le dice a Ananías: Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre. (Hc 9, 16). Sólo con María, para una misión como la suya, ¿habría actuado de modo diverso? A la luz del Espíritu Santo, que acompaña el llamado de Dios, ella ciertamente vislumbró que también su camino no sería diferente al de todos los demás llamados. Pronto Simeón pondrá en palabras este presentimiento, cuando le dirá que una espada atravesará su alma.

Sin embargo, ya sobre el plano simplemente humano, María se encuentra en una soledad total. ¿A quién puede explicarle lo que le sucedió? ¿Quién le podrá creer cuando diga que el niño que lleva en su seno es “obra del Espíritu Santo”? Esto nunca ocurrió antes de ella y no ocurrirá nunca después de ella. María conocía ciertamente lo que estaba escrito en el libro de la ley: que si la jovencita, al momento de la boda, no fuera encontrada en estado de virginidad, debería ser sacada a la puerta de su casa paterna y apedreada por la gente de la ciudad (cfr. Dt 22, 20 s).

En la actualidad, hablamos del riesgo de la fe, entiendo, por lo general, con eso, el riesgo intelectual; pero ¡para María se trató de un riesgo real! Carlo Carretto, en su libro sobre la Virgen, narra cómo llega a descubrir la fe de María. Cuando vivía en el desierto, se había enterado de parte de algunos de sus amigos Tuareg que una muchacha del campamento había estado prometida a un joven, pero que no había ido a vivir con él, siendo demasiado joven. Había ligado este hecho con lo que Lucas dice de María. Así es cómo después de dos años, al volver a pasar por el mismo campamento, pide noticias sobre la muchacha. Notó una cierta inquietud entre sus interlocutores y más tarde uno de ellos, acercándose con gran secreto, hizo una señal: pasó una mano sobre la garganta con el gesto característico de los árabes cuando quieren decir: “Ha sido degollada”. Se había descubierto que estaba embarazada antes del matrimonio y el honor de la familia exigía ese fin. Entonces, volvió a pensar en María, ante la mirada despiadada de la gente de Nazaret, a los guiños, entendió la soledad de María, y esa misma noche la eligió como compañera de viaje y maestra de su fe[5].

Ella es la única que creyó en “situación de contemporaneidad”, es decir, mientras las cosas iban sucediendo, antes de cualquier confirmación y de cualquier convalidación por parte de los eventos y de la historia[6]. Creyó en total soledad. Jesús dijo a Tomás: ¡Porque me has visto, has creído; felices los que crean sin haber visto! (Jn 20, 29): María es la primera de aquellos que creyeron sin haber todavía visto.

En una situación similar, cuando también se había prometido a Abrahán un hijo aunque estaba en edad tardía, la Escritura dice, casi con aire de triunfo y de estupor: Abrahán creyó al Señor y el Señor se lo tuvo en cuenta para su justificación (Gen 15, 6). ¡Cuánto ahora se dice más triunfalmente de María! María tuvo fe en Dios y eso le fue acreditado como justicia. El acto de justicia más grande jamás realizado en la tierra de parte de un ser humano, después del de Jesús, que, de todos modos, era también Dios.

San Pablo dice que Dios ama  a quien da con alegría (2 Cor 9, 7) y María dijo su “sí” a Dios con alegría. El verbo con el cual María expresa su consenso, y que se traduce con “fiat” o con “se haga”, en el original, está en un modo optativo (génoito); esto no expresa una simple aceptación resignada, sino un vivo deseo. Como si dijera: “Deseo también yo, con todo mi ser, lo que Dios desea; se cumpla rápidamente lo que él quiere”. En verdad, como decía san Agustín, antes incluso que en su cuerpo, María concibió a Cristo en su corazón.

