Reflexión a las lecturas del domingo treintidos del Tiempo Ordinario A ofrecida por el sacerdote Don Juan Manuel Pérez PIÑERO bajo el epígrafe "ECOS DEL DÍA DEL SEÑOR"
Domingo 32º del T. Ordinario A
Está terminando el Año Litúrgico. Pronto comenzaremos el Tiempo de Adviento, que nos prepara para la Navidad. Estos domingos, por tanto, son como el declinar de un día, un hermoso atardecer.
Y cada año, por estas fechas, la Iglesia nos invita a recordar y celebrar “la espera dichosa” de la Venida gloriosa del Señor. Y a eso nos invitan las lecturas de estos domingos, en los que se nos recuerda que la Historia humana no terminará, simplemente, en una destrucción cósmica, en un enfriamiento del sol, en un fracaso existencial, y ya está, sino, sea cual sea en final del Universo, la Historia culminará con la Venida Gloriosa del Señor. En la segunda lectura Pablo sitúa aquí la resurrección de los muertos, el día de la glorificación y del premio, el comienzo de una vida sin fin.
También nos centramos en esta realidad las primeras semanas de Adviento. Un tiempo, pues, un tanto amplio para recordar y celebrar esta gran verdad, que profesamos en el Credo: “Y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin”. También cada vez que celebramos la Eucaristía, profesamos esa fe y esa esperanza.
Pero, a pesar de todo eso, hay un gran desconocimiento en el pueblo cristiano de este grandioso acontecimiento, el más importante que esperamos.
Hemos de esforzarnos siempre por tener una conciencia muy viva de que los cristianos trabajamos, descansamos…, celebramos la Eucaristía, “mientras esperamos la Gloriosa Venida de nuestro Salvador Jesucristo”. Es normal, por tanto, que lo primero que le pidamos al Señor, cuando llega al altar, en la Consagración, sea “Ven, Señor Jesús”.
El Evangelio de este domingo nos invita a reflexionar sobre este misterio, a la luz de la parábola de “las diez vírgenes”. Jesús se vale de la forma en que se celebraban unas bodas en su tierra, para hablarnos de esta realidad.
Un tiempo después de los desposorios, llegaba el día de la boda. Entonces iba el novio acompañado de unos amigos a la casa de la novia, que esperaba rodeada de sus amigas, y era conducida solemnemente a la casa del novio, donde se celebraba el matrimonio y se tenía el banquete, y comenzaba la vida común. Ni que decir tiene que todo estaba perfectamente programado. Pero Jesús se imagina una boda en la que todo falla: el novio tarda en llegar; las amigas de la novia se duermen; algunas de ellas no han llevado suficiente aceite para sus lámparas; el esposo llega a medianoche, y se oye una voz: “que llega el esposo. Salid a recibirlo”. Y sólo las que estaban preparadas, con aceite para sus lámparas, entraron al banquete de bodas; y se cerró la puerta. Las otras, las necias, que fueron a comprar el aceite y llegaron tarde y entonces, no pudieron entrar por mucho que insistieron.
La finalidad de la parábola nos la dice Jesucristo expresamente: "Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora". Por tanto, siempre tenemos que estar a la espera del Señor, con el aceite de las lámparas preparado, para que podemos recibirle con las lámparas llenas de luz.
Eso nos hace recordar el rito de la luz de la celebración del Bautismo, en el que el sacerdote dice: “A vosotros, padres y padrinos, se os confía acrecentar esta luz. Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz y, perseverando en la fe, puedan salir con todos los santos encuentro del Señor."
Y en este marco celebramos hoy el Día de la Iglesia Diocesana. La Iglesia es, pues, el pueblo de Dios vigilante, que trabaja y espera. A mi gusta contemplarla como un edificio en construcción en el que todos tenemos que trabajar según nuestras cualidades y posibilidades.
¡Y esto es vivir con la sabiduría de la que nos habla la primera lectura!
¡FELIZ DÍA DEL SEÑOR!