Reflexión a las lecturas del domingo segundo del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el apígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 2º del T. Ordinario
El domingo pasado salíamos de la Navidad fijando nuestros ojos en Jesucristo que, con su Bautismo, iniciaba su Vida Pública. Durante esta semana, el Evangelio de cada día nos ha venido presentando sus primeras palabras, sus primeros discípulos, sus primeros milagros, sus primeros pasos.
El Evangelio de hoy nos ofrece la presentación que hace Juan Bautista de Jesucristo: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
A nosotros nos puede parecer esta una expresión un tanto extraña, sin embargo, para un judío piadoso no lo era. ¡Era un título mesiánico! Por eso dos de los discípulos, al oírlo, siguen a Jesús.
De esta manera, se enlaza la Navidad con la Pascua, con la Muerte y la Resurrección de Jesucristo, por la que quita el pecado del mundo.
Quitar el pecado del mundo es algo muy importante, trascendental, porque el pecado de Adán y de cada persona constituye una fuente incesante de males. ¿Cómo sería el mundo, la sociedad, la misma Iglesia, si se pudiera quitar todo pecado, de modo que cada persona estuviera centrada en hacer, en cada momento, la voluntad de Dios, todo y sólo lo que Dios quiere y nunca el mal, el pecado?
Pues a eso estamos convocados los cristianos este domingo. Esa es nuestra tarea y nuestra misión fundamental: ¡hacer el bien y evitar el mal!
Y eso es lo que nos recuerda la primera lectura de hoy: ¡estamos llamados a ser santos!
¡Pero eso no se puede imponer por la fuerza! Se nos ofrece como don y tarea, que respetan siempre la libertad.
Y aquí se encuentra la gran tragedia del hombre y de la humanidad entera: que, pudiendo ser feliz y dichosa, siguiendo los preceptos del Señor, se cierra sobre sí misma y desoye y se opone a su voz, y así sufre y muere incesantemente. Por eso hoy y siempre nos dice: “Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón”.
Y Juan, el Bautista, nos recuerda hoy, además, la cuestión fundamental. que contemplábamos el domingo pasado, en la ribera del Jordán: El Espíritu Santo, que desciende sobre Jesús, con ocasión de su Bautismo, es el que le unge y le consagra, para la Misión, que san Pedro sintetizaba diciendo que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él”.
Escuchémosle: “Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Aquel sobre el que veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo. Y yo lo he visto, y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”.
Es para una contemplación interminable de Jesucristo: "¡El que tiene el Espíritu Santo!". “El que ha de bautizar con Espíritu Santo!”
¡Y los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación garantizan en cada cristiano la presencia y la acción del Espíritu Santo!
Es una grandísima pena que existan hoy tantísimos cristianos, jóvenes y mayores, que se resistan al Espíritu Santo; que digan que no les interesa recibir la Confirmación.
¡No conocen la gravedad que tiene todo eso!
¡Y el problema se agranda porque en sus familias y en su ambientes no tienen a nadie que les ayuden a conocer y comprender la grandeza, la belleza y la necesitad del Don del Espíritu del Señor, que es el fruto más importante de la Pascua.
Y sin el Espíritu Santo, ¿quién se dedicará, como Jesucristo, a pasar por la vida haciendo el bien y a curando a los oprimidos por el mal?
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!