Sin embargo, María no dijo “fiat” que es una palabra latina; no dijo ni siquiera “génoito” que es una palabra griega. ¿Qué dijo entonces? ¿Cuál es la palabra que, en la lengua hablada por María, corresponde de modo más cercano a esta expresión? ¿Qué decía un hebreo cuando quería decir “así sea”? Decía “¡amén!” Si es lícito remontarse, con una reflexión devota, a la ipsissima vox, a la palabra exacta salida de la boca de María –o al menos a la palabra que había, en este punto, en la fuente judaica usada por Lucas-, esta debe haber sido propiamente la palabra “amén”. Amén –palabra hebraica, cuya raíz significa solidez, certeza- era usada en la liturgia como respuesta de fe a la palabra de Dios. Cada vez que, al final de ciertos Salmos, en la Vulgata se lee “fiat, fiat” (en la versión de los Setenta: génoito, génoito), el original hebraico, conocido por María, dice: ¡Amén, amén!

Con el “amén” se reconoce lo que ha sido dicho como palabra estable, válida y vinculante. Su traducción exacta, cuando es una respuesta a la palabra de Dios, es la siguiente: “Así es y que así sea”. Indica fe y obediencia juntas; reconoce que lo que Dios dice es verdadero y uno se somete. Es decir “sí” a Dios. En este sentido, lo encontramos en la misma boca de Jesús: “Sí amen, Padre, porque esa ha sido tu elección…” (cfr. Mt 11, 26). De hecho, él es el Amén personificado: Así dice el Amén… (Ap 3, 14) y es por medio de él que cada “amén” pronunciado sobre la tierra sube entonces a Dios (cfr. 2 Cor 1, 20). Como el “fiat” de María anticipa al de Jesús en el Getsemaní, así su “amén” anticipa al de su Hijo. También María es una “amén” personificado a Dios.

En la estela de María

Como la estela de un bello barco va ensanchándose hasta desaparecer y perderse en el horizonte, pero que comienza con una punta, que es la punta misma del barco, así es la inmensa estela de los creyentes que forman la Iglesia. Esta comienza con una punta y esta punta es la fe de María, su “fiat”. La fe, junto con su hermana la esperanza, es lo único que no comienza con Cristo, sino con la Iglesia y por lo tanto, con María, que es el primer miembro, en orden de tiempo y de importancia. Nunca el Nuevo Testamento atribuye a Jesús la fe y la esperanza. La carta a los Hebreos nos da una lista de aquellos que tuvieron fe: Por fe Abel… Por fe, Abraham… Por fe, Moisés… (Heb 11, 4 ss).  Sin embargo, esta lista no incluye a Jesús. Jesús es llamado “autor y consumador de la fe” (Heb 12, 2), no uno de los creyentes, aunque pudiera ser el primero.

Por el solo hecho de creer, nos encontramos entonces en la estela de María y queremos ahora profundizar qué significa seguir realmente su estela. Al leer lo que respecta a la Virgen en la Biblia, la Iglesia ha seguido, hasta el tiempo de los Padres, una criterio que se puede expresar así: “María, vel Ecclesia, vel anima”, María, o sea la Iglesia, o sea el alma. El sentido es que lo que en la Escritura se dice especialmente de María, se entiende universalmente de la Iglesia y lo que se dice universalmente de la Iglesia se entiende singularmente para cada alma creyente.

Ateniéndonos también nosotros a este principio, vemos ahora lo que la fe de María tiene para decir primero a la Iglesia en su conjunto y después a cada uno de nosotros, es decir a cada alma individual. Aclaramos primero las implicancias eclesiales o teológicas de la fe de María y después las personales o ascéticas. De este modo, la vida de la Virgen no sirve sólo para acrecentar nuestra devoción privada, sino también nuestra comprensión profunda de la Palabra de Dios y de los problemas de la Iglesia.

