Viernes, 14 de agosto de 2020

Reflexión a las lecturas del domingo veinte del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdlote Don Juan Manuel Pérez Piñero bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"  

Domingo 20º del T. Ordinario A

 

¡Jesucristo ha venido para todos! ¡Es la universalidad de la salvación! Todos tienen derecho a conocer al Señor, a amarle a seguirle y gozar de los frutos de la salvación. Ahora en el tiempo y después por toda la eternidad.

   A nosotros nos resulta algo ya sabido, porque lo hemos conocido y vivido desde niños; pero no siempre se entendió así, y,  con alguna frecuencia, la Palabra de Dios  nos lo recuerda.

   El pueblo de Israel tuvo siempre una conciencia muy viva de ser el pueblo elegido; y, por medio de él, se incorporarían los demás pueblos a la salvación, como nos recuerda la primera lectura de hoy.  

   Cuando leemos el Evangelio, constatamos que Jesús tiene una  clara conciencia de que ha sido enviado solamente al pueblo de Israel, como había sucedido con los profetas, que también habían anunciado, en algunas ocasiones, la  universalidad de la salvación, como escuchamos este domingo.

   En este contexto, las palabras del Evangelio de hoy no deben parecernos extrañas: “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”. Y también: “No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Y cuando manda a los apóstoles de dos en dos, les dice: "No vayáis a tierra de paganos ni entréis en las ciudades de Samaría, sino id  a las ovejas descarriadas de Israel". (Mt. 10, 5-7).

   Es por el Misterio Pascual, por su Muerte y Resurrección, por el que Jesucristo hace de los dos pueblos -judíos y gentiles- un pueblo nuevo, la Iglesia, a la que San Pablo llama “el Israel de Dios” (Gál 6, 16). El mismo apóstol escribe en otro lugar: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que en un tiempo estabais lejos, estáis cerca, por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando, en su cuerpo de carne, el muro que los separaba: La enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo  las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte en Él, a la enemistad”. (Ef 2, 13-16). Y en la segunda lectura de hoy contemplamos  cómo  el mismo Pablo, se presenta como “apóstol de los gentiles”, al mismo tiempo que manifiesta su intensa preocupación por la suerte del pueblo judío.

   Pero ya antes de su Muerte y Resurrección, Jesús anticipa y profetiza así, en algunas ocasiones, la universalidad de la salvación, acogiendo y  realizando curaciones de algunos paganos, que sobresalieron por su fe, como contemplamos este domingo, en aquella mujer cananea. Ella tenía una hija con “un demonio muy malo”. No sabemos exactamente de qué se trataba! Si de una posesión diabólica, que perturbaba gravemente su salud, o de una enfermedad muy grave, que se atribuía , según el sentir popular,  a un demonio. Lo cierto es que la madre, la mujer cananea, saliendo de alguno aquellos lugares no pertenecientes a la fe de Israel, comienza a llamar a gritos a Jesucristo, para que la atienda: “Ten compasión de mi, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”. ¡Grita y vuelve a gritar, hasta “molestar” a los discípulos!  Ellos interceden ante Jesús y la mujer puede acercarse y presentarle su petición: “Señor, socórreme”. Jesús le contesta con una especie de refrán: “No está bien  tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos”. Y como aquella mujer posee una fe humilde y viva, “se coloca en su lugar”: Ella es una mujer pagana  y no puede venir con exigencias como si fuera una judía practicante; y entonces acierta a decirle a Jesús:  “Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas, que caen de la mesa de los amos”. ¡Ella se conformaba, pues,  con las migajas que caen de la mesa de Israel! El Señor quedó profundamente sorprendido de su respuesta y le dijo: “Mujer, qué grande es tu fe: Que se cumpla lo que deseas. En aquel momento quedó curada su hija”.

   ¡Cuánto valora Jesucristo el don de la  fe; una fe humilde y viva, que nos lleve a colocarnos en “nuestro propio lugar ante Él!”

   Concluyamos nuestra reflexión de hoy, proclamando con el salmo responsorial: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben”.  

                                                                                             ¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!


Publicado por verdenaranja @ 21:45  | Liturgia
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