María nos habla primero de la importancia de la fe. No existe sonido, ni música allí donde no hay un oído capaz de escuchar, por cuanto resuenan en el aire melodías y acordes sublimes. No hay gracia, o la menos la gracia no puede operar, si no encuentra la fe que la acoge. Como la lluvia no puede hacer germinar nada hasta que no encuentra la tierra que la acoge, así es la gracia sino encuentra la fe. Es por la fe que nosotros somos “sensibles” a la gracia. La fe es la base de todo; es la primera y la más “buena” de las obras para cumplir. Obra de Dios es esta, dice Jesús: que crean (cfr. Jn 6, 29). La fe es así importante porque es la única que mantiene a la gracia su gratuidad. No busca invertir las partes, haciendo de Dios un deudor y del hombre un acreedor. Por esto, la fe es tan querida a Dios que hace depender de ella prácticamente todo, en sus relaciones con el hombre.

Gracia y fe: son puestos, de este modo, los dos pilares de la salvación; se da al hombre los dos pies para caminar y las dos alas para volar. Sin embargo, no se trata de dos cosas paralelas, casi como que de Dios viniera la gracia y de nosotros la fe, y la salvación dependiera así, en partes iguales, de Dios y de nosotros, de la gracia y de la libertad. Sería una problema que alguno pensara: la gracia depende de Dios, pero la fe depende de mí; ¡juntos, yo y Dios hacemos la salvación! Habremos hecho de Dios, de nuevo, un deudor, alguien que depende de algún modo de nosotros y que debe compartir con nosotros el mérito y la gloria. San Pablo disipa todas las dudas cuando dice: Ustedes han sido salvados por la fe (es decir el creer, o más globalmente, el ser salvos por gracia mediante la fe, que es la misma cosa) no por mérito propio, sino por la gracia de Dios; y no por las obras, para que nadie se gloríe (Ef 2, 8s). Incluso en María el acto de fe fue suscitado por la gracia del Espíritu Santo.

Lo que ahora nos interesa es resaltar algunos aspectos de la fe de María que pueden ayudar a la Iglesia de hoy a creer más plenamente. El acto de fe de María es extremadamente personal, único e irrepetible. Es un confiar en Dios y un confiarse completamente a Dios. Es una relación de persona a persona. Esto se llama fe subjetiva. El acento está aquí en el hecho de creer, más que en las cosas creidas. Sin embargo, la fe de María es también extremadamente objetiva, comunitaria. Ella no cree en un Dios subjetivo, personal, aislado de todo, y que se revela sólo a ella en secreto. Por el contrario, cree en el Dios de los Padres, el Dios de su pueblo. Reconoce en el Dios que se le revela, al Dios de las promesas, al Dios de Abraham y de su descendencia.

Ella se incluye humildemente en el grupo de los creyentes, se convierte en la primera creyente de la nueva alianza, como Abraham fue el primer creyente de la antigua alianza. El Magnificat está lleno de esta fe basada en las Escrituras y de referencias a la historia de su pueblo. El Dios de María es un Dios de características típicamente bíblicas: Señor, Poderoso, Santo, Salvador. María no le habría creído al ángel, si le hubiera revelado un Dios diferente, que ella no hubiera podido reconocer como el Dios de su pueblo Israel. Incluso externamente, María se adecua a esta fe. De hecho, se comporta sujeta a todas las prescripciones de la ley; hace circuncidar al Niño, lo presenta en el templo, se somete ella misma al rito de la purificación, sube a Jerusalén para la Pascua.

Ahora, todo esto es para nosotros de gran enseñanza. También la fe, como la gracia, ha estado sujeta, a lo largo de los siglos, a un fenómeno de análisis y de fragmentación, para lo cual hay especies y subespecies de fe innumerables. Los hermanos protestantes, por ejemplo, valorizan más el primer aspecto, subjetivo y personal de la fe. “Fe –escribe Lutero- es una confianza viva y audaz en la gracia de Dios”; es una “firme confianza”[7]. En algunas corrientes del protestantismo, como en el Pietismo, donde esta tendencia está llevada al extremo, los dogmas y las llamadas verdades de fe no tienen casi ninguna relevancia. El comportamiento interior, personal, hacia Dios es lo más importante y casi exclusivo.

Por el contrario, en la tradición católica y ortodoxa, hasta la antigüedad, ha tenido una importancia grandísima el problema de la recta fe o de la ortodoxia. Prontamente, el problema de las cosas a creer adquiere una posición de gran ventaja sobre el aspecto subjetivo y personal del creer, es decir sobre el acto de la fe. Los tratados de los Padres, intitulados “Sobre la fe” (De Fide) no mencionan ni siquiera la fe como acto subjetivo, como confianza y abandono, sino que se preocupan de establecer cuáles son las verdades a creer en comunión con todas la Iglesia, en polémica contra los herejes. Después de la Reforma, en reacción al hincapié unilateral de la fe-confianza, esta tendencia se acentúa en la Iglesia católica. Creer significa principalmente adherir al credo de la Iglesia. San Pablo decía que  “con el corazón creemos para ser justos, con la boca confesamos” (cfr. Rm 10, 10): la “confesión” de la recta fe ha tomado prontamente una posición de ventaja sobre el “creer con el corazón”.

María nos lleva a redescubrir, también en este campo, “la totalidad” que es tanto más rica y más bella que cada su particular. No basta con tener una fe sólo subjetiva, una fe que sea un abandonarse a Dios en la intimidad de la propia conciencia. Por este camino, es tan fácil reducir a Dios a la propia medida. Esto sucede cuando se hace una idea propia de Dios, basada sobre una propia interpretación personal de la Biblia, o sobre la interpretación del propio grupo restringido, y después se adhiere a ella con toda la fuerza, incluso también con fanatismo, sin darse cuenta de que para ese entonces se está creyendo en sí mismo más que en Dios y que toda aquella confianza incontrolable en Dios, no es más que una confianza en sí mismos.

Sin embargo, no basta siquiera una fe sólo objetiva y dogmática, si esta no realiza el contacto íntimo y personal, de yo a vos, con Dios. Ésta se convierte fácilmente en una fe muerta, un creer por medio de otra persona o de la institución, que colapsa a penas entra en crisis, por cualquier razón, la relación con la institución que es la Iglesia. De este modo, es fácil que un cristiano llegue al final de la vida, sin haber nunca hecho un acto de fe libre y personal, que es el único que justifica el nombre de “creyente”.

Es necesario, entonces, creer personalmente, pero en la Iglesia; creer en la Iglesia, pero personalmente. La fe dogmática de la Iglesia no mortifica el acto personal y la espontaneidad del creer, sino que lo preserva y permite conocer y abrazar a un Dios inmensamente más grande que el de mi pobre experiencia. De hecho, ninguna creatura es capaz de abrazar, con su acto de fe, todo lo que de Dios se puede conocer. La fe de la Iglesia es como el gran angular que permite ver y fotografiar, de un panorama, una porción mucho más vasta del simple objetivo. En el unirme a la fe de la Iglesia, hago mía la fe de todos los que me han precedido: de los apóstoles, de los mártires, de los doctores. Los Santos, al no poder llevarse consigo la fe la cielo –donde no sirve más-, la dejaron en herencia a la Iglesia.

Hay una fuerza increíble contenida en aquellas palabras: “Yo creo en Dios Padre Todopoderoso…”. Mi pequeño “yo”, unido y fusionado con lo enorme de todo el cuerpo místico de Cristo, pasado y presente, forma un grito más potente que el fragor del mar que hace temblar desde los fundamentos al reino de las tinieblas.

¡Creamos también nosotros!

Pasamos ahora a considerar las implicancias personales y ascéticas que surgen de la fe de María. San Agustín, después de haber afirmado, en el texto citado anteriormente, que María “llena de fe, dio a luz creyendo a quien había concebido creyendo”, trae una aplicación práctica diciendo: “María creyó y en ella se cumplió lo que creyó. Creamos también nosotros, para que lo que se cumplió en ella pueda ser beneficioso también para nosotros”[8].

¡Creamos también nosotros! Contemplar la fe de María nos mueve a renovar sobre todo nuestro acto de fe personal y de abandono en Dios.

¿Qué se debe hacer entonces? Es simple: después de haber orado, para que no sea una cosa superficial, decir a Dios con las palabras mismas de María: “¡Heme aquí, soy el esclavo, o la esclava, del Señor: hágase en mí según tu palabra!”. Digo amén, sí, mi Dios, a todo tu proyecto, ¡me cedo a mí mismo!

Debemos recordar que María dijo su “fiat” en un modo optativo, con deseo y alegría. Cuántas veces nosotros repetimos aquellas palabras con un estado de ánimo de resignación mal escondida, como quien, inclinando la cabeza, dice con sus dientes apretados: “Si no se puede prescindir, ¡que se haga tu voluntad!” María nos enseña a decirlo de modo diverso. Sabiendo que la voluntad de Dios es infinitamente más bella y más rica de promesas, que cada proyecto nuestro; sabiendo que Dios es amor infinito y que tiene para nosotros “designios de prosperidad y no de desgracia” (cfr. Jer 29, 11), nosotros decimos, llenos de deseo y casi con impaciencia, como María: “¡Que se cumpla rápido sobre mí, oh Dios, tu voluntad de amor y de paz!”.

Con esto se realiza el sentido de la vida humana y su más grande dignidad. Decir “sí”, “amén”, a Dios no humilla la dignidad del hombre, como piensa a veces el hombre de hoy, sino que la exalta. Por lo demás, ¿cuál es la alternativa a este “amén” dicho a Dios? Justamente el pensamiento contemporáneo que ha hecho del análisis de la existencia su objeto primario, demostró claramente que decir “amén” es necesario y sino se le dice a Dios que es amor, se lo debe decir a cualquier otra cosa que es una necesidad fría y paralizante: al destino, a la suerte.

“El justo vivirá por la fe”

Todos deben y pueden imitar a María en su fe, pero en modo particular debe hacerlo el sacerdote y cualquiera que esté llamado, de alguna manera, a transmitir a otros la fe y la Palabra. “El justo –dice Dios- vivirá por la fe” (cfr. Habacuc 2, 4: Rm 1, 17): esto vale, especialmente, para el sacerdote: Mi sacerdote –dice Dios- vivirá por la fe. Él es el hombre de la fe. El peso específico de un sacerdote está dado por su fe. Él influirá en las almas en la medida de su fe. La tarea del sacerdote o del pastor en medio del pueblo, no es sólo la de ser distribuidor de los sacramentos y de los servicios, sino también la de suscitar y testimoniar la fe. Él será verdaderamente el que guía, que lleva, en la medida en que crea y haya cedido su libertad a Dios, como María.

El gran signo esencial, el que los fieles captan inmediatamente en un sacerdote y en un pastor es si “cree”: si cree en lo que dice y en lo que celebra. Quien busca en el sacerdote sobre todo a Dios, lo nota rápidamente; quien no busca en él a Dios, puede ser engañado fácilmente y llevar a engaño al mismo sacerdote, haciéndolo sentir importante, brillante, actualizado, mientras que, en realidad, él también es, como se decía en el capítulo anterior, un hombre “vacío”. Incluso el no creyente que se acerca al sacerdote con un espíritu de búsqueda, entiende la diferencia rápidamente. Lo que lo provocará y que podrá hacerlo entrar en crisis beneficiosamente, no son en general las más eruditas discusiones de fe, sino la simple fe. La fe es contagiosa. Así como no se adquiere un contagio, escuchando hablar de un virus o estudiándolo, sino poniéndose en contacto, así sucede con la fe.

La fuerza de un servidor de Dios es proporcionada con la fuerza de su fe. A veces se sufre e incluso se lamenta en la oración con Dios, porque la gente abandona la Iglesia, no deja el pecado, porque hablamos hablamos y no sucede nada. Un día los apóstoles intentaron expulsar el demonio de un pobre muchacho pero sin lograrlo, se acercaron a Jesús y a parte le preguntaron: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? Él les contestó: Porque ustedes tienen poca fe (Mt 17, 19-20). Cada vez que, delante de un fracaso pastoral o de un alma que se alejaba de mí sin lograr ayudarla, sentí aflorar en mí aquella pregunta de los apóstoles: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo?, escuché responderme también yo en lo más íntimo: “¡Porque tienes poca fe!”. Y callé.

Como habíamos dicho, el mundo está surcado por la estela de un bello barco, que es la estela de fe abierta por María. Entremos en esta estela. Creamos también nosotros para que lo que se actualizó en ella se actualice también en nosotros. Invoquemos a la Virgen con el dulce título de Virgo fidelis: ¡Virgen creyente, ruega por nosotros!

[1] H. SHÜRMANN, Das Lukasevangelium, Friburgo en Br. 1982, ad loc. (trad. ital. El Evangelio de Lucas, Paideia, Brescia 1983, p. 154)

[2] ORÍGENES, Comentario al evangelio de Lucas, fragmento 18 (GCS, 49, p 227)

[3] S. IRENEO, Contra las herejías, III, 22, 4 (SCh 211, p. 442 s).

[4] S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).

[5] C. CARRETTO, Beata tú que has creído, Ed. Paulinas 1986, pp. 9 ss.

[6] S. KIERKEGAARD, Ejercicio del cristianismo I (ed. ital. por C. FABRO, Obras, Sansoni, Florencia 1972, pp. 693 ss).

 

[7] LUTERO, Prefacio a la Epístola a los Romanos (ed. Weimar, Deutsche Bibel 7, p. 11) y De las buenas obras (ed. Weimar 6, p. 206).

 

[8] S. AGUSTÍN, Discursos 215, 4 (PL 38, 1074).

diciembre 08, 2019 19:26Espiritualidad y oración

 


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Viernes, 06 de diciembre de 2019

Reflexión a las lecturas de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"

La Inmaculada Concepción

          Los domingos de Adviento, Cuaresma y Pascua excluyen cualquiera otra celebración, incluso, una fiesta de la Virgen como ésta, pero la Santa Sede ha concedido la facultad de poder celebrarla en España por ser su patrona, por la especial devoción que se la tiene en nuestros pueblos y ciudades, y también por la aportación significativa de nuestros teólogos y santos, y, en general, de toda la Iglesia española, al estudio, defensa y proclamación del dogma de la Inmaculada. No en vano el Papa acude cada año, en la tarde de esta solemnidad, al Monumento de la Inmaculada de la Plaza de España, en Roma, para orar ante la Imagen de la Virgen, cerca de la Embajada de nuestro país.

          Para esta concesión se han puesto algunas condiciones, como que la segunda lectura de la Misa del día se tome del segundo domingo de Adviento.

          En medio de este tiempo, en efecto, ¡cuánto nos ayuda esta solemnidad de la Virgen! ¡Parece como si estuviera pensada, expresamente, para nuestra preparación para la Navidad!                              Comprendemos enseguida cómo esta Celebración festiva nos ayuda a comprender mejor la necesidad de un Salvador, nos  indica cómo tendría  que ser nuestra preparación para su Venida en la Navidad, y nos dice, incluso, cómo tendría que ser toda nuestra vida cristiana.

          En la 1ª Lectura contemplamos cómo el hombre rompe con Dios. Pierde su condición de hijo, y aparece el sufrimiento, el mal y la muerte. ¡Es el pecado original!

          De esta forma, se mete en un callejón sin salida: Ha podido alejarse de Dios, pero ahora, por sí mismo, no puede volver a Él. Tendrá que venir Dios mismo a salvarle.

          ¡Se necesita, por tanto, un Salvador! Y no sólo lo necesitaron nuestros primeros padres, sino todo hombre y toda mujer. A todos nos llegan las consecuencias de un pecado que no cometimos.                 Y la misma sociedad experimenta, de algún modo, “el misterio del mal”, las consecuencias del pecado y la necesidad de un libertador. Y el problema se agrava porque, al carecer, con mucha frecuencia, de una adecuada formación religiosa, se desconoce el origen del mal que sufre, incluso, que le atormenta y llega a destruirle, y llega a echarle la culpa al mismo Dios.

          ¿Y qué es celebrar la Navidad sino saltar de gozo, al contemplar al Salvador que llega?

          De este modo, comprendemos también mejor  la necesidad de prepararnos, de la mejor manera posible, para esta gran festividad que se acerca.

          ¿Y cómo hacerlo? ¿De qué mejor manera  que como Dios mismo preparó a la Virgen María, desde el momento mismo de su Concepción? En efecto, cuando el alma de la Virgen se va a unir a su cuerpo en el seno de su madre, Dios interviene y la preserva del pecado original y la llena de gracia. Por eso hablamos de Concepción Inmaculada, es decir, sin mancha, sin pecado.          

          En el Evangelio de hoy escuchamos cómo el ángel la saluda como la llena de gracia. Así, nosotros, en nuestra preparación para la Navidad,  tenemos que esforzarnos por liberarnos de todo pecado y crecer en santidad.

          Hoy contemplamos, por tanto, a María, toda limpia, toda hermosa. Y la Iglesia en este día proclama: "Todo es hermoso en ti, Virgen María, ni siquiera tienes la mancha del pecado original". Y también, con el salmo responsorial: “¡Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas!”.                 

          Y cuando los poetas se han acercado a este misterio de la Virgen, se han quedado sin palabras: "Bien lo sé yo, musa mía, el gran himno de María no lo rima ni lo canta miel de humana poesía ni voz de humana garganta”. Y también: “Sol del más hermoso día, Vaso de Dios puro y fiel. ¡Por ti pasó Dios, María! Cuán pura el Señor te haría, para hacerte digna de Él”. (Gabriel y Galán).

          Por último, descubrimos aquí cómo tiene que ser toda nuestra vida: ¡Una lucha constante!, como dice la primera lectura: “Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón”.

                                                                                                                              

                                                                                                        ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 12:50  | Espiritualidad
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INMACULADA CONCEPCIÓN

MONICIONES 

 

 

PRIMERA LECTURA

            Con un lenguaje  característico, se nos presenta en esta lectura, la caída en el pecado de nuestros primeros padres y el anuncio de nuestra salvación. Es el pecado original, del que fue preservada, en su Concepción, la Inmaculada Virgen María.

 

SALMO

            La acción salvadora de Dios, expresada en la Concepción sin pecado de María, provoca en nuestra asamblea un canto agradecido y triunfal al Dios que hace maravillas. Su misericordia y su fidelidad son eternas.

 

SEGUNDA LECTURA

            La segunda lectura es hoy del 2º Domingo de Adviento. En ella San Pablo nos habla de la salvación que nos trae Jesucristo para todos: judíos y gentiles. Escuchemos.

 

TERCERA LECTURA

            En el momento de la Anunciación el ángel saluda a María como llena de gracia.

La Maternidad divina de la Virgen, que aquí se anuncia, es la razón de todas las gracias singulares que adornan el cuerpo y el alma de la Santísima Virgen María.

Aclamemos ahora al Señor con el canto del aleluya.

 

COMUNIÓN

            Al acercarnos a comulgar, no olvidemos a la Virgen María: su alma limpísima, exenta de pecado y llena de gracia, para ser una digna morada de Jesucristo, su hijo.

Pidámosle al Señor que nos ayude a parecernos cada día más a ella y a recibir siempre al Señor en la Comunión como ella lo recibía en las celebraciones de la primera comunidad cristiana.

 


Publicado por verdenaranja @ 12:46  | Liturgia
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